jueves, octubre 28, 2004

(si eres capaz)

si eres capaz
de mirarme en llamas y no desearme
entonces no me mires más

si eres capaz de estrategias
y en tu táctica cada toque está planeado
(no toques a mi puerta de ese modo)
no abriré
no conviene programar
la señal es tu suspiro espontáneo
y no mi punto frágil automático
eso que leíste sobre mi vientre
en la revista masculina no es verdad
el último es único y el anterior seriado
en ese contraste tú defines el placer
no pienses que para agradarme
bastará una mordidita en mi nuca
quedan tantos versos por trabajar
inicios de subjetivo
yo leo entre gemidos
y me controlo para no gritar las palabras justamente onomatopéyicas
tales como Harriet, o, un, Dios,
de bruces leyendo en la cama intento no gritar
viajo y tú concentrado en la crudeza del coito
en cada golpe en cada contracción
del octavo movimiento a la música de fondo
capaz todavía de oír lo que dice el tipo de la televisión
tú te ríes y la apagas
tú concentrado en lo real, un científico,
en cuanto yo cierro los ojos pensando en una cosa

invisible

la panza se balancea
yo ni me acuerdo

un verso
risible
ese amor loco me matará

no digas que no sabes qué decir
ría en mi cara el matemático
sin antes pensar en mi reacción

de tu educación, diciendo no
hago un proceso inverso

usando el mismo método
sólo que al contrario

es de imaginar
que será menos amado
mi castigo
es la ausencia de la venda
sólo si fueras un niño inmaduro
dejaría que me destriparas


Sabrina Bandeira López.

martes, octubre 26, 2004

MANUAL DE SUICIDIOS

La piedad y la misericordia de los hombres por los hombres. Si a la hora de la muerte de un hombre, se reuniese la piedad de todos los hombres para no dejarle morir, ese hombre no moriría.
César Vallejo


Camina por la calle. Pantalones negros de mezclilla. Playera negra con logo ilegible. Botas de minero desgastadas. Camisa de franela amarrada a la cintura. Gorra de beisbolista. Cara adusta. Brazos flacos, esqueléticos. Flaco, flaco, flaco. De sus orejas penden arracadas destellantes. De su cabeza interminables cabellos. Pesar a cuestas. Lluvia que arrecia conforme la ciudad se oscurece. Oscuridad que quema conforme la ropa se empapa. Ojos atentos. Oídos escudriñantes. Sueños perdidos.
Fin del inventario
Camina despacio. A lo lejos, casi frente a su rostro se oyen sirenas aullantes que transportan como ángeles despistados a la muerte en sus entrañas. Automóviles que conducen sin titubear a los autómatas que sentados al volante creen comerse a la vida cuando ésta los ha lanzado al pavimento hechos mierda. Pobres pendejos. Diálogo existente en algún lugar interno, acaso interrumpido por la respiración jadeante y el vapor que se escabulle en el aire enrarecido de una ciudad que duerme soporíficamente al arrullo de cuerpos torneados y electricidad sangrante. Paranoia accesible en rayos catódicos y cinescopios parlantes. Soledad compartida. Indiferencia ensayada mientras pasan aullantes los fantasmas de la muerte cubiertos de acordeón y cajas de chicles. Si tan solo tuviera.... Pero no tiene. El abismo en las bolsas del pantalón es tan grande como la oscuridad que el gusano anaranjado va horadando en la tierra. Se abren puertas. Los zombies caminan por instinto, de vez en cuando aventuran una mirada sin comprometerse. Hay que descansar. Dormir el sueño de los justos. Cómo si no supieran que toda su vida es un pinche sueño. Ganar el derecho a comer, cagar, coger y morir. Caminar temerosos de la muerte. Cuando todo lo que hacen es trabajar para ella.

El gusano se detiene. Abre sus orificios excretores y arroja a la superficie un montón de carne humana lista para el insomnio de la noche. Las ruedas no avanzarán más por hoy, alguien se ha tirado a los andenes. Maledicencia pública ignorante de la muerte que divertida se pasea entre las caras deformadas por el odio y los cuerpos incapaces de emitir otro grito que no sea el del involuntario cansancio. Chingada madre. Separación de entes que lúbricamente frotan sus cuerpos en el anonimato de la multitud. Penes erectos que imaginan penetrar en vaginas escondidas al fondo del pudor. Cachondería galopante. Imaginación desbordada que se corta de tajo ante la travesura que la muerte ha tendido en los rieles del veloz tren. Los camilleros juegan al rompecabezas humano. El cuerpo tiene que llegar completo a su lugar: la tierra devorante o el cielo dispersor. Tierra o fuego, no hay otro camino. Las ratas no piensan lo mismo. En algún lugar esperan que un dedo quede olvidado para convertirse en el desayuno de lujo, en la comida imposible, en la cena inolvidable. Los coágulos de sangre escurren lentamente de un ojo prendido a las llantas del vagón. El ojo extraviado no acierta a dónde dirigir la mirada.

Ha vuelto a la superficie. Ahí donde lo vimos por primera vez. Pateando una lata vacía de refresco que se estrella contra un portón haciendo monumental escándalo. Risa contenida al observar una mariposa de noche que se azota repetidamente contra una lámpara y cae finalmente agotada mientras describe en el suelo movimientos de agonía. Zapato generoso que en ademán sádico termina con el sufrimiento que se expande en el aire enrarecido de la noche. Caminar rabioso que desprecia las distancias deseando encontrar una luciérnaga que se prenda instantánea a su pecho y caliente a intervalos su alma, que tan gastada e inservible no logra calentar el cuerpo que poco a poco se va adhiriendo al abandono. Sin embargo, en la ciudad las luciérnagas no existen, murieron cuando la luz perdió sentido. Murió cuando se nos olvidó a qué horas sale el sol. No importa. Nunca ha importado. ¿Por qué ahora?.

Sube un puente peatonal y observa anonadado las luces que han matado a las luciérnagas. Resplandecen en altos anuncios espectaculares. Brillan en el alumbrado de las calles. La luz camina devorando los pocos residuos de oscuridad que quedan. Aparece un rayo luminoso, se acerca rápidamente y desaparece en cuatro llantas. La luz montada sobre incontables caballos de fuerza. La luz escapa de la luz hiriendo la oscuridad, haciéndola llorar en lluvia, en tormenta. La ropa empapada no pueda salvar más gotas de agua y deja que se arrastren sobre el cuerpo flaco y caigan al suelo estrellándose de cabeza. Piensa en arrojarse del puente. En acabar con el dolor que le aprisiona el cuerpo y le hace sudar hielo seco que escapa hacia el cielo. El último límite. Duda en arrojarse. Imagina el golpe seco sobre el parabrisas de algún animal mecánico, la cara de estupor del conductor, la sangre lavada por el agua y los limpiadores de caucho, la ambulancia veloz que con sus aullidos anuncia la cercanía del fin. Pinche mundo culero. Baja las escaleras al otro lado del puente. Las lágrimas se confunden con la lluvia que inclemente no para de caer.

Llega nuevamente al suelo. A su derecha escucha quejidos apagados y voces entrecortadas. La evidencia de manos que hurgan en la oscuridad buscando un cuerpo afín. Exploración de humedades que dejan escapar un dolor a placer que se escurre por las grietas del dolor. Bocas que en desesperada ansiedad desean cubrir la totalidad del otro cuerpo, de la otra boca que explora entre dientes y lengua el exorcismo necesario para sobrevivir a la pasión. Entrepiernas mojadas que haciendo caso omiso de la lluvia se regocijan en su humedad. Genitales deseosos de caer uno en el abismo del otro, penetrarse mutuamente entre gritos y juramentos, entre palabras dichas al oído y músculos tensos, para al fin derramar sobre el abismo el fuego contenido por las vísceras y la ceguera. Amor de escasa duración. La mirada insistente no tarda en ser descubierta.
- ¿Qué ves pendejo?
Desvía la mirada. Chinga tu madre pendejo. Los pies comienzan nuevamente a moverse mientras recuerda lo sucedido aquella noche. La mujer acostada boca arriba en la cama gimiendo ante la arremetida de un cuerpo ajeno y desconocido. El estupor dibujado en su rostro. La ignorancia de saberse observado. Los gemidos que taladran el cerebro hasta desear que éste estalle. Los juramentos tantas veces pronunciados para los oídos que no son aquellos que se mueven arriba del cuerpo derribado. Las formas ausentes que regocijan a un ser invasor de lo sagrado y ladrón descarado de la inocencia fingida. El deseo satisfecho en otro lugar. La Traición. El Engaño. La vida entregada en prenda al mejor postor. Puta, mil veces puta. Él había jurado consagrarse a esa mujer, perder por siempre la propiedad de sí para convertirse en la propiedad de la otra. Esa que ahora montaba felizmente sobre el caballo del deseo. Esa que disolvía en alcohol todo lo que quería. Que no conservaba la más mínima idea de lo que representaba el amor. ¡A la chingada!. No sabrá nunca que la vio cogiendo con otro. Que la vio distorsionar su rostro hasta desconocerla. Callará, fingirá que todo sigue igual y que la rabia no existe. Al fin el enojo se disuelve con el tiempo. Pero el tiempo es muy espeso, se pone cada vez más pesado hasta que es imposible moverlo y solidifica. Se queda ahí, fijo en el pensamiento que no es el mejor recipiente para guardar el olvido. Y cuando se queda quieto empieza a taladrar las carnes, la conciencia, la razón y llega hasta la incertidumbre. La duda. El lugar donde las máscaras no son necesarias porque todo es engaño, todo es falso. Hasta la vida.

No le dirá que la vio. No tiene derecho sobre su cuerpo pero si puede reclamar su alma. Declarar lo que se cree perdido como susceptible de ser recuperado. No el cuerpo que se mueve rítmicamente en el compás del coito interminable, sino el alma que espera al fondo del estanque despejar el vacío y arrojar la soledad fuera de sí. Quemar los recuerdos para revivir la ansiedad. Abatir la angustia para recuperar el deseo. Pero no se lo va a decir. Primero me muero. Eso. La muerte como la vía de escape, la fuente purificadora de todas las cosas que se pierden en la distancia. La Muerte. El olvido para recordar. La inexistencia de lo presente. La partida del que se queda. Lo inexplicable sin rencor. El máximo sacrificio para purificar lo que ha sido manchado. El amor etéreo. La muerte.
Se ha parado a mitad de la calle y espera recibir un rayo que lo derribe sobre el pavimento y lo conduzca a lograr su propósito. Espera paciente que la tierra se abra y sus entrañas aprisionen el cuerpo hasta volverlo nada. Vacío. Inexistencia. Inmóvil cree sentir que la sangre escurre por sus huesos e intenta germinar en la tierra. Hacer crecer ríos de sangre que corran hasta que sus olas lo ahoguen. Ríos de sangre que asesinen que maten sin pudor. Inmóvil sobre la calle no sabe que hacer. Quiere gritar pero los sonidos no acuden en su auxilio. Respira de una manera desesperada hasta sentir que el aire es insuficiente. Todo el aire del mundo podría entrar por sus pulmones y no alcanzarle. Sigue llorando. Esperando que las lágrimas que corren por su cuerpo sean tan ácidas que lo quemen y lo disuelvan en un intangible vapor de vida. La Muerte. Es inútil. No tiene la facilidad para la destrucción. Autodestrucción que desea pero que no puede llevar a cabo. ¿Por qué no existe un pinche Manual de Suicidios?.

Los sonidos desaparecen cuando se habla o se piensa de muerte. La vista se nubla y la piel se contrae. Es por eso que no puede ver el auto que se acerca. Frena bruscamente y deja salir dos sombras que se hacen cómplices de la noche. Lo toman de las manos y a empujones lo meten al animal que dominado no para de rugir despidiendo tufos carbónicos. Residuos del fuego inexistente. Respiración trabajosa que impulsa al animal a tomar el río de asfalto y perderse entre el llanto de las piedras. Forcejeo en el interior. Gritos callados por el frío cañón sobre la nuca. Deseos de terminar con todo. Un pedazo de plomo y la vida escurriendo entre las comisuras de los labios, escapando a gotas que no se dejan atrapar. Vida roja, líquida, cálida. Carmín de lujo en los labios de la muerte. Sangre corriendo por la carne inanimada. Jala el gatillo pinche puto. Impacto esperado que no llega nunca.
El auto se detiene. Baja la sombra con el arma y lo obliga a salir. El conductor sonríe mientras sube el volumen de la música, notas cargadas de terror que crecen y se multiplican. Carcajadas que aumentan la intensidad tras el control de alcohol que mancha el aire enrarecido. Matorrales que ofrecen esconder el acto presintiendo el desenlace.
-Ahora sí cabrón. Pórtate bien y no te va a pasar nada...
Cierre de pantalón que baja lentamente mientras los ojos pugnan por romper la oscuridad. Tufo alcohólico que se acerca cada vez más a su destino. Erección plena se presenta a la batalla. Reacción rápida e imprevista, manos que forcejean alrededor del arma muda. Grito de plomo que ensordece el golpe contra el suelo. Un cuerpo cae ante la destrucción premeditada del silencio. El cuerpo se retuerce un momento para después dejar escapar el ánima que presurosa escapa entre las copas de los árboles. Inmóvil sobre el suelo muestra las nalgas en repelente gesto. La cabeza destrozada deja escapar masas informes que se esparcen por el suelo como clara de huevo destruido. Manantial de sangre que escapa presuroso por los surcos de la cara. Ojos que capturan el Polaroid del momento de la sorpresa. Final apresurado, casi instantáneo. Ante la muerte la otra sombra sube al auto y empuñando el látigo de acero se aleja del lugar. El sobreviviente ha quedado parado en el mismo lugar donde ha sucedido el destino. Donde el fuego inclemente del azar ha decidido la suerte de los gladiadores, persiguiendo con cada oscuridad el momento del último respiro.
Observa el arma. Acaricia temeroso el cañón que ha dejado oir su poder. Dirige los ojos al cielo. Dios mío. Busca consuelo sin encontrarlo. Agita violentamente el cuerpo que sin voluntad ha quedado inmóvil. Muerto. Voltea la cabeza para todos lados. Sin darse cuenta empieza a llorar cuando la lluvia ha dejado de caer. Lágrimas rojas, llanto de sangre. Pero no es más que el reflejo que la luna dibuja sobre el rostro que ha envejecido velozmente. Dolor. Cae de rodillas. Aprieta los ojos hasta exprimir el último residuo de agua salada. Gime y vacía su estómago repetidas veces sobre la tierra.

Entonces silbo. Sus ojos se clavan desesperados en mi rostro. Sonrío. No atina que hacer. Aprieta el arma y encañona mi cuerpo como cámara en descontrol cinematográfico. Le muestro algo que he escrito sobre el cuerpo de la noche con la fosforescencia de mis dedos: Manual de Suicidios. ¿Qué mamada?. Sigue apuntándome con el arma mientras voltea a todos lados. Lo miro por un momento y después escribo en el aire justo debajo del primer letrero otra frase: Primer paso (único): Amar por eternidad el vacío. Su mirada y la del arma siguen sin moverse de mi rostro. Clavo inclemente las agujas de mis ojos en su cuerpo. Empieza a temblar de manera incontrolable. El arma se tambalea en el aire ante el súbito ataque de movimiento. No puede controlar su cuerpo. Se azota repetidas veces contra el suelo y el tronco de un árbol. La cabeza es arrojada contra las piedras que cubren el camino. Se calma finalmente. El sudor le escurre por los poros como hormigas en persecución de delicioso manjar. Temo que se diluya. Me mira por un momento. No estoy loco. Aprieta fuertemente el arma. Introduce el cañón por su boca y alimenta su incertidumbre con dos balas. Antes de caer me dedica una sonrisa. No me muevo por un instante, sus dientes blancos han quedado fijos en mi memoria como clavos de ataúd. Logró su objetivo. Descansa en el suelo con los ojos abiertos y la sonrisa en la boca. A su lado el otro cuerpo empieza a ser absorbido por la tierra. Los cuerpos inventados no soportan ser pisoteados por el tiempo.

Huele a hierba, a agua, a nube y luz. Huele a vida. Tomo el arma que ha quedado atrapada entre los dedos y vacío el plomo que queda sobre el cuerpo inerme. La meto en una bolsa de mi gabardina y emprendo nuevamente el vuelo. El sol comienza a aparecer sobre la ciudad que aletargada despierta bostezando una larga serie de ojeras y malas caras. De autos embotellados, de miradas coincidentes, de vehículos saturados. El humo no me deja ver con toda claridad que es lo que pasa allá abajo. Patrullas y ambulancias dirigen el concierto de ruido insoportable. Soundtrack del sueño. La pistola pesa y mi ropa se estira hasta casi tocar las antenas de televisión. Me resigno a abandonarla en el cráter de un volcán. Doy un largo respiro y regreso al suelo. Camino sin rumbo. Sabiendo lo que busco pero no muy dispuesto a encontrarlo. En una esquina observo a una mujer que abandona una caja de zapatos a las puertas de una gran mansión. Toca el timbre. La mujer observa a todos lados y después se aleja corriendo hasta detenerse en la otra esquina. Espía. Alguien ha salido de la casa y toma la caja en donde un niño llora incontrolable. El hombre que lo ha recogido hace un gesto, observa a ambos lados de la calle y entra cerrando la puerta tras de sí. La mujer tiene el impulso de regresar corriendo. Se contiene. Voltea su cuerpo esquelético y sigue el curso de sus lágrimas calle abajo. La miro por un momento. Sus pies descalzos van dejando pedazos de arrepentimiento sobre el empedrado. Camina lentamente como arrastrando el gran saco que la culpa le coloca en las espaldas. La sigo tranquilo. Sobre sus huellas mis zapatos van dejando manchas de carbón. Voy tras ella. Tal vez resulte una buena historia...


Bejero, Santa Fe, Abril de 1995. (Nostalgia reencontrada)

lunes, octubre 25, 2004

Pequeña relación y decálogo de lo que una calavera literaria debería ser

Pequeña relación y decálogo de lo que una calavera literaria debería ser.
Las calaveras hoy día
se pasean con bizarría.
Ahorita se andan paseando,
las calaveras andando,
Voy a fijar mi arancel,
dice un loco en sus tonteras,
tlaquillo
[1] vale el papel
de las nuevas calaveras.
Calavera citada en El Folclor literario de México,
de Rubén M. Campos.

Al comenzar el último tercio del siglo XIX, no era raro escuchar por las calles el pregón con falsete de los periodiqueros que anunciaban y ofrecían a los cuatro vientos: ¡Las calaveritas, lleve sus calaveritas! Esos gritos anunciaban a los transeúntes la venta de impresos en los cuales se mostraban versos en los que los protagonistas de la vida pública eran a todas luces criticados, ridiculizados o alabados en algunos casos.
La tradición de estos versos no tiene, de manera concreta, un punto de arranque en la historia. A decir de Luis Rubluo[2], la referencia más antigua la podemos ver en una crónica que el periodista Guillermo Prieto, liberal y literato de los más reconocidos por demás, escribe en las páginas de El siglo XIX el 28 de octubre de 1878 y que lleva por título “Muertos y panteones”.
En esta crónica, Prieto hace mención de las costumbres observadas durante las festividades del Día de Muertos, dichas actividades incluían la realización de “serenatas” o “responsos” que tenían un carácter fúnebre. Esto es, una composición en el que la muerte era uno de los personajes principales. Dice Prieto:
Era muy frecuente que amantes desdeñados o matrimonios mal avenidos, cohechasen a monigotes y cantantes para que proclamaran en su responso el nombre del petimetre veleidoso o de la querida infiel y entonces, si el aludido o alguno de sus deudos era de brío y alentaba coraje, sacudía trancazos que era una gloria a los búhos, y aquellos gritos, y aquella zambra, y aquellas lágrimas calientes y genuinas, eran como quien dice el complemento y la gloria del día.[3]
Es a partir de estas “serenatas fúnebres” que las intenciones y los objetos evolucionan hasta llegar a lo que hoy conocemos como calaveras. De tal manera, se comenzaron a elaborar textos literarios en los que se ridiculizaba y se hacía una crítica a los personajes de la vida pública, con una predilección especial, por supuesto, por los políticos.
De estas primeras “calaveras”, Prieto rescata dos ejemplos, una cuarteta y una quintilla. En la primera se presenta un diálogo:
—Comadre pelona,
me alegro de verte.
—No andemos con chanzas,
que yo soy la muerte.
Y una quintilla en la que se muestra la inutilidad de resistirse a la misión y el empeño de la muerte:
Andando de vagamundo
me encontré una calavera,
y le dije en lo profundo:
A mí lo mismo me pega
más que sea del otro mundo.
Sin embargo, el auge de las calaveras se va a dar entre la última década del siglo XIX y la primera del XX con el trabajo realizado, sobre todo, por el impresor y literato don Antonio Vanegas Arroyo y por el grabador José Guadalupe Posada. Posada y su Catrina ilustraron de inmejorable manera las calaveras de Vanegas Arroy, tal como la siguiente, escrita en honor del presidente de la república Don Porfirio Díaz y saludando su salida del poder.
Al señor General Porfirio Díaz.
Se acabó su omnipotencia
y por ser un gran majadero,
la Parca sin más clemencia
se lo llevó al cementerio
dejando a Pancho Madero
que ahora es el mero mero,
y le dice al señor Díaz:
por andar de peleonero
ahora tienes las patas frías.
A partir de este momento, la producción de estas manifestaciones de lo popular en la literatura encuentran un desarrollo que llega hasta nuestros días. Y es en estos días que la función y la forma de las calaveras ha sido desvirtuada. Por doquier vemos, en la mayoría de las publicaciones que forman nuestro mundito editorial, periódico sobre todo, calaveras de todos colores y sabores. En la mayoría de los casos, los personajes o temas a los que se hace alusión aparecen solamente para reforzar o confirmar la naturaleza o la función económico—publicitaria que tales publicaciones presentan. Esta interminable relación de composiciones, muchas veces lamentables, nos urge a establecer ciertos parámetros a fin de que la elaboración de estas calaveras sigan ciertas pautas.
Es por eso, entre otras razones, que aquí presentamos el siguiente decálogo a seguir para la elaboración de estos poemas populares.

Decálogo a seguir para la elaboración de calaveras
1. Reconocerás a la muerte, más que como un estado biológico o metafísico, como la mensajera, la ejecutante, la acompañante o la alegre comadre que nos lleva a visitar el otro mundo. La Muerte en las calaveras no representa un estado ontológico o físico de alguna persona, sino más bien “es” una persona. La Parca, La Huesuda, La Pelona, La Calaca, es mostrada como la encargada de acompañar o de llevar al personaje protagonista de nuestra composición poética al mundo de los muertos. Si tuviésemos que asociar una imagen visual a la de este personaje, acude de inmediato la iconología propia del medioevo y el oscurantismo que representa un esqueleto descarnado y encapuchado que empuña una guadaña. La imagen mexicana, en cambio, estaría representada por el personaje de la Calaca Catrina del gabador José Guadalupe Posada, o por el mismo Diego Rivera. La muerte, entonces, es Doña Muerte.
2. Elegirás como personaje protagonista de la calavera a alguien conocido o reconocible por el público al que va dirigida nuestra composición. Es cierto que las calaveras publicadas en los diarios por lo general aluden a personajes de la vida pública, pero es el caso que esta tradición literaria se lleva a cabo también en círculos sociales más reducidos, como centros de trabajo o familias extensas. Es por esto que se debe de identificar al público al que se dirige la calavera para que la serie de referencias que se mencionen puedan ser interpretadas satisfactoriamente.
3. Identificarás un rasgo mediante el cual sea reconocible el personaje elegido y que permita establecer un juicio crítico al respecto. Tal rasgo puede ser de naturalezas variadas: una característica física de la persona, la relación con algún hecho reciente o alguna pifia cometida y que se recuerde como exclusiva de tal personaje.
4. Utilizarás el humor como ingrediente principal y no permitirás que la solemnidad se apodere de tus versos. Las calaveras son manifestaciones lúdicas, que toman al juego (lingüístico, semántico, de significación social, catártico, etc.) como su principal aliciente. Una calavera debe de provocar la risa a partir de una imagen o de una descripción exagerada a propósito. Calavera que no ríe, no es calavera, solamente es un cráneo vacío.
5. Elegirás un personaje reconocible, que de preferencia se encuentre vivo. El aspecto lúdico de las calaveras, al que aludimos anteriormente, también tiene que ver con el estado biológico del personaje en el mundo. Debe de ser un vivo. En las calaveras se juega a que tal personaje ha muerto y se describe la forma y la reacción que ocasiona la visita de Doña Muerte. Como el objetivo de la crítica es esencial en las calaveras, tal muerte debe resultar esperpéntica y exagerada.
6. Utilizarás, formalmente, una métrica constante y no incurrirás en delito de arritmia. Como género poético, las calaveras se deben de sujetar, para mayor disfrute del lector u oyente, a reglas que tienen que ver con la medida de los versos y con la acentuación rítmica de los mismos. La tradición de las calaveras emparientan, casi de manera natural, con el de los huapangos, décimas y corridos, por lo que la lectura de tales composiciones deben de aludir directamente a una tradición musical que nos ha inoculado vía intraocular por las películas de la “época de oro” y la canción ranchera que cada 15 de septiembre hace aflorar a los mexicanos de clóset.
7. Utilizarás, de manera sabia, razonada y de preferencia, la rima consonante. Cuidando no caer en la cacofonía de las terminaciones verbales del infinitivo (ar, er, ir) y explotando, en cambio, las inmensas posibilidades de nuestro idioma.
8. Ordenarás tus versos en cuartetas y éstas no deberán de ser más de cinco. Estos conjuntos de cuatro versos tendrán que responder a una simetría casi geométrica. Las combinaciones más eficaces son aquellas en las que la rima es terciada, es decir, en las que el primer verso rima con el tercero y el segundo con el cuarto.
9. Leerás tu calavera en voz alta poniendo atención en el efecto sonoro obtenido. Si éste no es satisfactorio, deberás regresar al punto número 6.
10. Disfrutarás de la elaboración de tu calavera, en caso contrario, abstenerse de realizarla. La literatura y su práctica debe ir unida a un sentimiento de placer. Literatura por obligación representa una negación de la misma literatura. Hedonismo debe ir unido a necesidad y compromiso.
El seguimiento de este decálogo no le garantiza que se convierta en el amo de las calaveras, pero sí en que la práctica originará resultados más satisfactorios en cada nuevo intento. ¡Manos a la obra!
[1] Moneda de ínfimo valor.
[2] “El origen de las calaveras literarias”, Revista de revistas, número 4482, noviembre de 1999.
[3] Prieto citado por Rubluo, op. cit.

martes, octubre 19, 2004

De la escritura o respuestas caprichosas para una pregunta insidiosa

Porque aunque se persevere, nunca se encuentra. Por ejemplo: felicidad alcanza el bondadoso, alegría el feliz; y ninguno sabe lo que ha buscado. Sabiduría el sabio, sólo cuando cree serlo. Bondad el malo, cuando actúa en contra de su corazón. Diversión, los vecinos del payaso, porque el payaso nunca se divierte consigo mismo. Y tontería cualquiera, que no hay que buscar las cosas que llegan solas. Como se ve, todos encuentran lo que buscan, porque no lo han buscado. Grandilocuencia encontramos quienes nos creemos artistas. Y pérdida de tiempo cualquiera que está buscando algo en una obra de arte, porque, como dije, nunca se encuentra lo buscado, y menos, en las obras de arte. De cualquier forma, el tiempo se pierde de cualquier forma, unas más felices que otras, pero se pierde igual... al final, sólo importa el tiempo que se pierde, y no cómo se ha perdido...
Armando Luigi Castañeda




En una película que adquirí recientemente y con doce años de retraso, hay un personaje que me parece de los más entrañables que he visto. Se trata de Alberto, el aspirante a escritor de Los peores años de nuestra vida (España, Emilio Martínez—Lázaro, 1992) que se enfrenta con un dejo de conmiseración y humor negro al hecho de que las mujeres lo rechacen por no se guapo, su hermano Roberto le robe las novias, su padre lo joda todo el tiempo porque no tiene un trabajo “de verdad”, su madre lo sobreproteja y él mismo no tenga una pizca de seguridad acerca de su persona. Alberto esta “cabreado” con el mundo. En su concepción está seguro de que el mundo funciona mal. “En el fondo —dice en alguna parte de la cinta— todas las mujeres quieren un tipo como yo”. ¿Qué tiene que ver esta remembranza cinematográfica con el tema que, según el título puesto allá arriba, debería tratar este texto? Pues nada. O casi nada. Poquito. De hecho sólo hay relación por el detalle insignificante de que la forma en que se rebela Alberto en contra de ese mundo que no funciona correctamente es a través del arte. Y del arte unido al humor, que es una forma de belleza más sublime. Alberto manda una novela a las editoriales que no se cansan de rechazar su manuscrito. Pero él tampoco se cansa de intentar. Cuando su madre le notifica que otro original suyo ha sido rechazado comenta: “No importa. Aparte esa novela ya no me gusta tanto. Ahora estoy escribiendo otra que es una obra maestra”.
¿Por qué escribimos? ¿Cuál es esa oscura, o luminosa, pulsión que nos obliga a tomar el lápiz, la pluma, la grabadora, la máquina de escribir, la computadora o cualquier otra herramienta para traducir las imágenes mentales en manchas sobre el papel que adquieren significado con la magia casi sobrenatural del ojo sobre las letras? ¿Qué misteriosa fuerza nos hace exorcizar al demonio del silencio para que de la página incendiada surjan luminosas las palabras? ¿A qué dios ciego ofrendamos los fragmentos de alma que, encapsulados, hacen placenteras las noches de insomnio y más agradables las tertulias con los infectados del mismo mal? ¿Por qué a algunos nos complace más gastar el presupuesto del día en un libro—cobija que en unos chilaquiles con pollito? ¿Qué deidad nos ha arrancado la cordura para encerrarnos en el sinsentido de las páginas impresas? ¿Por qué en las noches no dejamos de escuchar voces que nos animan y empujan a empuñar la pluma—espada o a golpear la máquina o a acariciar el teclado en busca del retorno del silencio? ¿Cuál es la causa de que esa línea de baba verdosa que escurre por las comisuras de la boca después de un acceso creativo sirva para fermentar las pociones anti—estupidez de los alquimistas exiliados? ¿Por qué a mi perro, que sufre de alucinaciones, no lo calma la Novena de Beethoven, pero se calla reverente ante los versos de “Tabaquería” de Pessoa? ¿Por qué al escribir, cuando estornudamos lo hacemos por la pluma y no por la nariz como la gente normal? ¿Será tan descabellada la idea de Sabines de que los poetas (y por extensión los narradores) necesitan llevar una estrella en la frente para ser reconocidos? Finalmente y para no comenzar a divagar: ¿Por qué escribimos?
Se me ocurre una voluminosa lista de razones a esgrimir para intentar explicar esa pregunta que, al mismo tiempo que angustia existencial es confirmación de vocación de vida. Sólo expondré aquí algunas que son, más que contradictorias, complementarias.
Escribimos porque estamos solos. La soledad ha sido uno de los pretextos más socorridos a lo largo de la historia de la literatura para ejercer, a través de la pluma deslizándose sobre el papel, uno de los exorcismos más eficaces que han existido. Cuando escribimos termina la soledad. Ya no es sólo el individuo lamentándose de su condición, el ser humano se transforma en el escritor que es, al mismo tiempo, creador, crítico, lector y tejedor de sueños destinados a combatir eficazmente al olvido. De hecho, algunos escritores no pueden ejercer su oficio más que desde la soledad. Acuña, Solshenicyn, Bukowski. Cuando se escribe en aislamiento lo escrito se dirige al solitario bajo la lámpara de noche tanto como al solitario con el frío caño de la pistola metido entre los dientes. Se escribe porque se está solo o porque se desea estar solo. A lo lejos los murmullos de los muertos claman por las palabras despeñándose en el abismo del silencio. La escritura rompe el silencio, quema lentamente la insidiosa tentación de la estupidez. La escritura en soledad se convierte en el proceso crítico mediante el cual el escritor ahuyenta a los buitres ansiosos del cuerpo de Prometeo. La soledad es comadre de la Muerte hasta que la palabra las separa.
Escribimos porque no estamos solos. Porque la compañía es una cosa que es necesario prolongar. García Márquez alguna vez dijo que escribía para que la gente lo quisiera. Todos escribimos para que alguien nos lea. El que afirma que escribe solamente para sí mismo no es más que un onanista hipócrita. El escritor existe cuando alguien más lo lee. Existe porque el lector lo deja existir. Todos buscamos que la voz de nuestra escritura resuene con ecos continuos, extendidos y ambiciosos en el terreno de la eternidad. Escribimos porque amamos a alguien. Porque nuestra voz es más profunda y verdadera cuando resuena en los acantilados de la página. Porque no es lo mismo un verso que un beso. Porque a nuestra alegría la alimenta el rostro de sorpresa del otro. Porque una lágrima arrancada a golpe de tecla es más dulce que miel de laboriosa abeja. Porque platicamos para nosotros y nosotros somos muchos. Todos los que quieran leer, que lean. Escribimos para hacer felices a los demás, para que el Otro y Uno sean lo mismo. Nos—otros. Ser híbrido atrapado, consumido y sintetizado por el sagrado manto de la página. En el principio era el Verbo y el Verbo fue hecho carne. Blasfemia mortal asegurar que de la Palabra surge el deseo y el deseo se consuma en la carne. Escribimos para poder tocar el cuerpo ajeno. Metafórica y realmente. En la metáfora entramos por los ojos, acariciamos el cerebro y, a veces, humedecemos lo demás. En la realidad nos volvemos el cuerpo del deseo, la piel se nos cubre de palabras y la palabra belleza es reconceptualizada. Nos convertimos en pergaminos andantes. Dice una amiga que escribimos para poder ser más amables, no en tanto cordiales sino en sumo queribles. Cyrano triunfa sobre Adonis porque la belleza sólo es contemplable mientras la elocuencia es embriagante. El lector ingresa en nuestro sueños y entonces, ¡créanlo!, podemos hacer lo que queramos con él. El reino de los sueños es conquistado por aquél que camina sobre las rocas sin lastimarlas. Por el que construye laberintos con sólo nombrarlos, nos atrapa en ellos y nos permite, si quiere, salir indemnes. Porque es más lindo caminar la vereda acompañado; así los pasos van en contrapunto con el canto interminable de los grillos. Porque los grillos existen en tanto tú los has imaginado.
Escribimos porque es una de las cosas que sabemos hacer. No hay razón para confiar en el narciso que afirma que escribe porque es lo único que sabe hacer. Un escritor es una persona útil, creativa, de múltiples posibilidades. El escritor que afirma que sólo sabe escribir no es un escritor, es, El principito dixit, un hongo. Aquél que escribe tiene que ser, por necesidad y vocación, un ente polifacético. Debe tener algo de monje y algo de vagabundo. Decía Buk que el escritor que tiene que salir a la calle para escribir sobre ella es un escritor que no la conoce. Así pues, el escritor que se plantea escribir sobre la vida es alguien que no ha vivido. No se escribe sobre algo, se escribe en algo. No existen los grandes temas, existen las grandes pasiones y los grandes odios. El amor inmarcesible y la desilusión incurable. El escritor es un predicante del reino de las posibilidades. Encuentra, busca, cuenta, miente, ama, juzga: vive. Yo no quiero leer a una máquina que produzca páginas o letras. Quiero leer a uno que genere lágrimas, risas, malestares, bendiciones, “la vida que se brinda generosa” y “la puta madre que lo parió”. El verdadero escritor no solamente sabe escribir. Antes de eso, estoy seguro, debe de saber leer. Leer en el más amplio sentido. Recuerdo a un profesor universitario con ínfulas de escritor que caminaba por la vida (¡y por las aulas de una facultad!) asegurando que cuando él comenzaba a escribir un libro dejaba de leer porque “no quería influenciarse”. Cuando lo escuché, el corazón se me encogió. No tanto por el destino literario del susodicho sino por la mirada perdida y el gesto afirmativo de varios de mis compañeros. Yo no dudé ni un ápice lo que el preceptor se había dignado exponer. El tipo era de lo más ordinario e inculto que recuerdo. Nunca vi un libro suyo. Un escritor debe ser ambicioso en cuanto a los horizontes de conocimiento que ante él se abren. Tendrá que ser hábil con las manos. Saber qué es lo que se puede hacer con ellas. Tocar el mundo. Sentirse existente los minutos en que lo tangible le recuerda su condición perecedera y pasajera por esta dimensión. Por eso un buen escritor generalmente es un buen amante. No en el sentido romántico, de devoción incondicional y sumisión implícita, sino en el sentido sensual y sexual. El escritor que no ha sentido el cuerpo del otro nunca podrá describirlo, más aún, perderá la posibilidad de descubrir los extremos sensoriales en la gama de comparaciones. Quien diga que una buena línea es mejor que un buen orgasmo, tendrá que mejorar en su vida íntima. Escribimos porque no sólo sabemos escribir. Sabemos leer, sentir, amar, construir, imaginar, conocer el mundo, arreglar un juguete, beber con los amigos, indignarnos por cosas que no podemos cambiar, hacer un buen graffiti, gritar en los conciertos, llorar en las películas, tocar un instrumento, bailar bajo la lluvia, besar en la cama, bromear en la mesa: desear en la vida.
Escribimos porque somos demiurgos demediados. Titiriteros amateurs de un escenario sobrepuesto que nos esforzamos a diario por cambiar, llenar de escollos, cubrir de grietas. Como dioses omnipotentes creamos seres a los que inyectamos vida en una sangría y se las arrebatamos en el siguiente plumazo. Pequeños dioses sádicos que se complacen con los sufrimientos de sus creaciones. Dirigimos la vida de los seres creados, o al menos creemos dirigirla. Tarde nos damos cuenta que esos seres tienen vida por sí mismos. Hablan, discuten, se rebelan ante las arbitrariedades de un dios soberbio y estúpido al que no alcanzan a comprender. Nos solazamos escribiendo las vidas que nos gustaría tener, o peor aún, en afán exhibicionista mostramos nuestras propias miserias. Somos creadores y víctimas de la creación al mismo tiempo. ¿Qué nos impulsa a pretender controlar la vida de los que habitan en la página? ¿Acaso darnos cuenta de que no podemos controlar la nuestra? Al final descubrimos que la estrategia ha fallado. Nuestros personajes nos dominan, rigen nuestros horarios, anuncian nuestro estado de ánimo. De dioses pasamos a ser esclavos de seres que no existen más que en la imaginación y el papel. Nos dicen qué hacer, cómo actuar, cómo hablar, algunos desvergonzados nos llegan a gritar en el rostro, como sargentos malencarados, hasta cómo vivir. Sin embargo, insistimos en el proyecto. Tomamos nuevamente la hoja de papel y damos vida a otros habitantes de esa extraña república de las palabras. El resultado será, hasta el final de los tiempos, previsiblemente, el mismo.
Estas son algunas respuestas a la pregunta del por qué de la escritura. Se me ocurren más pero creo que habrá que mencionarlas en otra ocasión. Hoy dejo una muestra de lo que pienso acerca de tan importante, olvidado y menospreciado oficio. Recuerdo ahora la profecía de Cortázar en “Fin del mundo del fin”: “Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas”. Que así sea. Que sigan surgiendo por aquí y por allá los que le dan sentido a la mirada extraviada en un mundo conquistado por y para las imágenes. Un mundo que sería incompleto, imperfecto y aburrido sin el buen número de escribas a los que todavía les interesa creer en la necesidad de un mundo consciente de su propia estupidez. Conciencia que tal vez le permita detener a tiempo la masacre del alma a la que irremediablemente se dirige la humanidad. Un mundo de presidentes horrorosos que mandan a la muerte a miles de jóvenes que caerán en la emboscada del odio y la incomprensión. Que morirán eternamente sin conocer los versos de Auden, las líneas que podrían cambiar su vida, evitar su muerte, rebelarse ante lo inevitable: “Creí que el amor duraría para siempre./ Estaba equivocado./ Ya no quiero a las estrellas./ Apáguenlas todas./ Empaquen la luna y desmantelen el sol./ Vacíen el océano y arrasen con la leña./ Ya nada puede traer nada bueno.” Desilusión que presagia, sin contradicciones, la esperanza y la poderosa razón de seguir escribiendo tan sólo porque alguien tiene que hacerlo. Por demostrar que seguimos despiertos. Alertas. Al acecho.
Hasta aquí llego. No va más. Aunque espero que en estos momentos, al menos, te hayas quemado la lengua y derramado el café. Salud.



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viernes, octubre 15, 2004

Nuevo rostro

Tu cabellera, sol que se retira,
se pierde en nubes negras y süaves.
La noche borra noches en tu rostro,
derrama aceites en tus secos párpados,
quema en tu frente el pensamiento
y atrás del pensamiento la memoria.

Entre las sombras que te anegan
otro rostro amanece.
Y siento que a mi lado
no eres tú la que duerme,
sino la niña aquella que fuiste
y que esperaba que durmieras
para volver y conocerte.


De Libertad bajo palabra...

miércoles, octubre 13, 2004

Siempre que lo quieras

Cuando tengas dinero regálame un anillo,
cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca,
cuando no sepas qué hacer vente conmigo,
-pero luego no digas que no sabes lo que haces.

Haces, haces de leña en las mañanas
y se te vuelven flores en los brazos.
Yo te sostengo asida por los pétalos,
como te muevas te arrancaré el aroma.

Pero ya te lo dije:
cuando quieras marcharte esta es la puerta:
se llama Adiós y conduce al llanto.

Ángel González

martes, octubre 12, 2004

Oración de la noche

I
No sirven las palabras,
no funcionan
para decir aquello que sentimos.

¡Qué pésimo lenguaje, tartamudo!
(El de la poesía, incluso.)

La única elocuencia:
La de tu lengua.

II
Ella, la más salaz,
arde en las llamas
del deseo,
sin importar
su voluntad.

III
¡Qué terrible destino el del instinto!
¡Qué terrible destino
en las frágiles ansias
del muy civilizado!
¡Que delirante paradoja!
¡Y pensar que el hambriento
tan sólo piensa en devorar!

IV
Mentira:
El centro de la dicha
no era miel;

no era miel sobre hojuelas:
ni siquiera era miel...

El centro de la dicha
era fuego y ardor;
ardor sin fin y llagas,
y el corazón te duele...
si tienes corazón...

El centro de la dicha
lo palpas dulcemente
pero su nombre es Brasa;
su signo, Intensidad.

V
Tu corazón está donde tu boca
lame, gusta, deshiela.

Lo demás no ha existido:
es tan sólo un pretexto
de la canción.

VI
Lo sabes, lo sabemos,
y a veces lo podemos balbucir:
la herida que te duele
y por la cual respiras
es una condición para vivir.

VII
No hay que confiarse
a la felicidad,
pues la felicidad
es un relámpago
en medio de la espesa oscuridad.

VIII
Cuando la más salaz
se recuesta en mi pecho,
queda una quemadura
como recuerdo.

IX
Arde el amor,
escuece, quema,
como un chorro de alcohol
en la herida profunda
que no cierra.

X
Ella, la más salaz,
habita el más ardiente firmamento,
el que con tinta negra aquí trazó
la mano oscura del deseo.

El otro cielo,
ella lo llena con su luz,
ella lo baña con su fuego.

J. D. Argüelles

lunes, octubre 11, 2004

Diarios, conejos y amantes del texto

Tres sorpresas agradables me llevé el pasado fin de semana. Dos tienen que ver con el cine y una más con la literatura. La primera ocurrió el jueves cuando fui a ver la película que me hizo recuperar la fe en el cine mexicano, Conejo en la luna, cinta que recupera la emoción del thriller, la sensación de tener almorranas en el asiento reclinable y un conejo saltando en el pecho. Qué lástima que no la censuraron los de Gobernación o la consideraron pecaminosa los de Pro-vida. Hubiera alcanzado un número de espectadores más elevado. Pero aún así, merece detenerse un rato por la castigada cartelera. La conjunción de actores ingleses y mexicanos es excelente, aunque Jesús Ochoa ya comienza a cansar con su papel de siempre. Buena película mexicana, que ojalá inaugure una buena racha para el cine nacional, ¡ya viene Temporada de patos!
La otra sorpresa fue ver una gran película de Walter Salles. Porque aunque Adal Ramones y Fernanda Tapia pregonen que vayan a ver “la película de Gael”, en realidad el resultado final de Diarios de motocicleta le pertenece nada más y nada menos que a este genial director. No me gustó Gael como el Ché, debo confesarlo a riesgo de ser quemado vivo por sus legiones de fans. Pero me encantó, en cambio, la actuación de un ilustre desconocido como Rodrigo de la Serna en el papel de Alberto Granado, un actor que por momentos llega a opacar la leyenda que caracteriza Gael. La diferencia, probablemente, sea de perspectivas, Gael ya sabe en lo que se convertirá el joven médico aquejado de la imposibilidad de mentir, mientras que Rodrigo se dedica a recuperar el sentido desmadroso del otro viejo entrañable Alberto Granado, que se presenta coqueteándole a Cristina Pacheco (¡hay que tener valor!) con eso de que “Todavía me han de ver algo de simpático para que me sigan invitando a los programas”. Excelente recomendación.
La tercera fue, al mismo tiempo que literaria, sentimental. Varios de mis exalumnos, del curso de “Historia de la cultura” que durante un rato di en la Universidad Iberoamericana, se lanzaron a la aventura de publicar una revista literaria que se desprende de la, parece irrenunciable, necesidad de pertenecer a grupos o instituciones para lanzar una publicación que, de seguro, no va a tener ventas masivas como el Tv y novelas, pero que está hecha con el corazón, la pasión y el talento. El primer número de Textofilia ya se encuentra en los principales recintos culturales y librerías de prestigio del, a veces snob y a veces deslumbrante, eje Lomas-Condesa-Glorieta de los Coyotes-Cultisur. Búsquenla y cómprenla. Trae buenas intenciones y mejores textos. Entre ellos el mío: “De la escritura, o respuestas necias para una pregunta insidiosa”. Suerte, saludos y un abrazo fraterno, o sea de compas textofílicos, para Alfredo Núñez, Karen Olryd, Ada, Selma Rodal, Montserrat Aurioles, Flor Millán y demás fauna. Besos...

viernes, octubre 08, 2004

¿Y las tumbas que no tienen nombre?

Para el ocupante de la tumba 709 (sin nombre)
Cualquier cementerio del mundo
Tercer callejón del olvido sin número


En la órbita infinita de mi propia soledad, 2 de noviembre de 1998


Estimado señor:
Hoy me atrevo a escribirle aún sin saber si la llegada de mi carta será vista con buenos ojos o recibirá de inmediato la desaprobación de su persona. Me presento ante usted pretendiendo aliviar, aunque sea un poco, la soledad que intuyo se respira en medio de la tierra. Allá abajo no se ve más que la oscuridad y aquí arriba las cosas no pintan de otro color. Espero sinceramente me perdone el atrevimiento, no quise (si lo hice) haber interrumpido el descanso de su alma. Sin embargo, no supe que hacer cuando lo vi en medio del sembradío de cruces mirando sin cesar como llegaba la algarabía silenciosa de los cirios nuevos y la alegría sincera del cempasúchitl.

He visto su tumba infinidad de veces y siempre está triste, llena de herrumbre y con la hierba cubriendo cada espacio. A veces, entre la tierra caliente y la cruz de madera que irremediablemente comienza a pudrirse observo a una lagartija que inmóvil describe el movimiento del sol. No se qué sentiría yo si sobre mi cuerpo se paseara impunemente una lagartija. Perdone mi ignorancia acerca de lo que pueda sentir, en el mundo en el que habito ahora la gente cree que las únicas sensaciones posibles son las captadas con su cuerpo. No sé que decir, en este punto la garganta se me cierra al percatarme de que en verdad no he justificado la razón de mi carta.

Me da vergüenza descubrirme, ante los desconocidos nunca he dejado de sentir cierto pudor. Sin embargo, hablando con usted, con esa máscara sin rostro que me observa sin esperar gran cosa, sé que estoy a salvo. Sé que podré hablar sin escuchar reclamaciones o consejos estúpidos de gente a la que creo conocer y que sólo están junto a mí esperando obtener un beneficio. Sin embargo a usted lo conozco, lo he visto mil veces pasear distraído por el sendero de piedra que cruza el cementerio, lo he visto agacharse a recoger una hoja muerta que es culpable de suicidio al arrojarse de un árbol, lo he visto huir de las miradas que descubre, lo he observado sentarse por horas sobre una lápida de piedra y escuchar atento la música de un piano que lejano repta sus recuerdos, lo he visto llorar con esas lágrimas que no existen pero que igual destilan un dolor que deja la boca seca, lo he visto regresar a la oscuridad, enfundarse en esa gabardina gastada de la noche y correr presuroso hacia la tierra que se abre a su paso como yo logro cortar el aire en el que corro.

Es triste la soledad, no cabe duda. Soy un visitante asiduo de panteones. Me gusta caminar sobre la tierra que a mi paso se vuelve cada vez más blanda. Sin embargo, y a pesar de la tranquilidad que se respira en este sitio, nunca encuentro paz, sigo siendo por siempre el perseguido. Me busco en los rostros y no me encuentro por ningún lado, cuán ciertos resultan los versos de Bonifaz Nuño: Algo se me ha quebrado esta mañana / de andar, de cara en cara, preguntando / por el que vive dentro. No me había encontrado hasta este momento en que le escribo para descubrirme a mí mismo. No se sonría, en realidad sólo quiero que me escuche, que al pasar sus ojos sobre estas líneas encuentre una razón más para querer escuchar a este tipo que moja el papel con sus lágrimas.

Sé de su dolor por el dolor mismo, reconozco esa mirada que ve con las cuencas vacías, esos sollozos en silencio, esos reclamos gritados sin hallar consuelo, sé de la ausencia más que de mí mismo. No tengo derecho a preguntar el motivo de sus penas y no lo haré. Yo contaré mi historia y espero que con eso, usted disculpe todos los atrevimientos. Mi historia es triste y violenta, ¿qué muerte no lo es?, y sin embargo, confió en que usted sabrá escuchar atentamente y me comprenderá y entonces sabrá porque le aprecio.

¿Alguna vez estuvo enamorado?, ¿alguna vez supo del placer indescriptible de los besos?, ¿de las manos explorando al viento?, ¿de los cabellos que se enredan en el alma y enredados no los desprende el recuerdo?, ¿Sabrá un poco de esto?. Yo creo que sí, creo que su pena y su actuación sólo pueden corresponder a una situación parecida a la que yo estoy viviendo. La amé mucho señor, la amé como solo un demonio puede amar en el infierno, con pasión, con rabia, sin entendimiento, la amé tanto y ella me correspondió. Me dio un juramento, su vida, su amor envuelto en un ramo de promesas, su corazón encendido en la pasión que solo nosotros supimos separar del deseo. La quise tanto como se quiere al mar en el ocaso y ella me amó. Dirá que soy un cursi, que mi llanto no vale lo que pienso y no es así. Tan grande fue mi amor por ella que mi dolor no es ni la mitad de aquello.

Está muerta y no sé dónde se encuentra. Un día salió de viaje y tomó el avión equivocado. Se fue al cielo esperando volver y no lo hizo. Una tormenta, un rayo, el sol, el silencio. Nadie sobrevivió a eso, los pedazos del avión quedaron flotando sobre la superficie del mar que enfurecido lanzaba lengüetazos de agua al firmamento. Hoy está muerta y no sé dónde está. Ni siquiera tiene una tumba, como usted. No tuve el derecho de derramar mis lágrimas sobre su féretro. Y estoy tan solo que no puedo seguir viviendo, pero también soy cobarde y no me decido a terminar de una vez con esto. Por eso le escribo, porque para mí representa un consuelo saber que hay alguien a quien nadie visita, un abandonado, como yo. No crea que al decir esto me alegro, no. Solamente creo que podríamos ser buenos amigos, platicar de vez en cuando y tal vez, si usted quiere, podría contarme qué es lo que le causa tanto duelo.

¿Qué es el tiempo? Una broma infame de alguien que no supo apreciar el sufrimiento. ¿Cuánto tiempo lleva ahí sin que nadie se digne dirigirle una mirada? ¿diez años, cien, quinientos?. No lo sé. Ayer fue Día de Muertos. Vinieron familias enteras, todas traían ramos de flores, incienso, veladoras. Limpiaron las tumbas de sus muertos y se fueron fumándose la hierba y la ceniza. Desaparecieron. Y su tumba siguió igual, llena de musgo, de hierba, con ese nombre que no se puede adivinar, donde borroso se puede leer un ‘José’ pero de ahí no hay más que el silencio. Entonces lo comprendí. Supe que aquellos largos paseos tenían algo que ver con esto. Nadie lo recuerda. Nadie sabe, quizá, donde se encuentra. El olvido ha sido el ataúd más perfecto. Y no me pude contener, lo siento. Lloré sobre su tumba al recordar que yo ni siquiera eso tengo.
Espero disculpe lo que estoy haciendo. Esta mañana pasé por un azadón y una pala, estoy arrancando la hierba y limpiando un poco este desastre. No quiero que mi amigo tenga frío y he traído un poco de cera y una cruz nueva donde me he permitido no poner ningún nombre. Al fin me he encontrado y espero que el recuerdo deje de perseguirme. Sobre su tumba, si no le importa y después de un Padrenuestro, me fumaré un cigarrillo. Aquí lo espero.

martes, octubre 05, 2004

Tango

Te vi al pasar ayer por el mercado. Tus piernas sobresalían entre las canastas de fruta que ese niño, que siempre mira con aire desconfiado a los que pasan, irá a entregar a algún lejano sitio del cual nadie tiene noticia. Vi tus deditos. Hoy te permitiste traer zapatitos abiertos aún cuando el frío nos cala hasta el alma. Hasta la más orillita maldita de este tiempo en que te tengo sin tenerte. Ayer sentí que me mirabas, que disfrutabas al partirme en dos la frente y mirar dentro de mis pensamientos. No te puedo pedir que me regreses el beso ficticio que encontraste en el hipotálamo. No te puedo llorar con las gotas de mar de mis recuerdos. Sólo sé que te vi y que el tiempo se detuvo. Y las frutas a tus pies se reían a carcajadas, sandías de mierda mordiendo tus pies desnudos mientras los melones te sorbían las ideas de largarte de esta ciudad para siempre. Yo sólo me quedé viendo los periódicos del viejo Andrés, los pedazos de papel que se dicen diario sin darse cuenta de que todos los días hablan de lo mismo. Tú ni siquiera sabes que existo, te paseas por los pasillos del mercado gritando tu letanía de pregones a todos los que tengan oídos. Mientras, me imagino tus jugos y tu saliva mordiendo con su ácido la orilla de mi cuerpo. Los movimientos siderales que calculan en el infinito su magnitud. Tú no te enteras, no lo sabes. Me he marchado de casa hace dos noches. He vagado por la ciudad llena de vahos y de vapores que se me van a la cabeza y me marean hasta el vómito. A los chicos los vi ayer por esas callejas que no terminan de ser calles y responden como callejón a las llamadas de los autos al pasar. Orillados, cuidando los espejos, no se vayan a rayar, no se vayan a perder sus lindas sonrisas de luz atrapada. Me he tomado un barril de ese que raspa, de ese licor grueso como granos de café que no acaban de digerirse en veinte años. Que me aturden, me queman y me pierden. Te he visto todas las mañanas de mi vida. Quise que fueras mi madre, luego mi amiga, después mi amante. Ahora quiero que seas mi bruja. Hechicera al mando de las fuerzas de mi vientre impaciente. De mis manos sudadas. Mis labios no cansan de repetirte. Ayer te vi al pasar por el mercado. Y tú ni te enteraste...

lunes, octubre 04, 2004

Cuando

Idea Vilariño

Cuando una boca suave dormida besa
como muriendo entonces,
a veces, cuando llega más allá de los labios
y los párpados caen colmados de deseo
tan silenciosamente como consiente el aire,
la piel con su sedosa tibieza pide noches
y la boca besada
en su inefable goce pide noches, también.
Ah, noches silenciosas, de oscuras lunas suaves,
noches largas, suntuosas, cruzadas de palomas,
en un aire hecho manos, amor, ternura dada,
noches como navíos...
Es entonces, en la alta pasión, cuando el que besa
sabe ah, demasiado, sin tregua, y ve que ahora
el mundo le deviene un milagro lejano,
que le abren los labios aún hondos estíos,
que su conciencia abdica,
que está por fin él mismo olvidado en el beso
y un viento apasionado le desnuda las sienes,
es entonces, al beso, que descienden los párpados,
y se estremece el aire con un dejo de vida,
y se estremece aún
lo que no es aire, el haz ardiente del cabello,
el terciopelo ahora de la voz, y, a veces,
la ilusión ya poblada de muertes en suspenso...

domingo, octubre 03, 2004

Todo

Todo es tuyo
por ti
va a tu mano tu oído tu mirada
iba
fue
siempre fue
te busca te buscaba
te buscó antes
siempre
desde la misma noche
en que fui concebida.
Te lloraba al nacer
te aprendía en la escuela
te amaba en los amores de entonces
y en los otros.
Después
todas las cosas
los amigos los libros los fracasos
la angustia los veranos las tareas
enfermedades ocios confidencias
todo estaba marcado
todo iba
encaminado
ciego
rendido
hacia el lugar
donde ibas a pasar
para que lo encontraras
para que lo pisaras
para que te quisiera.