martes, octubre 29, 2013

“Sí, abuelita”

La semana pasada estuve, por cuestiones del azar, en la sala de espera de un hospital público. Era la sala de urgencias y la zona de altas. Mientras esperaba a quien había acompañado, me senté con mi libro previsto en una de esas bancas de plástico rígido que se encuentra atornillada a un eje en donde se ubican hasta cuatro lugares individuales para sentarse. Releía Al cielo por asalto, la compleja novela de Agustín Ramos, que tenía previsto comentar con mis estudiantes de la universidad. Cuando más enfrascado estaba en la lectura de esa máquina de metáforas y alegorías vino a sentarse a mi lado una viejita. Se sentó y comenzó a darle indicaciones a su nieta acerca de la necesidad de salir del nosocomio para sacar copias de su acta de alta y de la receta que le habían dado. La chica, quien no debía tener más de veinte años, la escuchaba con atención y a cada afirmación susurrada por la anciana ella decía “sí, abuelita” o “no, abuelita, esta es para ti” en relación a los papeles que debía fotocopiar. Me llenó de curiosidad la manera diligente, respetuosa y llena de amor con que la jovencita se dirigía a su abuela. Salió a sacar fotocopias, regresó y la abuela la envió a sacar una que se le había pasado. Y la chica dijo “sí, abuelita” y salió nuevamente. Luego regresó y se dirigió a la farmacia del hospital. Volvió con una carga infame de cajitas, frascos e inhaladores. Según escuché, la dotación de seis meses. La chica intentó ordenar las medicinas poniéndose en cuclillas frente a su abuela, me pareció la imagen perfecta de la devoción. Le cedí mi lugar y le ayudé a ordenar la dotación. Se les había olvidado algo a los dependientes de la farmacia y hacia allá fue. Yo me fui a comprar un café en un local que funcionaba dentro del hospital.
          La imagen de la chica con su abuela me llevó muy lejos. A los caminos de San Agustín Chagchaltzin, un pueblo enclavado en la Sierra Norte de Puebla. Mi abuela había nacido y vivido ahí. Después salió huyendo del alcoholismo del abuelo y del maltrato. Construyó una familia con éxito. Cuando el abuelo murió, las tierras de labranza le habían sobrevivido. Ella, durante mucho tiempo, se negó a vender la tierra. La seguía cultivando. Y hacía sus visitas esporádicas a fin de verificar que quienes habían sido designados por ella para el trabajo lo estuvieran haciendo bien. Yo la acompañé varias veces. Era una especie de paje encargado de cargar con las bolsas que se iban llenando de las más variadas cosas. La mayoría, ofrendas que sus conocidos y familiares le iban regalando con una generosidad que hoy ya no es tan común: granadas, naranjas, aguacates, frijol. Al final del ciclo de cosecha se contrataba un camión y ella vigilaba escrupulosamente que se cargara con el producto obtenido de la tierra (generalmente maíz). A mí me gustaba viajar encima de todos esos costales llenos de mazorcas blancas y amarillas. Sentir en el rostro el viento que bajaba por las cañadas húmedas de la sierra. También me gustaba caminar al lado de mi abuela. Ayudarle con la carga y sonrojarme cuando me presentaba como su nieto, “el mayorcito, el que es igual a su papá”. Me gustaba escucharla contar sus historias. Memorias de gente que yo no conocía. Pero me gustaba oírla. Y decirle “sí, abuelita”.

miércoles, octubre 23, 2013

Doctora de cabecera




Para Laura, por supuesto.

Hoy es Día del Médico. Y a mí, el campeón de los distraídos, se me pasó felicitar por la mañana a una con quien comparto mi vida. Pero yo sé que ella me perdonará como perdona muchas otras cosas. Generalmente las que tienen que ver con mi indisciplina e incapacidad de seguir al pie de la letra las indicaciones para tomar mis medicamentos o mi defensa de los métodos alternativos.
          Durante cinco años he atestiguado el esfuerzo que representa para un profesional de la medicina especializarse en algo dentro de su área. Días sin dormir, dietas erráticas, lecturas de documentos en duermevela, guardias, contacto cotidiano con la muerte. En este país se lleva a cabo una explotación metódica de los trabajadores de la salud. El trabajo de cuidar de los pacientes, en el sevicio público, corre muchas veces por parte de los estudiantes que cargan sobre sí la responsabilidad de mantener a flote los servicios que el sector ofrece.
          Cuando la Muerte aparece, también, son los primeros responsables a los cuales achacar el paso del tiempo y las fallas de la biología. Nunca se culpa a la vida licenciosa, a las comidas en exceso, a los descuidos voluntarios, al designio divino. Se culpa, en primer término, al médico. Y habrá alguno que, por errores a los que no estamos exentos ninguno de los humanos, sea en realidad culpable. Pero, la mayoría de las veces, tienen que cargar con los efectos de esta cuestión de manera injusta.
          Antes creía, con sinceridad, que los médicos se aprovechaban de sus conocimientos para enriquecerse sin pudor. Hoy el conocimiento de experiencias cercanas me arroja nuevas luces: los esfuerzos realizados para que alguien se convierta en domador de la Enfermedad y cancerbero de la Muerte son suficientes para justificar tal cosa. Porque aparte de conocimiento se requiere tener otras cosas para ejercer la medicina: paciencia, buen oído, capacidad para reconocer los errores, humildad (esta no es muy fácil que digamos), empatía. Una serie de habilidades que no cualquiera está destinado a desarrollar o, siquiera, a poseer.
          Por eso hoy reconozco el esfuerzo de todos aquellos que se dedican al noble arte de la medicina. Que, al tiempo que curan los cuerpos, sigan aspirando a curar las almas de quienes todos los días, o al menos alguno, tenemos necesidad de su existencia. Yo uno de los más necesitados. Con la suerte de tener doctora de cabecera. Literal.  

martes, octubre 22, 2013

Cosechas

 Hoy corté unos chiles manzanos que he cultivado en varias macetas en el balcón de mi departamento. Son amarillos, como pequeños soles. Casi había olvidado la sensación de separar los frutos de una planta de sus ramas. No hay manera de describirlo de forma justa. Sobre todo si esos frutos los hemos visto crecer con lentitud hasta transformarse en algo que se puede probar y disfrutar.
          Estas cosas son las que hacía con mi padre hace ya muchos años. Más de veinte. Levantábamos cosecha de productos variados: manzanas, aguacates, higos, brevas, duraznos, capulines, ciruelas, membrillos, chayotes, chiles, papas, maíz, frijol, chícharos, peras, naranjas, mandarinas, plátano, limones, café...
          A últimas fechas, la nostalgia acerca de esos tiempos viene a visitarme. Antes recordaba todo eso como la manera en que la tierra reclama el esfuerzo para darnos sus frutos. El trabajo en el campo es uno de los más pesados que existe y, al menos en este país, uno de los que ofrecen menos ganancia neta. El campesino en México es un ser orillado a la discriminación y la memoria histórica de la semiesclavitud en las haciendas y las fincas. Un ser reducido ante quien cualquier estúpido se siente con derechos de superioridad. Es el desposeído, el huarachudo, el oloroso a sudor, el sombrerudo. Nunca es concebido como quien produce muchas de las cosas que nos llevamos a la boca todos los días. Aquél sin el cual moriríamos de hambre.
          Es también uno de los productores de riqueza más desprotegidos. Hoy que corté mis chiles hacía frío. Un frío más fuerte que el que había estado haciendo en los últimos días. Presagio del invierno. Vino a mi memoria un hecho de mi infancia. Mi padre compró un ranchito cafetalero. Eran los principios de los noventa y el precio del café hacía pensar en futuros venturosos. Pero pasó lo peor que podía pasar. Precisamente en ese año, en el invierno del 92, cayó una de las nevadas más cruentas de las que se tenía registro. Tan cruenta que las plantas de café, que ya contaban algunos años, se secaron hasta el centro de los troncos. Recuerdo la desazón y la tristeza que trajo eso. No pudimos levantar ni una sola cosecha plena de cerezas rojas de café. Los frutos mudaron del verde al marrón mientras las hojas de las plantas adoptaban el aspecto de cadáveres vegetales.
          Fuimos a tirar las plantas. No había esperanza de que retoñaran. A golpe de hacha, machete y trozadores vimos cómo el futuro venturoso se convertía en composta para la tierra. Mi padre, testarudo como pocos, volvió a sembrar planta nueva de café. Ya no hubo tiempo para levantar la cosecha de esas plantas. El apremio económico, vital o de otro tipo, esto ya no lo recuerdo, nos orilló a vender el terreno. Recuerdo que, a un lado de esas plantas nuevas, sembramos también plantas de chile manzano. De éstos recogimos varias cosechas. Eran de un amarillo deslumbrante. Como los que hoy resplandecen entre las macetas de mi balcón. 

lunes, agosto 12, 2013

Formas del siglo XVI



Dos historiadores, Charles Chapman y Richard Morse, que plantean que los caudillos se originaron en la época de la Conquista y los primeros años de la vida colonial, no dudan en afirmar que esos caudillos, Conquistadores-encomenderos, fueron el origen de los partidos políticos en América Latina. Es decir, que la aparición de institutos políticos que enarbolaban ciertas ideas para proyectar su propia imagen de nación dentro de la disputa por el poder fueron, en un inicio, la extensión organizada de los caudillos que dominaron política, económica y culturalmente la vida de los habitantes de los países latinoamericanos desde el siglo XIX, posterior a las guerras de independencia y en sincronía con las guerras internas en búsqueda de la supremacía conservadora o liberal.
        La aparición de tesis posteriores, como la de William Beezley o, mejor, la de John Lynch, se contraponen en muchos sentidos a la anterior. Una afirma que el caudillo surge durante el periodo colonial en la manera en cómo se establecen las relaciones entre la Corona, la tierra, los nativbos y los señores que administraban estas tierras. John Lynch, por su parte, ubica el nacimiento de los caudillos en las guerras de independencia y asocia el crecimiento de su poder con la falta de democracia y la centralización en muchos de estos países.
        Pero regreso a la cuestión de los partidos políticos. Sobre todo a raíz de los eventos llevados a cabo en México este fin de semana: las asambleas (accidentadas ambas) del PAN y del PRD. Pareciera que esa tesis temeraria de Morse y Chapman se confirmó de manera contundente. Los partidos políticos actuales se encuentran insertos en discusiones que reflejan la defensa de proyectos de nación impulsados por personajes cuya actuación es, a todas luces, caudillista: tienen un convenio con la élite de la cual depende su partido, representa sus intereses particulares por tanto, y lideran a grupos de personas poco dispuestas a cuestionar a sus líderes dentro de los institutos. Se diferencian del PRI en tanto éste se mueve más en una dinámica de cacicazgo (dominios locales).
        La conclusión de esta analogía apresurada no es optimista: la democracia que se “construye” actualmente funciona con dinámicas que no se han modificado en muchos aspectos de la herencia de la Conquista y la Colonia. El patrón, como figura arquetípica de la política mexicana, está lejos de desaparecer.  

viernes, agosto 02, 2013

Veinte años

Este era yo en 1993. 
Hoy cumplo veinte años de haber migrado a la Ciudad de México. Veinte años. Ni siquiera la edad que tenía cuando lo hice. Dieciséis, para los curiosos. Eso quiere decir que tengo más años viviendo aquí en comparación con los que pasé en mi tierra natal. En veinte años he aprendido a amar y a odiar por igual a este lugar. En teoría soy un chilango por pura cuestión proporcional del tiempo de mi vida.
         Hace veinte años crucé, acompañado por mi padre, los límites de eso que en aquel entonces representaba el futuro. Mi viejo lloró en el camino hacia la ciudad que él mismo había habitado dieciséis años antes. La dejó porque no quería que sus hijos creciéramos en un ambiente que, ante sus ojos, se había ido deshumanizando poco a poco. Porque estaba convencido que tendríamos mejores oportunidades en otro lado. Tal vez nunca se hubiera imaginado que el primogénito retornaría a la ciudad de la que él había huido. Menos habría pensado que pasaría veinte años sin renegar de haberlo hecho.
         Tengo una vida aquí. En veinte años he trabajado en sus calles, he aprendido en sus escuelas, he enseñado en algunas de éstas, me he enamorado, me han abandonado, he construido amistades sólidas, me he distanciado de algunas, he tropezado en la embriaguez a la salida de alguna de sus cantinas, he gritado a voz en cuello en más de una fiesta…
         He disfrutado cada momento. Incluso los peores. Porque éstos, al ser recuerdos, son historia. Veinte años. Y el tiempo que no acaba.

lunes, julio 08, 2013

La Historia sólo es un jodido hecho tras otro

Las películas sobre maestros inspiradores suelen caer en cuestiones del tipo “solo contra el mundo” que ya Stand and Deliver (Ramón Menéndez, 1988) presentara en los años ochenta y que se convirtiera de tal forma en estereotipo hiperbólico que hasta una parodia de South Park cosechó posteriormente. El mismo camino recorren algunas otras cintas en donde la imagen del maestro queda impreso con colores pastel en la memoria de los estudiantes.
         The History Boys (Nicholas Hytner, 2006) pareciera andar por la misma senda, sólo que con algunas desviaciones que la ubican en un sitio distinto. Hay aquí una serie de reflexiones que nos llevan a pensar más allá de la historia anecdótica: ocho estudiantes de una preparatoria de medio pelo que sueñan con asistir a Cambridge y Oxford, la crema y nata de la vida universitaria británica. Y lo consiguen. Final que a nadie debería sorprender, puesto que la mayoría de los que nos acercamos a este tipo de cintas sabemos de antemano que el desenlace es así de previsible.
En este caso, lo interesante de la historia narrada tiene que ver con lo que pasa en el medio. Hay una revisión de lo que es la forma de asumir la educación y la enseñanza que a más de uno dejará pensando al menos hasta que termine la cinta. Por ejemplo, esta visión de estudiantes sabelotodos, fanáticos de la historia, cuya seguridad en el mundo y frente a sus semejantes se desprende del hecho de “saber”. Es decir, hay una reivindicación de la figura del nerd en estos ocho tipos que emanan seguridad por todos los poros. Que se sienten no sólo orgullosos de lo que son, sino también soberbios porque saben que tener el nivel académico que tienen los coloca sobre el resto de los mortales. Bueno, casi a todos, el personaje de Rudge (Rusell Tovey) parece ubicarse fuera de todo el escándalo y la algarabía que supone la posibilidad de asistir a una universidad de ese nivel: él quiere jugar rugby y, si hace todos los trámites que la escuela le pide para entrar a Oxford, es porque su padre y sus compañeros, más que él mismo, son quienes lo desean.
         Hay un contraste entre las formas de enseñanza. Entre un pragmático profesor Irwin (Stephen Campbell Moore) y un hedonista profesor Héctor (Richard Griffiths). Mientras uno insiste en encontrar la visión polémica de los temas asociados a la historia, el otro les pide no poder de vista que los hechos históricos existen de manera sincrónica con el resto de la vida. Mientras para uno es misión de vida conseguir que los muchachos ingresen a las universidades que se plantearon, para el otro eso no es más que una estupidez. Al lado de visiones polémicas sobre el Holocausto o la intervención inglesa en la Primera Guerra Mundial, se acomodan representaciones teatrales, memorización de poemas de la tradición británica y canciones populares de la época de oro de las comedias musicales. La conclusión a la que se llega después de ver las disertaciones de ambos profesores es que tanto uno como el otro tienen razón, que la visión de la cultura del mundo no se debería reducir a la erudición ni a la trivialidad, sino en encontrar la manera en cómo esas dos formas de concebir el mundo se sincronizan y le otorgan sentido a éste.
         Hay otra búsqueda en ese tránsito: el de la identidad de adolescentes que comienzan a hacerse conscientes del papel que les ha tocado representar en el mundo. O de la manera en cómo deciden asumir ese papel y decidir si lo quieren ejecutar. Entre todos esos personajes resaltan dos: Dakin (Dominic Cooper), un egocéntrico conquistador de mujeres que se encuentra temporalmente subyugado por la novedad y la energía del profesor Irwin a quien idolatra y desea conquistar; y Posner (Samuel Barnett), un púber que recién comienza a descubrir sus inclinaciones, que se sabe homosexual y que invierte todo su esfuerzo en tratar de entenderlo(se). No hay aquí juicios de valor que condenen las formas en que estos dos muchachos exploran esas sendas que deciden caminar.
         Tal vez el responsable de esa falta de condena tenga que ver con la fuerza que tiene el personaje del profesor Héctor. Un homosexual que no ha salido del clóset, que imagina que nadie sabe sus inclinaciones sin que se dé cuenta que son del dominio público. Los que lo saben de primera “mano” son sus propios estudiantes, quienes incluso bromean al respecto y admiran, en cierta manera, los escarceos patéticos de su profesor de “estudios generales”. Hay en Héctor, sin embargo, una dignidad que contrasta con su evidente sobrepeso, una naturaleza contradictoria entre su indiferencia de los juicios de los demás y sus quebrantos melancólicos. La escena en que se pregunta si la decisión de haberse convertido en profesor, y haber dedicado todo ese tiempo de su vida a serlo, fue la correcta, es de una tensión dramática suficiente como para desear darle un abrazo, cosa que sólo Posner, de manera parcial, hace.
         Hay otra cuestión interesante en este texto. La idea de una asexualidad prevista y aceptada con respecto de la relación entre profesor y estudiante. La revelación pública del hecho que Héctor manosee a uno de sus alumnos pone en relieve la humanidad de éste último y, a sabiendas de que el estudiante sabía que eso ocurriría, las cuestiones que los estudiantes asumen de manera natural, sin sorprenderse en demasía. Hay una relación erótica en el proceso de aprendizaje, dice en alguna parte Héctor, es una acción amorosa el depositar en otro el conocimiento que se atesora para que éste no muera. Algunos no están de acuerdo, como el caso de la profesora Lintott (Frances de la Tour), pero esa reflexión le ayuda a mencionar algo en lo que es imposible no reparar: “los estudiantes no se dan cuenta que los profesores también somos seres humanos. Y, a veces, cuando lo hacen, no saben de qué manera deben reaccionar. Nosotros tampoco”. Una cinta más que recomendable. 

viernes, julio 05, 2013

Si sabes contar...



Isaac Asimov es uno de los autores más multifacéticos que han existido. Escritor de culto asociado a la ciencia ficción y uno de los grandes difusores de la ciencia, Asimov tiene un lugar reservado dentro de la historia de la cultura occidental. Debemos considerar a varias de las obras de este autor como ejemplos de pedagogía para legos. Escritos en un lenguaje accesible y buscando la manera de construir sus exposiciones de la manera más clara posible, consigue explicar cuestiones asociadas a los dinosaurios, la química, la física cuántica, los cometas, la historia de Europa, la historia de la ciencia ficción, entre muchos de los tópicos que sus obras abordan.
      En Cómo descubrimos los números, nos lleva por un viaje en el tiempo hasta los albores de la historia del hombre. Aquellos primeros tiempos en los cuales se tuvo que resolver la cuestión de aprender a contar. En unas cuantas páginas, el autor de las leyes de la robótica, consigue que cualquiera que sepa leer se introduzca en la historia de las matemáticas más básicas que se conocen, las nociones de los números que utilizamos a diario.
      De tal manera pasamos de las praderas prehistóricas a las tierras egipcias, de ahí a los puertos fenicios, después a los caminos empedrados de los romanos, volando mentalmente llegamos a los ríos sagrados de la India y, de ahí, a los desiertos infinitos de Arabia. En cada una de esas escalas vamos reconstruyendo la manera en cómo le hemos dado sentido a lo que hoy es una de las ciencias más útiles y más incomprendidas de la historia: las matemáticas.
      Vemos, a través de estas páginas, cómo la obsesión por los números decimales se fundamenta en que ésta fue la cantidad de elementos que significaban a la primera herramienta que tuvimos para contar: los dedos de las manos. Aunque después descubrimos que era más útil recurrir al doce, porque éste tenía más divisores y permitía establecer conjuntos fraccionarios de objetos. De ahí viene la docena de huevos, por ejemplo. Y de esa docena, se proyectó la utilidad de un sistema de conteo sexagesimal, en donde el número 60 contenía las ventajas del 12 y planteaba nuevas soluciones. De tal proyección heredamos los conteos de los segundos en los minutos y de los minutos en las horas.
      Acerca de la manera en cómo representamos estos números, siempre había tenido la idea de que éstos surgieron en Arabia, de hecho se les denomina “números arábigos”, y no es así: los signos provienen de la India, y fueron los árabes quienes descubrieron las enormes ventajas de utilizar esos signos para desarrollar la aritmética y otras áreas de las matemáticas. Se menciona la historia del número cero (donde no aparecen los mayas) y la forma en cómo esa historia que comenzó en una pradera prehistórica se extiende el día de hoy hasta la computadora en la cual lees esto.
      Un libro intelectualmente estimulante que pueden leer gratis si le dan clic a la imagen de aquí abajo. 


jueves, julio 04, 2013

Una cinta de coches para mentes formateadas


En días pasados me encontré una reflexión de  Vicente Verdú acerca de Fast & Furious 6 (Justin Lin, 2013) en donde, con un lenguaje bastante moderado pero no por ello menos implacable, (des)calificaba a la cinta como pasto para cabezas vacías (un poco más o menos); en este texto se le comparaba con las películas de Antonioni y Resnais, lo cual no deja de parecerme una manera de descontextualizar tanto al público como a las intenciones que la cinta aludida persigue.
         Debo decir que me gusta el universo que se ha construido a partir de esta ficción. Que he disfrutado con las últimas tres entregas más que con las primeras (de las cuales la segunda (John Singleton, 2003) y la tercera (Justin Li, 2006) son, para decirlo de manera amable, por completo residuales). Sin embargo, a  partir de la cuarta entrega (Justin Li, 2009) el trabajo del guión es más elaborado que en las precedentes. Mientras en las primeras se privilegia la estética asociada a las carreras callejeras de autos, en las últimas hay una intención por contar una historia, tejer una trama, privilegiar las vueltas de tuerca y preparar, de manera folletinesca, la continuidad de la serie. Las primeras son cintas fetichistas, los objetos son los protagonistas de tales cintas: los autos, el tuning, las luces neón, las nalgas femeninas (casi como accesorios automovilísticos que vibran al ritmo del reguetón). Las últimas plantean, en cambio, elementos que las conectan con los grandes temas que la cinematografía ha abordado a lo largo de la historia. Intento en este texto exponer algunas de éstas.

"Somos familia. Somos más fuertes juntos". 

La familia
Hay en Fast & Furious una idea muy clara acerca de la familia y la lealtad que se le debe a ésta. Y no se trata de la familia nuclear y estereotípica que la propaganda de la Guerra Fría comenzó a difundir como modelo a partir de los años cincuenta. No. Se trata de la familia disfuncional que se construye en el trato cotidiano con los demás. Los amigos, los cómplices, los primos, los cuates del barrio. Hay en esta singular familia roles prestablecidos que otorgan cohesión al grupo. El patriarca y líder incuestionable es Dom Toretto, un antihéroe que cuenta con un código de ética que nunca está dispuesto a romper. El valor más alto dentro de ese código es, precisamente, la lealtad que le debe a los suyos. En la sexta entrega (Justin Li, 2013) hay una frase que resume toda esa ideología: “A la familia se le apoya, aunque esa familia te dé la espalda”. Hay en esta postura una reconfiguración de preceptos crísticos, “Al que te golpee una mejilla, preséntale la otra”, que no aplicará a toda la humanidad sino sólo a aquellos que reconoce como parte de su mundo: su familia. En este sentido, Toretto es una especie de padrino a la manera del de Coppola: un ser que tiene una historia que justifica su comportamiento, pero que también respeta de manera intransigente el código que se ha impuesto a sí mismo y a los demás. El hecho de que esta serie tenga un fuerte impacto en jóvenes que pertenecen a las clases medias bajas y bajas de los centros urbanos no remite ni a sus “cabezas formateadas”, como insinuaría Verdú, ni solamente al fetichismo asociado a los automóviles; responde a la empatía que este espectador reconoce con respecto de la estructura familiar: extendida a la calle y que no se limita a los lazos de sangre sino que remite a la lealtad que se le debe a “la banda”, ésos que no te dejan morir solo. ¿Quién no quisiera formar parte de una familia así?

Hacerse responsable de los demás. 

Un antihéroe ético
Más allá de las expresiones y reacciones que la figura imponente de Vin Diesel causa a partir de su aparición en pantalla (“¡Ay, qué brazotes!”, dijo, por ejemplo, mi acompañante), el personaje que construye a lo largo de sus cuatro apariciones como protagonista de la serie está destinado a convertirse en un modelo de héroe contemporáneo. Dom Toretto es un tipo que crecía en una familia común y corriente de los barrios populares de Los Ángeles. Su padre es un piloto del circuito de carreras legales y su hijo su sucesor indudable. A partir de un evento desafortunado en una competencia, un piloto rival choca de manera malintencionada al padre que, como resultado del accidente, muere. El punto de quiebre. Cuando el joven Dom se encuentra con quien considera el culpable de la muerte de su particular héroe, su propio padre, lo golpea casi hasta la muerte. Esto le trae como consecuencia la cárcel y el retiro irrevocable de su licencia para participar en carreras legales. Y ahí comienza su odisea por reconstruir el mundo que una situación desafortunada torció. De ahí proviene, probablemente, el celo por mantener a la familia unida, por no traicionar los principios en los que sustenta su propio comportamiento. Toretto vive para los demás. Se hace responsable de los actos de los demás. No hay señales de egoísmo en su forma de vida. Incluso en la persecución para recuperar a su amada en la última entrega, no hay una intención de reapropiación del objeto amoroso, sino una necesidad de entender el por qué del cambio en Lety (Michelle Rodríguez). En ese sentido, resulta injusto calificar a Toretto simplemente como “un machote musculoso”.

Chicas ¿indefensas?

El mundo femenino
Una diferencia fundamental entre la primera trilogía de cintas y la segunda radica, precisamente, en la manera de abordar la construcción de los personajes femeninos y las acciones que ejecutan. Si bien en las primeras son objetos de deseo sexual o recipientes del deseo amoroso, a partir de la cuarta entrega se convierten en agentes que deciden su destino y luchan por éste. No más nalgas y tetas semidescubiertas, sudorosas y deseosas de perreo intenso. Tenemos en cambio artistas marciales consumadas (basta ver la pelea entre Lety (Rodríguez) y Riley (Gina Carano) en el subterráneo londinense); las mujeres dejan de ser personajes indefensos que esperan la llegada del héroe para ser rescatadas, se convierten en personajes que transgreden el mundo masculino y se apropian de su capacidad para expresarse a través de la violencia. Hay también un libre albedrío que estos personajes ejercen, por lo que su destino se transforma de una decisión tomada por el otro a una consciente: los sacrificios asumidos por los personajes de Gal Gadot (Gisele) y Michelle Rodríguez son ejemplo de esto. No hay tampoco personajes frágiles a los cuales el amor los doblegue o los convierta en seres incompletos: la reacción de Elena (Elsa Pataki) al decirle a Toretto que si tiene que elegir entre la verdad y el amor, elegiría lo primero, reflejan una independencia que la aleja de los tipos de seres dependientes que lloran su abandono. Entre todos estos personajes, sólo aparece una madre, la hermana de Toretto, que a pesar de la dulzura que expresa con su hijo, participa también de las aventuras explosivas y llenas de riesgo en las que su familia se ve envuelta. La pregunta que surge aquí es ¿de qué manera este planteamiento de roles femeninos transformará la visión que de sí mismas tienen las mujeres que acuden a las salas cinematográficas? ¿Esta modificación de roles son sólo “masculinización” de los personajes femeninos (como escuché a alguien decir) o implica un reflejo de los lugares que las mujeres han ido tomando por asalto en el mundo real?  

Acción, mucha acción. 

La acción como entretenimiento e intriga
El género de acción es de los más vapuleados por la crítica cinematográfica “seria”. Remite a su objetivo evidente: entretenimiento puro y evasión de los referentes de realidad que nos circunda. Esa posibilidad expresiva ha mudado de forma desde que The Great K & A Train Robbery (Lewis Seiler, 1926) introdujo la acción motorizada como parte de la trama de una cinta, en aquel caso un tren. Fast & Furious es una cinta de acción y como tal es fiel al género: explosiones, peleas, traiciones, enfrentamientos a balazos, complots internacionales, escenas inverosímiles. Sin embargo, aunque los finales son previsibles, la manera en cómo se llega a ese final presenta sutiles diferencias con respecto de otras cintas que se inscriben en el mismo género. Hay una preocupación por la intriga más o menos compleja, cuestión que la emparenta con series como Ocean’s Eleven o algunas de las entregas de James Bond. Si partimos de estos principios, estaremos en condiciones de tener elementos para juzgar una cinta que entretiene y que, un tanto como la cara dura de Toretto, no pretende nada más.

         Ah, y también hay muchos, muchos, coches.  

miércoles, julio 03, 2013

Sequía


En mi colonia nos quedamos sin agua desde el viernes. La situación duró cinco días, por lo que las reservas que teníamos se acabaron. Es una sensación horrible estar sin agua. Sobre todo si no se vive esta situación de manera cotidiana. Aprendemos a generar empatía con los demás. Sobre todo con aquellos que sufren esta situación de manera cotidiana. Me tocó, en el trayecto de regreso del trabajo los días que seguía la ausencia del líquido, ver a varias personas en peregrinaje con cubetas de agua a cuestas. Otros que trasladaban, en diablitos, toneles llenos que dejaban una vía acuífera en el medio de la calle.
         La falla se debió a una fuga masiva en la tubería gruesa. Generó caos vial y la desesperación de varios miles de habitantes de esta, ya de por sí, caótica ciudad. Este ocurre en el momento en el cual un grupo de asambleístas de la ciudad se pronuncian en contra de la privatización de los servicios de suministro. Las autoridades encargadas de resolver el problema actuaron de manera más o menos eficiente, pero resolvieron la situación en un tiempo que permitió la continuidad de las actividades de manera casi normal en la zona. No tengo claro que ocurriría si los responsables de resolver este tipo de cuestiones fueran agentes privados.
         Más allá de estas consideraciones lo que a mí me queda como experiencia es la sensación de la ausencia de agua en la casa. Se siente en el estómago, en la boca seca (no porque no haya qué beber, sino por no tenerla). La incertidumbre de saber si en algún momento se volverán a oír los gorgoritos del agua subiendo por las tuberías. Y eso que en casa se economiza bastante al respecto: se recolecta el agua fría que cae de la regadera antes de que salga la caliente, se tiene una lavadora cuya principal característica es el ahorro de líquido, se riegan las plantitas con agua recolectada de lluvia (en esta época), los váteres son de cajita chica, en fin. El pensamiento que me quedó también de todo esto es ¿cómo viviremos (porque odio ser portador de malas noticias, lo vamos a vivir) las guerras del agua que se avecinan? ¿Cómo? 

lunes, julio 01, 2013

Cuando el amor no es suficiente

El fin de semana que concluyó vi dos películas que me pusieron a reflexionar acerca de una cuestión que vivimos de manera cotidiana: la oposición aparente entre las vocaciones profesionales y las aptitudes familiares. Esto es, situaciones en donde una persona tiene que decidir (y decide) acerca de qué es lo más importante en la vida: los sueños profesionales o personales que se trazó desde siempre, o la devoción y atención que su familia requiere.


La primera de esas cintas fue Kon- Tiki (Joachim Rønning, Espen Sandberg, 2012), la cual narra la historia de la expedición que el explorador Thor Heyerdal llevó a cabo en el intento por demostrar una teoría que, en apariencia, resulta descabellada: los indígenas peruanos, a bordo de balsas de madera, colonizaron la Polinesia. Así que conforma un equipo de no muy hábiles marineros para llevar a cabo tal misión. Una historia bien contada, emocionante, con una linda fotografía, que mantiene la atención del espectador de principio a fin. La nota agridulce lo constituye el hecho de que su mujer, convencida de que nunca cesarían los riesgos y los viajes para Thor, decide separarse de éste.


La otra fue Flash of Genius (Marc Abraham, 2008), que nos expone el caso de un profesor de ingeniería en electrónica, Robert Kearns, a quien la Ford Motor Company le roba el diseño de un mecanismo que hoy parece trivial, pero que tiene importancia fundamental en los automotores actuales: el mecanismo de frecuencia intermitente del limpiaparabrisas. Después de ser despojado por la multinacional, el ingeniero se dedica doce años a preparar un caso que obligue a la Ford a restituirle los créditos de autoría que le robaron. Lo consigue, pero el precio que tiene que pagar es la pérdida de la mujer con quien engendró a seis hijos.
         En los dos casos vemos cómo hay una tenacidad implacable con tal de hacer valer una visión ética sobre el papel que nos toca vivir en el mundo. Thor no se resigna a que le digan que está equivocado en sus conclusiones antropológicas y se lanza, prácticamente a la deriva, a obligar al mundo académico a tragarse su incredulidad y burlas. Kearns, por su lado, hace valer los principios que menciona a sus estudiantes en clase: los ingenieros antes de ser tales, son entes éticos. “Un ingeniero construyó la válvula cardíaca artificial, otro diseñó los hornos de Auschwitz"; esa convicción lo lleva a derrotar a una de las compañías más grandes del mundo, a costa de la unidad y felicidad de su familia.
         ¿Qué debería prevalecer en estos casos? El espectador siente empatía por el héroe aventurero (el caso de Thor) tanto como por el héroe ético (Kearns) y, sin embargo, tampoco puede pasar por alto la identificación que surge con respecto de las dos esposas. La conclusión pareciera ser que el amor no es a prueba de todo y que las decisiones que tomamos, en algún momento, nos pueden poner en una encrucijada en la cual tengamos que elegir. Esa elección implica una renuncia a algo que nos define. A estos dos hombres reales los definió la convicción de no dejar que alguien les dijera que vivían en la mentira o que no eran coherentes con aquello que pensaban. Las dos cintas son muy recomendables.


viernes, mayo 03, 2013

A la espera de El Eternauta


Durante dos años de mi vida me dediqué a trabajar una tesis de posgrado sobre Héctor Germán Oesterheld, el autor argentino de muchas (muchísimas) historietas. El fruto de ese trabajo lo pueden descargar aquí (clic).
         El proceso de reconstruir la vida, obra y pensamiento del guionista de historietas más grande de América Latina fue en suma enriquecedor. Una de las cosas que más recuerdo es la carga emocional que había al ir descubriendo la manera en cómo su vida se fue entretejiendo a la par de la historia argentina y del desarrollo industrial de un medio como el cómic. De cómo consiguió desapegarse de las convenciones de las historietas de superhéroes cuyos dictados dominaban los norteamericanos y consiguió crear personajes que se caracterizaban por poner de relieve la naturaleza humana. Así, sin más. Oesterheld inventó una historieta argentina (y latinoamericana) que, desde mediados del siglo XX, modificó cuestiones que se suponían superadas o fuera de discusión. El lugar de la aventura, por ejemplo, es uno de ellos: historias de ciencia ficción que ocurrían en escenarios que los lectores frecuentaban a diario y no en las construcciones imaginarias que se hacían de ciudades como Nueva York o Londres. De ahí que la sensación de lejanía de géneros y de héroes se hubiese, de repente, confrontado con la posibilidad. Porque eso fue algo a lo que Oesterheld nunca renunció, a imaginar las maneras en cómo una historia podía cobrar vida sin detenerse a pensar en los supuestos que lo prefiguraban. Y muchas más cosas.
         Lo anterior viene a colación porque la televisión pública acaba de estrenar una serie que aborda los últimos días de Oesterheld. Germán: últimas viñetas se llama el producto que, desde ya advierto, removerá muchas opiniones y pasiones por algo que es inherente a la vida de HGO: su militancia política y su coherencia entre vida y obra.
A mí me ha emocionado profundamente (permitiéndome la cursilería: “casi hasta las lágrimas”). Una emoción que se relaciona con el hecho de ver cómo un actor hace que esa figura que hasta entonces había conocido sólo como diálogos de entrevistas “cobre vida”. El guión es exquisito, los actores bien dirigidos y el arte digno de una producción cinematográfica. La fotografía, en varios aspectos, me ha estremecido, sobre todo en los primeros planos que hacen del rostro de Germán (Miguel Ángel Solá) y en el cuidado que hay para generar el suspenso que el propio HGO invertía en sus historias.
En los primeros dos capítulos que están colgados en la página de la televisión pública argentina y en Youtube aparece uno de sus personajes más entrañables, Ernie Pike. No puedo sino desesperar por saber si en algún momento aparecerá Sherlock Time o Mort Cinder. Quien es seguro que haga su aparición en algún momento es, sin duda, Juan Salvo, El Eternauta.
De más está decirles que se las recomiendo ampliamente. Les dejo aquí los primeros dos capítulos.

Capítulo I

Capítulo II

viernes, abril 19, 2013

Tras el rastro de las huellas


Conviene pensar a veces en la memoria de las cosas. En cómo los objetos nos pueden reflejar algún aspecto de su propia existencia. Múltiples son las maneras a partir de las cuales podemos testimoniar esa memoria: la descomposición es una, la ruptura, la falta de brillo, la herrumbre... Todos signos del paso del tiempo y de la inevitable lógica de la naturaleza. Cuando esos objetos gastados se unen con la mirada del hombre ocurre un fenómeno en el cual podemos reconocernos como elementos que nos integramos (a medias o completamente) con el resto de las cosas que forman el universo. A veces ocurren en la “realidad” justo en el momento en el cual guardamos silencio y nos dedicamos a mirar. O también cuando cerramos los ojos y nos hacemos conscientes de nuestra propia materialidad y de cómo ésta tiene fecha de caducidad. A veces, en cambio, ocurre en el sueño, ese espacio tan desprovisto de normas y de lógica. Transitar por los cuentos de La herrumbre y las huellas de Alejandro Badillo genera esa sensación.
          Tenemos exigencia en el contrato de lectura con los textos incluidos en este volumen. No son textos que se limiten solamente a contar una historia de manera tradicional. Todos ellos exigen por parte del lector una mirada activa que decida la manera en la cual se resuelven los conflictos planteados en sus páginas. Como una especie de experimento de Schrödinger, al llegar al desenlace de cada una de las tramas, nos asalta la sensación de incertidumbre, de incompletitud. Toca al lector llenar, con sus propias filias o miedos, los espacios en blanco que el autor reparte a lo largo de las nueve piezas.
          Tenemos también la creación consistente de una atmósfera por demás inquietante. Como si todos los cuentos pudieran desarrollarse en un mismo escenario que, más que estar construido de espacio, lo está de sensaciones. Ese ambiente enrarecido que sofoca al lector y lo anima en la búsqueda de hallar alivio en un desenlace que calma la ansiedad que se ha ido construyendo de manera consistente mientras los párrafos transcurren. Consistente no quiere decir, de ninguna manera, monótono. Cada uno de los cuentos tiene su propio ritmo, su propia identidad, su particular manera de generar ansiedad en el lector.
          Hay un ambiente de suspenso sostenido en el cual unos ladrones esperan agazapados la señal que les permita saber que, después de cometido su delito, podrán salirse con la suya (“Engranajes”); unos personajes que, como aves de mal agüero, marcan la dinámica vital de un pueblo cuyas calles parecieran el escenario de un western apocalíptico (“Los visitantes”); en el mismo escenario podría llevarse a cabo la acción de “El colgado”, un relato de terror en donde el personaje de un niño se convierte en el elemento que se transforma a medida que el relato se acerca hacia el final; también en el registro del terror entra “El duelo”, una historia en la cual los elementos de una maleta sin contenido claro y una nube de moscas que revolotean alrededor de los personajes genera un ambiente entre onírico y terrorífico; en “Contagio” encontramos un narrador cuya voz podría resonar en los campos de Comala sin ninguna complicación, la idea de la muerte se materializa, literalmente, desde las primeras páginas del cuento; ideas como la precariedad, lo fantasmal y el miedo rondan “Cuando la guerra”, donde la claustrofobia y la paranoia confinan aún más a una pareja dentro de su casa; en “El peso de las cosas”, por primera vez, aparece un elemento ausente en el resto de las historias: la pulsión sexual, es una de las mejores piezas del volumen; “Lidia”, por su parte, aborda los territorios del sueño, del doble y de cómo el objeto del deseo refleja variadas facetas como si de una caja de espejos se tratara; la pieza que cierra el volumen, “La señal”, explora otro de los aspectos que desgasta y herrumbra a las personas hasta romper los límites de lo que insistimos en llamar “realidad”.
          Sin lugar a duda es un libro valioso que debe leerse con atención, aceptar el reto de buscar maś allá de lo expresamente dicho y disfrutar las soluciones que le otorguemos a estos evocadores relatos.

Alejandro Badillo, La herrumbre y las huellas, Puebla, Educación y Cultura, 2013. 

miércoles, abril 03, 2013

Ensayar la risa

(Para descargar el libro haz clic en la imagen, vía Tediósfera).

Escribir sobre lo cotidiano no es fácil. Escribir sobre lo cotidiano con sentido del humor es tarea titánica. Pocos hay que lo consiguen. En la tradición solemne de nuestro país muy pocos. Probablemente Gutiérrez Nájera estaría en esa lista. Y Jorge Ibargüengoitia, como el epígono de tales propósitos. Y más hacia nuestros días, Germán Dehesa, Guillermo Sheridan y Juan Villoro (en su faceta menos seria). Todos ellos son personajes a quienes caracteriza una cuestión que no se puede pasar por alto: la capacidad de relacionar los referentes de la alta cultura con las referencias contemporáneas de la cultura popular.
Es decir, sus referentes no se quedan en el limbo de la Academia ni sus textos sólo pueden ser leídos por iniciados en el canon de la cultura denominada “general” (que cada vez más muda a “particular, rara, en peligro de extinción”). Todos se mueven hacia aquello que ha sido llamado la cultura de masas, la cultura de los medios masivos de comunicación, la cultura de los jodidos (Azcárraga dixit), en fin, la cultura popular (término a discusión pero que, para efectos prácticos, funciona). Refieren a ese campo, pero sin perder de vista la formación culta ni la rigurosidad argumentativa.
A ese singular pantheon habrá que añadir a Eduardo Huchín Sosa, escritor campechano que con su libro ¿Escribes o trabajas? (FETA, 2004) consigue lo que los arriba mencionados tienen como estilo de escritura. Hay en la aparente variedad de los textos incluidos en el volumen, características que los hermanan: la referencia a elementos identitarios del sureste de México, una capacidad de observación de los detalles de la “vida de la calle” que muda en expresiones tragicómicas de nuestra realidad, la referencia a formas discursivas que parten de géneros académicos pero cuyo contenido remite a cuestiones que reconocemos cercanas y conocidas.
Los temas sí son variados y hay para todos los gustos: digresiones sobre la vida y vocación artística, el porno como industria y como discurso, los personajes y géneros televisivos, la genealogía de las diversas formas de expresar el ser de los mexicanos, la música, la literatura, la burocracia, el futbol y una serie de preocupaciones cuyo tratamiento mueve a la risa congelada.
Porque algo que se agradece en este libro (y que deja con ganas de más, lo que algún editor más que listillo debería ya de estar sopesando) es el humor finísimo (que va de la ironía a la parodia a la alegoría al sarcasmo) que se teje en cada una de sus páginas. Es de los libros que se leen con calma. Entre pausas. Como esos postres extracalóricos que están al fondo del refrigerador y de los cuales sólo podemos comer ligeras rebanadas para extender el placer. Aunque dependiendo del lector es posible que un atracón sin miramientos también lo deje más que satisfecho (pero con síndrome de abstinencia, seguro). Por mi parte, me quedo a la expectativa y en la cacería de la próxima entrega de estas crónicas-ensayos-artículos que me hicieron pasar más de un buen rato. Dejo una muestra:
“Disculpen la modestia”
La técnica del autoelogio representa una guía para aquellos críticos encargados de sustentar nuestra trascendencia. A través de ella se concretan los caminos que han de seguirse para un futuro análisis de nuestra obra.
     Los críticos y los escritores comúnmente no comparten la misma óptica de apreciación, eso origina discordancias entre lo que espera el autor que digan de él y lo que, al final, aparece escrito.
     A lo largo de su vida, el escritor va tejiendo el aparato crítico que lo consagre. Este apartado, huelga decirlo, obedece a una pantomima de narcisismo que es sólo evidente para sí mismo. Toda literatura es polisémica y esta peculiaridad sirve de pretexto para que cualquiera (tachado de mediocre) diga de sus críticos:
     ―En verdad, no comprendieron la unidad interna del texto ―y, a continuación, cite a los grandes maestros de la semiología y la hermenéutica que ni él mismo comprende.
     El error de estos escritores reside en esperar a la réplica para aclararlo todo, cuando debieron partir de otro lado: trazando el camino de análisis de su propia obra utilizando las obras ajenas.
     Al escribir un ensayo literario, uno tiene que “ver” en sus autores favoritos aquello que quisiera fuese evidente en su propia obra. A esto se le llama “sentar guías”. Es decir, que se deben construir verdaderos monumentos de elogio hacia los autores analizados para establecer las reglas en este juego de espejos.
     “De Eduardo Huchín podríamos decir lo que él mismo opina de Ibargüengoitia…”.
Que utilicen nuestros párrafos es enteramente agradable, siempre y cuando señalemos la manera en que deben ser citados. Por supuesto, que el juicio anterior es una muestra del grado máximo del autoelogio: el que hacen los otros con nuestras propias palabras.
     Hay otras maneras menos cínicas para, sino emitir juicios “pertinente”, escribir las vías de acceso a nuestros libros analizando otros:
     “Al libro de (aquí poner cualquier nombre) se llega a través de un estudio exhaustivo del lenguaje que revela su aparente sencillez verbal. Las distintas voces enunciativas establecen una atmósfera inusitada en nuestra literatura. Cada palabra ocupa el lugar que le corresponde; no existen elementos gratuitos… etcétera”.
     Repetido eso en dos o tres reseñas sobre dos o tres libros distintos, la reflexión se asienta en el subconsciente del crítico que las lea y que al revisar nuestros textos halle en ellos ese supuesto “estudio exhaustivo del lenguaje, etcétera”.
     Pero el método más elegante (y literalmente plausible) se encuentra en esa técnica narrativa conocida como “construcción en abismo” o “sistema de cajitas chinas”. Esto es: escribir un cuento donde un personaje escriba también un cuento que tenga, a su vez,  a un personaje escribiendo un cuento. Lo anterior con la finalidad de que en la narración que haga nuestro personaje se dejen evidentes las mismas características de la narración que nosotros mismos hemos escrito. O que simplemente, el personaje de nuestra historia haga una crítica favorable a un escritor ficticio que presumiblemente seríamos nosotros.

Eduardo Huchín Sosa, ¿Escribes o trabajas?, México, FETA, 2004. 

miércoles, marzo 27, 2013

Peludos (y letales) animalitos


We3 es, sin lugar a dudas, uno de los mejores cómics que he leído. Tiene todos los elementos que permiten que la lectura sea una cuestión agradable y que el hecho de llegar al final de la obra nos deje con sensaciones encontradas: satisfechos por haber encontrado algo valioso y tristes porque llegó a su fin.
De la autoría de Grant Morrison (The Invisibles, Seaguy)y con dibujos de Frank Quitely, We3 nos cuenta la historia de un conejo (Pirate), un gato (Tinker) y un perro (Bandit) que pertenecen a la categoría de animales perdidos de los cuales sus dueños no vuelven a tener noticias. Éstos, sin embargo, no encuentran un nuevo hogar o se transforman en unos habitantes en tránsito continuo por las calles. No: se convierten en un experimento de las Fuerzas Armadas de los EEUU.
A través del trabajo de científicos se transforma la naturaleza y rol de las mascotas en beneficio de la violencia y la guerra. Entre los científicos sobresale el personaje de Roseanne Berry, una doctora que al tener un rasgo básico de humanidad, la piedad, decide dejar en libertad a los animales que se consideran como elementos desechables del plan militar. El plan militar consiste en convertir en ciborgs dotados de una capacidad destructiva impresionante a los tres animales. Las armaduras que se les colocan, se controlan por las propias terminales nerviosas de los animales, así como por un "control remoto" con el cual los encargados del proyecto creen tener todo, precisamente, controlado.


La repentina libertad de los tres del título, desata una persecusión que se torna en pesadilla sangrienta. Morrison sabe combinar la naturaleza instintiva de sus personajes con la posibilidad destructiva de los cyborgs semi-humanizados al hacerlos propietarios de elementos de comunicación lingüística mínimos a través de monosílabos. Es esa humanización precaria lo que vuelve a los personajes principales por completo empáticos con su lector y que mueve a éste a reflexionar sobre temas por demás importantes.

A partir de estas premisas, Morrison despierta el debate acerca de cuestiones como la inocencia del instinto, el valor de la amistad incluso en especies que se asumen antagónicas, la toma de responsabilidades bajo la forma del sacrificio y el hallar la esperanza, con respecto de los humanos, precisamente en personas en las cuales el sistema se ha ensañado para hacerlos objetos de desprecio e indignidad.
Como una fábula contemporánea, We3 nos revela una finísima metáfora de lo que significa ser humano y de lo que la ética, como sistema rector de la toma de decisiones (u omisiones), representa para que la aniquilación no sea su única meta. Más que disfrutable.

Grant Morrison y Frank Quitely, We3, New York, Vertigo, 2011.

viernes, marzo 22, 2013

El que lea esto es un estúpido: acercamiento al “jejejeísmo”



Hay expresiones dentro del habla cotidiana que tienen una función amortiguadora y eufemística con respecto del mensaje original. Frases como “no me lo tomes a mal, pero...” o “no te vayas a enojar por lo que voy a decir”. Y después viene un ramalazo que tiene un efecto demoledor, generalmente ofensivo, ante el cual el interlocutor no sabe bien cómo reaccionar porque la frase antepuesta al madrazo lo descoloca de inicio. En inglés tiene su correspondencia en el “please don't offense”.
     En estos tiempos de redes sociales y economías lingüísticas las fórmulas cortesanas han mudado en nuevas formas de amortiguar los madrazos retóricos. El usuario de estos medios sustituye la fórmula por una onomatopeya que pretende simular la risita irónica del que no habla en serio. “Jejeje” se pone ahora después de una ofensa o comentario malintencionado en la búsqueda de que el lector de éste se descoloque y dude acerca de responder a lo dicho por el bromista interlocutor.
     Estas cuestiones rebajan y pauperizan aquello que Schopenhauer denominaba “el arte de insultar”. La búsqueda de una salida elegante o de una respuesta ingeniosa, en donde personajes como el mismo padre del pesimismo profundo, Oscar Wilde, Mark Twain o Winston Churchill eran unos expertos, ha mudado hoy al ser grosero y tratar de ocultarlo poniendo “jejeje” al final de lo escrito. Imagínense ustedes los escenarios virtuales en donde cabrían frases como las que se escriben a continuación:
  1. No es que seas fea, también estás gorda. Jejeje.
  2. Si no fuera tu güey me lo tumbaba. Jejeje.
  3. No eres más idiota porque no eres más viejo. Jejeje.
  4. [En el pie de una foto] Ay, no mames, ¿quién te atropelló? Jejeje.
  5. Lo tuyo no es distracción, es estupidez. Jejeje.
La inclusión de paréntesis o corchetes hacen más evidente el sentido-irónico-inverso (si algo así existe) de lo dicho.
  1. Eres un apestado, a ti nadie te quiere. (Jejeje).
  2. Pinche mantenido, a ver cuándo te sales de la casa de tus papás. (Jejeje).
Otra forma de amortiguación en redes sociales es el “no es cierto”, que sigue al dicho ofensivo original. El caso de los corchetes-paréntesis también aplica.
  1. Estás hermosa, ¿cuándo nos damos unos besos? (No es cierto).
  2. Mucha fiesta, ¿no? Te voy a llevar a AA. (No es cierto).
El grado último de amortiguación ofensiva es la combinación de las dos partículas (“jejeje, no es cierto”, o invertido), en lo cual podría aventurarse una regla que implicara, en analogía matemática, que la doble negación es, en la práctica, una afirmación.
  1. Estás bien bonita, lástima que soy gay. (No es cierto, jejeje).
  2. Lo que no sabes, amiga, es que me fui con tu esposo, después del trabajo, al hotel. (No es cierto, jejeje).
Es claro que lo aquí expuesto es cuestionable. Habrá quienes hayan construido un código de interlocución en donde el uso de estas fórmulas sea claro y no se preste a equívocos. Si dudan de haber establecido tal código con alguien que se los “jejea”, creo que los están tratando como a estúpidos. Je, je, je.

jueves, marzo 21, 2013

Echarle ganitas



El “echarleganismo” es un mal patrio. Implica que se reconozca un esfuerzo mínimo, generalmente estéril, como si se tratara de una nueva enunciación de la teoría de la relatividad. Primo-hermano del “sehizoloquesepudo”, el “echarleganismo” es uno de los pretextos preferidos para hacerse el digno y ofenderse cuando alguien le dice al ofendido que “echarle ganitas” no es suficiente.
      Lo anterior a colación porque en estos días estoy haciendo evaluaciones preliminares a mis estudiantes de preparatoria y uno de ellos, con una candidez digna de mejor causa, me soltó el “debería evaluarme como 'bien' porque no terminé, pero sí le eché ganas”. Entonces le expliqué que soy un detractor de tan funesta ideología. Y se enojó. Y salió dando un portazo porque “no le reconocí el esfuerzo”. Esto que cuento a nivel de oficina de profesor asalariado se repite en escenarios que nos otrogan, incluso, elementos para discernir acerca de nuestra tan traída y llevada identidad nacional.
          Echarle ganas basta para que los fanáticos de un club de futbol cualquiera reafirmen su militancia porque sus jugadores “se rompieron el almeee” en la cancha, aunque hayan perdido por cinco a cero. El “echarleganismo” parece la corriente ideológica a la que se adhieren la mayoría de nuestros políticos profesionales: “nosotros queríamos ser honestos y trabajar para el pueblo; nos ganó la inercia, pero de que le echamos ganas, le echamos ganas".
          Esta funesta costumbre podría estar detrás del fatalismo con el que estamos dispuestos a asumir la derrota. “Echarle ganas” es suficiente. Lo importante no es ganar, sino echarle ganas. De tal manera, esta forma de asumir la vida se convierte en meta última. El reconocimiento no se da por alcanzar un objetivo previsto, sino por hacer “el máximo esfuerzo” para conseguirlo. A través de esta justificación uno está destinado a no fracasar (o a creer que no se fracasa) en los contextos más variados de la vida: el matrimonio (“antes del divorcio le echamos hartas ganas”), la crianza de los hijos (“le echamos hartas ganas para educarlo, pero al final le gustó más el chemo”), los objetivos laborales (“sabíamos que no terminaríamos, pero le echamos ganas”), la historia patria (“nos ganaron los franceses, pero el 5 de mayo le echamos hartas ganas”) y la función pública (“prometo echarle ganas a lo que tenga que hacer, y si no que la nación me lo demande”).
          Regreso al estudiante “echarleganoso”. Si se asume como suficiente el esfuerzo mínimo sin la obtención del resultado previsto, estaremos generando seres humanos incompletos que crecerán con la idea de que el esfuerzo, más que el hecho de concluir procesos, es la meta de la educación. Y eso nos da como resultado una realidad de sistema educativo trunco donde los estudiantes, los profesores y los funcionarios cumplen (o creen cumplir) con echarle ganas. Y no vale entonces exigirle más a casi cualquier eslabón del sistema porque todos, desde su cómoda posición, “le han echado ganas”.
          Sin educación, que es decir sin herramientas para interpretar, confrontar y transformar el mundo, los ciudadanos de un país se convierten en elementos de fácil manipulación, explotación y abuso por parte de aquellos que no se conformaron con “echarle ganas”. ¿Encuentran, como yo, más de un sentido en el orgullo extremo de ser (o cacarear ser) “la raza de bronce”? Échenle ganas, o no, ustedes deciden. 

miércoles, marzo 20, 2013

La felicidad está de moda



Hoy me entero que hay un Día Internacional de la Felicidad. Es el primer año que se celebra. Supongo que los usos y costumbres del jolgorio irán mudando cada año. Y habrá que atenerse a la creatividad de los más entusiastas. Así como San Valentín parece el Día Internacional del Globo Metálico y el 8 de marzo el Día Interplanetario del Meme Cursi, no nos debería de extrañar que algo similar se invente para este día.
       Antes de que el destino nos alcance, y en arranque de Nostradamus, dejo aquí algunas cosas que podrían suceder en años próximos:
  1. El gobierno de la Ciudad convocará a los capitalinos al Zócalo para romper el récord Guiness de la ciudad más feliz del planeta. Habrá albercas portátiles y pistas de hielo: para todos los gustos.
  2. Se grabará una canción alusiva a la celebración con los cantantes más felices del mundito del espectáculo: Gloria Trevi, Ivonne e Ivette y las edecanes de ¡Venga la alegría! (Ay, sí, nadie sabe de qué estoy hablando).
  3. Andrés Manuel reclamará ante la ONU que la idea de la felicidad fue de él y que la celebración es, previsiblemente, espuria.
  4. Habrá un maratón de programas de Eugenio Derbez en la TV. El mismo día le harán un homenaje: estará gordo y pelón. Se parecerá a Harvey Pekar.
  5. Llevarán a Chespirito al Estadio Azteca en una cámara criogénica para hacerle otro homenaje. Aparecerá Enrique Peña Nieto disfrazado del Chapulín Colorado.
  6. Aparecerán activistas por los Derechos Humanos que argumentarán ante la Conapred que la celebración discrimina a los emos. Los emos serán felices (porque estarán más tristes [¡Oh, divino oxímoron!]).
  7. Los diputados se ofrecerán como víctimas de un juego que consista en atinarle a un blanco para que caigan en una tina llena de agua del desagüe. La multitud desbordará la atracción y todo terminará en una desgracia.
  8. Se develará una estatua de Jorge Ibargüengoitia aludiendo a su genial sentido del humor. El discurso lo hará Elena Poniatowska. Nadie se reirá.
  9. Habrá potenciales suicidas en el metro que ofrecerán sonrisas y pretenderán obligarte a sonreír.
  10. Se regalarán chocolates con el pretexto de que tienen sustancias que liberan las endorfinas que nos hacen creer que somos felices.
  11. Y los que resulten...

miércoles, febrero 27, 2013

La ciudad y la furia


Una de las cosas que más me llaman la atención de la literatura de Gabriel Vázquez es la capacidad que tiene para otorgar una solución estética a la tensión que une la ficción con lo que denominamos “vida real” o “realidad”. Sus cuentos aluden a esa parte del mundo que experimentamos a diario y que almacenamos como observaciones que tienden a ser desechadas sin mayor miramiento. Experiencias, le llaman los que se la dan de etiquetadores. Gabriel demuestra, no sólo en este libro sino en buena parte de su obra, me vienen de manera inevitable a la memoria los cuentos de Recuerdo de Cancún, que tiene una capacidad de observación de aquello que lo rodea a diario suficientemente desarrollada como para teorizar sobre las causas, los azares y el aparente caos de los mares de gente que a diario atraviesan nuestro campo visual y nuestro espacio vital.
        En Destinos furiosos nos encontramos con un catálogo de personajes que se desplazan por los territorios de lo urbano. Resulta reveladora la elección del título si lo contraponemos con la imagen que generalmente se asocia a las ciudades. Esa confrontación entre civilización y barbarie que nació en el siglo XVIII con el advenimiento de la modernidad y que sería reforzada con el desarrollo de la Revolución Industrial, primero, y después con el avance arrasador de las potencias capitalistas de gran avance tecnológico hasta nuestros días. La ciudad aparece como una tirana. Como un espacio en el cual lo que de bucólico refleja el campo, con esa idea de lo rural que cada vez más se desplaza a favor de una concepción casi desértica o de escenario apocalíptico dada la depredación de los recursos naturales y el imaginario de un planeta y una naturaleza a punto del colapso ecológico, desaparece.
        La furia hoy se traduce como estrés. Ya la película Un día de furia de Joel Schumacher reflejaba cómo ese amontonamiento de situaciones límites que se dan en las grandes urbes se vuelven campo de cultivo para una explosión de pronóstico reservado. La tensión acumulada se refleja en la vida de los hombres de a pie de múltiples maneras. Un caleidoscopio que incluye por igual la rutina como desesperación en la inmovilidad; el crimen violento como actividad accesoria; la vida nocturna como deporte extremo; el abandono de los niños a favor del papel regulador y anestesiante de la televisión y sus extensiones tecnológicas; la aglomeración de los autos con sus ruidos de motores y cláxons como el ruido blanco de todos los días; la necesidad de buscar vías de escape (las drogas, el sexo, el matrimonio) para huir de una realidad que no acaba de agradarnos; el desgaste y la manera en cómo las relaciones humanas, incluso las más cercanas, se va manifestando en forma de rencores, envidias o competitividad descarnada.
        No es una visión optimista. Debemos apuntar que tampoco es una visión nueva. La idea de una ciudad que termina con la “inocencia” y la “pureza” del ser humano está presente desde los autores del naturalismo a finales del siglo XIX. Y, en el contexto mexicano, desde los tiempos en que esta ciudad de México comenzó a extender sus tentáculos hacia las montañas, los valles y los lagos que rodeaban los trazados originales. Ahí están las películas de la época de oro que narran la manera en cómo las inocentes provincianas eran despojadas de su virginidad o de cómo los hombres que llegaban a las periferias miserables en crecimiento tenían que fajarse a los madrazos para que el respeto, esa cosa de mafiosos que acomoda tan bien en una sociedad cortesana como la nuestra, se convirtiera en su principal divisa. Pero no solamente en el pasado se encuentra esa idea de ciudad destructora, basta dar una vuelta por la oferta televisiva de señal abierta para constatar cómo la ciudad es el principal escenario de la degradación moral de sus habitantes. De los magnates encorbatados que aparecen en los noticiarios acusados de defraudación económica o política (generalmente ambas) hasta las mujeres y hombres que se prestan al espectáculo del amarillismo vía la inefable Laura Bozzo e imitadoras que le acompañan.
        Una de las cosas que no aparecen en el libro de Gabriel, y que se agradece bastante, es la victimización de los personajes que participan en sus historias. No hay inocentes, ni víctimas. Victimarios sí, a granel. Pero éstos no aparecen disfrazados de lobos feroces, sino de personas con las cuales podemos encontrar más de un punto de identificación. Con los cuales nos cruzamos, sin duda, en el día a día, con quienes forcejeamos en el metro o a quienes sobresaltamos con el sonido de nuestros gritos. Esos personajes que no son heroicos porque no pretenden serlo. Pero que quedan grabados en la memoria de manera indeleble. Van aquí unas someras descripciones:
        La primera de las cinco partes en que el autor divide su obra incluye dos relatos. En el primero “Asalto exprés”, un joven mesero asalta a unos comensales de fin de semana en una escala que hacen antes de que consigan “salir de la ciudad”, esa expresión que equivalente al escapar al caos y encontrar la paz. Estos dos desafortunados, más que encontrarse con la eterna primavera se topan de frente con el cañón de un arma, en apariencia, letal. Resulta una reflexión interesante acerca de cómo el miedo se ha convertido en una de las sensaciones recurrentes en nuestra paranoica realidad. Un miedo que, muchas veces, está fundado en la sorpresa y la sospecha más que en motivos concretos.
        “La soledad del francotirador” nos invita a visitar los pensamientos de un niño que se entretiene cazando reptiles que se muestran al sol. Es la crónica de un sobreviviente y de un solitario. De un pequeño que se concibe héroe y a quien el lector, al atestiguar el abandono en el que está creciendo, le concede tal concepción sobre sí mismo. Es un texto que explora la manera en cómo los niños generan realidades alternas, esas que habitan en su imaginación, para significarse. El francotirador se convierte en la metáfora de la contemplación paciente de una realidad inmóvil y una falta de expectativas que cada vez se revela más homogénea.
        La segunda parte también cuenta con dos relatos. En ésta atestiguamos, primero, la manera en cómo una vida puede extinguirse en cuestión de minutos, rodeada de espectacularidad pero sin nadie que realmente pueda describir con conocimiento de causa esa vida apagada. Es el caso de una maestra que en el día en que el reconocimiento por el cual ha esperado toda su vida llega, no tiene con quién compartirlo ni motivos suficientes para celebrarlo. Nos habla de las relaciones rotas que establece la necesidad laboral de las mujeres en una sociedad que ya no es la misma que antaño, con las ventajas y nuevas realidades que esto implica. Una de ellas, morir con la conciencia de que su hijo es un extraño para ella. Y que el sentimiento, por demás, es mutuo en el lado opuesto. “Tráfico”, se llama esta historia.
        En “La segunda vez”, por su parte, asistimos a la escenificación de la imaginación amorosa. Nos encontramos con un personaje a quien, a pesar de haber perdido parte de su cuerpo en las negociaciones de un secuestro, reincide en frecuentar aquellos ambientes que posibilitaron su primera desfortuna. Hay en éste una confianza ciega en concebir la bondad humana como una posibilidad en medio de una realidad que se empeña en demostrarnos lo contrario. La vida nocturna de la ciudad, con sus alientos alcohólicos, su brillantina entre los senos, su música de pasarela desnudista y la simulación de lazos emocionales es el espacio en el que este relato navega.
        El siguiente relato, “Tarambana, la bala perdida”, es mi preferido y el que considero mejor logrado de todo el volumen. Hay aquí una anomalía en la naturaleza del narrador que se vuelve inquietante pero que, al mismo tiempo, genera empatía a partir de las reflexiones que como voz narrativa expresa. El cuento es narrado por una bala perdida, que se llama como apunta el título, y que pone ante nuestros ojos la manera en cómo las balas aceptan su destino y se entregan a cumplir con sus cometidos. Es inevitable establecer la analogía entre lo que se plantea como una fantasía fincada en la violencia que cada día escala más en nuestro país y el destino que las personas tienen al reflexionar en su paso por este mundo. ¿Cuántos creeremos, después de leer el texto, que somos balas perdidas? ¿Cuántos se asumirán como balas de magnicidio o justicieras? ¿Cuántos, lo más desafortunados, se concebirán como balas de salva?
        “Las apariencias” nos muestra a un soberbio ejecutivo desempleado que tiene que hacer frente al vacío vital y a los reproches silenciosos de su esposa atendiendo una máxima de su triunfador hermano: “no podemos aceptar menos de lo hemos tenido alguna vez, hacerlo es convertirse en un fracasado”. Es así como su deambular por oficinas de empleo y anuncios clasificados se convierte en su rutina. Una rutina que amenaza con alargarse de manera indeterminada. Este relato nos pone sobre aviso acerca de lo difícil que resulta mantener ante los ojos del mundo, los demás que significan ese mundo, la construcción que sobre nosotros hacemos. Y se vuelve más complicado en cuanto las exigencias de ese mundo que ha crecido junto con nuestras simulaciones y aspiraciones crecen en requerimientos de tipo económico. Un texto sobre la manera en cómo la madurez (o la falta de esta) suele dar fuertes pisotones.
        “El comportamiento de los gases” nos narra el proceso a partir del cual la rutina construye la desilusión de alguien que espera una revelación al cumplir los parámetros del “deber ser” social. Un ser perfecto por decisión, que ha abandonado la precariedad emocional, la dependencia a los estimulantes, el caos y el jugar a ser un equilibrista sobre un cable tensado a varios metros del suelo. Como los gases, esa desilusión se va acumulando, satura hasta los más recónditos lugares del ser, comienza a ejercer presión sobre las paredes, hasta que éstas, un buen día, ceden a la acumulación. Lo interesante es imaginar si esos gases arderán y se disiparán de manera lenta o se consumirán, en cambio, en una espectacular explosión.
        El relato que cierra el volumen es “El único parecido”. Una historia de desamor y de cómo las elecciones afectivas no aciertan siempre entre el deseo y el destino. Un hombre que asume su derrota camina como un autómata entre las obligaciones que tiene como trabajador alienado y el rol que juega como esposo y padre ante una mujer que, hace mucho, dejó de interesarse en él. Hay una tensión que predispone al lector a un desenlace fatal, a un acumulado de rencores y certidumbres. Sin embargo, tal descarga de tensión no llega y el relato queda en un impasse que el lector, a partir de sus propios juicios y prejuicios tendrá que completar.
        Estos son los relatos que conforman el volumen que hoy estamos presentando. Hay entre todos ellos un contrapunto marcado por los fragmentos de prosa poética que van introduciendo cada una de las partes en las que Gabriel decidió dividir su obra. Prosas que nos indican lo que nos espera más allá de la furia y del ruido. Como la última:
Los amigos son amigos porque comparten un mundo, una realidad virtual y lo saben. Lo saben y lo callan, en la ciudad en la que todos se encuentran no hay espacio para la verdad, la apariencia es la moneda de cambio. Los besos no vuelven ni las sonrisas reaparecen, los faros se han apagado en una ciudad en la que la tormenta está siempre presente.
La ciudad tiene en cualquier esquina políticos vendidos, comprados, heridos, consecuentes, inocentes, perdidos, olvidados y vilipendiados, frases, slogans, fotografías, marchas, declaraciones rimbombantes, penas, historias con hemorragias imparables y destinos furiosos debajo del colchón.
Vuelve a casa, a encontrar todo igual, porque el que no cambia, como la ciudad, muere lentamente.
Por mi parte, vuelvo a casa contento por compartir un mundo con mi amigo Gabriel Vázquez, el mundo de estas historias que no están destinadas a morir debajo del colchón, sino a brillar con luz y furia propias.

Gabriel Vázquez, Destinos furiosos, Chetumal, Secretaría de Gobierno del Estado de Quintana Roo, 2012.