jueves, octubre 25, 2012

Escapar del medio del bosque


Este no es un cuento de hadas, detective —interrumpió otra vez—. Esta es una historia de amor.
—De desamor —lo corregí a mi vez.

Hacía mucho tiempo que un libro no me hacía sentir tan bien. Porque los libros también sirven para eso: para generar el placer que causa la memoria, la empatía o la proyección de lo escrito sobre la vida. Pasar la última página de El mal de la taiga de Cristina Rivera Garza me ha dejado con una calma similar a la que se siente abandonar un peso que nos abruma. No sé bien a bien las causas, pero así ocurre. Puede ser la prosa limpísima, la historia de redención, el personaje femenino que explora hasta por debajo de las uñas, la remembranza de los altos árboles de mi infancia y el olor a aserradero. Sí, eso podría ser.
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Una pareja escapa atravesando la taiga, una extensión de bosque que semeja un mar de sombras, nieve, hojas y árboles, huyendo del marido de la mujer. Éste le ha pagado a otra para que la busque y la traiga de regreso. Esta es la voz que cuenta la travesía, el encuentro, el retorno y la revelación. El mal de la taiga. La locura que se alimenta de lobos feroces, hadas vomitadas en las afueras de una cabaña maloliente, niños salvajes perseguidos con ferocidad inusitada, burdeles donde criaturas minúsculas se confunden en un coito frenético y por la inmensidad de un océano de ramas. Ese océano que a veces se parece al desamor.
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"Las niñas no deben ir al bosque y, si están en el bosque,
las niñas no deben hablar con los extraños del bosque.
No, no y no. Las niñas no". 

La novela escapa de todas las clasificaciones posibles. No es una novela de detectives, aunque la búsqueda sea uno de sus motores; no es un cuento de hadas, aun cuando Hansel y Gretel aparecen en papel estelar; no es una novela de amor, pese a que es la motivación principal de algunos de sus personajes; no es un diario, aunque de disfrace de tal. Un diario escrito al aire de las andanzas que emprendemos todos por la taiga personal que cargamos a todos lados.
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Cristina Rivera Garza tiene una voz. Es potente, original y evocadora. Se puede escuchar a su narradora como si nos estuviera contando su historia en la soledad de una cabaña ante la tenue luz de una vela que tiembla por el viento helado que se filtra a través de las rendijas de las paredes de madera. Afuera, el niño que dibujaría los pormenores de tales confidencias, estaría de acuerdo conmigo.
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Escribe la autora: "Mira esto: tus rodillas. Se usan para hincarse sobre la realidad.
Se usan para gatear, despavorido. Se usan para sentarse en flor de loto y decirle adiós a la inmensidad". 

Hay elementos que reproducen y refractan la experiencia de lectura de esta obra. Sorpresas continuas a la vuelta de la página. Un lobo fugado de un zoológico donde lo que sobran son lobos, un traductor tosco que afirma que las mujeres sólo piensan en sexo, tres astronautas que avanzan entre los presagios de tormenta augurando el fin del mundo, una adúltera que envía mensajes en apariencia cifrados a su exmarido a través del telégrafo, desnudistas recién paridas que permiten que los espectadores succionen la leche temprana directo de sus pezones. Ambientes de extrañeza alejados de cualquier aspiración realista. El realismo se encuentra, efectivamente, en otro lado. En las sensaciones y emociones que la obra moviliza en el lector.
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El mal de la taiga está significado en el camino. Si éste conduce a la locura, al amor, al desamor, a la muerte o al deseo es algo que el lector tiene que descubrir por sí mismo. Es un proceso que todos deseamos (o llevamos a cabo) como destino, dice la protagonista en algún lado que “todo mundo quiere un bosque alguna vez”. Sin duda.
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Al final, un fragmento:
Recuerdo, sobre todo, la calma absoluta con la que nos tocamos. Recuerdo cómo habíamos llegado, exhaustos, hasta la cabaña. El silencio de la incredulidad. Cómo las yemas de sus dedos recorrieron las orillas de la boca. Los ojos están abiertos. El latir de algo en las muñecas, en la boca del estómago, en la punta de la lengua. ¿Hay también un corazón dentro de los pies? Recuerdo la tormenta, que no llegó. Recuerdo las altísimas copas de los árboles, su oscilar. La caminata tan larga. El momento en que les dijimos adiós y les dimos la espalda a todo eso. La lenta identificación de las migajas.

Cristina Rivera Garza, El mal de la taiga, México, Tusquets, 2012. 

viernes, octubre 19, 2012

Teñir de rojo el cielo gris


Pero esta noche déjame reponerme de la ausencia. Necesito estar en silencio, con los ojos abiertos, que hoy como siempre seas mi insomnio.
Elena Méndez, “En silencio, con los ojos abiertos”


Es difícil escribir en clave erótica. Sobre todo si concebimos tal cuestión con la amplitud que requiere el término. Con esa búsqueda de los significados que implica hacer frente a la muerte. De lo que sucede cuando estamos vivos. De la descripción densa de los hechos que nos recuerdan que hay algo más allá de la rutina, más allá del dolor, más allá del sexo, incluso más allá del amor. Porque esas historias eróticas son las que se nos graban de manera más permanente en la memoria. Sonreímos hacia dentro y seguimos, en espera de que la vida se siga manifestando en nosotros todos los días. Elena Méndez entiende los matices múltiples de lo erótico. Su libro de cuentos, Bipolar, da noticia de tal entendimiento.
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Bipolar” es un término que ha alcanzado notoriedad en los tiempos que nos han tocado vivir. Originalmente describe una afectación psiquiátrica definida como complejo maníaco-depresivo que se caracteriza por episodios de comportamiento de excesiva energía combinados con periodos de depresión aguda en intervalos de tiempo sumamente cortos. Sin embargo, se ha abusado del término para calificar los cambios de humor que los seres humanos experimentamos como reacción a la experiencia vital. A la menor provocación se lanza la expresión, que suele ser peyorativa: ¡pinche gente bipolar! El ambiente que dibuja el libro de Méndez, sin embargo, va más allá. No hay bipolaridad, sino multipolaridad. Es su libro un libro de historias que reflejan múltiples estados de ánimo y posturas éticas (y estéticas) que no caen en el cliché ni el exceso descriptivo. Lo cual se agradece.
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La autora, en mood erótico. 

El libro está dividido en dos partes: “El cuerpo del delito” y “Tal vez morir en soledad”. En el primero triunfa Eros. El dios de la vida se regodea en relatos que narran ligues en-apariencia-inocentes en el interior de un autobús, encuentros sexuales patrocinados por la vocación alcahueta de la internet, la posibilidad de flexibilizar los gustos sexuales en aras de pasarla bien, la aventura de levantarse a un mamado estríper, el testimonio de la primera borrachera femenina en compañía de mujeres más experimentadas, el triunfo de la violencia que se vuelve venganza placentera en contra del maltrato de una madre bien bragada, la descripción de encuentros sexuales poblados de los fantasmas de los otros que están en la cama sin estar. Uno de mis cuentos favoritos está en esta parte, “Una clase de Literatura” donde una discusión sobre Madame Bovary se convierte en el pretexto para desvelar a las especies que perviven en el mundo de los que tienen a la ficción como su objeto de estudio; los sobrenombres escogidos por la autora para describir a los asistentes a esa última clase del semestre generan, aparte del nada velado acertijo, la sensación de dèja vû para los que hemos vivido la experiencia en un salón de clases, en un taller literario o en espacios similares.
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La segunda parte del libro, “Tal vez morir en soledad”, introduce al lector en una sensibilidad distinta. Si bien está presente el sexo, la pulsión tanática parece dominar la mayoría de los ambientes de estos cuentos. Otra cosa sobresale: el uso de un lenguaje más evocador que descriptivo. Además del uso de metáforas que se convierten en algunas de las líneas mejor logradas del compendio. Aquí encontramos más dolor, más melancolía, más azote que en los textos de la primera parte en donde el goce se enfrenta a menos cuestionamientos. Hay en esta serie de cuentos temas que resultan circulares y reiterativos pero que se expresan de maneras diversas. Entre todos resaltan la infidelidad y el desamor. Las relaciones que no terminan en ningún lugar más allá de la cama (o que ni siquiera llegan ahí). Lo cual no sería trágico, si no fuera evidente que en esas relaciones fugaces uno de los dos involucrados siempre está buscando algo más que el goce momentáneo. Hurgando en ese territorio minado y resbaladizo que es el amor. “Noches vacías”, al final del volumen, resulta el colofón ideal en el que se funden los dos temperamentos en que el libro está inscrito: el goce vital y la tristeza melancólica.
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Porque se vale ser, también, un poco personaje. 

Nota (un poco) al margen: resulta curioso que en la primera parte el impulso narrativo es poderoso. Lo que importan son las historias y las acciones que les dan vida. El hecho de hacer: de besar, de flirtear, de coger, de mamar, de eyacular. El uso del lenguaje es locuaz, hay un sentido del humor fino, burlesco, que parte de las situaciones y no de las propias palabras (lo que le imprime una doble valía). La narración celebra (y construye) la vida y lo que ocurre en sus territorios. La segunda parte está sostenida en un afán lírico, en una necesidad de convertir en alegoría las desventuras, las tristezas y el mundo interior. Eso es lo que hay en la segunda parte, una preeminencia de la focalización interna que alude a los pensamientos, temores y recuerdos de los personajes (femeninos en su mayoría, pero que en algunos casos son masculinos-saturados-de-testosterona).
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Es un libro que tiene entre sus virtudes el hecho de arriesgar con la reproducción del habla de cierta parte del norte de México, con la descripción llena de matices de un país que también vive de noche, con la mención reiterada de las relaciones emocionales (y más) que se establecen con los mentores, con una mezcla maliciosa de ficción y mundo-real-culturoso en donde más de dos dedicatorias son literales y confunden (o pretenden confundir) los campos de la realidad-memoria-ficción a los ojos del lector. Si tiene oportunidad de acercarse a este primer libro de Elena, no lo dude y hágalo: no se arrepentirá, o tal vez sí; probablemente lo enfurezca; o le sea indiferente; o lo haga llorar sin control. Todo depende del nivel de multipolaridad que se cargue. Yo, nomás de generoso, les dejo una muestra:
Letanía de la joven suicida
...El amor no es sólo eso, no es solamente mirarse a los ojos y tomarse de las manos y pronunciar solemnes palabras que luego habrán de tirarse a la basura. Algún día, se prometió a sí misma, dejaría atrás el precipitarse cual ave implume y ciega hacia el abismo... algún día.
         Pero ese algún día, cómo encontrarlo, amar es algo más, amar debe ser recíproco, y te lo dice a ti que no has amado, que sólo conjugas ese verbo para encubrir tu única intención, tatuar una sombra en la pared mientras galopan las hormonas en la sangre.
         Y qué podías decirle tú para consolarla de lo que llamaba una rara promiscuidad sin coito alguno, a veces teñida de ternura pero siempre permeada de lujuria, de ese maldito ser sin querer ser, de ese tener que callar a quién, cómo, por qué amaba.
         Y la oíste sin escucharla, sin poderle responderle: Te comprendo mas, como tú dices, algún día...
          Te escribió una carta nunca enviada, antes de teñir de rojo su cielo gris.

Elena Méndez, Bipolar, Linajes Editores, México, 2011. (Prólogo de Teresa Dovalpage).

jueves, octubre 18, 2012

¿Quién quiere ser Juan Peregrino?


Rafael Villegas se cree Dios. Y piensa, con una convicción de miedo, que el autor es un demiurgo que puede crear mundos y destruirlos sin mayor motivo. Y que para eso no hace falta más que conocer las virtudes de la narración. Y Villegas las conoce. De algo parecido a esto habla Juan Peregrino no salva al mundo. De un mundo llamado La Ciudad Equivocada que se encuentra en peligro constante de extinción, como los soldados-dodos que habitan en algunas de sus páginas. La única forma de salvar a la ciudad es ejercer la bien templada actividad de contar historias. Juan Peregrino se convierte así en el eje alrededor del cual giran los ambientes, escenarios y personajes que le dan vida a una ciudad que se alimenta de historias, de fantásticas historias.
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Alberto Mostro da noticias de la biografía de Juan Peregrino. Mostro es un juez que se las da de historiador, éste último uno de los hobbies de Villegas. Y es así que se convierte en un biógrafo más que interesado: un habitante de la Ciudad Equivocada. Ese lugar que si no se cuenta tiende a desaparecer. Alegoría de la memoria y del papel que ésta tiene dentro del autoconcepto que las sociedades crean de sí mismas. Mostro da testimonio mientras Peregrino crea las historias que le dan vida a la Ciudad. Esa tensión resuelta entre historia (como history, no como story) y ficción se convierte en amalgama. El historiador scout que habita en la mente fabuladora del autor parece decirnos: ojo que la historia no son más que relatos que se cuentan una y otra vez; eso la mantienen viva, su posibilidad de transformarse con cada nueva versión.
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Es este libro un ejercicio de imaginación que inventa sus propias reglas. No es un libro para niños a pesar de que sus dibujos y su aparente candidez reflejan. Es un libro que exige un contrato en el que el lector está dispuesto a creer que hay elefantes que hacen posgrados en equilibrismo, hermanas que deben vivir juntas porque una de ellas tiene las piernas de la otra, parejas a las que une su búsqueda de la saciedad, ratas mayordomo, pájaros dodo que se tienen que casar por embarazos no planeados y que llegan a la boda cargando el huevo evidencia de su desliz, ballenas sacerdotisas que encallan a la orilla de la playa, changos bermellones que manejan taximonociclo y demás cosas que existen sólo por ser nombradas.
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Un retrato de la Compañía del Equilibrio (en la foto se ha colado un oso lector). 

En “Las Hermanas y la Compañía del Equilibrio” hay infinidad de temas que vuelven más que inquietante el ambiente del relato: la dependencia asumida, el enamoramiento, el perdón, el resentimiento por culpar a los demás de los propios miedos, la madurez. La Compañía del Equilibrio es una troupé circense que funciona en las alturas, suspendida sobre una cuerda floja. Ofrecen función cada noche pero a los habitantes de la Ciudad Equivocada lo que les gusta es observarlos durante el día, mirar cómo realizan sus labores cotidianas. “Están esperando que alguno se caiga”, aventura uno de los miembros de la Compañía. Y tras ese sutil comentario uno encuentra una crítica feroz al morbo que produce la desgracia ajena. Pero también que la vida es esa cuerda floja en donde uno, sin darse cuenta, se encuentra conservando el equilibrio al lado de otros seres igual de raros que nosotros. En la compañía (está con minúscula) de alguno de ellos estará finalmente la posibilidad de encontrar la paz y salir al mundo. El ancho y firme suelo del mundo propio.
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¿Qué prueba de amor más contundente puede haber que comerse al ser amado? Esa es la tesis de “Señora y Señor Gourmet”, la tercera parte de ese rompecabezas que es el mundo de la Ciudad Equivocada. El amor surge, nos dicen los dos protagonistas, no entre personas (personajes) que son parecidos sino entre aquellos que están en la misma búsqueda vital. La Señora y el Señor Gourmet andan en búsqueda de la saciedad, que es decir de la satisfacción última, de la paz interior. La saciedad es la renuncia a la búsqueda y, cuando eso sucede, parece innecesaria la existencia. Una finísima alegoría del conformismo y la ambición se esconde detrás de esta historia de caníbales, ballenas e hijos concebidos en furioso coito a la orilla del mar. ¿Cuándo renunciamos a la búsqueda? ¿Qué implica esa renuncia? ¿Cuántos no se han visto devorados vitalmente y sólo conservan sus huesos como apariencia de un existir fantasmagórico? ¿Cuántos zombies (otro tema caro a Villegas) creen vivir una vida que se extinguió hace mucho tiempo?
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El autor insiste: no, no, no. 

¿Juan Peregrino salva a la Ciudad Equivocada? El título dice que no. El autor reitera en la dedicatoria de mi ejemplar que no, no, no. Y sin embargo, la Ciudad Equivocada no se extingue, se transforma. Se convierte en otro mundo. Juan Peregrino, mago de historias, hace regresar la memoria que habitaba en las profundidades (en ese otro lado) de la misma ciudad. Y por un pozo negro retornan los que se habían ido, aparece lo que había desaparecido, resurge lo que ya no era. En un acto de prestidigitación, Juan Peregrino está condenado a desaparecer con su torre y su memoria para dar paso a un mundo que lo sustituye sin remedio. Donde las gotas de lluvia parecen idénticas, copias unas de otras, pero esencialmente diferentes. Un mundo en donde ya no hay lugar para ningún demiurgo.
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Las ilustraciones de Diana Martín son hermosas, siniestras, inquietantes, extrañas, técnicamente intachables, expresionistas, cómicas, nostálgicas, poderosas, evocadoras, maravillosas, imaginativas, equilibradas, raras, surrealistas, ideales para complementar las narraciones que el libro contiene. Todo eso al mismo tiempo.
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La ficción sirve para resistir la realidad. Para conjurarla, para entenderla, para volverla otra cosa que es lo mismo. Los Juanes Peregrinos (hay una escena en el relato que refleja por igual a Borges y a Being John Malkovich) que existen en el mundo tienen sobre sí la posibilidad (que muchos asumen obligación) de ver el mundo desde otros ángulos y transformarlo en materia menos grotesca que la que pervive en eso que insistimos en llamar “la realidad”: la verdadera Ciudad Equivocada. Para el fin, una cita: 
Juan Peregrino fue educado para salvar su ciudad. Eso es algo que todos conocemos. El arte de narrar le permitió enfrentar la destrucción cuando empezó a manifestarse en olas de mar que adquirían formas terribles, nada propicias. Algunos sabios vieron en las sobras de la comida claros mensajes sobre el mal que se avecinaba. Fueron los días en que por todos lados llovían pequeños espejos que no se quebraban al tocar el suelo. Muchos de los que se miraban en ellos se volvían locos y se comían a sí mismos o a sus mascotas. Ni siquiera los miserables de aquella ciudad fueron felices al ver venir el fin, pues era éste tan pavoroso que los hacía aferrarse al polvo y amar el lodo. (p. 11)


* Diana Martín y Rafael Villegas, Juan Peregrino no salva al mundo, Guadalajara, Paraíso Perdido, 2012. 

martes, octubre 09, 2012

La risa de los niños

¿Qué encanto hay en la sonrisa de los niños? ¿Por qué nos gusta escuchar sus risas francas, más francas que cualquiera, ante los más ridículos motivos? Como hablar como creemos que hablan los niños (agugu-tata y demás), hacer las caras chistosas que a un adulto más que risa le generaría piedad, contar historias sobre ángeles y conejitos, hacer ruidos que en otro contexto generarían repulsión y, sobre todo, cantar tonadas sobre muñecos muy guapos de cartón o elefantes columpiándose en la tela de una araña.
          No escatimamos los medios para conseguir que los niños rían. ¿Por qué? ¿Acaso nos recuerda que la inocencia perdida está encerrada en esos sonidos que a nadie le perecen desagradables? ¿Nos hace preguntarnos acerca del momento en que comenzamos a cuestionarnos el motivo de la risa? El fin de la infancia, tal vez, esté marcado por esta toma de conciencia: la de los motivos que nos animan a reír. A soltar la carcajada sin más búsqueda que la de mostrar una felicidad que, de manera repentina, nos embarga.
         Hay un momento en la vida en que renunciamos a la risa. En que nos parece que no hay demasiados motivos que nos merezcan ésta. Nos volvemos unos cretinos juzgones, unos amargados sin remedio. La risa de los otros nos molesta. Se nos hace exagerada, ridícula,... infantil.
         Dejar de ser niño, entonces, nos parece una renuncia. La renuncia a reír cuando nos plazca por los motivos más simplones. Ser adulto implica renunciar a demostrar la alegría, a dar mayor valor a los "asuntos serios". Ser una "persona seria" deviene sinónimo de "ser confiable".
          Todo esto a raíz de que, sin más, me he descubierto buscando con denuedo la risa de mis sobrinos. Es una sensación que me genera un placer inexplicable. Que me anima, en el momento en que consigo mi objetivo, a reír también animado por mi pequeño triunfo. Y entonces pienso que debería escribir algo al respecto. Y vuelvo a ponerme serio.
          Hablar de la risa es destruirla, o algo así, decía un tipo que sabía de qué hablaba. Tenía razón. Pero no es para alarmarse. Siempre habrá un niño a la mano (esos locos bajitos) que nos sirvan de pretexto para poder reír un rato sin temor a que nos cuestionen el motivo. Permitirnos, durante un instante, que la infancia, como enfermedad benigna, nos contagie.
          ¿Agugu-tata?

martes, octubre 02, 2012

Revoluciones


Vivimos en espera de la revolución. Del cambio total. Más que una convicción con respecto de la sintonía colectiva de los deseos de un cambio integral, parece una postura muy cómoda para la pereza. La revolución nos parece la posibilidad de cambiar el mundo (o nuestra imagen del mundo) de un solo plumazo. Es decir, cambiar aquello que no nos gusta pero que está afuera de nosotros. Porque tenemos la razón. Y si tenemos la razón no tenemos por qué cambiar. La revolución ocurre fuera de nosotros. No tendría que cuestionar nuestras convicciones más evidentes. Ni nuestros prejuicios e inercias. Esperamos que el mundo se ajuste a nuestros deseos. A nuestros miedos. A nuestra flojera. ¡Viva la revolución!, gritamos. Y entonces cambiamos de canal.