miércoles, octubre 07, 2015

Crecer


¨Nada es para siempre¨, reza una frase que a fuerza de repeticiones se ha convertido en lugar común. Y, dentro del campo de lo humano, tal expresión tiene  mucho de verdad. Conforme crecemos las cuestiones que antes asumíamos como situaciones que nunca podrían variar, de repente sucede que suceden. A veces son consecuencia de una madurez emocional y humana que llega con la evaluación de comprender que ni los rencores ni los amores pueden ser eternos. Pueden mudar de intensidad o de manera de expresión, pero de manera muy difícil  conservarán su forma original. Otro tanto pasa con las convicciones políticas, con la opinión respecto de algunos personajes, con el gusto musical, con el tipo de lecturas que hacemos, con el cine que elegimos ver. Y, desde fuera y cuando percibimos esos cambios en los demás, tendemos a juzgar el valor de los mismos: si el cambio se ajusta a la imagen que teníamos de ese otro que ha decidido cambiar. Depende mucho de la relación que nos una a esa persona si decidimos conservar tal contacto o, por lo contrario, alejarnos de éste.
Llega un punto, también, en el cual nuestra megalomanía remite. En donde, a la luz de las evidencias, nos damos cuenta de que no somos el centro del universo, a veces ni siquiera somos el centro de nuestra propia vida. Comenzamos en el intento de comprender al Otro. En dimensiones que van desde el porqué el vecino tiene que sacar a pasear a su perro-caballo a las cuatro de la mañana y despertar a todo el edificio en el proceso, hasta por qué hay personas que eligen matar o morir por sus convicciones. Que no se confunda: no estoy diciendo que estamos de acuerdo con sus razones o que resignadamente lo asumamos como parte del vivir en una sociedad compleja. No. Lo que digo es que, con probabilidad y con mayor frecuencia, nos sorprendamos en el intento de entender las motivaciones de los demás en lugar de discernir en qué nos afecta las acciones de éstos.
Crecer implica, probablemente, integrarnos al otro. Generar empatía por sus goces, sus fobias, sus desgracias. Y si no empatía, al menos aceptar que esa cuestión que a nosotros nos parece disparatada, a alguien más puede hacerlo muy feliz. Acercarnos al otro a través de la comprensión parece un camino factible si nos detenemos a pensar en el destino común que todos tenemos: convertirnos en polvo y ser así, y de manera definitiva, parte de todo y de todos.

domingo, marzo 22, 2015

Leer, comprender, opinar...

(Publicado originalmente en vozed.org).
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ilustración de Eduardo Mora
El otro día me sorprendió el hecho de que uno de mis contactos en redes sociales, a quien considero preparado e inteligente, había compartido una nota de un sitio que era, a todas luces, un bulo, esto es, una nota falsa. Más allá de que lo hubiese puesto en su «línea de tiempo», me sorprendió el comentario que añadió a la publicación: una arenga indignadísima con respecto del contenido de la nota. Y no es la primera vez que ocurre. De hecho, alguna vez a mí también me ha pasado: el vértigo que imponen los flujos de información que se mueven en la red atraen hasta quienes nos la damos de precavidos y reflexivos.
Pero hay que hacer una distinción, o varias, no es lo mismo aquellos que lo hacen por pereza de confirmar la nota; que quienes lo hacen al calor de determinado debate en redes y creen que tales contenidos abonan a sus argumentos (estos actúan con dolo, saben que la información es falsa, pero aún así la comparten en la esperanza de que sus interlocutores sean lo suficientemente estúpidos para no notarlo); que quienes lo hacen convencidísimos de estar colaborando en el desvelo de una conspiración de magnitudes oceánicas. Desgraciadamente, creo, estos últimos son legión.
Y he aquí que más allá de mala fe o estupidez inconsciente, lo que existe detrás de este tipo de manifestaciones es una cuestión que remite a los años escolares. Más aún, a los primeros años escolares. A la denominada «educación básica». Y tiene que ver con la actividad a partir de la cual se considera que una persona, sin importar clase social o contexto vital, está en condiciones de absorber los secretos del mundo. La alfabetización. Sin embargo, hay una cuestión en la que no reparamos lo suficiente: la ancha frontera que separa a aquél que domina la traducción fonético-alfabética (es decir, que puede convertir en sonidos los símbolos que ve impresos en una hoja o como juegos de sombras en las pantalla de cualquiera de sus dispositivos) y quienes comprenden las implicaciones del texto al que están accediendo. Es decir, así como decía el bardo popular acerca de la máxima que dicta aquello de «no es lo mismo querer y amar», de la misma forma no es lo mismo leer y comprender.
Esta es una de las problemáticas más urgentes y visibles en el mundo escolar. Los profesores batallamos guerras, a veces perdidas, en donde un niño-muchacho no es capaz de distinguir tema de título, o autor de narrador, o ficción de «realidad». La escuela y el sistema en que ésta se encuentra inserta, sin embargo, suele hacer la vista gorda si ese mismo estudiante consigue, como sea, aprobar los exámenes de opción múltiple, incluso si en esa aprobación tuvo mayor importancia el azar que el conocimiento. Y entonces tenemos, al final del viaje académico, profesionistas que no pueden distinguir, por ejemplo, la ironía del sentido literal de una noticia.
Esta última cuestión, la imposibilidad de distinguir el tono de un texto cuando éste es irónico o humorístico, ha inaugurado dentro de sitios de parodia un género que corresponde a estos tiempos de opinología digital: los epic comments, los comentarios «épicos» (reacciones exageradas) por la imposibilidad de haber comprendido la broma. Multitud de sitios están ahora mismo haciendo parodia de las noticias del mundo real. El DeformaThe Onionpor ejemplo. Y nunca falta aquel incauto que, sin darse cuenta de lo que implica que una información esté publicada en un sitio de estas características, muerde el anzuelo y comenta su sorpresa acerca de la manera en que el mundo se ha vuelto incomprensible. Y en eso radica su error, no es que el mundo sea incomprensible, es que nunca ha obtenido las herramientas para comprenderlo. Lo que le ha importado al lector funcional es laforma, es decir, la manera en como la información (falsa) está expresada; no la inverosimilitud o falta de lógica de la misma. Este analfabetismo digital tiene sus orígenes en aquellas máximas que antes se repetían, medio en broma medio en serio, acerca de «si está en un libro, debe ser cierto». Se privilegia la forma del contenido antes que el contenido mismo.
¿Qué situaciones abonan a este fenómeno? Algunas que son regla cotidiana en las aulas, por ejemplo. La costumbre extendida en algunos preceptores por dejar tareas kilométricas en exploración de la resistencia de sus estudiantes y no tomarse nunca la molestia de revisarlas, de leerlas, de corregirlas. Ante esta costumbre, el estudiante asume que si algo «se ve bien» la información que contiene «debe ser cierta». Y es la misma lógica que aplica el profesor: si el trabajo «está limpio», se «ve largo» y cumple los requisitos que se enunciaron al dejar el trabajo, no hay necesidad de revisarlo.
Esta deficiencia de comprensión lectora no ha pasado desapercibida por quienes ven oportunidad de lucrar con las carencias de los demás. En estos meses recientes, en México, y debido a la explosión informativa y a las múltiples manifestaciones de apoyo a los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, algunas personas que seguramente estaban siendo afectadas por la atención mediática que el terrible hecho recibía, se dieron a la tarea de crear sitios web falsos para difundir «noticias», por igual falsas, sobre el tema. Por aquí aparecía una nota que anunciaba que los normalistas eran narcotraficantes; por allá otra en la cual se daba «registro gráfico» de que estaban prisioneros en algún lugar indeterminado; más aún, otras en las que se anunciaba que el gobierno del país había encontrado y rescatado a los muchachos. Con la misma eficiencia con la cual las noticias de sitios «serios» se difundían, estas notas también eran multiplicadas en repeticiones que sólo abonaban a la sospecha y a la confusión total.
¿Cuál era el objetivo de tales tareas? Con seguridad, minar la intensidad de las investigaciones informativas «reales» al insertar la duda acerca de sus versiones efectivamente documentadas frente al sensacionalismo y «apariencia» de las notas falsas. La duda, en un país dominado por lo que algún político de triste memoria denominó el «sospechosismo», es una aliada importantísima en la desmovilización ciudadana. Hay solidaridad con las víctimas, pero repudio contra los abusivos de la credulidad y buena fe de la gente. El gran problema es que muchos de quienes comenzaron a dudar lo hicieron por su incapacidad para separar la paja del grano, es decir, por su bajo nivel de comprensión lectora.
Así que, a final de cuentas, antes de ofrecer una opinión de la cual no tengamos certeza con respecto de su contexto, origen, información de apoyo, convendría un poco detenernos a pensar en este asunto: ¿leemos o comprendemos? Es una cuestión fundamental en la tarea de crear ciudadanos capaces de cuestionar de manera eficaz los mecanismos que los poderosos utilizan para abonar a sus fines y a sus cuentas bancarias en detrimento de las mayorías adormiladas y confundidas.~

Es el conocimiento, inútil


 (Publicado originalmente en vozed.org). 
ilustración de Eduardo Mora
ilustración de Eduardo Mora
De manera regular me enfrento, al cuestionar a mis estudiantes acerca del futuro profesional que les espera, con expresiones del tipo: «Me gustaría ser filósofo, pero sé que de eso no se vive, por lo que estudiaré derecho». Los hay también entusiastas de las letras que derivan hacia extremos un tanto alejados de su vocación primera como la administración o los sistemas computacionales. Y no es algo que ocurra de manera azarosa. Mi primera elección profesional fue una ingeniería, porque la mayor parte de las voces que me aconsejaban con respecto de mi elección profesional argumentaba que «ahí había harto varo». Así que hice el examen, conseguí ingresar a la Facultad de Ingeniería y me bastó un semestre para darme cuenta de  que eso no era lo que en realidad quería. Pasé un año deambulando por la Universidad Nacional hasta que al siguiente conseguí ingresar a una carrera más afín como mis intereses.
Esta visión acerca de la inutilidad de determinadas carreras, profesiones y áreas del conocimiento es algo que se replica de manera cada vez más frecuente en todos los ámbitos de la vida humana. Ya Nuccio Ordine en La inutilidad de lo inútil (Barcelona, Acantilado, 2013, se puede leer un extracto aquí) advierte acerca de cómo las universidades e, incluso, los centros de enseñanza básica comienzan a poner reparos con respecto de la pertinencia de eliminar algunas materias del currículo escolar como filosofía, artes plásticas y música. Los recortes para actividades en escuelas que tienen la capacidad de autogobernarse se dirigen, generalmente, hacia estas áreas de «ocio improductivo». Esta es una situación que se refleja de manera recurrente, por ejemplo, en la escuela primaria de Springfield en The Simpsons, donde la crisis de presupuesto siempre impacta a las clases de arte o a la orquesta escolar. Bromas muy en serio.
Esa idea de saberes inútiles se refuerzan en las sociedades actuales a raíz del utilitarismo que el sistema capitalista ha impreso a todos los ámbitos de la convivencia social. Los extremos son aquellas reacciones que se dan incluso en los hogares al respecto, por ejemplo, de la lectura: los padres que consideran que los muchachos que se apoltronan en su cama o que se extienden de manera cómoda sobre el sofá de su casa a leer algo que no sea tarea escolar están sin «hacer nada». Ante la visión de alguien que se mantiene inmóvil, concentrado en una actividad a la que no se le ve provecho inmediato, la respuesta es casi automática: «Ey, tú, que nada más estás ahí echado. Ponte a hacer algo de provecho y saca la basura (levanta tu cuarto, lava los trastos, ayuda a tu hermano en los deberes, acompaña a tu madre al mercado, corre-ve-y-dile-a-la-vecina-que…)». Lo que se hace debe servir para algo. Tal postura, introyectada de manera inconsciente, recuerda de manera eficaz la ideología esgrimida por los hombres grises en la maravillosa fábula Momo de Michael Ende: debemos ahorrar tiempo, para poder tener tiempo. O, de manera distinta: debemos ahorrar dinero, para poder tener dinero. Una tautología en la cual el disfrute de la vida y la solidaridad comunitaria quedan desplazados de manera irremediable, tal como la moraleja de la novela aludida nos muestra.
Esta visión acerca de la inutilidad de determinadas carreras, profesiones y áreas del conocimiento es algo que se replica de manera cada vez más frecuente en todos los ámbitos de la vida humana.
En este mundo tan dado a las veleidades materialistas y en donde el éxito se confunde con la «buena vida», pensar en las utopías de los hombres renacentistas resulta, desde esa misma perspectiva materialista, también ocioso e inútil. Sin embargo, cuando uno piensa en esas personas que decidieron que no sólo deberían diseñar máquinas para la guerra (una de las actividades más «productivas»), o realizar planos de fortificaciones para ciudades en auge económico; sino también escribir poemas, pintar paisajes, reflexionar acerca del lugar que se tiene en el mundo; uno no tiene más opción que añorar los tiempos en que esos hombres podían ser admirados y patrocinados. Y lamentarse porque ese proyecto de «ser humano» de los renacentistas es algo que hoy parece descabellado.
Los gobiernos también consideran que el impulso a los saberes inútiles es innecesario y es lo primero que se castiga. En México, por ejemplo, ante los recortes obligados por una gestión terrible de la economía, lo primero que será acotado en el gasto es, precisamente, la cultura. Esa parte de la sociedad que sólo genera problemas y oposición a las políticas diseñadas por el poder, oposición, por ejemplo, a su propia extinción. Sin embargo, y a pesar de este tipo de «castigos», las industrias del entretenimiento y la creación artística se consolidan en la mayoría de los países occidentales como un factor importante de generación de recursos económicos dentro de lo que los macroeconomistas denominan el Producto Interno Bruto.
Ante estas situaciones que determinan una división (a veces literal, otras imperceptible) entre el conocimiento útil y el inútil, ¿cuál es la identidad que estamos construyendo para definir aquello que hoy concebimos como «ser humano»? Los futuristas italianos, en los inicios del siglo XX, vociferaban de manera provocadora acerca de la idea de que un automóvil era una obra sintetizadora de humanidad más importante y grande que La victoria de Samotracia, una de las esculturas que sobreviven del periodo griego, ¿tenían razón, más allá de la provocación? ¿Qué papel le deparamos, en el futuro inmediato, a esas áreas del quehacer humano que hoy se consideran, o bien privilegio de una élite económica, o bien onanismo inconsciente de los cada vez más empobrecidos sobrevivientes del capitalismo feroz? (Les diría que aquí imaginaran música de violines, pero tal vez eso les parezcainútil).~

Educación para la mediocridad

(Publicado orginalmente en vozed.org). 
En días pasados Ira Franco, asidua colaboradora de esta revista, publicó en una de sus redes sociales un graffiti que encontró en las afueras de una escuela por la zona donde vive. La pinta rezaba «De nada sirve dar educación a los pobres, si les das una pobre educación». En esa frase garabateada en una estructura metálica adosada a la pared se resume mucho de lo que en este país, México, se concibe como educación. La retórica oficial nos ha vendido como un triunfo el hecho de que las diversas «revoluciones» han conseguido garantizar el derecho a la educación de sus ciudadanos. Tanto la Revolución Mexicana, parangón histórico que comienza a caducar en sus efectos al haberse traicionado sus principios, como las recurrentes arengas desde la tribuna de los órganos legislativos en nuestros días, se convierten en los referentes para recordarle al pueblo que tiene educación pública, gratuita y obligatoria (aunque en el caso del bachillerato, con una tasa de deserción y una crisis de acceso a la alta, se impongan «periodos de transición realistas»: será hasta 2022, si todavía tenemos país para entonces). La pregunta que surge de todo esto, al observar los resultados en las pruebas internacionales y, para acotar las críticas de los conspiracionistas antineoliberales, en la vida cotidiana es: ¿de verdad en México se garantiza el acceso a la educación o sólo la posibilidad de la matrícula? Hay lugar para todos, pero de esos la mayoría egresa del nivel que lo haga con serias deficiencias con respecto de las ambiciosas proyecciones de los programas de estudio. Cabe un ridículo consuelo: si bien todos salen sin saber las mismas cosas, también todos salen ignorando lo mismo. Democracia educativa a la mexicana.
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ilustración de Eduardo Mora
ilustración de Eduardo Mora
En México se educa desde y para la mediocridad. La idea de competencia y de individuo sobresaliente choca ideológicamente con la doctrina de la igualdad que se nos ha vendido tanto desde la historia oficial como desde las posibilidades de generación de innovaciones técnicas, empresariales o académicas. El estudiante que sobresale en los estudios, gracias o a pesar de sus maestros, es un paria. Está condenado a una soledad impuesta por su «rareza» al plantearse nuevas miradas sobre el mundo y al expandir los límites de éste. El resto de sus compañeros lo despreciará de manera, incluso, inconsciente: representa la traición a la normalidad mediocre que la masa ha establecido. Y comenzará entonces el abuso y el acoso escolar en muchos lastimosos casos. De la misma forma, el protagonismo económico a través del establecimiento de una empresa que se funde en el trabajo arduo, en el conocimiento profundo de las leyes que rigen cierta área de oportunidad o la explotación de las aptitudes adquiridas a través del desarrollo de habilidades que funcionan en el mundo real es descalificado de antemano: quien haga valer su posibilidad de sobresalir a partir de estos caminos no podrá recibir más apelativo que el de «puerco burgués» sin distinción de la manera en cómo haya construido su fortuna. Es también un traidor: ha ocupado un lugar en el sitio reservado para aquellos que «explotan a las clases oprimidas», aunque muchas veces éstos sean realmente quienes producen esa riqueza que los demás exigen se tenga que repartir.
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Que no se malentienda lo que estoy planteando aquí. No invoco una inmunidad para la clase económica alta ni por asomo. De hecho, en este país, el estrato económico más alto está ocupado también por mediocres. Y el ejemplo más efectivo es la clase política, que aquí es sinónimo casi de cúpula económica. A diferencia de lo que la mayoría de los antisistema esgrime, casi todos los políticos en México sí representan a los electores que los pusieron ahí. Y no digo ciudadanos a propósito. Acá tendríamos que retornar a una idea planteada por Octavio Paz (ese ninguneado ensayista) en El laberinto de la soledad: México se divide entre los chingados y los chingones. No entre los más capaces y los menos, sino entre los más abusivos y los más abusados (chéquese la ironía del uso coloquial de esta última etiqueta). El político es un chingón que consiguió que una bola de chingados (véase también la acepción «jodidos») lo eligieran como su representante porque los convenció de que «era igual a ellos». Ningún político profesional elegirá, en campaña, pretender demostrarle a sus electores sus capacidades intelectuales o profesionales superiores para ser electo, sería su perdición; en lugar de eso, les mostrará que puede ser tan mediocre como el más mediocre que decida elegirlo. El resultado de esto es que el ejercicio de una política de mediocres será mediocre: mediada por el miedo, alerta a la posibilidad del asalto al presupuesto público, confiada en que la mediocridad de los electores nunca les permita ser ciudadanos. Sorprende saber que tu presidente no ha leído más de tres libros en toda su política vida. Esto sólo ocurre en lo consciente. En los recovecos más ocultos de la mente, sin embargo, resulta un alivio saber que quien ocupa ese alto cargo es uno como cualquiera del promedio. Un mediocre.
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De hecho, en este país, el estrato económico más alto está ocupado también por mediocres. Y el ejemplo más efectivo es la clase política, que aquí es sinónimo casi de cúpula económica. A diferencia de lo que la mayoría de los antisistema esgrime, casi todos los políticos en México sí representan a los electores que los pusieron ahí.
Los niños, en las más tempranas edades escolares, tienen un destino trazado para su futuro profesional: quieren ser maestros. La primera figura a la que admiran es su profesor de clase. Porque le enseña muchas cosas y no ven manera de que puedan cuestionarle algo (acerca de esto les recomiendo leer la columna de Xavier Velasco del pasado sábado 28 de febrero). Aunque a los padres no les parezca así, aunque a la realidad global tampoco le convenza ese ingenuo diagnóstico de los seis años. Conforme los muchachos crecen van mudando sus intereses profesionales. Algunos conservan la aspiración de ser profesores por tres razones fundamentales: primero, porque tienen vocación para ello (los menos, desgraciadamente); segundo, porque es la única alternativa real de desarrollo profesional desde su circunstancia (y ahí se inscribe la realidad de varias Normales Rurales, por ejemplo); tercero, porque están convencidos, merced a su experiencia con el sistema educativo, que ser maestro es una de las cosas más fáciles, requiere poco tiempo de preparación y el trabajo está asegurado (ocurre sobre todo en las aspiraciones por incorporarse al sistema público de educación básica). Y ese tercer grupo conforma el grueso del cuerpo docente de un país que se encuentra en los peores lugares de aprovechamiento educativo del mundo. Los sindicatos tradicionales (que son los que deciden en mucho las políticas educativas) no hacen fácil que la garantía de educación se concrete; luchan por la estabilidad laboral, luchan por la garantía del inmovilismo, luchan por ser factores políticos de presión. No luchan por el derecho a la educación y la garantía de la misma. No lo pueden hacer desde la figura del profesor militante que gasta más tiempo en la dinámica de las marchas, los mítines, los plantones, los paros; que en tiempo concreto de actividades docentes (planeación, diseño, actualización) y de enseñanza (tiempo frente a grupo). La respuesta a estos cuestionamientos es un acto reflejo aprendido a fuerza de repetición: la culpa es del gobierno. Y sí. La dinámica de un gobierno mediocre ha sido generar clientelismo y simulación democrática. Lo primero lo hace con aquellos sindicatos que decide cooptar y con quienes lo consigue; lo segundo lo hace a partir de la técnica del «estira y afloja», del «estoy atento a las justas demandas» y de otorgar beneficios mínimos que siempre estuvo en sus manos otorgar, pero que aparecen como generosas dádivas. Y, mientras, millones de niños se entretienen ante una televisión abierta cuyos contenidos son, sí, adivinó, mediocres.
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Digamos que en este país no hay ciudadanos. Pero sí hay padres. Y los padres quieren lo mejor para sus hijos, ¿no? Pero resulta que muchos padres navegan por el mundo con la convicción de que no importa que sus hijos sean unos mediocres con tal de no tener que ayudarlos en los deberes escolares, o con tal de que no cuestionen su propia mediocridad. Y así, los padres que están satisfechos con «hijos de ochos» se convierten en pasmosa mayoría. «No le pido que me saque puros dieces, pero tampoco que me repruebe», es la medida que el padre mediocre ha establecido. Y eso lo toleran en un sistema educativo, el mexicano, en donde sus profesores tienen prohibido (por normativas tácitas o por arraigo de usos y costumbres) reprobar [suspender] a los estudiantes. Y la escala es terrible: 6 si estás inscrito; 7 si eres un mueble más que no da problemas; 8 si haces la mitad de lo que el maestro piensa que deberías hacer; 9 si haces casi todo y tienes padres que arman un escándalo no por la calidad de la educación que recibes sino porque un ocho «se ve horrible y no te lo mereces»; 10 si cumples con todo lo que el profesor (no el programa: el profesor), considera que es necesario. En atención a esta escala llegamos a la conclusión de que vivimos en un país de ocho: nunca hacemos todo lo que deberíamos hacer, pero siempre estamos convencidos que es más que suficiente.
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La solución última a la mediocridad que priva en el sistema educativo (y no sólo público, acoto) parece que es la de dar poder a los estudiantes. Que ellos, los principales afectados, decidan qué es lo que deben hacer para mejorar su situación. Y tal camino genera dos derivas: la primera consiste en repetir de manera casi idéntica los mismos métodos de protesta y presión que se han venido repitiendo a lo largo del último siglo (cierre de escuelas, plantones, tomas de instalaciones); métodos de los cuales se ha comprobado su ineficacia a merced de repetir la misma dinámica que con las protestas docentes: las autoridades aludidas terminan otorgando lo que desde el principio de cualquier conflicto estaba en condiciones de otorgar. La segunda deriva se mueve hacia el establecimiento de los consejos escolares y el papel que los estudiantes tienen en éstos. Resulta que esto es también ineficaz. Dos anécdotas al respecto: en el sistema donde trabajo se ha planteado la proximidad de un conflicto laboral que afectará la vida real y económica de los profesores, uno de los dirigentes sindicales ha hecho una carta dirigida a una organización estudiantil pidiéndoles solidaridad con sus profes a fin de que se unan a las manifestaciones y actividades dirigidas a presionar al gobierno local; en la carta se aludía a que el sindicato apoyaría la participación y las demandas de los estudiantes para tener mejores escuelas y educación. No tardó mucho en aparecer un comentario en el medio donde se publicó la carta aludiendo que se debía tener cuidado con lo que se ofrecía a los estudiantes, porque eso podría repercutir en cosas que no convinieran a los profes. Como pedirles que den todas sus clases o las asesorías a que estén obligados. Y no es el único sitio, es un mal endémico. Segunda anécdota: en una universidad donde los estudiantes forman parte del consejo escolar hay una crisis actual debido a los acuerdos que firmaron los estudiantes con profesores que no forman parte del consejo actual. El acuerdo mencionaba la obligatoriedad de la universidad de garantizar a los estudiantes que los profesores den todas las clases que deberían dar, así como las asesorías que tienen comprometidas en sus respectivos contratos. La mayoría de profesores representados en el consejo académico considera que ese acuerdo viola sus derechos laborales (el sagrado derecho a no hacer nada, a ser profesores de ocho) y que, por lo tanto, debe ser derogado. Y los profesores conforman la mayoría dentro de tal consejo. El acuerdo será derogado.
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¿Hasta dónde resistirá un país que se rige por la dinámica, con consenso social, de la mediocridad? ¿Basta el triunfo de unos cuantos fuera del país (porque nótese que sobresalir está bien visto siempre y cuando se haga más allá de nuestras fronteras) para asumir con cínica convicción que no somos un país de mediocres? ¿Por qué el estigma hacia aquellos que deciden no formar parte de la mediocridad como forma de pensarse en el mundo? ¿Existe alguna solución a todo este embrollo? Más aún, ¿estaremos dispuestos a asumir las consecuencias de una eventual solución? Por fortuna, o por desgracia, nos tocará atestiguar las respuestas a estas preguntas.~

Escapar de la cárcel


(Publicado en vozed.org). 
«El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñanza, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revelaban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían horizontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los navegantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.
—Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí —le dijo una vez—. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.
El abate se sonrió.
—¡Ay, hijo mío! —le contestó—. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siempre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.
—¡Dos años! —exclamó Dantés—. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?
—En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.
—Pero ¿no se puede aprender la filosofía?
—La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.
—Veamos —dijo Dantés—. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.
—Todo —contestó el abate».
Este es uno de los fragmentos que más impresión me causaron en mis primeros años de lector. Es parte del capítulo 17 de El conde de Montecristo, una de las obras cumbres del escritor francés Alejandro Dumas. La trama es una de las más conocidas de la literatura y, también, una de las más «reversionadas» a lo largo de la historia de la humanidad: Edmundo Dantés, un joven honesto e ingenuo, es enviado a la cárcel debido a una serie de circunstancias desafortunadas, combinadas con la envidia que despertaba en algunos espíritus pobres; al llegar a la cárcel descubre, junto y gracias al abate Faría, las razones de la conspiración que lo han conducido a la cárcel, en ésta aprende a conducirse como un gentilhombre y recibe la generosa herencia de su preceptor, lo que lo convierte en un hombre rico; transformado en otro, retorna al origen de sus desventuras para cobrar una de las venganzas más deseadas por los lectores que han seguido a lo largo de los siglos su aventura. En Dumas y el folletín del siglo XIX, de inspiración romántica sin más, se debe en parte la existencia actual de las telenovelas y las series de TV. La capacidad para mantener la tensión dramática a lo largo de páginas y páginas que se publicaban de manera seriada en los periódicos de la época es similar a la expectativa que despiertan los teledramones estereotípicos de nuestra televisión nacional, por un lado; y, por otro, la sofisticación que ha alcanzado el relato televisivo a través del auge del formato de la serie en los últimos años.
Pero no es eso lo que me interesa exponer aquí. Me interesa señalar la manera en cómo esa obra encierra algunas cuestiones que para mí fueron significativas cuando me acerqué a su lectura. Entre otras, la manera en cómo los lazos que se establecen entre Faría, el sabio dueño de un secreto que asegura la riqueza de aquel que lo posea, y Dantés se convierten en un contrato pedagógico en el cual Faría comparte el conocimiento de manera generosa con su repentino pupilo. La relación, más allá de los beneficios educacionales que provee, se transforma en una entrañable amistad que, en la víspera del planeado escape de la prisión, ya es una relación paterno-filial cuyos lazos están anudados por el deseo de conocer más allá de lo que la experiencia y la propia circunstancia le ha mostrado.
Montecristo es el relato perfecto para mostrar cómo la educación consigue hacer irreconocible a una persona al grado de convertirse en un desconocido incluso para las personas más cercanas que conoció en algún tiempo. Quienes buscamos de manera continua la posibilidad de reducir nuestra ignorancia, y conseguimos en paradoja ya apuntada por otros sólo aumentarla, sabemos qué es lo que significa esa otredad con respecto de quienes deciden detener su búsqueda y acomodarse en el terreno cómodo de la quietud intelectual.
Montecristo es el relato perfecto para mostrar cómo la educación consigue hacer irreconocible a una persona al grado de convertirse en un desconocido incluso para las personas más cercanas que conoció en algún tiempo.
Hace unos días leí que una amiga mencionaba algunos libros a los cuales se les cuelga la etiqueta de «obras de autoayuda», y cuestionaba de manera juiciosa los prejuicios que existen acerca de estas obras en sí y, más aún, con respecto de las personas que aceptan abiertamente ser lectores beneficiados de tales textos. Al final de su publicación invitaba a sus lectores y amigos (o amigos-lectores) a mencionar el título de alguna obra de este tipo que les hubiera ayudado en alguna circunstancia vital. Uno de sus contactos mencionó, medio en broma pero muy en serio, El conde de Montecristo. Al principio sonreí, por lo que había de broma en el comentario, después me di cuenta de que tal broma sólo era aparente, hay una historia de superación detrás del viaje vengador de Edmundo Dantés. El hecho de que tal relato esté incluido dentro del canon no es sino una apreciación posterior, en sus tiempos la literatura de folletín no era considerada arte sino sólo un entretenimiento para las masas. Cuestión que hoy ocurre, sin que quiera decir que deba ocurrir algo similar, con los contenidos presentados por la televisión y con los libros de autoayuda.
El destino final del personaje protagonista es posible debido a la modificación de dos cuestiones esenciales: la modificación de sus circunstancias materiales (hereda una gran fortuna) y el crecimiento de su acervo intelectual (las enseñanzas del abate le ayudan a pensar el mundo de manera distinta). Y todo eso ocurre en un espacio cerrado, inhóspito, en el peor lugar que uno se pueda imaginar: la cárcel.
Siempre ha rondado en mi cabeza la imagen de esa cárcel como símbolo de la desventura infringida por las circunstancias vitales que le tocan a cada uno, pero también como aquellas que decidimos autoimponernos. En estos tiempos de democratización creciente del conocimiento y de acceso a nuevas formas de aprendizaje el continuar en la prisión de la ignorancia es, en la mayor parte de los casos, una decisión asumida de manera personal. Es por eso que, al iniciar estas reflexiones semanales a las cuales vozed, de manera generosa ha decidido darles casa, he decidido que este espacio virtual recupere el espíritu que en mi memoria de lector adolescente tiene esa cárcel decimonónica: el castillo de If. O de cómo las cárceles engendran, si se desea, motivos para escapar de ellas. Como sucedió con Dantés al final de su instrucción: «Tal como le había prometido al abate Faría, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cumplidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instructivos. Al año estaba convertido en otro hombre». Ojalá podamos aprender algunas cosas juntos.~

(Los interesados en acercarse a la obra que se menciona en esta colaboración, pueden acudir a este sitio en la plataforma de Wikisource: http://es.wikisource.org/wiki/El_conde_de_Montecristo).

viernes, febrero 20, 2015

Abue


Soñé con mi abuela paterna hace algunas noches. Estábamos en su casa: un laberinto de cuartos construidos y reconstruidos según la economía y las necesidades exigían nueva arquitectura. Yo la veía buscarme pero no podía decirle que estaba ahí. Entonces ella salía por la puerta de un cuarto y aparecía, como si entrase, por la puerta opuesta del mismo. Como Neo cuando es apresado en el andén del subterráneo. 
         Muchas personas, entre ellas mi propia abuela, creían en las propiedades premonitorias de los sueños. Soñar con alguien implicaba que esa persona estaba en problemas o requería de nuestro reporte inmediato. Me gustaría, hoy, hablar con ella para saber si está bien. Contarle que la he soñado y que acudí a su llamado. Pero murió hace pocos años. Y, por desgracia, no tengo manera de comunicarme a su nueva morada.
          De ella conservo dos cosas: las dos imágenes fuertes tatuadas a fuego en mi memoria. Primero, que fue una mujer adelantada a su tiempo. Que no le importó la censura del contexto social en donde vivía y que, ante el abuso físico continuo de su marido, decidiera dejarlo a su suerte. Tomó a sus hijos, media docena de pequeños, y buscó la manera de mantenerlos de la mejor manera posible. La otra imagen remite a mi temprana infancia. Por tanto, es posible que no sea un recuerdo sino una invención idealizada de ella. La recuerdo en su cocina, lidiando con los trastos, las ollas y las actividades cotidianas. Con el carácter firme pero dulce al mismo tiempo, algo que no es posible explicarlo si no se ha vivido. La recuerdo alta, inclinándose hacia mí y ofreciéndome una tortilla embarrada de manteca y sal. Tal vez por eso es que un sabor dulce acude a mi boca cuando la sueño. Y entonces, cuando despierto y me pregunto por qué habré soñado a la abuela, no puedo evitar sentirme un poco solo en este mundo.

jueves, febrero 19, 2015

Memoria


Caigo en la cuenta de que soy un desmemoriado. Me ocurre con muchas cosas. Lo más vergonzoso es cuando alguien se acerca a saludarme, con una familiaridad tal que quien observa casi apuesta que somos los mejores amigos de la vida, y descubrir que no tengo la más remota idea de quién es aquel que me dice: “estás igualito” o “te ves muy jodido”. Me pasa también en las redes sociales. En donde el martirio es más extenso. Llega un mensaje: “Hola, ¿te acuerdas de mí?”. Hurgo en mi memoria y no, en definitiva no sé quién está del otro lado. Voy al perfil del misterioso visitante: veo sus fotos personales, las fotos de sus hijos (la mayoría de mis contemporáneos ya los tienen), mascotas juguetonas y, a pesar de eso, sigo sin tener idea. Veo quiénes son los amigos comunes. La situación se mantiene sin cambios.  
          Frente a esta situación antes intentaba adivinar: “Dame una pista”. Y el otro, ofendido porque me había reconocido y yo a él no, comenzaba con un juego que pronto adquiría visos de tortura medieval. Todo radica, también, en el exceso de cortesía mexicana. En que decirle al otro abierta y llanamente: “no tengo la más remota idea de quién seas” ahondaría en su laberíntica soledad al saberse anulado en la memoria de uno. He optado por no dar tantas vueltas y decir: “no me acuerdo de quién eres, si me das referencias probablemente pueda ubicarte”. No es soberbia, es mala memoria. Lo juro.
          Podría hacer lo contrario: fingir que en realidad sí me acuerdo y de manera natural platicar como si hubiera sido el día anterior cuando compartimos la mesa, la chela o la novia. Pero el temor a ser descubierto me empuja a no hacerlo. Prefiero quedar, en la concepción del otro, como un mamón desmemoriado que como un cretino mentiroso. Incluso he imaginado una historia: una chica que contacta tipos sin conocerlos fingiendo lo contrario; cuando encuentra uno que le sigue el juego lo enreda en su simulacro y termina matándolo. Un giro sería que, en realidad, el tipo sí la conociera y ella se diera cuenta de su error cuando fuera demasiado tarde. Como yo, sintiéndome fatal cuando platico con alguien a quien no recuerdo y éste se va con la peor impresión. Y entonces la sinapsis ocurre y recuerdo, pero es demasiado tarde. Y sólo repito para mí: “¿cómo pude haberla olvidado? La vida sin ella no habría sido la misma” o “estúpido que soy, si convivimos por más de un año”. Así he perdido, seguro, oportunidades laborales, profesionales, amistosas y amorosas. Las afinidades electivas de la pesada memoria.  

miércoles, febrero 18, 2015

Cenizas



Por diversas razones he pensado este día en la muerte. No se alarmen, lo digo en sentido de reflexión acerca de cómo esta idea tiene pertinencia dentro de la concepción del ser humano. Una de las razones fue para ayudar en su tarea a una exalumna. Le pidieron preguntarle a varias personas qué consideraban que definía al ser humano. Le respondí que era la conciencia de su propia finitud, es decir, el ser humano sabe que va a morir y de ahí muchos de sus comportamientos. También que podía expresar su conciencia de pertenecer al mundo a través de un lenguaje complejo, pero lo que más quedó resonando en mi cabeza fue la cuestión de la muerte.
         Luego platiqué con unos colegas en el trabajo acerca de la locura que habita en todos y cada uno de los humanos. En las circunstancias que llevarían a una persona a explotar y llevar sus frustraciones o su desorden mental hasta el grado del asesinato. Y bueno, afloró el nihilista que habita en mí y les expresé una idea que regresa de manera cíclica: la especie humana está condenada a la extinción. Con mucha probabilidad no nos tocará verlo, o tal vez sí (eso también nos hace humanos: la capacidad para sorprender a los otros con actos inspirados por la estupidez y el fanatismo), pero que yo no le daba a nuestra especie más de doscientos años. Y que, a pesar de los esfuerzos de algunas personas poderosas por buscar planetas que habitar cuando el actual esté arruinado, no alcanzaría el tiempo para encontrar otra opción de sobrevivencia. Tal vez mi visión sea de un pesimismo horrendo, pero dadas las actuales circunstancias me parece un diagnóstico incluso optimista.
         Otra razón fue la naturaleza religiosa del día de hoy. Miércoles de Ceniza dentro de la tradición católica. El símbolo que representa el inicio del recogimiento antes de la celebración de la Semana Santa que es, a su vez, la celebración de la muerte del Mesías cristiano. Pero también de su resurrección, es decir, del cuestionamiento de su naturaleza humana. Y aparece entonces la idea de la esperanza: creer que existe la posibilidad de que la muerte no sea el fin. Pero esa vida más allá de la muerte no se concibe en términos materiales, baste aludir a la sentencia de la imposición: “Polvo eres, en polvo te convertirás”. Me parece una de las cosas más hermosas de esta tradición religiosas, el momento en el cual una autoridad reconocida (el sacerdote) le recuerda al ser humano su finitud y su, en cierta medida, insignificancia.
         Me gusta porque también recuerda el lazo indisoluble que tenemos con el suelo que pisamos, lo que nos une a este planeta de polvo, ceniza y agua. En polvo nos convertiremos, todos, incluso los soberbios que se resisten y sufren con la idea de la muerte. Más allá de doscientos años, si mis cálculos resultasen ciertos, flotaremos en medio de las estrellas convertidos en polvo estelar. El polvo producido por la muerte que le infringimos a nuestra propia casa. Cenizas celestiales. 

martes, febrero 17, 2015

Necedades



Ya no representa sorpresa alguna constatar que en mis cursos de preparatoria me encuentro con estudiantes que nunca han leído un libro completo. Vamos, ni siquiera los materiales eclécticos y generalmente mal planeados que conocemos como libros de texto gratuitos. A pesar de que el programa de estudios de la institución donde trabajo es más realista que el de otras instituciones, peca del mismo problema: dar por sentado que el estudiante trae un bagaje mínimo que le permitirá acceder a los temas y preocupaciones que ocuparon a los primeros griegos o a los encargados del mester de clerecía o a los agobiados románticos decimonónicos.
          Cada vez que armo un curso busco la manera de conseguir que los muchachos puedan emocionarse con algún texto en medidas similares a la emoción que en mí despiertan esas recomendaciones que me atrevo a hacer en forma de lecturas de trabajo. Y, sin embargo, siempre me queda la sensación de que fracaso de manera rotunda. ¿Cómo explicarle a un chamaco cuya máxima emoción es masacrar la mayor cantidad de “enemigos” en la última versión del videojuego de guerra en primera persona, el dolor que sentí cuando Dumas puso en papel la muerte de D'Artagnan en El vizconde de Bragelonne? ¿Cómo arrancar de su mutismo a una niña cuya mente se encuentra divagando entre las múltiples opciones de poses para selfies y convencerla de que la búsqueda de Pedro Páramo es algo trascendente para ella?
          Me resisto a pensar que el libro es algo que debería pasar a mejor vida y consagrar la enseñanza a herramientas audiovisuales, multimedia y harto contemporáneas. Que las historias que no hablan de los temas de moda no son interesantes. Que el ser humano sólo se puede explicar desde su condición contemporánea y fugaz. Me niego. Y cada vez que lo pienso me siento viejo, anacrónico, de otro mundo.
          Sin embargo, de vez en cuando sucede que alguno de estos jóvenes descubre que hay algo más allá de la pura obligación (terrible palabra, terrible visión) de realizar la lectura de determinado texto. Comienzan a descubrirse a sí mismos a través de esas experiencias impresas. Es en esos momentos en los que vuelvo a creer que vale la pena tanta necedad. Cambiar el destino de uno solo implica incidir en todo un mundo. El mundo en el cual ese único se convierte en amo, arquitecto y director. Y entonces continúo. A pesar de que las estadísticas ganen por nocaut. 

miércoles, febrero 04, 2015

Si quieres ser alguien intachable, muérete...



Hay veces, pocas, en las cuales un objeto artístico despierta diversas sensaciones en unos cuantos instantes. Para quienes reducen el valor artístico a esta posibilidad, esto implica que la obra causante de tal reacción ha cumplido su cometido. No importa el tipo de reacción que haya sido despertada: ira, aburrimiento, incomprensión, alegría, burla, azoro. El fin de semana me pasó algo así con una película en la cual Robin Williams actúa un personaje que, a sabiendas de su destino fatal, pudo haber sido él mismo.
          World's Greatest Dad (Bobcat Goldthwait, 2009) es una película rara. No tiene una fortaleza a prueba de todo, pero sí una capacidad para descolocar al espectador de manera continua. La trama aborda la historia de un profesor de poesía en una preparatoria cuyo drama profesional es no haber podido publicar uno solo de los libros que ha escrito. Es padre soltero y debe lidiar con un hijo que es, a todas luces, un adolescente despreciable a ultranza: aficionado al porno hardcore, machista, homófobo, misántropo, carente por completo de empatía, sin idea de los límites establecidos por la necesidad del contacto humano, ofensivo con el único ser que en realidad lo ama. El vástago sólo cuenta con la amistad de otro adolescente cuya tragedia es tener a una madre alcohólica que no le presta la mínima atención.
          Parece una tragedia griega y lo es... y no. El registro en el cual se ubica este trabajo es el de la comedia negra. Pero una comedia que gusta de jugar con la percepción formateada por Hollywood con respecto de lo que representan las líneas pretrazadas de lo correcto y aquello que no lo es. El clímax de la historia aparece cuando el hijo, quien es aficionado a prácticas de masturbación que incluye asfixia simultánea, muere accidentalmente. El padre, en su afán por no mostrarlo ante los demás como lo que en realidad era, decide darle un final poético y profundo. Modifica las condiciones de la muerte y escribe una carta de despedida que resulta un hit de la literatura de autoayuda para la pequeña comunidad a la cual pertenece. Esa carta se transforma, a partir de una supuesta toma de conciencia por parte de la comunidad que lo aborrecía, en un diario escrito por el padre y después en una serie de oportunidades mediáticas, editoriales y personales para éste. Es ahí donde opera ese gusto por el juego con la percepción del espectador, cuando hemos decidido conmovernos con la vida del padre, éste comienza a convertirse en un ser despreciable que explota la muerte de su hijo y la fortuna que esto le trajo.
          El final me lo reservo, por si alguien quiere echarle un ojo, sólo diré que es liberador para el personaje y para el espectador (y que suena de fondo “Under Pressure” de Queen). Es imposible no incluir, en la valoración de la historia y la actuación de Williams, la sapiencia de su muerte. Tal vez, desde mucho antes de su fin, el actor ya había revivido, a través de sus personajes, la carga que representaba ser él mismo a pesar de todo lo que intentaba para evitarlo. 

lunes, enero 26, 2015

Bofetadas


Las bofetadas tienen un sabor característico en el terreno de la humillación pública. Es una agresión que no sólo implica una cuestión física sino también simbólica. Se da bofetadas a aquellos que no son merecedores de un puñetazo. Es decir, la humillación comienza desde la elección del tipo de golpe que se pretende dar. Recuerdo en mi infancia el agravio que representaba el hecho de que alguien más nos tocara el rostro. Era una afrenta que, ahora intento comprenderlo, se remontaba a tiempos de caballeros y honor a prueba de muerte. De ahí la expresión, sospecho, “cachetada con guante blanco”; esta misma expresión remite a la posibilidad de lastimar sin necesidad de contactar físicamente. El triunfo obtenido es sobre el orgullo del otro.
          El estereotipo nos indicaría que las bofetadas las dan sólo las mujeres, y no cualquier mujer, sino aquellas que han sido heridas en lo más profundo de su orgullo, que han visto amenazado su honor. La cinematografía nos ha dado muestras suficientes de tal manifestación. El hombre que recibe la cachetada, la ha sufrido, generalmente, por hacer alguna insinuación no decorosa sobre la chica en cuestión, o por haberla engañado-traicionado de manera fehaciente. Generalizo, claro está. Sin embargo, creo que es muy diferente el efecto de una bofetada a la de esos golpecitos, también estereotípicos, que dan las mujeres en el pecho del agresor del honor-orgullo macillado.
          La bofetada, el tocar el rostro, tiene como objetivo reducir al otro o exigir satisfacción. Una satisfacción que va mucho más allá de la bofetada misma. Todo lo anterior lo pienso después de haber visto la manera en cómo un funcionario público, el gobernador de Chiapas, abofetea a uno de sus colaboradores sin que éste pretenda siquiera responder. Esa estampa que nos ha regalado el tiempo de las redes sociales expresa más que el hecho mismo. Parece una síntesis, un abstract, del ser nacional o regional. El hecho refleja una superioridad moral y de clase que en esas zonas del país se ha mantenido de manera más o menos intacta a pesar del paso de los siglos. La idea del indio como inferior (y ya ni siquiera en términos culturales o de identidad de grupo, sino sólo de color de piel: el asistente es moreno) es algo que prevalece y que ha sido reflejado de manera constante en la literatura y los discursos que provienen de esa zona del país. Desde el Balún Canán de Rosario Castellanos, pasando por Al son de la marimba de Juan Bustillo Oro y hasta el video del rubio gobernador.
          La bofetada de éste no pide reparación de un daño o exigencia a un honor supuestamente mancillado. Representa la convicción de que el otro sobre quien ejecuta la acción carece por completo de honor y, por tanto, de valor en el contexto en el cual se da la escena. Para él es un objeto que no ha cumplido con su misión, un engrane que ha fallado. No lo reconoce como igual, ni siquiera en términos de ser humano.
          Y, sin embargo, la conclusión de este episodio ha sido más bien tragicómico: en un video posterior aparecen ambos protagonistas escenificando un cuadro en dónde, como si fuesen colegiales de secundaria, el agresor le pide al agraviado que le “regrese” la bofetada. Una forma de decir “no pasa nada, así nos llevamos”. El agraviado le da dos y la segunda hace enrojecer a quien algunos miran como posible candidato futuro a la Presidencia de la República. Ese sonrojo devuelve a la bofetada su naturaleza primera y su objetivo primordial: pedir reparación o afrentar el honor del otro. Lo primero no ocurre, parece evidente que el agraviado en primera instancia no pretende que el gobernador “reciba su merecido”; lo segundo, en cambio, opera a través del sonrojo que se refleja en el rostro del poderoso cuando se da cuenta que permitir lo que está ocurriendo afrenta su honor (la idea de ser abofeteado por un indio, dentro del imaginario colectivo-social-histórico, se entiende).
          Y, no obstante, todo es pantomima. Una representación ensayada que intenta disfrazar lo real de un hecho anterior. Teatro para los que se indignan (se ven despojados de su dignidad por la proyección que hacen a favor del cacheteado). La única diferencia es que aquí más que el aplauso del público (la opinión pública que refleja sus juicios a través de las redes sociales, por ejemplo), lo que hay es un silencio y una burla a ultranza que opera como el guante blanco justiciero. Falta ver la manera en cómo el nuevo agraviado responde. Ojalá no lo haga como primer mandatario. 

jueves, enero 22, 2015

Fronteras textuales, fronteras humanas



Así es el arte, ni modo, qué le vamos a hacer. Sirve para denunciar la tragedia y también para disimularla. Es como actuar cínicamente, sin ningún pudor. Lo sabes. Conmueve, te conmueve, podría conmover a los otros, pero no ayuda. Una fotografía no les da dinero, ni drenaje, ni pintura para, al menos, cubrir las paredes.
(“Frontera de sal”)

¿Te gusta el látex, cielo? de Nadia Villafuerte (Tuxtla Gutiérrez, 1978) es un conjunto de cuentos en donde la idea de frontera aparece de manera recurrente. Hay una voz poderosa que igual abreva de la tradición de Carver como de Fadanelli. Relatos que abordan la aparente frivolidad en la cual sus personajes se desenvuelven. En donde los finales anticlimáticos sólo confirman la manera en cómo el miedo es uno de los ejes rectores de muchas de las vidas, no sólo de los personajes, sino de muchos seres humanos. Esa idea de frontera atiende tanto a las físicas (sus relatos se ubican en espacios fronterizos de Centroamérica y en el paso de los habitantes de esta zona hacia México en la frontera sur, además de las ciudades que se ubican cercanas a la frontera norte como Tijuana o El Paso) como a las que separan diversos aspectos de la naturaleza humana (la idea de futilidad del arte, la pobreza, la pulsión de huída, lo que separa al cobarde del imprudente).
          En “Flores rojas”, por ejemplo, contrasta el ejercicio de la ética con la necesidad de exhibir las propias miserias: un periodista se reúne con un asesino que le otorga la exclusiva de uno de sus crímenes y pone al primero en la disyuntiva de publicar tan información. En “Tinta azul” explora las fronteras que construye artificialmente la rutina y la vida cotidiana: una mujer se enfrenta a la oportunidad de infidelidad con respecto de su esposo, al mismo tiempo que considera también la posibilidad de separarse de manera práctica de él. En “Frontera de sal” se narra la crisis existencial y profesional de un fotógrafo que recorre la frontera sur de México en búsqueda de imágenes que le den significado a su vida y, de paso, le permitan sobrevivir mientras el deseo repentino por una mujer ajena lo aqueja (“Parece que el sur, esa palabra minúscula, monosílaba, es la frontera equivocada, el error, el horror histórico”, “El amor también es la representación de un crimen”).
          “Yésira” aborda la historia de un joven que sigue los pasos de su hermana, quien ha sido asesinada por un agente policíaco que se convierte en obstáculo para el sueño migratorio y la aparente confirmación de aquella frase que apunta que todos los males vienen del Norte (“Los muertos luego ya no tienen nacionalidad ni nada. Sólo son números, números que, como ellos, desaparecen”). “La piscina” es un ejercicio en el cual temas como la infidelidad, el deseo, la promiscuidad y el azar resultan disparadores de la tragedia, es una de las piezas mejor logradas del conjunto (“Ambos saben que se trata de una relación desdichada. Y se mienten con la habilidad de los matones a sueldo. Se aman, y los dos tienen ideas semejantes: que el amor debe ser como la heroína, que el amor es el camino común de los desamparados, que el amor implica seguir las instrucciones de Dios, un asesino sin escrúpulos, cínico y capaz de permitir que dos cuerpos se quemen la piel de ese modo y sin sentido”, “Claro que el amor no existe, tampoco Dios, tampoco la libertad, tampoco la democracia, y no por eso, todas esas mierderas abstracciones dejan de ponerte en una encrucijada y lastimarte”).
          “Roxi” explora los terrenos de las fronteras de la identidad sexual, de la imposibilidad de las certezas, de la locura y la madrugada. “What are you looking for” remite a una exploración densa acerca de la manera en cómo las expectativas de los demás se reflejan de modo perentorio sobre nuestras acciones hasta que su vista condenatoria deja de perseguirnos al encontrarnos, por ejemplo, en un país distinto (“--Tendrás problemas siempre por haber mentido. El país más hipócrita del mundo no perdona a quien miente y abusa de su confianza”). Los dos últimos cuentos de esto que llamaré la primera parte coinciden con el tema aunque los tratamientos sean distintos: “Grillos” es un relato en donde la simulación de una vida holgada contrasta con la realidad funesta del desempleo y la amenaza de pobreza; mientras que “Cajita feliz” es una reflexión acerca de cómo a pesar de huir en búsqueda de mejores expectativas de vida, en este caso el american dream, muchas veces el destino ha predeterminado que el desenlace de una historia no sea distinta aunque el escenario cambie.
          La segunda parte del libro está constituida por una novela corta, la misma que le da título al volumen. Es esta una narración en la mejor tradición de la novela negra en la cual elementos como la pobreza, la prostitución, los ambientes clandestinos, los policías corruptos, los políticos todavía más siniestros, se combinan para desarrollar una trama en donde las aparentes víctimas se convierten en victimarios y los papeles se encuentran mudando en todo momento. Una novela que aborda un tema que parece algo común en el contexto actual de nuestro país: la traición política que no duda de valerse del asesinato para hacer posible la realidad de sus propias ambiciones. Y dentro de esas maquinaciones siempre quedan atrapados los pequeños seres humanos cuyas existencias se consideran desechables: los pobres, los marginales, los eternos caminantes. Es una trama que atrapa desde las primeras líneas y cuyo desenlace no desentona con el resto de los textos contenidos en el volumen.
          Es un hecho que lo mejor de Villafuerte está por venir. También es un hecho que estaré entre sus lectores atentos a esas nuevas historias.

Nadia Villafuerte, ¿Te gusta el látex, cielo?, México, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008.