jueves, julio 26, 2007

El reino del Mal*



Toda ficción es, claro está, recuerdo...
Silvia Molloy, Acto de presencia

No podemos creer tan fácilmente. El acto de creer es un proceso de desavenencias con uno mismo. Creer es renunciar de golpe a una parte de nuestro ser. Es más difícil aún que alguien intente hacernos creer. El acto de creencia es un acto de fe y la fe es un bien escaso en estos días. Se puede creer en lo inmediato y lo que presuponemos inmutable: la salida del sol por oriente, el advenimiento de la oscuridad al terminar las horas de oficina, los defectos y fallas continuas del servicio telefónico, la corrupción de los poderosos, la ninfomanía de las estrellas de cine porno, la estupidez de los programas de televisión dirigidos al “espectador promedio” (esto es, el más baboso), el cáncer, el sida, el vouyerismo espiritual de los sacerdotes (esa obsesión por saber todo acerca de los pecados de uno los hace aparecer como coyotes de la gloria celestial), en fin. Lo cierto es que creemos en las cosas que vemos en el mundo real, aunque no podemos afirmar que conocemos todo lo relacionado con ese mundo. Y he aquí que una de mis ex-novias (las causas por las que dejó de serlo no tiene que ver con desacuerdos de índole romántica o sexual sino con un fenómeno que nadie ha alcanzado a explicar y que relataré a continuación) quería hacerme creer en cosas en las que yo ya había reafirmado mi incredulidad. Va la historia.
          A ella la conocí en un puesto de carnitas, sé que no es un lugar muy común para conocer a personas que nos sorban el seso, pero así ocurrió. Ella se veía hermosa, en medio de las cabezas de cerdo y del olor a manteca frita su imagen se elevaba como si fuese una mitológica ninfa. Creerán todos que ella se encontraba ingiriendo los manjares ricos en calorías que aquel puesto ofrecía pero no era así. Se encontraba ahí para una misión más elevada: repartir volantes en los cuales se prevenía de los efectos dañinos que la carne nos traía, su afán ciertamente no era el de un apostolado nutricional sino espiritual. La enjundia con la que pregonaba la inminente condena a la que nos exponíamos al seguir consumiendo esos alimentos llamó la atención de todos los comensales pero más aún la del carnicero que la miraba con ojos inyectados de furia. Ella hacía caso omiso y seguía repartiendo volantes hasta que la furia del carnicero fue tal que tomando el cuchillo que utilizaba para picar la cebolla la conminó amablemente a que se alejara de su puesto y fuera a redimir carnívoros a otro lado, sutilmente sugirió el puesto de barbacoa a pocos pasos de ese lugar. Por un momento creí que la ninfa se resistiría a abandonar a su rebaño pero, para mi sorpresa, con un aire de dignidad propio de los que se ven amenazados por un cuchillo se alejó del lugar no sin antes poner uno de los volantes en mis manos. Le eché una ojeada al minúsculo discurso escrito en el papel y al verla alejarse decidí pagar mi consumo y seguirla.
          Los lectores creerán que la diatriba de aquella criatura había tocado mi mente haciéndola reaccionar ante el peligro de condenarme en los infiernos por comerme a uno de los hermanos de Porky, nada más falso. Si me decidí a seguirla fue porque al verla alejarse escuché el canto de las sirenas que inclementes susurraban sus más enloquecidas melodías al ritmo de sus caderas. Decidí seguir el llamado de la otra carne y la alcancé cuando esperaba el camión en la parada de la esquina del mercado. Cuando me vio sonrió de una manera que nunca llegué a descifrar, le dije entonces que su discurso me había causado un profundo impacto y que sus argumentos (esto es sus caderas) aunados a su claridad de razonamiento (esto es sus ojos intensamente azules) me habían, simplemente, subyugado. Ella me miró por un instante mientras yo sonreía estúpidamente. Su mirada se había literalmente clavado en mi rostro ante mi incipiente inquietud (súbitamente pensé en algún residuo de cilantro entre mis dientes). Acto seguido dijo “es raro, la mayoría de la gente cree que estoy loca”, “nimiedades” pensé para mis adentros. Sin pérdida de tiempo la invité a tomar una copa, “no tomo alcohol”, un café, “ni drogas”, una agua de alfalfa, “pero sin azúcar”. Éxito.
          En el transcurso de esa agua asquerosamente viscosa supe que era una de las elegidas por el Maestro para llevar a los confines del mundo el mensaje de una nueva era. La vida terrenal estaba por terminar porque el acoso de fuerzas que escapaban a nuestro entendimiento estaban decididas a exterminar a la raza humana. Supe que era asidua asistente a sesiones en las que se pedía ayuda, a través del Maestro, a personajes que en la antigüedad habían previsto la maléfica acción de esas fuerzas y habían reunido el coraje suficiente para enfrentarlas. Hablaban con los muertos pues. No pude reprimir una risita burlona que, afortunadamente, ella no percibió, o percibió pero no la tomó como una ofensa, nunca lo supe. El caso es que de repente, ya me había invitado a una de esas sesiones. Era el momento preciso de dar marcha atrás a esa situación que a cada momento se tornaba más ridícula, pero el misterio que exhalaba (y los generosos senos que se insinuaban debajo de su blusa) hicieron que aceptara.
          A los dos meses de esta escena ya había acudido a una media docena de invocaciones en las que se notaba a leguas lo hechizo del asunto. El local donde se llevaba a cabo todo el teatrito era de lo más estereotipado: muñecas Barbie decapitadas, frascos de conservas que en vez de suculentos chiles jalapeños mostraban vísceras de lagartos y ojos que, con un poco de imaginación, parecían seguirlo a uno por todos los rincones de la habitación, pósters de Gloria Trevi en las paredes, crucifijos negros, reproducciones gigantescas de grabados medievales, sangre de utilería, códices aztecas apócrifos y, en medio de toda esa escenografía, el Maestro.
          Cabe aquí hacer una descripción de tan oscuro personaje: de estatura mínima (esto es, chaparro), con el pelo crespo, los ojos siempre inyectados, la voz gutural que podría pertenecer más a un borracho que a un gurú, las manos callosas, utilizaba unos zapatos que parecían sacados de alguna película del Santo y un turbante sobre la cabeza. La congregación no podía ser más disímbola: un supervisor de salubridad que aseguraba haber sido raptado por ovnis, un ama de casa que suspendía el tejido de un eterno suéter apenas comenzaba el ritual, un ex hippie que siempre olía raro, un cantante de rock pesado que llevaba sus cintas de Leprosy para “crear ambiente”, un supuesto jefe de una tribu india desconocida, un dibujante de revistas pornográficas; entre ellos, la presencia de mi Eva evanescente y de mi incredulidad cínica no podía ser más evidente.
          Las sesiones tenían todo lo que el más aberrante cine de Hollywood nos había legado. Nos tomábamos de la mano y emitíamos un mantra que se suponía debía atraer a los espíritus del más allá. El Maestro se retorcía al sentir de la presencia de los visitantes. Empezaba a emitir sonidos inteligibles que al final traducía como “el reino del Mal está más cerca de lo que se imaginan”, “cuídense de las personas que creen más puras, he ahí a los mensajeros del Maligno”, “confíen en la llegada del Elegido, él los llevará hasta los umbrales del Paraíso” y así hasta la naúsea.
          Lo único rescatable de las sesiones era que al final de las mismas la suculenta repartidora de volantes y un servidor nos entregábamos a los más apasionados exorcismos de los demonios del cuerpo. En la estrechez de mi departamento, hurgaba uno a uno los rincones de su cuerpo buscando expulsar con mi lengua a los demonios que se hubiesen atrevido a invadir su piel y un poco mas allá. En determinado momento ella me susurraba al oído palabras que no entendía pero que al final no importaba en tanto yo estaba entregado a otro tipo de reflexiones que no tenían que ver con mi salud espiritual.
          Fue así como un día al llegar a la redacción del periódico, en ese entonces era reportero de nota roja, me encontré con la noticia de que el Maestro había sido asesinado. Mi estupor fue mayúsculo cuando leí que el tipo tenía en su casa todo tipo de artefactos destinados al culto satánico (intrascendente) y, por si fuera poco, unos cuantos kilos de cocaína y heroína en el fondo de uno de sus baúles. Lo que me dejó helado fue leer que todos los asistentes a las sesiones que el Maestro realizaba habían sido detenidos y serían procesados como sospechosos de asesinato. La fotografía que aparecía ilustrando la nota era en verdad patética, todos los asistentes a las sesiones mostraban en sus manos cuchillos, pistolas con silenciadores, cuernos de chivo y una aguja de tejer, sin que le importara a la policía el hecho de que el Maestro había muerto asfixiado. Resaltaba la ausencia de mi objeto del deseo y la mía. Por un momento pensé en huir, pero después reflexioné y pensé que, mientras no se me mencionara, ninguno de los detenidos sabía quién era, dónde vivía o algo que pudiera identificarme.
          Seguí el caso con atención hasta el momento en que los detenidos fueron absueltos al decidir la policía que el Maestro había muerto al quedarse dormido en la tina del baño mientras escuchaba un disco compacto de narcocorridos. Mientras esto ocurría no había tenido noticias de la causante de mis sueños húmedos hasta la mañana en que en el buzón de mi departamento encontré una carta proveniente de Texas. Transcribo lo que decía:
“No puedo expresarte nada más que una súplica para que me perdones, cuando te conocí decidí que estuvieras en las falsas sesiones espiritistas sólo para que dieras fe de los hechos que a continuación te voy a narrar. Sé que como periodista te parecerán de sumo interés.
          Conocí a Rubén Malverde, a quien tu y yo conocemos como el Maestro, en unos separos de la ciudad de Tijuana cuando nos encontraron a ambos unos paquetitos que teníamos que entregar del otro lado. Malverde tenía relaciones más que cercanas con una ministerio público de Tijuana por lo que no fue nada difícil que saliéramos librados. A pesar de que yo no formaba parte de su grupo, tuvo la amabilidad de decir que yo iba con él por lo que también tuvieron que soltarme. A partir de ese momento tuve una relación con Rubén que rayaba en la idolatría, me empecé a enamorar de él de una manera incontrolable y tuve a bien llevar a cabo diversos encargos y entregas con destino al norte en más de una ocasión. Todo hubiera quedado en una asociación bastante conveniente para los dos, sino se hubiera interpuesto la esposa que había dejado en Sinaloa. Lo amenazó con dejarlo si no dejaba de andar persiguiendo zorras en la frontera. Me sentí aludida y los celos y la sed de venganza comenzaron a anidar en mi corazón. Rubén dejó a su esposa, más por conveniencia que por otra cosa justo en el momento en que la DEA estaba sobre nuestros talones. Decidimos huir a la Ciudad de México para escondernos un rato. Qué mejor escondite que en un lugar en el que la gente es abundante. Sin embargo, Malverde tenía una infinidad de enemigos en la Ciudad de México, así que decidimos pasar de incógnitos. Montamos la farsa de las sesiones espiritistas y decidimos llevarla a cabo mientras las cosas se calmaban. Todo hubiera resultado bien si al estúpido no le hubiera dado la nostalgia y no hubiera llamado a su esposa. La policía había intervenido las líneas y así, en unos instantes ya sabía donde nos encontrábamos y que estábamos haciendo. Lo demás fue cuestión de tiempo. Malverde los pudo contener con unos buenos desembolsos de dólares hasta que la DEA metió su cuchara. Le esperaban fácilmente treinta años por tráfico de estupefacientes. Entonces fue cuando cometió su error. Hizo un trato con la Agencia.
Después de desembolsar otra buena cantidad de dólares para sobornar a los gringos, decidió sacrificarme para que los polis no hicieran el ridículo. De repente iba a aparecer como la orquestadora de toda el tráfico en la frontera oeste. El hecho de que no fuera nueva en el asunto y de que fuera mujer le auguraba a la DEA una cantidad de publicidad impresionante. La forma en como me enteré de esto no te interesa, sólo te diré que estuvo implicado un agente bastante atractivo. Decidí llevar a cabo mi venganza.
          Sabiendo que Rubén había decidido sacrificarme decidí adelantármele, en la última sesión que tuvimos y, a la cual no asististe, puse un somnífero en el vaso que acostumbraba tomar antes de iniciar el ritual y que no era otra cosa más que jugo de tomate con vodka. Ese día cayó completamente dormido y sus fieles creyeron que sus fuerzas habían llegado a su límite por lo que se retiraron. En cuanto estuvieron fuera, lo tomé por la cintura y lo metí en la tina del baño, abrí las llaves del agua y lo demás ya lo sabes. El hecho de que su esposa no permitiera que le hicieran la autopsia hizo posible que no se detectara el somnífero.
          Terminado lo anterior, vacíe la caja fuerte y crucé la frontera hasta mi tierra: Texas. La extrañaba. Después de lo que me pasó con Emilio (otra historia que algún día, si quieres, te contaré) nunca había vuelto. Aunque no lo creas llegué a sentir algo muy especial por tí, así que cuando quieras te espero aquí en mi rancho “La pistolita de agua”. Tómalo en cuenta.
Camelia
Terminé de leer la carta y escuché unos toquidos en la puerta. Abrí y me encontré cara a cara con dos tipos mal encarados que creí que habían venido a matarme por todo lo que sabía. Cuando me dijeron que eran policías judiciales no pude más que confirmar mis sospechas. Sin embargo, sólo venían a hacerme preguntas de rutina. El haber sido reportero de nota roja me salvó de dar explicaciones largas, argumenté que estaba haciendo un reportaje acerca de sectas extrañas y por eso asistía a las sesiones de Malverde. Cuando les pregunté cómo se habían enterado de que yo acudía a tales sesiones, uno de ellos se puso colorado y sólo atinó a decir que Malverde se lo había dicho al procurador en una sesión espiritista con la afamada medium “Dona Pacha”. Asentí comprensivo.

Esta es la historia de Camelia y Rubén, una historia plagada de misterios que me han llenado las noches de insomnio y pesadillas. De vez en cuando sueño con cabezas de cochino inundadas de agua de alfalfa, con muñecas Barbie que ahogan a Ken en la tinita del juego de baño, con el Maestro dándose sus pericazos. He sobrevivido. Ahora trato de elegir mejor a las mujeres que, literalmente, persigo y he dejado de frecuentar los puestos de carnitas. He conseguido otra novia, estudia antropología. Ayer, después de hacer el amor, la sorprendí leyendo un libro llamado “La magia negra en la tribu de los cochatemes”. He decidido dejarla. Mera precaución.


*Édgar Adrián Mora, incluido en ¿El crimen como una de las bellas artes?, México, Porrúa/Instituto Coahuilense de Cultura, 2001.


Para los interesados en obtener Memoria del polvo (mi libro de cuentos, Premio Nacional de Narradores Jóvenes 2005), lo pueden conseguir a precio de remate y baratísimo en El Parnaso de Coyoacán, en una de las esquinas del Parque Hidalgo del centro de ídem.

lunes, julio 23, 2007

In memoriam, negro...



Aún estoy pensando que si no me hubiera ido de vacaciones, igual y éste gigante entre gigantes, seguiría vivo.




PALABRAS INICIALES
Roberto Fontanarrosa

"Puto el que lee esto".
          Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.
          Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.

Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
          No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone.           O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto." Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
          "Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: "Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
          Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano. Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones.
          Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
          Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
          No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.
          De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
          "Puto el que lee esto."
          John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
          Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola".
          Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto." Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el ángelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
          No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.

Prólogo de Usted no me lo va a creer y otros cuentos, Buenos Aires, Ediciones de La Flor, 2003.

martes, julio 10, 2007

I am your mother


La madre conduce por la avenida como si de un campeonato automovilístico se tratara. Los años detrás de ese volante la han hecho un piloto consumado. Gira el volante con la misma pericia con que lo haría el taxista más experimentado de la ciudad. Mira hacia el frente, mira los espejos, atenta al semáforo, una (otra) madre casi niña con dos hijos anudados a sus faldas y uno más en brazos alcanza a cruzar la calle antes de que la fatídica luz verde anuncie el arranque masivo de rugidos y revoluciones.
       --Irresponsable --murmura la madre entre dientes. La niña--madre alcanza el refugio de la otra acera y entonces la madre--piloto acelera hasta el fondo. El asfalto es como un río hirviendo, como la lava de un volcán que se derrumba apenas la Tracker pasa sobre el torrente. La rabia se le acumula en la garganta, serpentea por su estómago, intenta escaparse por sus ojos enrojecidos entre el smog y los antidepresivos que tiene que tomar desde hace cuatro meses.
       En el asiento trasero un niño manipula los controles de un video--juego portátil. Parece muy concentrado en las imagenes estrobóscopicas que la pequeña pantalla refleja en sus pupilas. De vez en cuando se retuerce en su asiento, agita el pequeño artefacto y lanza una maldición que se pierde entre los ruidos de vendedores ambulantes, claxons y la voz furiosa que le susurra al oído y que nadie más puede oír.
        La madre mira por el retrovisor. Mira a su pequeño abstraído por completo en su planeta de controles, palancas y ruidos bélicos. Se pregunta en qué momento dejó de hablar con su hijo. En qué desgraciado instante, ese pequeño le había dejado de preguntar cosas acerca de las imágenes que, como un gigantesco rotoscopio, se sucedían a través de la ventana. Ahora le resulta casi imposible acercarse a él. La televisión es su aliada y su enemiga. Los juegos de video su némesis. La madre de repente se da cuenta que está pensando con las voces de un libro de sociología y sonríe por la broma que se ha hecho a sí misma. Las clases. Ésas que tuvo que abandonar cuando decidió casarse. Vivir junto y para siempre con uno de los empresarios más importantes de la ciudad. Abandonar la escuela, retrasar sus sueños profesionales, renunciar a una vida de aventuras. Abandonar también significó abandonarse, piensa sobre sí en tercera persona. El teléfono celular suena. Repiquetea con insistencia. Ve en la pantalla el nombre de su marido y con un gesto de fastidio decide no contestar. El ruido que es un grito de exigencia se extiende más allá del tiempo y, de repente, como un ladrón arrepentido o un asesino con cargo de conciencia, se deja de escuchar. La madre vuelve a mirar por el retrovisor. El hijo sigue perdido en su juego.
        Siente la tentación de prender un cigarrillo. De zafar de un tirón el encendedor de la camioneta y lanzar una línea de humo blanco y espeso por la ventanilla. Se contiene. Sabe que al padre no le gusta que sus hijos los vean fumar, beber, reir. Todo se ha reducido a la emisión de un ejemplo que tiene que darse en la experiencia. No tendremos argumentos para reclamarles cualquier vicio que se les ocurra tomar, cualquier día, si nos ven hacerlo a nosotros todo el tiempo. La voz del padre suena desde el fondo de un tonel vacío. Como la voz de Darth Vader, piensa la madre, que en un arranque de nostalgia e intento de recuperación de las emociones que había enterrado en el pasado había decidido acostarse a ver con su hijo, no éste autista de videojuegos, sino el otro de novelas de aventuras y documentales del National Geographic, la trilogía de Star Wars. La voz de Vader sonaba terrorífica en el sistema de sonido que el padre había tenido a bien adquirir en uno de sus múltiples viajes a Houston. Recordó con claridad el momento de revelación que la había sacudido en su asiento, muchos años atrás y cuando ni siquiera preveía la posibilidad de ser madre (“Creo que hasta era virgen”, dice la madre en voz alta, mientras esquiva al enésimo colectivo que se atraviesa en su camino), el momento cumbre de The Empire Strike Back; un Luke Skywalker con una mano aferrándose a un barandal y la otra yéndose al fondo del reactor de la Estrella de la muerte: Luke, I'm your father. Recuerda que en ese momento volteó a ver a su hijo, a descifrar la reacción en su rostro, pero no pudo ver nada. El pequeño se había quedado dormido quién sabe desde qué escena. Sintió una rabia irracional, como si todo el esfuerzo que había hecho para que su hijo descubriera junto a ella los misterios de la pérdida, la resistencia, el triunfo del bien, hubieran sido en vano. Miró la cara completamente vencida sobre uno de los hombros del pequeño sabelotodo y sintió el impulso de poner sobre ese rostro angelical la almohada que estaba a un lado de su cuerpo flaco y huesudo. Se imaginó presionando con todo el peso de su cuerpo mientras trataba de dominar los últimos estertores de la muerte. Le dio un escalofrío pensar en una cosa así. Miró el pecho de su hijo subir y bajar al ritmo de su respiración y creyó que estaba realmente a unos pasos del abismo de la locura.
        Los claxons resuenan en los oídos del hijo que levanta el rostro y mira a su madre inmóvil con la vista puesta en un punto indeterminado. Los pitidos de los automóviles consiguen hacerla regresar a la realidad. El motor de ocho cilindros se hace notar bajo ese cofre negro castigado por el sol que ya comienza a asomarse por enmedio de los rascacielos que se alinean a uno y otro lado de la calle. El hijo regresa a su videojuego pero su mente está en otro lado. En esa voz que escucha dentro de su cabeza y que le pide matar a su madre. No sabe como acallarla, por lo que la escucha con atención. Sería fácil, un disparo en la cabeza y la maldita se muere de inmediato. Lo sabe, es lo más fácil, lo más visto. Pero no sabe dónde conseguir una pistola. Una de verdad. Una que mate de a deveras. Con un cuchillo, cuando esté dormida, vas y le cortas el cuello. La sangre correrá hasta que se desangre. Un cuchillo, sí. Comienza a contestarle a la voz. Pero entonces ella sabrá que yo la he matado. Es posible que se salve y entonces ella me matará a mi. Si se muere, regresará como zombie para comerme el cerebro cuando esté durmiendo. GAME OVER. La pantalla parpadea. El hijo sabe que ha perdido porque no está concentrado. La voz le vuelve a susurrar en el oído. Aplícale una Mano de la Muerte. Como en el videojuego. Una oleada de energía que le arranque la cabeza con todo y cuello. Que sea un Vértigo de fuego. Que se queme de una sola vez y su ceniza se esparza con el viento. El hijo sonríe. Sabe que los trucos de los viedojuegos sólo funcionan en los videojuegos. No puede olvidar todas las humillaciones que le ha hecho pasar. Las comparaciones interminables con su hermano. Los gritos a diario porque la escuela es algo que, francamente, no le interesa. Mandarlo con el psicólogo fue la cosa más horrible que pudieron haberle hecho. Un imbécil preguntándole acerca de si quería a sus papis. Así le dijo, “sus papis”. ¿Qué quería el menso ése que le contestara? Que su madre es una loca sin remedio que la mitad del día se la pasa durmiendo y la otra mitad drogada. Que su padre es el único que le cae bien, precisamente porque parece que no existe. Que ojalá su madre fuera como el papá que no se mete con él, ni le pide que se peine o que se limpie los zapatos enfrente de la gente. Claro que cuando estuvo frente al psicólogo fingió con el candor que los adultos creen que los niños tienen. Quiero a mis papás igual. A mi papi porque me compra lo que le pido los domingos y a mi mami porque me lleva todos los días a la escuela. Le hubiese gustado hacerle al doctor ése lo mismo que le hizo al gato de su madre. Aún hay noches en que lo escucha maullar al pie de su ventana. Sabe que se mueve como una serpiente alada por entre los árboles, hasta llegar al descanso de la ventana de su cuarto. Y entonces el gato fantasma, chamuscado, se pone a maullar para recordarle que está ahí, que no lo ha olvidado, que cuando sea el tiempo vendrá por él. En la casa fue un escándalo, la madre buscó por todos lados al asqueroso peludo, y como no lo encontró anduvo de un humor de los mil demonios. Tendría que buscar en el parque. O en las tripas del perro de la esquina. O en el descanso de la ventana del cuarto del hijo...
( e n f r e n ó n)

La camioneta emite un ruido chillón cuando las llantas se tienen que amarrar violentamente al pavimento. El claxon de la camioneta retumba en el aire poniendo a todos sobre alerta. Imbécil, fíjate por dónde caminas. La madre increpa a un joven que atraviesa la calle y, repentinamente, se ha puesto frente a la camioneta sin previo aviso. El hijo observa como el joven le hace una seña a su madre. Tenía que ser vieja, culera. El insulto atraviesa el grueso vidrio blindado y alcanza los oídos del hijo. Éste sonríe. No sabe cuánto daría porque el tipo comenzara a apedrear el vehículo o sacara un arma y despachara a su madre hacia otro mundo. Como en el Hitman. Llegar corriendo, romper las ventanas de la camioneta y vaciarle la pistola en su cuerpo cansado y decadente.
        La madre mira por el retrovisor. Le dice al hijo que no se asuste, que fue sólo un menso que no se fijó al atravesar la calle. El hijo no contesta y finge estar concentrado en su videojuego. La madre respira y toma un trago de agua de una botellita que siempre trae en la guantera de la camioneta. Se toma una pastilla. El dolor de cabeza se hace cada vez más insoportable. En el alto, la madre se toma las sienes con las dos manos y presiona hasta que comienza a dolerle la presión de verdad. Entonces afloja. Justo a tiempo, el tráfico comienza a avanzar lenta pero continuamente. Suena el teléfono. Otra vez su marido. Contesta. El padre le pregunta si su hijo ya está en el colegio. Para allá vamos, responde ella. Apenas van, pero si es tardísimo; no vas a llegar. Es lo mismo todos los días. Siempre parece que la madre no llegará con su precioso cargamento hasta su destino. Y todas las mañanas cumple para después desayunar con alguna amiga y conversar acerca de cosas que olvida hacia la mitad del día. Después se mete a ver una película en cualquier cine. Le gustan las salas solitarias. Últimamente se ha dado cuenta que no le importa la película que estén proyectando. Lo que la anima a entrar es la soledad y el olor a desinfectante fresco. Algunas veces ni siquiera puede recordar los títulos de cintas, mucho menos las tramas. Pero no encuentra nada mejor que hacer. Intentó tomar algunas clases en la universidad. Terminar su carrera. Pero su marido fue terminante: estaba de acuerdo, siempre y cuando se siguiera haciendo cargo de la educación de sus hijos. El padre siempre hablaba así: sus hijos. Como si ella no hubiera tenido nada que ver en el proceso. A veces odiaba a su marido y la rutina de mierda en que la había sumergido. Odiaba a sus hijos. Sin embargo, nunca lo decía. No podía confesar ante otros que una de las cosas que más desearía en el mundo era poder echar el tiempo atrás y volver a ser la hija despreocupada que siempre había sido. Se imaginó estudiando periodismo. Viajando por países lejanos. Fotógrafa de guerra. Estar cerca de las balas, del peligro. Enfrentar a la muerte con la misma pasión y sacrificio con los que enfrentaba la vida. No pudo reprimir un estornudo y un escurrimiento de moco comenzó a desconcentrarla. Le pidió a su hijo que le pasara un pañuelo higiénico. El hijo se lo acercó de mala gana. Ella se limpió la nariz. No sabía por qué, pero nunca había podido reprimir ver sus propias excreciones. No podía dejar de ver todo aquello que salía de su cuerpo. Las manchas de la menstruación en las toallas sanitarias, los restos de excremento en el papel higiénico, la comida arrancada de la comisura de los labios en las servilletas. Fue por eso que pudo ver la sangre que salió junto con su estornudo. También sintió como se le había roto algo dentro de la nariz. La sensación de algo caliente que resbalaba por sus fosas nasales la urgieron a respirar por la boca y echar la cabeza hacia atrás. Un camión repartidor pasó a su lado peligrosamente cerca. Sintió el sabor a óxido en la garganta. Puso la vista al frente para poner atención a la calle y los autos que circulaban en ella. Le pidió al hijo que le pasara más pañuelos estirando la mano.
        Cuando el hijo vio la mano manchada en algunos de sus dedos con una sangre que se secaba rápidamente sintió curiosidad por saber si lo que pensaba se traducía en hechos. Le alcanzó a la madre la caja completa de pañuelos. Un pañuelo envenenado no dejaría huellas, un veneno que le llegara al corazón y lo volviera de piedra. El hijo se asomó entre los dos asientos del frente y miró cómo su madre trataba de detener la hemorragia que comenzaba a ser insoportablemente incómoda. El hijo vio como iban cayendo uno a uno los pañuelos manchados de un púrpura que erizaba los vellos de los antebrazos. Probablemente se está muriendo de a poquito, alcanzó a pensar. La madre se dejó un pedazo de pañuelo en las fosas como si fuese un tapón. Al hijo le pareció grotesco. No devolvió la vista durante un rato a su videojuego y se quedó viendo a su madre que con ese tapón empapado en sangre parecía uno de los mutantes a los que destruía en la pantalla de cristal. La madre lo vio asomando su cabeza entre los dos asientos y lo creyó preocupado por lo que le estaba pasando.
       --No te preocupes, no es nada. Mira, ya llegamos a tu escuela. A tiempo.
       --Oye, mamá. ¿No podría faltar hoy a la escuela y pasar el día contigo?
        La madre lo miró por un momento. Nunca le había pedido algo así. Era probable que resultara una buena experiencia. Después se acordó del padre.
       --No, mi amor. A tu padre no le gustará saber que faltas a la escuela.
       --Pero papá no está aquí. Podríamos guardar el secreto e irnos a ver una película.
       Una película. La madre se imaginó sentada junto al hijo en una función de matiné en un cine desierto. Recordó al padre.
       --No. Tienes que ir a la escuela. Además ya estamos aquí. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
       --¿Por qué tengo que estar en la escuela, mamá?
       --Porque sí.
       --Pero por qué sí. Nadie puede obligarme.
       La madre sonrió. La pequeña bestia se estaba rebelando. Ese niño estaba haciendo lo que ella jamás se atrevería a hacer.
       --Claro que puedo obligarte. Es más, te ordeno que entres ya. Tu maestra está esperando en la puerta.
       --¿Y quién eres tú para ordenarme?
       La madre puso cara de circunstancia.
       --Lucas, porque I am your mother.
       Después comenzó a reír frente al hijo de una forma que no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo. El hijo la miró durante un instante y después sólo le dio un beso en la mejilla.
       --Te quiero mucho, mami.
       --Yo también, hijo. Anda, entra a clases, al rato te llevo al cine.
       La madre ve alejarse al pequeño, subir las escaleras de la entrada frontal de la escuela. De repente el hijo se detiene. Mira a la madre. Comienza a escuchar la voz. Pero claro, cómo no lo habías pensado antes. La Lluvia Mortal de Meteoritos. Sólo una cosa como ésa podría destruir al monstruo. En ese momento el cielo se oscurece y se puede ver la trayectoria perfecta de una roca encendida que atraviesa el cielo hasta caer justo sobre la camioneta. La aplasta por completo. El vehículo explota y miles de sus partes son arrojadas por todos lados. El fuego consume poco a poco la camioneta. Lluvia Mortal de Meteoritos. Entre los hierros retorcidos, el hijo mira la cara descompuesta de la madre y el tapón que a pesar del impacto no se ha salido de la nariz. Escucha la voz de la maestra a su espalda.
       --Entra, que vamos a cerrar.
       El hijo echa una última ojeada al desastre. Una ráfaga de viento lo despeina. Traspasa el umbral y se pierde en un laberinto de pasillos.