martes, julio 20, 2021

Lo homogéneo del futuro exótico

 


El libro ¿Sueñan los androides con alpacas eléctricas? Antología de ciencia ficción contemporánea latinoamericana (Libro al viento, 2012), reúne a un grupo de escritores de varios países latinoamericanos que escriben una historia de ciencia ficción. Este libro es un esfuerzo por cuestionar la idea de que en América Latina sólo se escribe realismo-naturalismo y que la única forma de abordar la crítica social o la reflexión identitaria pasa por varios lados, menos por el de los despectivamente todavía llamados subgéneros.

         En esta antología, podemos ver diversas versiones del futuro, ese cronotopo asociado tradicionalmente con la ciencia ficción. Casi todas esas versiones son apocalípticas, remiten a futuros de destrucción de la población, los esfuerzos civilizatorios y los habitantes; es, en ese sentido, una de las cosas que aluden a la región: pareciera que la fatalidad y la ausencia de finales felices son propios de nuestra América.

         Jorge Aristizábal Gáfaro (Colombia, 1964) construye una fábula en la que se describe la lucha entre dos sociedades alienígenas que han elegido la Tierra como el escenario de su disputa. Objetivo de una de las avanzadas de uno de los bandos se relaciona con una mujer a través de quien intentan obtener beneficios en su guerra particular. El tono del cuento es fársico en donde, más que un planteamiento de ficción especulativa, parece existir una crítica hacia el comportamiento femenino y la aparente imposibilidad de satisfacción de las mujeres. Hay incluso un tufillo a misoginia que no termina de hacerse patente, pero que atraviesa diversas escenas del texto.

         Por su parte, Jorge Enrique Lage (Cuba, 1978), aborda otra paradoja de comportamientos contemporáneos proyectándolo a un futuro indeterminado: la idea de que la heterosexualidad ha desaparecido en el futuro y que “salir del clóset” en esa sociedad es similar a las dificultades que enfrenta en nuestros días la comunidad homosexual. Es interesante que los dos primeros cuentos del conjunto utilicen el humor como mecanismo de crítica-exposición de sus tesis. Reflejan una cierta mirada irónica sobre los usos y costumbres de nuestros días, sin subvertirlos por completo. El humor, en estos casos, pasteuriza la posibilidad de crítica eficaz.

         Bernardo Fernández (México, 1972) narra los últimos días de la civilización planetaria al llevarnos de paseo por una Ciudad de México que se ha convertido en territorio de peregrinaciones, saqueos y caos. Una historia de amor entre adolescentes que termina aún antes de empezar.

         Desde un registro sentimental parecido, José Urriola (Venezuela, 1971) describe una distopía en donde las emociones y los sentimientos humanos se han deteriorado y devaluado lo suficiente como para que se conviertan en una atractiva moneda de cambio. El personaje central descubre la manera de sintetizar el amor, convertirlo en una droga y comercializar con ésta. Todo se modifica cuando ese mecanismo lo tiene que aplicar a sí mismo. Es, en resumen, una alegoría transparente de una historia de amor tradicional.

         Por su parte, Pedro Mairal (Argentina, 1970) habla también de una adicción que modifica el comportamiento humano en una sociedad futura (o indeterminada en el tiempo), el Float de su ficción es una alegoría de la forma en cómo el uso de dispositivos electrónicos de comunicación ha aislado a los seres humanos en sus formas más básicas. En este sentido, la historia aborda el caso de una familia que se ve destruida por las consecuencias de esa adicción.

         Finalmente, Carlos Yushimito (Perú, 1977) nos lleva a un futuro en donde atestiguamos la historia de un humano y su robot, mismo al que esclaviza para poder sobrevivir ganando partidas de ajedrez y al mismo que ha negado la libertad a pesar de habérsela prometido. En la vejez, ambos cuerpos se deterioran de manera distinta, pero con consecuencias similares; es una reflexión acerca de lo perecedero de las cosas y de la muerte como una metáfora de la liberación.

         Son cuentos interesantes y paradójicos. Muestran, por un lado, un eco de los ambientes y las ciudades latinoamericanas (ciudades, nunca el campo) en donde la decadencia y el abandono se hacen patentes, pero, al mismo tiempo, reflejan un futuro que puede ser el futuro de cualquier país o región del mundo. La homogenización triunfante del capitalismo que logra, en todos los casos, destruir a la humanidad por completo. O arrebatarle al menos la esperanza.


* El libro se puede descargar gratuitamente aquí: 
https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll3/id/20/rec/2 

jueves, julio 15, 2021

Leernos en el espejo del río del tiempo

 



Irene Vallejo (Zaragoza, España, 1979) ha escrito un libro que, ahora que miro un poco su trayectoria, me entero que se ha ganado un montón de premios de ensayo y de literatura de no ficción. Se trata de El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela, 2020). Pocas veces un texto tan abrumadoramente erudito me había atrapado de manera tan radical.

         Esta obra es muchas cosas: un recuento con conocimiento profundo de la vida cotidiana y política de las civilizaciones de la Antigüedad (Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma); una reflexión acerca de la recurrencia de las preocupaciones y comportamientos de los seres humanos con respecto del conocimiento y el poder; una alusión a la autobiografía para explorar y explicar el culto y la importancia que los libros tienen desde una perspectiva personal.

         El libro, la invención de los mismos, es el tema de este ensayo. La manera en cómo el objeto que hoy acogemos como manchas de tinta electrónica en un Kindle o cualquier smartphone tuvo su origen en materiales diversos: las paredes, las rocas monumentales, los bloques de piedra pulida, las tablillas de arcilla, los juncos de papiro a que alude el título, la piel de animales diversos en forma de pergamino, hasta llegar finalmente a esa revolución radical que fue el papel. Con una maestría narrativa impresionante, Vallejo nos lleva a través de su mirada conocedora, su doctorado en filología clásica y su rigurosa formación la avalan, a través de los siglos y de los territorios de la Europa Oriental y el Cercano Oriente, amén del norte de África, en donde ese objeto venerado por multitudes de amantes de las palabras y las ideas encontró sus primeras manifestaciones.

         Nos acercamos además a la narración de cómo el poder político, las conquistas del mundo entonces conocido, permitió y transformó las posibilidades de la historia de la cultura global. Por estas páginas transitan igual Homero que Sócrates, o Aristóteles y su estudiante Alejandro Magno, además de los césares romanos y la figura tremenda de Cleopatra. Nombres conocidos por cualquiera que haya llevado un curso de la denominada “historia universal” sabrá quiénes son esos nombres aludidos. Pero, además de ellos, Vallejo hace una genealogía de personajes que, desde las sombras, construían las obras que hoy nos permiten hablar de acervos extintos en las conquistas militares o recuperadas por los museos y los estudiosos. Sabemos del bibliotecario de Alejandría, de los agentes viajeros que recorrían kilómetros para hacerse de un ejemplar que llevar hasta la monumental maravilla de la Antigüedad. La autora relata cómo ese gesto de intentar abarcar el conocimiento generado en esos tiempos se convirtió en un símbolo de poder y de alusión a la posteridad. De cómo comenzaron a surgir bibliotecas en diversas ciudades. De los préstamos interbibliotecarios que podrían llevar como tiempo de retorno años o, en tragedia máxima, la pérdida de manuscritos por el hurto de esos materiales. Sí, los ladrones de libros existían ya desde los albores de la civilización.

         Vallejo también realiza un trabajo minucioso e interesante con respecto de la recuperación de la memoria de las autoras cuya memoria fue borrada de los tiempos y los anales. Esas reflexiones con respecto del papel que las mujeres tenían en las sociedades antiguas serán recurrentes y un hilo conductor a lo largo del libro. Las mujeres autoras, las que sobrevivieron al borramiento como Safo, o quienes tuvieron que dejar que un varón firmara su trabajo, reciben reconocimiento y reivindicación a partir de hacer visible su existencia y la de su obra.

         La escritura es también tema de estas páginas. A través de los siglos, la autora teje la historia de cómo la posibilidad de comunicarnos se fue transformando de las pinturas figurativas de los habitantes de las cavernas a los códigos fonético-alfabéticos que hoy utilizamos para expresarnos por escrito. Ese viaje, que hoy nos parece como algo que siempre ha estado ahí, casi de manera inmutable, implicó siglos de creatividad y proceso de ensayo-error. La aparición de códigos como los emoticones o los actuales stickers de la mensajería electrónica instantánea parecen aludir a tiempos antiguos y formar parte, al mismo tiempo, del futuro de la expresión escrita.

         Es una obra que tiene todo para ser el gran fenómeno de ventas y de lectores que es: una historia bien documentada, narrada con las herramientas de una escritora que conoce las técnicas del oficio desde la ficción, un documento que nos permite reflexionar sobre los tiempos contemporáneos al vernos reflejados en ese río de tiempo heracliteano que nunca es el mismo (la interpretación misma de lo histórico) y un asomo a cómo la autora, en primer persona, puede contar una historia que resuena conocida para todos aquellos que amamos la lectura y el objeto que lo hace posible: el libro. Un trabajo riguroso, entretenido y adictivo. No se lo pierdan.

miércoles, julio 07, 2021

Abolir la sorpresa, combatir la incertidumbre

En los últimos tiempos del aislamiento animado por esta pandemia me he dado cuenta de algo que me ha parecido, al menos, curioso. Mientras al inicio de todo el proceso, hace ya 16 meses, la situación parecía una oportunidad para realizar, desde la privacidad hogareña, actividades y proyectos que habían sido postergados por la falta de tiempo o soledad, en la actualidad parece que ese impulso se ha detenido o apagado. 
    Ya no aparecen en redes sociales los post que sermoneaban acerca de la falta de disciplina y vocación para aprender nuevos idiomas, tocar un instrumento, escribir la novela total o revolucionar la comunicación en tiempos de covid. Lo que hay ahora es una especie de resignación en donde la incertidumbre se convierte en un elemento congelador de intenciones. 
    La novedad nos asusta porque esta pandemia fue la novedad más grande, quizás, de nuestra vida. No sabemos a ciencia cierta cuándo acabará, a pesar del deseo renovado de que las vacunas permitan vislumbrar el final de toda esta falta de materialidad en nuestras diversas relaciones. Ahí, en el fondo, la aparición de nuevas variantes del invisible virus nos mantiene en estado de alerta, despojados del deseo de más sorpresas. 
    En lo particular me he sorprendido haciendo algo que, quizás, sólo me ocurre a mí. En los últimos meses he reducido la visión de series de televisión y películas nuevas y me he descubierto revisitando aquellas que ya he visto y que, la mayor parte, he disfrutado. Nada que ver con la voracidad de contenidos nuevos del inicio del aislamiento. ¿A qué se deberá esa actitud? Aventuro una respuesta. 
    Quizás, sólo quizás, en medio de este tsunami de decisiones que ha sido la gestión personal y social de la pandemia, requerimos certezas. Saber qué es lo que sigue. Cómo termina todo. Y eso, se ha transportado a productos culturales como los libros, el cine, la televisión. Brindan una especie de seguridad, reducen el margen de incertidumbre, otorgan una cierta sensación de estabilidad. Al menos es lo que puedo interpretar desde mi experiencia. He comenzado a releer libros. Probablemente es la siguiente fase de esta búsqueda inconsciente de la tranquilidad y la calma. Quizás. 

martes, julio 06, 2021

El universo bajo el cielo estrellado del desierto

 


Aristóteles y Dante descubren los secretos del universo (Planeta, 2015) es una novela que todo mundo debería leer. Pero más los adolescentes, los padres de estos y los profesores (sobre todo los de secundaria y prepa). Es una historia en apariencia simple pero que, tras la prosa sencilla y directa, esconde una gran cantidad de verdades acerca de lo que inquieta a todo el mundo en algún momento de la vida.

         Benjamín Alire Sáenz (Old Picacho, Nuevo México, 1954) construye una historia en donde la voz de los clásicos suena, de ahí el nombre de los protagonistas, pero cuyos ecos resuenan en lo contemporáneo de manera evidente. El libro aborda de manera clara el tema de la identidad, entendida ésta desde diversos frentes: la identidad cultural, la identidad sexual, la identidad generacional, el autoconcepto. Esa pregunta iniciática de la filosofía griega, ¿qué somos?, alcanza aquí dimensiones de nuevo tratado mayéutico o comedia renacentista.

         Aristóteles y Dante son dos adolescentes que viven en El Paso, Texas. Una ciudad que guarda en sí la herencia de lo mexicano desde lo histórico y hasta lo cultural contemporáneo. A uno de los chicos no le gusta identificarse con el origen mexicano de su madre, mientras el otro bulle de curiosidad acerca de lo que ocurre allende el Río Bravo.

         En pleno despertar sexual, la curiosidad los arrastra hacia una amistad que les permite explorar campos minados en una sociedad donde la intolerancia sigue siendo uno de sus elementos característicos. Besar chicas o besar chicos parece una cuestión fundamental a resolver. Uno de ellos lo hace antes que el otro, pero en aras de la amistad que han construido a lo largo de las páginas se prodigan paciencia y cariño.

         Capítulos que se leen rápidamente, diálogos vivaces que parecen triviales pero que significan cuando los vemos en el contexto de lo que ese viaje llamado vida están experimentando ambos jóvenes. Es un libro sobre la amistad, sobre lo que significa estar/saberse/definirse solo/extraño/raro; y sobre la felicidad que implica encontrar a un espíritu afín.

         Antes que cualquier cosa, Ari y Dante son amigos. De las pláticas en la alberca pública, a los actos simbólicos en la sala de un hospital, a la revelación gozosa bajo la lluvia en medio del desierto, lo que late en medio de esos dos jóvenes es un vínculo forjado en la confianza y la afinidad con respecto del otro. Afinidad que, extrañamente, se construye a partir de las visiones y comportamientos opuestos que tienen con respecto del mundo que los rodea.

         Aristóteles reflexiona siempre acerca de lo que significa ser mexicano, parecer mexicano, provenir de mexicanos en un ámbito en donde el racismo es una presencia constante y, a veces, amenazadora. El rastro de sus antepasados y de un oscuro secreto familiar le va revelando el propio ser, la posibilidad de asumirse como alguien que cuya identidad está más allá del adolescente amargado que siempre ha sido. Dante, por su lado, experimenta el mundo de manera extrovertida, imprudente y en búsqueda de nuevos desafíos o descubrimientos; vive menos angustiado que su amigo, pero no desprovisto de dudas y necesidad de respuestas.

         Es una novela, también, sobre la manera en cómo la comunicación entre padres e hijos es una obra arquitectónica cuya construcción no siempre es fácil. La relación de Ari con su padre es problemática porque los silencios siempre terminan invadiéndolos. El progenitor, veterano de la guerra de Vietnam, carga sus propios fantasmas, mismos que no se anima a compartir con su hijo. Pero, cuando ocurre, la vida tiende a ser menos complicada, menos apabullante.

         De más está decir que se las recomiendo ampliamente. Y que agradezco que mis estudiantes me hayan acercado a la lectura de esta propuesta; quizás no hubiera llegado a ésta de ninguna otra forma.

miércoles, junio 30, 2021

Mariposas amarillas, unicornios azules, hombres con colas de puerco y otras bestias fantásticas

 

Michi Strausfeld (Recklinghausen, Alemania, 1945) es una editora y estudiosa de la literatura latinoamericana, reconocida en múltiples países como una de las principales impulsoras de las obras de varios de los escritores de la región y de la traducción de las mismas. Como editora, además, apoyó la publicación en alemán, a través de la casa Suhrkamp/Insel, de las obras más representativas del boom latinoamericano y de algunos autores posteriores a ese seísmo dentro de las letras del subcontinente.

         En Mariposas amarillas y los señores dictadores. América Latina narra su historia (Debate, 2021) se propone una tarea con la que más de uno de quienes estudiamos a América Latina hemos fantaseado: la idea de contar la historia de la región a través de la literatura de la misma. Y Strausfeld consigue una obra entretenida, informada y sintética que logra, sobre todo para el lector europeo, dar un panorama de lo que es el objeto de estudio que denominamos a partir de esa delimitación que la Francia napoléonica estableció para los países americanos que no pertenecían al ámbito anglosajón.

         La autora comienza su periplo histórico-literario con la Conquista europea y los caballeros (anacrónicamente) medievales que consiguieron tal hazaña. Es sobresaliente la nómina de obras y autores que menciona como referentes de ese acto inaugural del Nuevo Mundo, así como los tratamientos que sobre el tema se han hecho. La estructura del libro es coherente y se constituye por un somero recuento histórico, descriptivo y general, que no subvierte los relatos hegemónicos acerca de los procesos vividos en nuestros países; después recupera la nómina de algunas obras literarias que han abordado cada uno de los periodos históricos en particular; y, como entremeses a cada una de esos recuentos, la crónica sobre el encuentro de la autora con los nombres de los autores cuyas obras describe (García Márquez, Cortázar, Isabel Allende, Elena Poniatowska, Paz, entre otros).

         Es un libro muy amable con el lector, con un tono accesible para quien se acerca sin la pretensión del especialista a este tipo de temas, bullente de anécdotas personales y pequeñas historias que dibujan el carácter de aquellos autores incluidos en la memoria y aprecio de la autora. Es interesante, por ejemplo, descubrir la valoración y la interpretación de Isabel Allende, a quien considera mucho más que una imitadora del estilo de García Márquez y que anima, sinceramente, a la revaloración de la obra de la chilena, más allá de su biografía y de lo que la crítica ha afirmado sobre varios de sus libros.

         Se nota en el libro un trabajo que fue fraguado durante toda una vida, que no es producto de una ocurrencia o de un proyecto necesario de presentar a la editorial para salvar el año en términos de producción literaria. Los textos en los cuales se basa Strausfeld reflejan una tarea consciente y consistente a lo largo de su vida. Además de una pasión que se refleja en los párrafos que entrega, quizás, como legado de esa vida de estudio y simpatía por los temas latinoamericanos.

         De manera personal, lo más rescatable del texto es el acercamiento a una bibliografía básica acerca de la literatura brasileña, esa manifestación desconocida por la mayoría de los lectores hispanohablantes, pero que tiene una vitalidad y una importancia fundamental para la construcción de la idea de lo latinoamericano desde fuera. Y, otro de los aciertos, es la inclusión de una bibliografía extensa que debería ser de referencia para cualquier persona que se interesa por América Latina como objeto de estudio; en esa lista de fuentes consultadas y referidas hay un curso completo de literatura latinoamericana que implica una dedicación de varios años para cubrirlo, pero que se adivina fascinante.

         Algo que podríamos anotar como desventaja del volumen es ajeno a los objetivos y posibilidades humanas de la autora: por un lado, la parcialidad con respecto del corpus elegido, en donde los títulos que tienen traducciones al alemán son los que predominan, y en donde la literatura del boom no deja de ser un fantasma omnipresente;  por otro, la falta de referentes contemporáneos con respecto de lo producido en nuestros días en los diversos países latinoamericanos, más allá de la nómina de representados por las diversas agencias literarias y los apadrinados por algún tótem cultural, la muestra de lo que hoy representa lo latinoamericano desde América Latina es incompleta. No hay mención alguna, por ejemplo, de las manifestaciones que la fantasía en sus diversas facetas (medieval, ciencia ficción, imaginación) tienen en la actualidad o de la manera en como los subgéneros (más allá de la literatura negra, de la cual los alemanes son voraces consumidores) están modificando el mapa de referencia del canon de lo que se lee desde el interior del propio continente. Esto último se debe, quizás, a la deriva realista-histórica que pretende el volumen (aunque la presencia tremenda de Borges lo cuestione).

         En conclusión, es un excelente libro que permite asomarnos al canon que la tradición europea (eso que se sigue llamando “literatura universal”) ha construido para entender y asomarse a los países latinoamericanos; es una visión sintética, práctica y útil de los procesos más representativos de la historia de nuestro continente; y, en última instancia, es una obra que no permitirá al lector abandonar su lectura, merced la experiencia que la autora ha vertido como editora de muchos éxitos de ventas en su propio país.

viernes, junio 11, 2021

Lo simultáneo y lo imposible

 



El principio de incertidumbre plantea, según una analogía para legos como yo, la imposibilidad de establecer la posición y dirección de una partícula cuántica en un momento determinado, entre otras cosas porque para poder “verla” se requiere de un fotón, lo cual modificaría los elementos que se intentan establecer con respecto de la partícula, generalmente un electrón. También leí en algún lado que esa incertidumbre abría asimismo la posibilidad de que se pudiera detectar la misma partícula en dos lugares simultáneos, una de las premisas para pensar en la idea de los universos paralelos, por ejemplo.

         Es a partir de imágenes y de conceptos como estos que Cecilia Magaña (Ciudad de México, 1978) construye una compleja trama en donde la incertidumbre muda de forma cuántica a cuestión metafísica. Principio de incertidumbre (Paraíso Perdido, 2020) narra la historia de Marta, una mujer que busca los motivos y las causas por las cuales su hermano Ulises se suicidó ahogándose en una alberca.

         A través de diarios, transcripciones de entrevistas, monólogos internos y un narrador omnisciente pendular, nos enteramos de la vida, en apariencia sin perspectivas positivas, del otrora estudiante de Física. Una serie de personajes bien delineados por la autora desfilan ante nuestros ojos otorgando elementos para desentrañar el misterio que envuelve la muerte de ese hermano que se adivina cercano pero que no lo es del todo.

         El misterio es una de las cuestiones presentes a lo largo del libro. Además de las proposiciones disparatadas que echan a andar la trama. Un experimento científico que implica necrofilia y universos paralelos, sumado a un embarazo posible en el trance es, además de inquietante, la pieza del rompecabezas que pone a girar la mente de Marta con respecto de los motivos que llevaron a su hermano a quitarse la vida.

         Escuchamos voces, leemos las notas del diario del muerto, atestiguamos el encuentro de Marta con aquellos que sospecha saben más de lo que aparentan. Y el lector lo llega a creer también. El título de la novela es exacto. Cada uno de los entrevistados da su versión, pone su mirada sobre los hechos que involucran a ese grupo “raro” de estudiantes entre los cuales está su hermano, una femme fatale y un oportunista que siempre busca sacar provecho de sus acciones y sus omisiones. Esa mirada modifica por completo la historia, la versión que Marta construye sobre el hecho. La misma mirada de Marta sobre los cuadernos, las personas, los cuerpos de los otros involucrados modifica también la historia.

         Y, de manera simultánea, la mirada del lector hace posible esa alegoría con respecto del principio físico: ¿es “real”, “cierta”, “verdadera” la versión que Marta cree estar construyendo? ¿O es sólo una forma de intentar darle sentido al dolor que implica la pérdida del hermano? ¿O acaso un pretexto para acercarse a las tentaciones eróticas, las posibilidades emanadas de su proceso de investigación? Nada hay verdadero, nada hay real. La propuesta del experimento necrofílico es igual de disparatada que buscar una explicación que satisfaga todas las dudas.

         Magaña ha creado una obra rica en mecanismos narrativos, en donde se nota una técnica depurada y una serie de instrumentos que hacen de esta narración algo completamente fuera de lo típico. Hay ecos de Bioy Casares, de Piglia, de Pablo de Santis. Una historia fantástica que genera la incertidumbre sobre su naturaleza: ¿dónde y cuándo ocurre? ¿Es posible saberlo? ¿Queremos saberlo?

viernes, mayo 28, 2021

El punk no tiene la culpa de lo que pasa aquí

 


¿Quién se imaginaría que esos jóvenes de ropas lustrosas y cabellos erizados contra el cielo terminarían escribiendo lemas comerciales para publicidad o buscando la manera de tener un trabajo fijo y con horarios? El punk envejeció al igual que sus representantes más rabiosos, más atascados, más violentos. O quizás no, quizás el punk no puede morir porque va más allá de la apariencia o de las reglas que valían para un mundo que ya no existe. Quizá revive en espíritu de los adolescentes que no se identifican con el reguetón, pero sí con pintarle dedo a la autoridad, a los maestros, a los carteles de los políticos. Misterio.

         En Tratado de ortografía. Una novela sobre el rock radical vasco (Resonancia, 2021), Patxi Iruruzun (Pamplona, 1969) relata la historia de uno de esos duros que entre vómitos, escupitajos y olor a rebeldía hicieron temblar las convenciones sociales en la época de la apertura española posterior a la caída de la dictadura franquista. El subtítulo es una trampa, si el lector busca alguna biografía o crónica sobre los grupos asociados a esa delimitación musical quizás sea defraudado. La sombra de Kortatu, de Negu Gorriak y otros básicos aparece de manera difuminada a lo largo de las páginas, sin ser el motivo principal de la historia contada.

         La trama aborda la vida del vocalista de Los Tampones, gloria del rock radical vasco, que en los días que corren sortea la depresión que viene junto a su reciente viudez de una chica de ensueño, Maider, con quien ha procreado a dos hijos: Silvio (por el cubano, aunque después lo niegue) y Janis (por la bruja cósmica), a quienes tiene que encaminar por la vida sin saber muy bien cómo hacerlo.

         En ese intento de comprensión acerca de la mejor manera de llevar a cabo su paternidad responsable, el narrador protagonista nos cuenta la historia de su grupo de punk, las causas de su celebridad, la manera en cómo conoció a su pareja fallecida, su formación como escritor de novelas históricas de público limitado. Todas las anécdotas aparecen como entradas en un diario que va de noviembre de 2018 a mayo de 2019, por lo que referencias a cuestiones cotidianas como la interacción en redes sociales y la precariedad alcanzada socialmente por el avance del capitalismo son parte del contexto en que se desarrolla la novela.

         Se agradece mucho el humor que desprende la descripción de diversas escenas cotidianas (como la obsesión por el cuerpo de algunos runners) o la manera en cómo se ha modificado el uso del tiempo libre por las nuevas generaciones. No es un libro tiranetas, sino una ventana que comparte con el lector su incomprensión del tiempo que ya no reconoce como propio. De ahí los cuestionamientos con respecto de temas como el éxito, la trascendencia o la misma paternidad.

No hay perfección ni receta, parece decir Irurzun a través de su personaje. La aparición de una guerrilla ortográfica que se dedica a corregir letreros de anuncios en la vía pública, una fantasía compartida por más de uno, se convierte en la posibilidad de acercamiento a los antiguos compañeros de aventuras musicales. La organización de un concierto para recaudar fondos a fin de mejorar las condiciones del colegio al que acuden sus hijos se convierte en el pretexto para la evocación de nuevas escenas del pasado. También es el motivo para una de las escenas más previsibles de la historia, pero no por eso menos entrañable, hacia el clímax y desenlace del relato.

Es un libro entretenido, crítico, que mira con ojos frescos y con cierto cinismo la sociedad que habitamos y la manera en cómo los principios que en algún momento defendimos envejecen de maneras diversas. A veces para convertirse en convicciones de vida y de dignidad ante un sistema que, parece, no cambia en su voracidad y ambición. Déjenlo sonar.

jueves, mayo 13, 2021

Gabo, maestro de la cumbia

 



En el artículo final del curso que doy en la universidad un estudiante mencionó un ejemplo de cómo la ficción que “interviene” la realidad (uno de nuestros tópicos recurrentes, sobre todo en el último módulo). No se sabe a ciencia cierta cuántos fueron los muertos de la represión del gobierno colombiano hacia los obreros agrícolas durante las huelgas bananeras de principios del siglo XX, pero se comenzó a dar por cierta la cifra que Gabriel García Márquez menciona en Cien años de soledad. De hecho, una de las características más recurrentes del Nobel colombiano fue, precisamente, ese proceso pendular entre ficción, fantasía y realidad que caracteriza su obra. Un proceso complejo que no se puede etiquetar y guardar en las vitrinas del canon si sólo se reduce a la idea del realismo mágico. 

         Gabo: la magia de lo real (España, Justin Webster, 2015) es un documental que aborda la biografía de García Márquez desde una mirada admirativa, pero que queda justificada al hurgar un poco en los testimonios y el relato que ofrece. Sobresale, por ejemplo, el contraste entre las situaciones particulares de éste y sus coetáneos del Boom, en particular Vargas Llosa y Fuentes, con respecto de la vida de los primeros años; García Márquez entre la pobreza, la orfandad relativa y la vida de la provincia rural y los otros dos en las misiones diplomáticas de los padres o el goce de la vida de clase media en sus países de origen. Porque, finalmente, ese es uno de los grandes misterios a develar: cómo un chiquillo pobre criado por la abuela en el ambiente selvático del Río Magdalena pudo remontar las alturas hasta llegar a ese momento, que también parece mágico realista, de recibir el Premio Nobel en 1982.

         “Lo de escribir es un hobbie, en realidad yo soy maestro de cumbia”, le dice a la reina de Suecia cuando ésta expresa su asombro y fascinación por la rumba que acompañó al proceso de recepción del premio. Frases de esas, anécdotas que conducen a la incredulidad o a la sonrisa se muestran de manera pródiga en el largometraje. Vemos desfilar a personajes familiares, a amigos cercanísimos del periodismo y la literatura, a escritores contemporáneos, al principal biógrafo del autor quien introduce la duda a ciertos episodios y revela lo que su trabajo de vida le ha deparado. Vemos su paso por diversos países, sus primeros pininos en Colombia, su juventud en París como corresponsal, su llegada a México.

         Gabo comparte con Fernando Vallejo la historia de exilio que los hace abandonar su patria merced la violencia y la virulencia política. Uno de los aspectos poco explorados en otros recuentos biográficos encuentra aquí un terreno fértil: la relación estrecha con Fidel Castro y su cercanía con la Revolución Cubana (una forma de ayudar a sus congéneres escritores y artistas, varios de ellos perseguidos por el régimen castrista, según algunas de las versiones presentadas), el testimonio del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán a unos metros del hotel en el que sobrevivía en Bogotá y la huida que emprendió cuando el gobierno de derechas de su país amenazó con encarcelarlo por apoyar, según su juicio, a la subversión guerrillera.

         Y, en medio de todo eso, las historias de inspiración que echaron a andar la escritura de libros como El coronel no tiene quien le escriba, relacionado con sus propias penurias económicas en Europa; El amor en los tiempos del cólera, una historia con final feliz (decía de manera juguetona: “Voy a poner de moda los finales felices”) que refleja la historia de sus propios padres; Crónica de una muerte anunciada, como la historia verdadera de la tragedia de uno de sus amigos de la juventud; Noticia de un secuestro, su aportación a la crónica periodística que aborda los años terribles de dominio del narco en su país.

         Es un documento que, sin ser magistral, revela diversos aspectos que para los neófitos o los enterados a medias serán sorpresivos. Es una muestra también de que la poética de García Márquez (esa que ha sobrevivido tantos parricidios) no es sino el reflejo de lo que fue su propia vida. Está en Netflix.

lunes, mayo 10, 2021

I am your mother

 


La madre conduce por la avenida como si de un campeonato automovilístico se tratara. Los años detrás de ese volante le han hecho un piloto consumado. Gira el volante con la misma pericia con que lo haría el taxista más experimentado de la ciudad. Mira hacia el frente, mira los espejos, atenta al semáforo, una (otra) madre casi niña con dos hijos anudados a sus faldas y uno más en brazos alcanza a cruzar la calle antes de que la fatídica luz verde anuncie el arranque masivo de rugidos y revoluciones.

            —Irresponsable —murmura la madre entre dientes. La niña-madre alcanza el refugio de la otra acera y entonces la madre-piloto acelera hasta el fondo. El asfalto es como un río hirviendo, como la lava de un volcán que se derrumba apenas la Tracker pasa sobre el torrente. La rabia se le acumula en la garganta, serpentea por su estómago, intenta escaparse por sus ojos enrojecidos entre el smog y los antidepresivos que tiene que tomar desde hace cuatro meses.

            En el asiento trasero un niño manipula los controles de un videojuego portátil. Parece muy concentrado en las imágenes estroboscópicas que la pequeña pantalla refleja en sus pupilas. De vez en cuando se retuerce en su asiento, agita el pequeño artefacto y lanza una maldición que se pierde entre los ruidos de vendedores ambulantes, cláxones y la voz furiosa que le susurra al oído y que nadie más puede oír.

            La madre mira por el retrovisor. Mira a su pequeño abstraído por completo en su planeta de controles, palancas y ruidos bélicos. Se pregunta en qué momento dejó de hablar con su hijo. En qué desgraciado instante, ese pequeño le había dejado de preguntar cosas acerca de las imágenes que, como un gigantesco rotoscopio, se sucedían a través de la ventana. Ahora le resulta casi imposible acercarse a él. La televisión es su aliada y su enemiga. Los juegos de video su némesis. La madre se da cuenta, de improviso, que está pensando con las voces de un libro de sociología y sonríe por la broma que se ha hecho a sí misma. Las clases. Ésas que tuvo que abandonar cuando decidió casarse. Vivir junto y para siempre con uno de los empresarios más importantes de la ciudad. Abandonar la escuela, retrasar sus sueños profesionales, renunciar a una vida de aventuras. Abandonar también significó abandonarse, piensa sobre sí en tercera persona. El teléfono celular suena. Repiquetea con insistencia. Ve en la pantalla el nombre de su marido y con un gesto de fastidio decide no contestar. El ruido, que es un grito de exigencia, se extiende más allá del tiempo y, de repente, como un ladrón arrepentido o un asesino con cargo de conciencia, se deja de escuchar. La madre vuelve a mirar por el retrovisor. El hijo sigue perdido en su juego.

            Siente la tentación de prender un cigarrillo. De zafar de un tirón el encendedor de la camioneta y lanzar una línea de humo blanco y espeso por la ventanilla. Se contiene. Sabe que al padre no le gusta que sus hijos los vean fumar, beber, reír. Todo se ha reducido a la emisión de un ejemplo que tiene que darse en la experiencia. No tendremos argumentos para reclamarles cualquier vicio que se les ocurra tomar, cualquier día, si nos ven hacerlo a nosotros todo el tiempo. La voz del padre suena desde el fondo de un tonel vacío. Como la voz de Darth Vader, piensa la madre, que en un arranque de nostalgia e intento de recuperación de las emociones que había enterrado en el pasado había decidido acostarse a ver con su hijo, no éste autista de videojuegos, sino el otro de novelas de aventuras y documentales del National Geographic, la trilogía de Star Wars. La voz de Vader sonaba terrorífica en el sistema de sonido que el padre había tenido a bien adquirir en uno de sus múltiples viajes a Houston. Recordó con claridad el momento de revelación que la había sacudido en su asiento, muchos años atrás y cuando ni siquiera preveía la posibilidad de ser madre (“Creo que hasta era virgen”, dice la madre en voz alta, mientras esquiva al enésimo colectivo que se atraviesa en su camino), el momento cumbre de The Empire Strikes Back; un Luke Skywalker con una mano aferrándose a un barandal y la otra yéndose al fondo del reactor de la Estrella de la muerte: Luke, I'm your father. Recuerda que en ese momento volteó a ver a su hijo, a descifrar la reacción en su rostro, pero no pudo ver nada. El pequeño se había quedado dormido quién sabe desde qué escena. Sintió una rabia irracional, como si todo el esfuerzo que había hecho para que su hijo descubriera junto a ella los misterios de la pérdida, la resistencia, el triunfo del bien, hubieran sido en vano. Miró la cara completamente vencida sobre uno de los hombros del pequeño sabelotodo y sintió el impulso de poner sobre ese rostro angelical la almohada que estaba a un lado de su cuerpo flaco y huesudo. Se imaginó presionando con todo el peso de su cuerpo mientras trataba de dominar los últimos estertores de la muerte. Le dio un escalofrío pensar en una cosa así. Miró el pecho de su hijo subir y bajar al ritmo de su respiración y creyó que estaba realmente a unos pasos del abismo de la locura.

            Los cláxones resuenan en los oídos del hijo que levanta el rostro y mira a su madre inmóvil con la vista puesta en un punto indeterminado. Los pitidos de los automóviles consiguen hacerla regresar a la realidad. El motor de ocho cilindros se hace notar bajo ese cofre negro castigado por el sol que ya comienza a asomarse por en medio de los rascacielos que se alinean a uno y otro lado de la calle. El hijo regresa a su videojuego pero su mente está en otro lado. En esa voz que escucha dentro de su cabeza y que le pide matar a su madre. No sabe como acallarla, por lo que la escucha con atención. Sería fácil, un disparo en la cabeza y la maldita se muere de inmediato. Lo sabe, es lo más fácil, lo más visto. Pero no sabe dónde conseguir una pistola. Una de verdad. Una que mate de a de veras. Con un cuchillo, cuando esté dormida, vas y le cortas el cuello. La sangre correrá hasta que se muera. Un cuchillo, sí. Comienza a contestarle a la voz. Pero entonces ella sabrá que yo la he matado. Es posible que se salve y entonces ella me matará a mí. Si se muere, regresará como zombie para comerme el cerebro cuando esté durmiendo. GAME OVER. La pantalla parpadea. El hijo sabe que ha perdido porque no está concentrado. La voz le vuelve a susurrar en el oído. Aplícale una Mano de la Muerte. Como en el videojuego. Una oleada de energía que le arranque la cabeza con todo y cuello. Que sea un Vértigo de fuego. Que se queme de una sola vez y su ceniza se esparza con el viento. El hijo sonríe. Sabe que los trucos de los videojuegos sólo funcionan en los videojuegos. No puede olvidar todas las humillaciones que le ha hecho pasar. Las comparaciones interminables con su hermano. Los gritos a diario porque la escuela es algo que, francamente, no le interesa. Mandarlo con el psicólogo fue la cosa más horrible que pudieron haberle hecho. Un imbécil preguntándole acerca de si quería a sus papis. Así le dijo, “sus papis”. ¿Qué quería el menso ése que le contestara? Que su madre es una loca sin remedio que la mitad del día se la pasa durmiendo y la otra mitad drogada. Que su padre es el único que le cae bien, precisamente porque parece que no existe. Que ojalá su madre fuera como el papá que no se mete con él, ni le pide que se peine o que se limpie los zapatos enfrente de la gente. Claro que cuando estuvo frente al psicólogo fingió con el candor que los adultos creen que los niños tienen. Quiero a mis papás igual. A mi papi porque me compra lo que le pido los domingos y a mi mami porque me lleva todos los días a la escuela. Le hubiese gustado hacerle al doctor ése lo mismo que le hizo al gato de su madre. Aún hay noches en que lo escucha maullar al pie de su ventana. Sabe que se mueve como una serpiente alada por entre los árboles, hasta llegar al descanso de la ventana de su cuarto. Y entonces el gato fantasma, chamuscado, se pone a maullar para recordarle que está ahí, que no lo ha olvidado, que cuando sea el tiempo vendrá por él. En la casa fue un escándalo, la madre buscó por todos lados al asqueroso peludo, y como no lo encontró anduvo de un humor de los mil demonios. Tendría que buscar en el parque. O en las tripas del perro de la esquina. O en el descanso de la ventana del cuarto del hijo...

( e n f r e n ó n)

La camioneta emite un ruido chillón cuando las llantas se tienen que amarrar violentamente al pavimento. El claxon de la camioneta retumba en el aire poniendo a todos sobre alerta. Imbécil, fíjate por dónde caminas. La madre increpa a un joven que atraviesa la calle y, repentinamente, se ha puesto frente a la camioneta sin previo aviso. El hijo observa como el joven le hace una seña a su madre. Tenía que ser vieja, culera. El insulto atraviesa el grueso vidrio blindado y alcanza los oídos del hijo. Éste sonríe. No sabe cuánto daría porque el tipo comenzara a apedrear el vehículo o sacara un arma y despachara a su madre hacia otro mundo.  Como en el Hitman. Llegar corriendo, romper las ventanas de la camioneta y vaciarle la pistola en su cuerpo cansado y decadente.

            La madre mira por el retrovisor. Le dice al hijo que no se asuste, que fue sólo un menso que no se fijó al atravesar la calle. El hijo no contesta y finge estar concentrado en su videojuego. La madre respira y toma un trago de agua de una botellita que siempre trae en la guantera de la camioneta. Se toma una pastilla. El dolor de cabeza se hace cada vez más insoportable. En el alto, la madre se toma las sienes con las dos manos y presiona hasta que comienza a dolerle la presión de verdad. Entonces afloja. Justo a tiempo, el tráfico comienza a avanzar lenta pero continuamente. Suena el teléfono. Otra vez su marido. Contesta. El padre le pregunta si su hijo ya está en el colegio. Para allá vamos, responde ella. ¿Apenas van?, pero si es tardísimo; no vas a llegar. Es lo mismo todos los días. Siempre parece que la madre no llegará con su precioso cargamento hasta su destino. Y todas las mañanas cumple para después desayunar con alguna amiga y conversar acerca de cosas que olvida hacia la mitad del día. Después se mete a ver una película en cualquier cine. Le gustan las salas solitarias. Últimamente se ha dado cuenta que no le importa la película que estén proyectando. Lo que la anima a entrar es la soledad y el olor a desinfectante fresco. Algunas veces ni siquiera puede recordar los títulos de cintas, mucho menos las tramas. Pero no encuentra nada mejor que hacer. Intentó tomar algunas clases en la universidad. Terminar su carrera. Pero su marido fue terminante: estaba de acuerdo, siempre y cuando se siguiera haciendo cargo de la educación de sus hijos. El padre siempre hablaba así: sus hijos. Como si ella no hubiera tenido nada que ver en el proceso. A veces odiaba a su marido y la rutina de mierda en que la había sumergido. Odiaba a sus hijos. Sin embargo, nunca lo decía. No podía confesar ante otros que una de las cosas que más desearía en el mundo era poder echar el tiempo atrás y volver a ser la hija despreocupada que siempre había sido. Se imaginó estudiando periodismo. Viajando por países lejanos. Fotógrafa de guerra. Estar cerca de las balas, del peligro. Enfrentar a la muerte con la misma pasión y sacrificio con los que enfrentaba la vida. No pudo reprimir un estornudo y un escurrimiento de moco comenzó a desconcentrarla. Le pidió a su hijo que le pasara un pañuelo higiénico. El hijo se lo acercó de mala gana. Ella se limpió la nariz. No sabía por qué, pero nunca había podido reprimir ver sus propias excreciones. No podía dejar de ver todo aquello que salía de su cuerpo. Las manchas de la menstruación en las toallas sanitarias, los restos de excremento en el papel higiénico, la comida arrancada de la comisura de los labios en las servilletas. Fue por eso que pudo ver la sangre que salió junto con su estornudo. También sintió como se le había roto algo dentro de la nariz. La sensación de algo caliente que resbalaba por sus fosas nasales la urgieron a respirar por la boca y echar la cabeza hacia atrás. Un camión repartidor pasó a su lado peligrosamente cerca. Sintió el sabor a óxido en la garganta.  Puso la vista al frente para poner atención a la calle y los autos que circulaban en ella. Le pidió al hijo que le pasara más pañuelos estirando la mano.

            Cuando el hijo vio la mano manchada en algunos de sus dedos con una sangre que se secaba rápidamente sintió curiosidad por saber si lo que pensaba se traducía en hechos. Le alcanzó a la madre la caja completa de pañuelos. Un pañuelo envenenado no dejaría huellas, un veneno que le llegara al corazón y lo volviera de piedra. El hijo se asomó entre los dos asientos del frente y miró cómo su madre trataba de detener la hemorragia que comenzaba a ser insoportablemente incómoda. El hijo vio cómo iban cayendo uno a uno los pañuelos manchados de un púrpura que erizaba los vellos de los antebrazos. Probablemente se está muriendo de a poquito, alcanzó a pensar. La madre se dejó un pedazo de pañuelo en las fosas como si fuese un tapón. Al hijo le pareció grotesco. No devolvió la vista durante un rato a su videojuego y se quedó viendo a su madre que con ese tapón empapado en sangre parecía uno de los mutantes a los que destruía en la pantalla de cristal. La madre lo vio asomando su cabeza entre los dos asientos y lo creyó preocupado por lo que le estaba pasando.

            —No te preocupes, no es nada. Mira, ya llegamos a tu escuela. A tiempo.

            —Oye, mamá. ¿No podría faltar hoy a la escuela y pasar el día contigo?

            La madre lo miró por un momento. Nunca le había pedido algo así. Era probable que resultara una buena experiencia. Después se acordó del padre.

            —No, mi amor. A tu padre no le gustará saber que faltas a la escuela.

            —Pero papá no está aquí. Podríamos guardar el secreto e irnos a ver una película.

            Una película. La madre se imaginó sentada junto al hijo en una función de matinée en un cine desierto. Recordó al padre.

            —No. Tienes que ir a la escuela. Además ya estamos aquí. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

            —¿Por qué tengo que estar en la escuela, mamá?

            —Porque sí.

            —Pero por qué sí. Nadie puede obligarme.

            La madre sonrió. La pequeña bestia se estaba rebelando. Ese niño estaba haciendo lo que ella jamás se atrevería a hacer.

            —Claro que puedo obligarte. Es más, te ordeno que entres ya. Tu maestra está esperando en la puerta.

            —¿Y quién eres tú para ordenarme?

            La madre puso cara de circunstancia.

            —Lucas, porque I am your mother.

            Después comenzó a reír frente al hijo de una forma que no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo. El hijo la miró durante un instante y después sólo le dio un beso en la mejilla.

            —Te quiero mucho, mami.

            —Yo también, hijo. Anda, entra a clases, al rato te llevo al cine.

La madre ve alejarse al pequeño, lo mira subir las escaleras de la entrada frontal de la escuela. De repente el hijo se detiene. Mira a la madre. Comienza a escuchar la voz. Pero claro, cómo no lo habías pensado antes. La Lluvia Mortal de Meteoritos. Sólo una cosa como ésa podría destruir al monstruo. En ese momento el cielo se oscurece y se puede ver la trayectoria perfecta de una roca encendida que atraviesa el cielo hasta caer justo sobre la camioneta. La aplasta por completo. El vehículo explota y miles de sus partes son arrojadas por todos lados. El fuego consume poco a poco la camioneta. Lluvia Mortal de Meteoritos. Entre los hierros retorcidos, el hijo mira la cara descompuesta de la madre y el tapón que a pesar del impacto no se ha salido de la nariz. Escucha la voz de la maestra a su espalda.

            —Entra, que vamos a cerrar.

         El hijo echa una última ojeada al desastre. Una ráfaga de viento lo despeina. Traspasa el umbral y se pierde en un laberinto de pasillos.



* Este cuento se encuentra incluido en Raza de víctimas (Vozed, 2010). 

miércoles, mayo 05, 2021

Valiente en tu casa y en cualquier lugar

 


Es interesante pensar en la asimetría que rodea el tratamiento literario de la ascendencia. Mientras la figura del padre domina muchas de las obras reconocidas como significativas y señeras en el canon (nomás pensemos en Kafka o en Rulfo), la figura de la madre siempre es relegada a segundos o terceros términos. No afirmo que no se trate, ahí están los realistas rusos elaborando sus relatos acerca de las madres como faro de comportamiento y superyó omnipresente; lo que intento decir es que la figura del padre adquiere siempre una relevancia mayor en las poéticas de muchos escritores. Incluso el padre ausente conforma un arquetipo que en literaturas como la latinoamericana tiene un lugar privilegiado en términos de representación.

         Es por eso que me llama la atención la manera en cómo en años recientes se ha abordado la figura de la madre como una preocupación que permite reflexionar sobre su configuración y, al mismo tiempo, cuestionar los estereotipos que alrededor de la maternidad y sus virtudes se han tejido. Los maridos de mi madre de Joel Flores y La reina está muerta de Ira Franco son ejemplos de lo que menciono. Un nuevo texto se añade a este abordaje.

         Esto no es una canción de amor (Paraíso Perdido, 2020) aborda una historia cuyos temas son variados y que intentaré describir brevemente, pero es claro que uno de sus ejes es la relación materno filial entre la narradora protagonista y su madre. Hay una amorosa relación de cómo los prejuicios propios de la adolescencia ceden ante el gozo de la cercanía, la convivencia y la autenticidad de la progenitora. Romina, el personaje principal, cuenta los viajes que emprendían juntas a través de la carretera hacia destinos de descanso, descanso sobre todo del mundo masculino representado por el padre y el resto de los hermanos, todos varones. Ante la necesidad de hablar en una reunión familiar en honor a la madre recientemente muerta, Romina realiza un corte de caja en el cual reconoce el maravilloso ser humano que su madre fue, más allá de todos los defectos que su propia humanidad le impuso.

         Abril Posas (Guadalajara, 1982) construye una historia sobre sororidad y feminismo. Un feminismo que no se plantea en términos doctrinarios sino a través de las acciones que conforman la trama: la mejor amiga cuyo talento es despreciado y explotado por una estructura que no concibe el cuestionamiento de sus propios y caducos estándares machistas; la chica que, cuando parece ceder a las expectativas del amor romántico tipo chick flick, elige la presencia y la compañía de aquella aliada que siempre está presente en los momentos necesarios; la batalla campal en un concierto de punk en donde los rockers machines se sienten desplazados y reaccionan de la manera tradicional: a través de la violencia; la figura de la madre como alguien que guio de manera despreocupada las acciones de la hija, en búsqueda, quizás sin saberlo, de que ésta fuera autosuficiente.

         Hay música. Mucha música. Música noventera, tracks de bandas y solistas que cargaban sobre sí el adjetivo de alternativas, música patrimonio de unos cuantos guardianes del secreto que se reconocían a partir de detalles difíciles de pasar por alto, afinidades electivas como las que unen a Los Incómodos, la banda de covers que entona esas canciones como himno de guerra y posibilidad de reafirmar la identidad. Pero también está Daniela Romo, Dulce y las baladistas que desde el hit parade de Siempre en domingo construyeron de manera consistente la educación sentimental de las mexicanas adictas al azote romántico. No hay un juicio de valor sobre la “calidad” de la música, sino el reconocimiento de la tolerancia y comprensión de la circunstancia de cada persona como el único motivo de empatía y reconocimiento de la otredad.

         La cultura pop es una parte importante en la serie de códigos a descifrar dentro de esta novela. La televisión y las referencias a diversas series se convierten en guiños que buscan complicidad en aquellos que reconocen la coetaneidad de esperar una hora y día específicos para seguir las aventuras de los personajes que nos divertían o nos emocionaban. Y la primera persona es adrede, porque hay en esta obra una especie de narración generacional que nos habla directamente a quienes nos reconocemos similares a Romina.

         El relevo generacional, que se manifiesta como violento choque, aparece también en forma de contacto digital, susceptibilidad border y manejo de códigos que, al menos a mí, me parecieron ajenos. La protagonista lidia con las consecuencias de compartir el espacio de trabajo y el mundo con aquellos que con preocupaciones distintas y perspectivas diversas reclaman su lugar en el mundo y su derecho a ser. La apropiación de facto de todo lo novedoso.  

         Esto no es una canción de amor es, en conclusión, una obra en donde las otredades se reconocen como cuestiones cercanas y en donde la reflexión acerca de nuestra identidad, gustos y elecciones vitales no dejará indiferente al lector.

domingo, abril 25, 2021

El entramado irrompible entre escritura y vida

 



Conocí a Camila Sosa Villada (La Falda, Argentina, 1982) en 2020, a través de la ceremonia que la FIL Guadalajara hizo para entregarle el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Había escuchado su nombre, pero nunca había tenido la curiosidad por acercarme a su obra. Después de atestiguar la enorme carga emotiva que tuvo la ceremonia (no obstante el formato de videoconferencia) y los conceptos que vertió en sus discurso/lectura de agradecimiento, me prometí conseguir alguno de sus libros. Pasaron los meses sin que tal cosa ocurriera hasta que uno de mis estudiantes de la materia de Identidad y Literatura trajo a la clase uno de sus libros: El viaje inútil. Trans/escritura (Córdoba, DocumentA/Escénicas, 2018). Fue la señal definitiva.

         El viaje inútil es un texto autobiográfico en donde la escritora cordobesa desnuda la historia detrás de su propia identidad. Una identidad cuyos vértices de construcción confluyen en dos aspectos: reconocerse como escritora y como mujer trans. Es un texto sencillo, duro en términos de los recuerdos que evoca y comparte, pero lleno de una ternura que se desprende tanto del significado que Sosa Villada hace de cada una de las escenas descritas, como de la manera en que esa escritura permite al lector, sobre todo si es un lector que escribe, reflexionar acerca de su propio proceso creativo.

         No es una autobiografía complaciente o donde la victimización se convierta en el tono principal. Es una mirada crítica a la manera en cómo los obstáculos no tienen que ver sólo con los clichés asociados a la tarea creativa (la parte del “bloqueo de escritura” es en suma interesante, por ejemplo), sino también con cosas como el hecho incuestionable de cómo la situación socioeconómica y de capital cultural desde donde se parte influye en las oportunidades que el creador tiene para sobresalir en un ambiente tan transitado, anhelado y, en ocasiones, tóxico como lo es el de la literatura y su comercialización.

         Está el relato de su infancia al lado de un padre que es figura fundacional en el mito de su propia escritura, pero al mismo tiempo llaga de ausencia y herida debida en gran parte al alcoholismo y su vocación violenta. Su crecimiento como una persona cuya sexualidad entró en conflicto desde muy pequeña de acuerdo a los estándares binarios y heteropatriarcales de la provincia argentina. La asociación venturosa con personas que la reconocieron, y la quisieron, porque pudieron ver más allá de esa chata acotación social. Su huida de la casa hacia la aventura. Hacia la universidad, pero también hacia la prostitución, hacia el enamoramiento, la poesía, el teatro y, finalmente, las posibilidades de la narrativa.

         Llegar a conclusiones como la de que los papeles en artes escénicas están (¿estaban?) construidos esencialmente para varones o mujeres y que, si se quería insertar en el medio a partir de su identidad, tendría que inventarse (visibilizar) su propia identidad. Escribir papeles trans para personajes trans representados por actores trans. Es decir, dar sentido al mundo propio. Comenzar a empujar la marginalización de su identidad hacia el centro que históricamente habían impedido (o negado) su existencia. Reconstruir el mundo.

         Es, finalmente, un libro acerca de cómo la escritura transforma el mundo; cómo la ficción puede intervenir la realidad y ajustar lo necesario para que los invisibles dejen de serlo. No es un libro exclusivo para escritores pero, creo, será muy significativo para estos. Los males a los que alude la autora, existen para todos quienes decidimos dedicarnos a estos menesteres de replicar el mundo transformándolo desde las páginas. Muy recomendable.

miércoles, abril 21, 2021

Brazos que son ramas que son brazos

 


Dentro de la tradición literaria latinoamericana (y de otras latitudes, pero en América Latina ha generado incluso una especie de metagénero), espacios físicos como la selva han generado un tipo de premisa incuestionable: la Naturaleza (la selva) es tirana, el hombre civilizado no puede conquistarla y, si lo intenta, por lo general termina engullido por la espesura o en medio de frenesís psicóticos. La selva es la madre, la mujer virgen y la ejecutora. Es la que se venga por la osadía de ver sus dominios invadidos. La explotación de ese espacio es una cuestión que se castiga: así lo atestigua Marcos Vargas en Canaima de Rómulo Gallegos, Arturo Cova en La vorágine y el protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier.

         Las novelas de la selva, de las cuales El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad se anuncia como precursora y modelo, encarnan la relación conflictiva entre el hombre y la naturaleza. Reflejan, en ese sentido, la tensión entre civilización y barbarie en donde lo humano tiene todas las de perder. La época de oro de estas historias se remite a la primera mitad del siglo XX, justo cuando la explotación del caucho en la cuenca del Orinoco se había convertido en la industria que anunciaba un nuevo El Dorado hacia el interior del continente americano. El caucho decayó, pero la explotación de la selva no. Al fracaso del caucho siguió la deforestación intensiva en aras de la expansión ganadera, la explotación de maderas preciosas y, de manera cada vez más frecuente y cercana, la minería como un riesgo que modifica no sólo el aspecto de la selva sino también recursos no renovables como el agua potable.

         Nadie encontrará mis huesos (Paraíso Perdido, 2020) se puede ubicar dentro de esa tradición que visibiliza la tensión entre hombre y naturaleza. Ya no necesariamente entre civilización y barbarie, en los cuentos de Enrique Urbina (Ciudad de México, 1993) incluso los seres mágicos del bosque pueden ser corrompidos por los intereses del capitalismo depredador. Sin embargo, sus historias despliegan elementos de lo que se ha dado en llamar ecoficción o ecoliteratura. Es decir, un abordaje fantástico en el cual las fuerzas de la naturaleza (y en este libro esas fuerzas son gigantescas e insospechadas) se rebelan o invaden los espacios de lo humano.

         El registro elegido por Urbina es el del terror. El de buscar la sorpresa intelectual del lector, al mismo tiempo que la respuesta física asociada a este tipo de historias. Hay, al mismo tiempo, una recuperación de influencias que le ayudan a construir los ambientes oscuros y desoladores, el terror cósmico, de las cosas que no pueden ser explicadas: el cuento de hadas, la mitología europea antigua, alguna reinterpretación de ciertos pasajes bíblicos y las sombras que el gótico romántico proyecta sobre sus escenarios y personajes.

         Son historias atípicas que se oponen, en este sentido, al realismo que, sin llegar a la denuncia social, describían los ambientes selváticos en las novelas descritas en párrafos anteriores. Faunos que traicionan a la gente del bosque y lo entregan al humano depredador, cuerpos humanos que se convierten en tierra de germinación para hongos cultivados por asesinos seriales siniestros y fuera de la caracterización tradicional, usurpadores de cuerpos que frecuentan las paradas de transporte público, padres realizando sacrificios vegetales y místicos en las carnes de sus hijos, despertares sexuales en ambientes ominosos que parecen alegorías de la vida disfuncional de familia, sirenas que embrujan cuerpos jóvenes en futuros apocalípticos, instrucciones para convocar a espíritus de naturaleza ambigua, reconfiguraciones de Hansel y Gretel, esquizofrenias con anfibios que se apoderan del mundo, la resurrección vegetal de la amada puesta en un altar, versiones psicodélicas de la Caperucita Roja, performances cuánticos que se burlan/homenajean la idea del arte conceptual, niñas marginadas de la normalidad que se vuelven árboles que resplandecen en los prados.

         El camino que Urbina se ha trazado para contar sus historias es poco tradicional dentro del contexto actual de la narrativa nacional, un contexto en donde la realidad, nuestra versión consensuada de la realidad, es protagonista privilegiada. Estos cuentos raros, de naturalezas reb(v)eladas, de mitos renovados y de terrores cotidianos, pero más allá de nuestra comprensión, son, sin lugar a dudas, dignos de una lectura que incluya la posibilidad de la aventura por los terrenos de lo siniestro.

miércoles, abril 14, 2021

Cuentos perros, perrísimos

 


“Bestias”, segundo cuento incluido en el volumen Quiltras (Paraíso Perdido, 2020), me sacudió por completo. Es una historia simple: una chica narra en primera persona la manera en cómo observa el ataque de un pastor alemán a una perrita callejera recién parida y la intervención que realiza para evitar que el can siga maltratando a la que se encuentra en evidente desventaja. El final es uno de los más bonitos que he leído últimamente. Inesperado, pero que cierra de manera magistral la historia que se ha planteado en apenas cinco páginas. Arelis Uribe (Santiago de Chile, 1987) es la responsable de tal proeza.

         Sus cuentos son reflejo de lo que los románticos llamaron “espíritu de época” y no entiendo cómo su literatura no es más conocida (y reconocida) en otros ámbitos. Entiendo, al leer las historias de Uribe, que nos separa más de una década y que las experiencias que narra a mí me parecerán ajenas o lejanas, pero que para muchos de sus contemporáneos son cuestiones cotidianas, casi rituales de paso.

         Dos cosas sobresalen en su propuesta: el relato de la sororidad femenina y la aparición de perros como una especie de leit motif que atraviesa la mayoría de los textos. Así, en el relato familiar de la complicidad entre primas y la revelación de secretos que aluden a abusos sexuales asoma la iniciación sexual y la reconciliación familiar de las que se reconocen separadas injustamente; más adelante, acudimos a la manera en cómo una amistad puede ser “intervenida” y cuestionada a partir de la diferencia de clases sociales; luego, el relato de un romance virtual, a distancia, cuyo desenlace cuestiona de manera frontal los prejuicios estéticos y la manera en cómo la sociedad condiciona el “deber ser” de la idealidad en términos de relaciones sentimentales; la disolución de las reuniones de amigos por la presencia incómoda de esos otros que han sido desterrados al olvido, pero que retornan del pasado para obligarnos a recordar cosas que no queremos.

         La visión crítica de las condiciones sociales de quienes habitan el territorio chileno tiene una presencia protagonista en los relatos. Se ve la separación entre quienes tienen y quienes no. En “El kiosko”, por ejemplo, acudimos a la reflexión interna que una joven burócrata elabora para intentar disociar a las personas, lo humano, de aquello que debe reportar como proyecto económico. “Quiltras”, la historia que da nombre al volumen y que refiere a la manera en como se llama coloquialmente a las perritas callejeras, narra nuevamente una amistad femenina que se ve interrumpida por eventos que aluden a lo cotidiano adolescente, pero cuyo recuerdo e influencia es imposible de pasar por alto.

         Hay en las letras de Arelis Uribe una seguridad y una claridad con respecto de lo narrado a lo cual es necesario prestar atención. En ello radica mucha de la fortaleza de las escasas páginas (el libro se termina de repente, dejando esa sensación de querer más que caracteriza a las buenas obras) que conforman su propuesta. Es una fortuna su edición en México y, también, seguramente, el destino que tendrán sus letras en un futuro.