viernes, enero 15, 2010

Dejad atrás cualquier esperanza...


Uno de los grandes descubrimientos de la época vacacional fue, sin lugar a dudas, John Cheever. Leí con singular deleite su novela Falconer, un pase de lista a la vida en la prisión desde una visión desprejuiciada y casi nihilista. El libro narra la vida de Ezekiel Farragut, un hombre culto, perteneciente a la clase media acomodada de los EU, homosexual, marido, heroinómano que en un rapto de furia asesina a su hermano y sella así su suerte a ser encarcelado en Falconer, una prisión cuya entrada el autor describe así:
La entrada principal de Falconer –la única para los presos, los visitantes y el personal- estaba coronada por un escudo que representaba la Libertad, la Justicia y, entre las dos, el poder soberano del gobierno. La Libertad llevaba un gorro frigio y empuñaba una pica. El gobierno era el águila federal, con una rama de olivo y armada con las flechas. La Justicia era convencional: ciega, vagamente erótica con sus prendas ajustadas y empuñando la espada de un caudillo. El bajorrelieve era de bronce, pero ahora se veía negro; negro como la antracita o el ónice sin pulir. ¿Cuántos cientos de hombre habían pasado por debajo, el último emblema que la mayoría vería de los esfuerzos de la humanidad por interpretar el misterio del encarcelamiento en términos simbólicos? Centenares, quizá miles, mejor millones.
La prosa de Cheever es una prosa pausada, directa, que desnuda una suerte de simplicidad que no es tal. En un registro parecido al de Raymond Chandler, el autor describe situaciones extraordinarias con una serenidad, que pareciera que lo que relata carece por completo de importancia. Con singular maestría describe las entrevistas que tiene con su mujer y la rutina que se adivina irrenunciable e insoportable con sólo seguir la mirada del personaje principal tras los pasos (las piernas, los pies) de su mujer. El salto que implica la descripción de estas escenas casi “domésticas”, a la intensa relación sexual que establece con Jody, otro presidiario, lo realiza casi de manera imperceptible, con una maestría que deja estupefacto (estupendejo) al lector. La filosofía de Jody es, además, cuestión irónica-paródica y adictiva. No se puede más que sonreír y pensar cuando el autor pone estas palabras en la boca de su personaje:
-Quizá haya algo –admitió Jody―. Pero verás, ya lo he oído todo antes, en la escuela del éxito, la escuela de la élite, la escuela del encanto. Todo es la misma mierda. Lo he oído una decena de veces antes. Me dicen que el nombre de un tipo es para él el sonido más dulce. Eso ya lo sabía cuando tenía tres, cuatro años. Me sé toda la historia. ¿Quieres escucharla? Pon atención. [...] Uno: deja que el otro tipo crea que todas las buenas ideas son suyas. Dos: rechaza los desafíos. Tres: comienza con alabanzas y un aprecio sincero. Cuatro: si estás equivocado, admítelo de inmediato. Cinco: consigue que la otra persona diga sí. Seis: habla de tus errores. Siete: permite que el otro salve su jeta. Ocho: anímalo. Nueve: haz que quieres hacer parezcan fáciles. Diez: haz que la otra persona se sienta feliz por hacer lo que tú quieres. Mierda, tío, cualquier puta sabe eso. Ésa es mi vida, ésa es la historia de mi vida. Llevo haciendo esto desde que era un crío y mira dónde he acabado. Mira dónde me han llevado mi conocimiento de la esencia del encanto, el éxito y la banca. Mierda, nena, me dan ganas de renunciar.
Algunos reclamos con respecto a la trama del texto apuntan a la verosimilitud de las fugas de Jody y del propio Farragut, pero eso, en el contexto de la propuesta y el contenido que Cheever expone en su obra, resulta irrelevante. La edición de Emecé tiene un pós-logo de Rodrigo Fresán en el que analiza de manera más que interesante varios de los elementos de la obra. Sin duda, un autor imprescindible en el campo de la literatura contemporánea.

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