lunes, enero 30, 2012

La vida en la cumbre

La literatura de Bernardo Fernández, BEF (México, 1972) no pretende descubrir el hilo negro. Es una escritura en la cual se hacen evidentes las influencias personales, profesionales y literarias que él mismo ha descrito: la ciencia ficción, los cómics, las artes marciales, el género policiaco, las artes visuales, el diseño. Eso ha quedado patente a lo largo de los títulos que conforman su ya nutrida bibliografía, digamos que Hielo negro (Grijalbo, 2011) consigue, en cierto sentido, combinar varios de los mecanismos narrativos, ambientes, personajes y visión del mundo que ya se prefiguraban en obras como Tiempo de alacranes (Joaquín Mortiz, 2005), o en su logrado compendio de cuentos El llanto de los niños muertos (FETA, 2004), y, también en cierta medida, en Gel azul (Suma de Letras, 2009). Existen ahí elementos compartidos con los que forman esta novela: hijos de narcotraficantes criados en el extranjero y que construyen su imagen del mundo a partir de lo que esa experiencia extra-nacional (entiéndase extra-mexicana) deja en ellos; la idea de escenarios que-parecen-reales pero que no pueden ubicarse en un contexto histórico (a veces ni geográfico) preciso, es decir, la inercia de la lectura da por descontado que se narra un presente específico (el hoy), y, sin embargo, cuestiones prácticas (como el desplazamiento de la cocaína como principal estupefaciente de tráfico, p. e.) lo ubican en lugares que son específicos de la ficción.
         Hielo negro cumple como una novela entretenida y que atrapa al lector desde sus primeros capítulos (algo que no cualquier obra puede presumir). Si se pasan por alto cuestiones que parecen ajenas a la naturaleza de los personajes que participan de la trama (como judiciales que escuchan hard core,  o que son capaces de citar autores literarios de exclusividad casi de cofradía de géneros; lo que habla mal también del lector que quiere atarse a estereotipos que le faciliten la lectura), la historia fluye hasta su desenlace de manera casi natural.
         Los ecos que se escuchan, sin embargo, son múltiples y reconfigurados para convertirlos en cosas distintas. Está El Médico, p. e., trasunto al mismo tiempo de un asesino del tipo Hannibal Lecter pero, también, de la creación de Frank Miller en Sin City (“The Yellow Bastard”); lo último es evidente sobre todo en la parte final, en la cual Andrea Mijangos le pasa factura por el asesinato de su corrupto amante. Están los elementos de la novela negra manejados con la maestría de un conocedor y artífice aplicado del género.
    Pero también se cuelan las visiones que el autor, en voz de sus personajes,  tiene sobre mundos que confluyen en ese que intenta describir, como el de los médicos:
Por otro lado, es claro que el asesino es de alta escuela. El Médico, le dicen. Prado no dirá ni una palabra más. Pero me queda claro que el hombre que busco pisó la Facultad de Medicina. ¿Ir a echar pesquisas a la UNAM, preguntando por alumnos brillantes medio desequilibrados? La mitad de los de la carrera deben encajar en ese perfil.
O su particular visión con respecto del arte contemporáneo:
—Quedamos que estudiarías bisnes manachment o esa madre questudia el Lalito en Mayami —vociferó el capo por teléfono.
          —Ni madres, jefe, eso déjaselo a los narquillos hijos de tus amigos. Yo soy artista.
          Sin embargo, en la escuela Lizzy descubrió dos cosa: 1) su absoluta carencia de talento, y 2) la nula necesidad del mismo que tenía un artista contemporáneo.
Su opinión sobre el mundo local del espectáculo:
Qué raboncita le parecía a Lizzy la farándula nacional. En un bar de Los Ángeles te puedes encontrar a George Clooney o Madonna. Aquí hay que conformarse con el galán en turno de la telenovela de las diez, la perrita de moda que aúlla norteñas disfrazada de vaquera y con el portero del América.
Sobre la dinámica monotemática de los gremios:
Nunca dejará de sorprenderme lo ignorantes que pueden ser los judas. Son como los músicos. Sólo tienen tres temas: a) armas; b) cerveza (o cualquier otro estimulante) y c) sexo. En los músicos sustituya el primer inciso por música.
Y lo que probablemente sea una visión desilusionada de la lucha contra el crimen:
—Deja de jugar a los policías y ladrones, Andrea. Ésta es una guerra perdida de antemano. No hay ninguna solución.
Y a pesar de ese manejo a sabiendas de las formas narrativas de la novela policíaca, Bef se da la oportunidad de intentar otras cosas. Como lo que hace en el capítulo 14 al realizar una descripción vertiginosa del ritual del consumo y los efectos de la droga y de la manera en cómo la percepción del mundo pareciera confluir en una aceleración sin límites ni pausas ni reconocimiento de los espacios adjuntos a aquello que se narra (como aquí). O el capítulo 29, en donde con un recurso similar consigue reproducir la aparente falta de lógica del lenguaje oral que linda con el chisme; con el intento de darle sentido a un hecho externo a lo que se narra y que se convierte en una historia distinta, la de la voz que no encuentra emisor literal.
           Total que Hielo negro es una novela trepidante, con una trama vertiginosa, con el sello de las manías y tics del autor, pero que, y de esto tampoco puede presumir cualquier obra, cosechará más lectores a la causa Bef. Tal vez, como su narrador, el autor esté condenado a declarar alguna vez: “Qué solitaria puede ser la vida en la cumbre”.

Bernardo Fernández “Bef”, Hielo negro, México, Grijalbo, 2011.

martes, enero 17, 2012

Teclear


Viene y me dice: "No he podido atender la materia, profesor. Mi madre tiene cáncer. Ella no ha podido ir a trabajar y yo he tenido que doblar turnos porque teníamos que pagar la renta". Es una buena estudiante. Era una buena estudiante. Las últimas tres semanas del curso desapareció. Después supimos, los maestros, que era porque se hace cargo de la casa cuando la madre tiene las crisis propias de su enfermedad. No es justo. La chica tiene 17 años. Es demasiado peso para su vida. Para eso que actualmente es su vida. Un ir y venir del médico al trabajo al médico a la escuela a donde la madre enferma etcétera. Y bueno, que yo me quedo solo en mi oficina, revisando los trabajos de los otros chicos. Y no se me ocurre nada más que ponerme a teclear.

jueves, enero 05, 2012

¡Yo soy el Animal? ¿El Animal soy yo!


¿Sobre quién es la historia? ¿Sobre el Gato Vera, artesano claquetero devenido estrella del cine comercial-que-se-vuelve-de-culto? ¿Sobre el Animal, pepenador de lástimas y monarca del reino de su propia miseria? ¿Sobre Letrán, el gordo y acomodaticio director-sensible-sin-huevos-para-el-arriesgue? ¿Sobre Bazaldúa, crítico-promotor-padrote cuyo poder se finca en el resentimiento y en las posibilidades de administrarlo? ¿Sobre el mundo de la creación artística que es al mismo tiempo golem predecible que falsa rebeldía que búsqueda sin sentido ni dirección? ¿Sobre una alegoría de un país en el que sus habitantes se devoran de manera desesperada, nomás por el puro gusto de hacerlo? ¿Una historia sobre todo esto? ¿Una que no tiene nada que ver con esto? ¿Un ajuste cuentas? ¿Qué?

Una película que me encantaría ver filmada es Langosta. Con esas referencias a Chupacabras apocalípticos y racistas. Una cinta con más necesidad de efectismo que posibilidades de interpretación meta-cinematográfica. Con más sesos y sangre que exégesis fílmica. Una película parecida a la novela en la que fue imaginada.

Si Ánima fuera una película, el guión sería una buena cinta de los hermanos Cohen. Lo que es claro es que ningún cineasta mexicano la filmaría. Demasiada mala leche, demasiada incorrección política, demasiada autorreferencia a las propias miserias. La novela se queda en el justo medio de la posibilidad de que rodada pudiera encasillarse en algún género: ni parodia pop cuaronesca (con un Gordo Letrán-Chucho Ochoa, un Gato Vera-García Bernal y un Bichir [cualquiera]-como el Animal), ni exploración del odio a la Iñárritu, ni tesis pretenciosa a la Reygadas. Lo cual es un elogio, por donde se le mire.

El Animal narraba peripecias demenciales y yo las creía y repetía. No me pareció extraño, por tanto, que comenzaran a ocurrirme a mí. Dejé de frecuentar las tierras que todos conocemos y entré, sin saberlo, al mundo fantasma.
El cine es el mundo de sombras, el reino de la luz y de su ausencia. La literatura también. Ánima se aventura en una ficción que crece con el contexto supuesto, con las analogías sospechadas, con el reconocimiento patético de una realidad que se supone existente (o que se ha experimentado). El mundo fantasma de los pleitos adolescentes nacidos en las escuelas de cine (o de escritores, o de pintores, o de ingenieros), de las becas gubernamentales dolorosamente estériles, de los críticos interesados, del regenteo carnavalesco de los castings mediáticos, de lo que se supone “real” detrás de las ficciones finales. El reino fantasma del mundo de la “cultura”.

Nadie comienza por ser enemigo en este país, un enemigo es un lujo y somos demasiado jodidos para apreciarlo.
El odio y la enemistad brotan del reconocimiento. Y de la ausencia de éste. O de la soberbia infinita que implica el no hacer partícipes a los demás cuando se ha obtenido. Participan todos. Los pequeños, los medianos, las rémoras, los consagrados y los insignificantes. Tener un enemigo implica la posibilidad de afirmar la existencia, de sospechar una importancia suficiente para interesar el odio infinito, eterno y programado del otro. Ese otro que no es sino el reverso del espejo. La novela da noticia de esas enemistades, de esos odios, de esas telarañas patéticas construidas de manera improvisada aunque parezcan resultado de un plan maestro. Tener enemigos garantiza poseer un prestigio absoluto. De ahí que el Gato se esfuerce tanto en hacerse odiar.

Ser alma de los festivales y ganar contratos o subsidios son asuntos de los niños de las escuelas de cine, de los hijos de familias con apellidos montados y cinco millones en el banco: Urrunga-Medina, Márquez-Tapia, Arosamena-Finkelstein.
Se habla de México, de Latinoamérica. La referencia inmediata es hacia una sociedad clasista en donde los privilegiados nunca dejan de serlo. En donde los que nacieron con capital material y se forjaron otro tanto intelectual tienen más de la mitad del camino andado. La clase media puede aspirar a comparsa, a buscar los medios para que sus aspiraciones puedan verse coronadas por la cercanía de eso que es el éxito (el triunfo; otra vez, el reconocimiento). Bolaño apuntaba que la clase media latinoamericana (o los escritores que pertenecen a ésta, que la analogía no desmerece) buscaba el respeto, como ancestrales y cinematográficos gángsters. Y ese respeto se gana fuera del contexto nacional en donde la ausencia de enemigos es el peor insulto. Donde nadie realiza una mala reseña, donde los desprecios son privados y las palmadas públicas. El reconocimiento extranjero da noticia del éxito, testimonia la obtención del respeto. Da constancia de existencia.

Para qué contar lo que todos esperan, para qué divertir con un canto, una danza adorable, ropa exagerada y metal; para qué hablar de amor y filmar historias de amor, para qué ser el bufón de los productores aunque cada bufón sueñe que las monedas, los premios, el aplauso, lo redimen de su miseria.
Ánima es una historia universal pero que ocurre (se ubica, se significa incluso) en México. Y, en esa sintonía no puede renunciar a los signos de su educación sentimental. A la idea del padre (su búsqueda, su muerte); a la exploración del odio ancestral, histórico e indefinido; a la soledad como pretexto de asociación con otros solitarios; al patetismo que se justifica por identificación negada; a la existencia de unos otros que por diferentes siempre son menos. Y, sin embargo, la prosa consigue los suficientes matices como para conseguir la atención ininterrumpida, la espera en favor de la sorpresa (que no llega, pero que tampoco importa mucho), la afinación auditiva en la manera de colocar las palabras justas. En una historia bien contada, en suma.

Admiro que defiendan ese vocabulario tan suyo que no rebasa las cien palabras; celebro su arribismo, su rancia estupidez, esa necesidad de tótems municipales. Quédense. Nadie pretende echarlos. Sólo espero que me libren de su interés, que se alejen, que rijan con mano de hierro las fronteras de sus calles y barrios y me condenen a convivir nada más que con el resto del universo.
¿Casi un manifiesto? ¿Un decir el cine por no decir las letras? Porque los ambientes que el autor describe dentro del mundo del celuloide parece replicarse con mínimas diferencias en el planeta de la celulosa. Ahí donde las lealtades, las simpatías, los patetismos, los arribismos y el odio, sobre todo el odio, siempre están presentes. Probablemente es sobreinterpretación, aunque los ecos resuenan más allá del dolby stereo.

Sólo una cosa, última: no esperen la versión fílmica. Es probable que desmerezca en el contraste.

Antonio Ortuño, Ánima, México, Mondadori, 2011.

lunes, enero 02, 2012

Es Año Nuevo

Los optimistas
Saben que será un año mejor que el anterior. Por lo tanto han comprado medio centro comercial y han saturado sus tarjetas de crédito al punto de que su deuda podrá ser liquidada en pagos cómodos durante los próximos quince años. A menos, claro, que el optimismo del próximo año sea similar o mayor que el de éste. En su casa las luces del árbol de Navidad destellan hasta mediados de febrero.

Los pesimistas

Temen que este año sea peor que el anterior. Previenen con singular lucidez todas las desgracias posibles. Procuran tener un ahorro mínimo que les permita sobrevivir hasta tres meses viviendo en el desempleo. Compran un seguro de vida que beneficia a sus hijos y esposas, no vaya a ser la de malas. Acuden al médico en espera del fatal diagnóstico. La mayor parte es atendida por un médico optimista. Salen contrariados del consultorio.

Los renacidos

Se levantan temprano desde el primer día del año. Acuden al gimnasio o corren como renos desbocados en los diversos parques de la ciudad. No saben por qué, pero están convencidos de que se les ha obsequiado una nueva oportunidad. Compran ropas de colores fosforescentes. Dicen “hermano, te quiero” a la menor provocación. Andan con la vista fija en las nubes, creen ver señales de su transformación en casi cualquier cosa. Al pasar frente a un templo detienen su paso altivo, con convicción entran a rezar un rosario completo.

Los desamparados

Se resisten a abandonar las sábanas y los edredones. Saben que el año nuevo ha comenzado, que todos en la ciudad lo anuncian con trompetas luminosas. Sin embargo, lo más lejos que llegan es al espejo del baño, en donde el reflejo no hace sino confirmarles la soledad a la que están confinados. Se suenan las narices ruidosamente y regresan a la cama. Al pasar los días los reclaman del trabajo, de la escuela, de la vida. Entonces se levantan, buscan una camiseta que no los haga ver tan miserables y salen a la calle a contagiar su desgracia. Generalmente son los que estrenan barbas en claroscuro.

Los distraídos

Miran con extrañeza el retorno del ruido y la actividad a las calles y las fábricas. Entornan los ojos como buscando en el fondo de sus pensamientos la respuesta luminosa a semejante fenómeno de sincronización. Tardan segundos prolongados en comprender la razón por la que el calendario no tiene más hojas por arrancar. Comienzan a experimentar ataques de pánico cuando el resto del mundo les desea lo mejor, los abraza y les muestra amplias sonrisas. Se encogen de hombros y continúan su camino. Sólo encuentran agrado en los suéteres nuevos de los choferes de los colectivos.

Los esperanzados

Este año es su año. El amor de su vida saldrá de ese vagón de metro que se ha detenido justo frente a sus narices, o caerá de ese andamio del edificio en construcción, o aparecerá con la bandeja del desayuno humeante el primer sábado del mes. Saben que la riqueza cabalga hacia sus terrenos con presurosa diligencia: preparan los gestos de nuevos afortunados, planean la nueva decoración de la sala, investigan los precios de los coches último modelo. Son los que, al finalizar el año, miran con una rabia contenida e inexplicable, para los demás, las explosiones multicolores de los fuegos artificiales.

Lo ideal es ser un poquito de cada uno.