jueves, febrero 19, 2009

Sobre el Otro que es el Mismo (a) El Apodo



El nombre con que bautice uno a sus hijos carece de importancia. No hay que olvidar que vivimos en México, que es un país en donde la gente se conoce más bien por sus defectos físicos que por su nombre. O, mejor dicho, en el que los defectos físicos sirven de nombre. La prueba de esto la encontramos examinando nuestro círculo de amistades. Allí encontramos al Ciego Peña, al Enano Gutiérrez, al Panzón Rivera y al Cucho Hernández. En provincia, en donde la gente tiene más contacto con la naturaleza, encontramos al Tlacuache Méndez, al Zorrillo Mercado, al Cuervo Herrera y a la Marrana González.
Jorge Ibargüengoitia, “Catálogo onomástico”
 El origen de los apodos se remonta a los griegos con la aparición de los llamados epítetos, que eran agregados a los nombres de los dioses y héroes de la mitología. La Ilíada de Homero es rica en estas descripciones, ya que añade a los nombres de los participantes en las lides, la más sobresaliente de sus virtudes o la característica que le confería singularidad a su apariencia física. De esta forma encontramos a Odiseo, “fecundo en ardides”; a Héctor, “domador de caballos”; a Atenea, “la de los ojos claros”; a Hera, “la de los níveos brazos”.
Sin embargo, no será sino hasta que la clase alta de la cultura romana adquiere un método de nominación bastante singular que la idea del apodo se va configurando. En la Roma imperial, se utilizaban diversas partículas para construir el nombre de algún notable: el Praenomen, o nombre propio; el Nomen Gentilicium, o apelativo del clan al que se pertenecía; el Cognomen, que correspondía al linaje y que sería el equivalente de nuestros apellidos; y el Agnomen o apodo particular de la persona.
La Edad Media confunde el nombre con el título y los caballeros llegan a tener más de una denominación por la que son reconocidos. El caso de Rodrigo Díaz de Vivar, en la literatura, resulta más que ejemplificador, es, al mismo tiempo, el Cid, el Campeador, el Noble Barba Crecida, el Buen Nacido, el Que En Buena Hora Ciñó Espada, el Que En Buena Hora Nació.
Es esa nomenclatura de reyes y caballeros se incluyen los conquistadores que llegaron a América y que comenzaron a hacerse de apelativos harto significativos, como Lope de Aguirre que firmaba sus cartas al rey de España como El Peregrino. Los indígenas americanos conquistados no tardaron en llenar de apelativos a los conquistadores a partir de referencias físicas (Tonatiuh, El Sol, para el rubio Pedro de Alvarado), por el papel que fungían en las comunidades (el Tata, para identificar a Vasco de Quiroga), por la identificación que tenían con los pueblos conquistados (Motolinía, el Pobrecito o el Desdichado, para identificar a Toribio de Benavente), entre otros.
El caso es que en México, la nomenclatura a partir de apodos se remonta a la época prehispánica y a la costumbre de nombrar a los hijos con determinadas características que respondían a rituales y ceremonias fundacionales de la identidad individual. Cuauhtémoc es así “el águila que desciende” (contrario a la imagen fatalista del “águila que cae”), Moctezuma es “tu señor enojado” y Nezahualcóyotl “coyote que ayuna”.
El paso de la historia marcó que el apodo se convirtiera casi en una cuestión de costumbre nacional. Agustín Yáñez recoge en Flor de juegos antiguos un ejemplo harto significativo de esta tradición:
¡Está bonita la tarde con aire y sol ligero! ¿A qué horas comenzarán a salir los muchachos? Ya me anda para que salgan. Jugaremos bonito porque la tarde está suave. Con el chiflido del pájaro clarín le hablaré al vale Cosileón. Luego juntos iremos a buscar al Tigre, a la Hiena, a Juan Leopardo y al vale Viborilla. Todos entendemos el chiflido del pájaro clarín: corneta, himno, y santo seña de nuestra palomilla, la brava palomilla del barrio de San Juan de Dios: el Tigre, la Hiena, Cosileón y Leopardo, Viborilla y la Fiebre, Pedrito el Carnicero, Jesús el del Herrador, yo Fermín —que me dicen Tildío y Alazán—, el Bronco que siempre se pelea con mi hermano el Ciempiés. La Tonina, el Lobo, el Tiburón y el Puercoespín, Rogelio, el Pez espada, y Ruperto, La Liendre; Duplán, El águila descalza; y Tereso Coyote; el Buey, el Toro, la Culebra, la Araña, el Ardilla, el Tifo, Ventarrón y el Caimán. Todos entendemos al chiflido del pájaro clarín…
Pero, al mismo tiempo, se convirtió en la posibilidad de reconocer a una persona de mejor manera por el apodo, que por el nombre propio. El mismo Ibargüengoitia que sirve de epígrafe a esta reflexión menciona que cuando se llama a la casa de alguien anunciando con toda solemnidad “Habla Jorge López Bermúdez”, no será extraño que el que contestó tape la bocina y grite a voz en cuello “Te habla el Fifirafas”. El apodo está en nuestra necesidad descriptiva, por llamarla de alguna forma. No será casualidad que uno de los apodos más comunes sea el de “El Chingón”, del cual Octavio Paz hace certera disección en El laberinto de la soledad.
Pero no sólo responde a un afán descriptivo el hecho de colocar apodos sobre las identidades “cívicas” o sobre los nombres comunes, corrientes y, no se olvide, propios. A veces la intención también es de denigrar, reducir, trasladar al depositario del apodo a un contexto distinto o que lo pueda “marcar” de alguna manera. Pensar que, por ejemplo, se tiene la idea errónea de que los apodos sólo surgen en las clases bajas o sólo son utilizados en determinados ambientes. Cuestión completamente falsa. El apodo trasciende por completo las clases sociales y se manifiesta con las mismas intenciones. Implica una suerte de familiaridad, familiaridad que puede ser de simpatía y cercanía pero que, también, puede ser de antipatía u odio.
Los medios de comunicación masiva, por su parte, han hecho gran trabajo para popularizar diversos motes que se asignan a figuras deportivas o del mundo del entretenimiento. Nadie puede desconocer los motes de el Finito, El Temo, el Niño de Oro, la Chiquita, el Púas, el Vasco. La necesidad de los medios de colocar el mote tiene como función acercarlos al contexto donde sus habilidades son apreciadas. Hacerlos parecer, en determinado momento, como parte de la palomilla, de la banda. Ésos héroes nada anónimos son como yo. Hasta apodo tienen. La familiaridad se construye como una posibilidad de acceso a una realidad que se concibe inalcanzable. El apodo acerca, carnaliza, desmitifica. Ricardo López Nava deja de serlo para pasar al consciente colectivo y al inconsciente histórico como el Finito.
En el caso de los delincuentes, el apodo refleja también una especie de narrativa si éste se refiere a cuestiones asociadas a los crímenes que cometieron. Nuevamente aludimos a la tradición literaria y cinematográfica: está el Zarco en la novelística de Ignacio Manuel Altamirano, pero también el Tuerto de la trilogía de Nosotros los pobres, o, más cercano en el tiempo, el Pig del Diablo Guardián de Xavier Velasco, por ejemplo.
En el caso de los narcotraficantes, el hecho de utilizar los apodos como una forma de generar una pérdida de identidad personal y convertirlos en una especie de inventario de personajes caricaturescos resulta, al menos para mí, demasiado elaborado para ser un plan trazado meticulosamente. De hecho, es casi seguro que la mayoría de esos apodos se generaron antes de que sus depositarios tuvieran la triste celebridad con la que cuentan actualmente. En general, la mayoría son descriptivos o responden a diminutivos de sus nombres utilizados en sus lugares de origen. No hay evidencia de que el apodo busque, específicamente, reducir o denigrar a alguno de éstos.
Sin embargo, el uso continuo y, sobre todo, el contexto en que se enuncian, le otorgan a estos apodos un significado y un referente que el lector, espectador o platicador cotidiano asume de inmediato como reducido o perteneciente a un mundo criminal. Esto es, se asume la vileza o el desacuerdo con la actividad que estos personajes realizan precisamente por la tarea de las personas, no por los apodos que ostentan. La referencia del mundo del crimen antecede al de la celebridad del apodo. Intentaré explicar este punto.
El apodo por sí mismo no dice nada. Si alguien plantea que a un cuate le llaman el Nalgón, a otro el Mayel, a otro el Mayo, o el Cacahuate, o la Mojarra, o el Licenciado, o el Tarzán, uno tendrá una regresión al contexto más cercano en que la existencia de estos apelativos sea posible: la prepa, la chamba, la oficina, el equipo del fut de los domingos, la familia cercana. Pero, en el momento en que se ubica a estos sobrenombres dentro de un contexto predeterminado, en este caso el mundo del narcotráfico, el apodo adquiere una nueva dimensión. Se ubica, a partir de ese momento, en el contexto en el cual el papel de los medios de comunicación lo han ubicado. Es decir, existe una especie de barrido de referentes previos para la existencia de un apodo y la referencia ofrecida por los medios se convierte en un referente único. Cuando se habla del Chapo o de El Señor de los Cielos, no hay ninguna posibilidad de confundir el referente porque éste se ha vuelto único. Es decir, sustituye al nombre propio incluso ante quienes nunca han tenido un contacto personal con el que es aludido.
No creo que sea un plan preconcebido. Probablemente tiene que ver más con una tradición heredada de las declaraciones ministeriales en que con un estilo que ya lo quisieran las mejores Crónicas de Indias, se da noticia de los diversos conflictos que surgen en el seno de la sociedad. Herencia también del más tradicional periodismo de nota roja. De hecho, es interesante observar el estilo de redacción de una nota deportiva, por ejemplo, y una de nota roja. En la primera el apelativo aparece en medio del nombre propio (Ricardo “el Tuca” Ferreti) mientras que en la segunda, tradicionalmente, aparece al final con un añadido: la palabra alias o la abreviatura (a) (Sandra Ávila Beltrán, alias La Reina del Pacífico). Alias tendría que ser, en realidad alia, proviene del latín alia nomine cognitu (denomina al “conocido por otro nombre como”). Pareciera que esa palabra le otorga, en el discurso utilizado por los medios, un contexto incluido en sí mismo. Alias refiere a las declaraciones ministeriales y a las relaciones del periodismo rojo y amarillo más eficaz en ventas, precisamente por los temas que aborda. De ahí que el deslizamiento de interpretación nos indique un contexto penitenciario y criminal casi de manera automática.
Para reforzar este argumento, convendría establecer un ejercicio mental. ¿Qué pasaría si un día, en las planas de los diarios, en los noticiarios de radio-TV y en los contenidos de la red, en lugar de aparecer los nombres propios y rimbombantes de nuestros políticos aparecieran con su respectivo añadido en el estilo descrito líneas arriba? Es decir, Andrés Manuel López Obrador alias El Peje, Roberto Madrazo alias El Maratonista, Enrique Peña Nieto alias El Baby Face, Jesús Ortega alias El Chucho, Beatriz Paredes alias La Bety, René Bejarano alias El Señor de la Ligas, Diego Fernández de Ceballos alias El Jefe. El estilo, en este caso, establece contexto. Y uno se imagina de la peor manera a tan ilustres personajes. Tal vez, incluso, con una marca de clase derivada de la celebridad previa al estilo. El apodo reduce sólo en los términos en que se establezca un lenguaje que refiera de manera inequívoca a un contexto predeterminado.
La autodenominación es otra cara de este proceso. El Pozolero del Teo decidió que fuera llamado así haciendo una descripción crudísima de su quehacer dentro del mundo del crimen. El apodo aseguró celebridad casi inmediata. Tradición que los asesinos seriales norteamericanos inauguraron. Casi nadie sabe el nombre de El Carnicero de Milwakee, o de El Vampiro de Dusseldorf, o de El Hijo de Sam. La asociación entre contexto y actividad es casi automática con respecto a un apodo, y más conflictiva con respecto a un nombre propio. Por cierto el Pozolero se llama Santiago Meza López, cosa que casi a nadie le importa.
          Total que en esto de los apodos la cuestión es simple, pero no lo suficiente. Los objetivos son diversos: familiaridad, desprestigio, simplificación, disminución. Cabe, sin embargo, recalcar la dosis de practicidad que hay en el uso de estos apelativos. Actualmente es más fácil para mí, humano con buena parte de capacidad memorística extirpada, recordar a las personas que se cruzan por mi vida más por los apelativos públicos que por su nombre real. Sé quién es el Muerto, el Brujo, la Negra, el Yunque, el Ruco, la Tachuela, el Cristo Botero, la Mami; no me pregunten, por favor, su nombre verdadero.

jueves, febrero 12, 2009

Promesas: cine contra la guerra


Carlos Bolado es, sin lugar a dudas, uno de los mejores cineastas mexicanos de la actualidad. Si ya con su ópera prima en largometraje, Bajo California: el límite del tiempo, había dado bastantes argumentos para ser considerado como uno de los mejores realizadores contemporáneos, con su participación como co-director en la cinta Promesas (Promises, 2001), se convierte en el más comprometido y el que antepone el arte y la utilidad social del cine antes del éxito comercial. Esta cinta, rodada durante cuatro años en los territorios de conflicto entre Israel y Palestina, nos muestra una vez más que el cine no tiene que ser únicamente pirotecnia y lagrimones fáciles.

          A través de una narración eficaz y de un seguimiento de las relaciones y las formas de pensar de niños de ambos lados, esto es, tanto judíos como palestinos, Bolado logra, junto con B. Z. Goldberg (un cineasta judío) y Justine Shapiro (documentalista estadounidense), una cinta en la que la reflexión acerca de la guerra y las consecuencias, no sólo materiales sino también, y sin ponernos místicos, espirituales, tienen en lo que los discursos retóricos se empeñan en llamar “el futuro del mundo”. Es así como aparecen las versiones del conflicto de todos los implicados en el dramático proceso de guerra que se lleva en esa región del Medio Oriente.

          Aparecen las voces de los niños judíos: “un niño palestino es un terrorista en potencia, si no se les extermina desde pequeños, en unos años harán explotar una bomba frente a nuestras casas”; las voces de los niños palestinos: “tenemos que matarlos poco a poco, entre más los matemos, ellos serán menos y nosotros podremos recuperar lo que los judíos nos han quitado”. Las reacciones más radicales se mezclan con otras menos violentas: “sí queremos que estén aquí pero como invitados, no como usurpadores de la tierra”, “Dios le dio esta tierra a Abraham y por eso la tenemos que conservar, por eso esta tierra nos pertenece”.

          Mientras por un lado la intolerancia parece pasar de los adultos a los niños, por el otro, los cineastas intentan establecer puentes de comunicación entre los futuros de estos dos pueblos desangrados de la tierra por la lucha que han mantenido a lo largo de los años. Los conflictos armados han hecho que los niños que habitan en esa región del planeta tengan una relación con la muerte que no es de indiferencia o de ocultamiento, sino una realidad que lastima por la crudeza y la cotidianeidad con la que es recibida. El problema central del conflicto, parece plantear la cinta, tiene que ver con el mutuo desconocimiento y con la negativa a convertirse en iguales para establecer un diálogo que conduzca a una solución negociada.

          Así, entre pintas de Hamas y puestos militares de control israelí, asistimos completamente subyugados a la experiencia del mutuo conocimiento entre dos mundos que antes de nacer están destinados al odio mutuo. Unos gemelos judíos seculares son conducidos hasta uno de los refugios palestinos producto del desplazamiento de la población por las tropas judías en tiempos en los que aún se guarda memoria de tal afrenta con la esperanza de algún día poder lavar la ofensa; en ese sitio tendrá lugar uno de los encuentros más conmovedores del cine de nuestros días: de inicio una mutua desconfianza para después dar paso a un reconocimiento de la naturaleza humana, y no hay nada más humano que la conciencia de que en la infancia todos los sueños son posibles, sólo hay que esforzarse un poco para que éstos puedan convertirse en realidad. En la infancia del hombre, como en el reconocimiento del otro, se procede al juego, una guerra de almohadas que no tiene la connotación sangrienta que tienen las balas de goma o las piedras lanzadas con hondas.

          Los cineastas nos llevan de la mano a una conclusión que pareciera obvia pero de la cual casi nunca tomamos cabal conciencia: en la infancia todas las cosas son importantes (la derrota en una contienda deportiva hace llorar a ambos, palestinos y judíos) pero al mismo tiempo todas las cosas tienen solución. Niños hablando de los problemas que aquejan a sus comunidades, niños que no alcanzan a comprender el alcance de una guerra en la que no les ha tocado decidir, una guerra a la que están condenados hasta que, de seguir las cosas de la misma manera, una de las dos partes sea fatalmente destruida.

          El llanto de los niños al tomar conciencia de la impotencia que sienten de no poder parar el conflicto es el momento más conmovedor de la cinta. Sí, dice uno de los pequeños, ahora que B. Z. (uno de los directores) se encuentra aquí, podemos reunirnos, pero que pasará cuándo él se vaya, de qué esperanza podremos aferrarnos. Los demás mirando la escena como la confirmación de un destino que podría ser evitado si tan sólo aquellos que pretenden hacer del mundo un lugar de conflicto eterno pudieran sentir en el alma lo amargas, saladas y dolorosas que son las lágrimas de un niño. Las lágrimas de los niños son poderosas, pero lo son aún más las sonrisas de esos mismos niños. Al final de la cinta todos le regalan a la cámara una sonrisa confiada, todos expresan su deseo de diálogo para que la paz en ese rincón del mundo pueda convertirse en realidad.

          Promesas es una cinta que no puede ser calificada de parcial o manipuladora, lo que hace es mostrar al mundo lo que la estupidez y la soberbia humanas pueden ocasionar en las mentes y los corazones de aquellos en los que mañana estará el futuro de sus pueblos. Los niños, parece decir Bolado y compañía, son en realidad la única esperanza de la que podemos aferrarnos. El título de la cinta alude a la promesa que se hacen los niños de la cinta de seguir en contacto y de intentar conocer al otro, dice uno de los protagonistas de la historia: “Necesito conocerte, ¿cómo puedo amarte si no te conozco?, pero también ¿cómo puedo odiarte si no te conozco?”.

          En conclusión podemos decir que esta película no es algo que podamos pasar por alto tan fácilmente, después de recibir una cantidad de premios impresionante (nominación al Oscar incluida), deja de ser un evento descriptivo de la situación contemporánea para convertirse en un mensaje de paz y de hermandad en un momento en el que las bombas, el fuego, los odios y la estupidez de gobernantes vacíos de cerebro y corazón siguen llenando de humo y desesperanza los cielos del Medio Oriente.

miércoles, febrero 11, 2009

Bitácora de lo imposible


00:01
Hoy no existe el tiempo, sólo tú.
A horcadas sobre el lomo de las horas repaso entre suspiros tu recuerdo.
Hoy no existes tú, sólo el silencio.
Al final vendrá el sueño lleno de ti.
Hoy no existe el sueño, porque mis ojos continúan abiertos.

03:00
El cerebro a las tres de la mañana es una bola de cebo maldiciente.
Te pienso en los sonidos de una ambulancia que recoge a lo lejos la mañana.
Los poemas a esta hora saben a café rancio.
El moho de mis temores anida entre los agujeros de mi alma.
Imagino. Te imagino. Me imagino.
El caso no es ser paranoico, sino ser lo suficientemente paranoico.

06:00
Dios dijo ‘hágase la luz’ y el sol ocultó una irónica sonrisa.
En los ojos traigo tatuado tu nombre y las sombras me persiguen por el cuarto.
Escucho a un tipo en la radio hablar sobre ‘el amor’, es un poeta y cree saber demasiado.
En otras noticias un tipo ha asesinado a su mujer por que ésta ha osado decirle que en realidad ama a otro hombre.
¿Quién sabe más del amor, el asesino o el poeta?
Alguien me contesta al fondo de mi inconsciencia. Pero he dejado de escuchar y los rumores de tu cuerpo se me escurren lentamente entre los dedos.

07:35
Allá va otra vez, certero.
Te me escapas de los labios mientras digo un ¡buenos días! ¿Cómo estás?
Te alcanzo cuadras adelante y tu nombre quiere ponerme una zancadilla.
Casi me atropellan, pero al final el auto se detuvo. Teoría no tan disparatada.
Pasa un camión y me subo. Por un momento creo vengarme de tu nombre que se ha quedado parado a media calle, cuando descubro que me sonríe burlón por el espejo retrovisor.
Solamente sonrío.
En mi camino he pisado a tres personas y se me ha olvidado pagarle al chofer.
Ahora escucho tu carcajada.

11:00
Un momento a solas y el ruido para.
La soledad es el aprendizaje de la paciencia.
Le doy vueltas a ciertas cosas y trato de trabajar.
Escribo a medias, pienso a medias; sonrío más, me lo han dicho.
Alguien menciona mi nombre y prefiero no hacer caso.
Me descubro escribiendo ‘Te quiero’ en la primera página del diario.
Recuerdo que el periódico no es mío.

16:00
Decido ir al cine (público vicio) para dejar de pensar por un momento en ti.
La película es una estupidez, o eso intento creer porque no estás a mi lado.
De pronto pierdo el interés y me encuentro recostado en tu hombro.
Ocurre algo interesante porque dos idiotas tras de mí han dejado de cacarear.
Yo no entiendo nada ni a nadie. Ni a mí.
Estás en algún lado (¡lógico, idiota!), pero no aquí.
Sólo puedo adivinar, en esta semioscuridad, tu mirada.

martes, febrero 10, 2009

Morir de amor


Leo en el periódico la noticia de que la gente puede morir de amor. O mejor, de las penas que genera el amor. Este síndrome conocido como "del corazón roto" o "de Takotsubo" comenzó a documentarse de manera sistemática a partir de 1991 en Japón y pronto ha generado diversos estudios en el resto de Occidente (me pregunto si alguien sigue creyendo que Japón es el 'Lejano Oriente', cuando más bien se ha convertido en el 'Extremo Occidente').
          Resulta que los males de amor ya pueden ser catalogados como una enfermedad, no sólo en términos de afectar el funcionamiento social o personal de un individuo, sino incluso en términos físicos. Ansiedad, depresión, opresión leve en el pecho y debilitamiento de la función cardíaca que puede derivar, incluso, en un infarto, son los síntomas de esta nueva dolencia que los habitantes de la contemporaneidad debemos de traer encima.
          Y es que el amor mata. En pleno retorno al sentimiento romántico del siglo XIX, volvemos a los tópicos en donde frases como "su corazón se detuvo, y murió" o "murió de pena" vuelven a tener sentido. En un mundo en el que la soledad y la prisa envuelven por completo la vida de los seres humanos, conservar andando las posibilidades de tener una relación en la que lo que se comparte sea asuntivo y no obligatorio, hace cada vez más difícil perpetuar la sensación de embriaguez que se experimenta cuando una nueva experiencia amorosa inicia.
          La enfermedad (estoy terminando de leer un libro de Francisco González Crussí en el que habla de la manera en que a lo largo de la historia se ha concebido al amor como una enfermedad y los remedios que se supone lo curan, próximamente acá en su blog favorito), decía, la enfermedad tiene una incidencia del 1.1% de muertes asociadas a males cardíacos en el año 2008 y su tendencia es de crecimiento acelerado. Tal vez el secreto esté en no enamorarse, para no sufrir con el mentado síndrome. Aunque eso nos arrancaría de nuestra condición humana, estamos condenados a enamorarnos, a sentir culpa y a morir. Es como pretender dejar de coger porque existe el sida. Uno nomás se cuida y ya. Aunque seguramente en el amor la efectividad no alcance el 99% de la misma. El riesgo es, sin duda, mayor. ¿Qué hacer?

jueves, febrero 05, 2009

Lejos de Líbano, cerca de Oaxaca


Beirut, "La llorona", March Of The Zapotec

La música mexicana la están haciendo los gringos. Y digo música mexicana diciendo música con referentes culturales del espacio en el que se produce. Hablo de Lila Downs (hija de un profesor de cinematografía escocés-norteamericano de Minessota), Los Lobos (residentes en los Estados Unidos y uno de los baluartes de la identidad mexico-norteamericana) y Zach Condon. Este último es un joven compositor de Nuevo México que firma sus trabajos como Beirut.
          De amplia producción (publica material artístico desde los 15 años), Beirut publica en 2009 un EP doble, March Of The Zapotec/Holland, en donde una de las partes (la primera), alude a los sonidos de la banda oaxaqueña en acción. Para conseguir un efecto de evocación impresionante, Condon va a las raíces de la música que compone e interpreta, haciéndose acompañar de la Banda Jiménez, cuyos metales resuenan todavía en mis oídos. Un disco de altísima factura por donde se mire.
          Mientras, los rockeritos mexicanos siguen queriendo sonar como The Killers.

miércoles, febrero 04, 2009

Mariana


Cada hombre da vueltas alrededor de su pequeño círculo, como un gato que juega con su cola.
Goethe


Hace frío en la ciudad de México. No hay nada más deprimente que estar solo en esta ciudad sin otra compañía que la del vaho que sale por la boca. Hace frío y no llueve, es como la sensación de las sábanas húmedas sobre el cuerpo amoratado de silencio. El frío alimenta a la memoria y nos llegan poco a poco las imágenes de la vida perdida en alguna esquina del pasado. El frío nos niega rotundamente el llanto. Es extraño, pero nunca se ha visto llorar a alguien mientras tirita de frío. Como autómatas caminamos por las calles que se quejan de ausencia. Dentro de las casas escuchamos risas y alegría, las series de luces multicolores parecen reproducir constelaciones estelares de formas caprichosas. Caminamos con el rostro hacia el suelo con las pausas necesarias para prevenir que un auto nos dé un aventón sin pedirlo. En este momento en que los ángeles guardan silencio y Dios lanza un enorme bostezo es cuando descubro a Mariana.

Camina segura por la acera, voltea de vez en cuando a observar los aparadores de las tiendas llenos de estatuas sonrientes que lucen las últimas tendencias de esta temporada. Mariana sonríe, tal vez piensa gastar una parte de su bono navideño en uno de esos abrigos rematados con solapas de peluche. Se lleva las manos al cuello como si hubiese sentido el roce de una pluma. Sus manos son delgadas y las rematan unas uñas extremadamente cuidadas. De su muñeca pende un reloj en el cual la manecilla que marca los segundos se ha detenido, sin embargo, si ponemos atención se oye un tictac que va al ritmo de su corazón. Repentinamente sus pasos también se sincronizan con ese tictac. Ahora vemos sus zapatos, lleva unos de tacón alto que hacen lucir sus pantorrillas, las medias negras se convierten en la extensión de esa piel que se ve tan tersa y la vista de esa segunda piel se pierde al llegar al borde de la minifalda. Tiene unas piernas bien torneadas y se enorgullece de ello. El ritmo de sus caderas hace voltear a más de un transeúnte. Tiene todas las fachas que del estereotipo de la profesionista exitosa se nos ha implantado. Se ha detenido al llegar a la esquina, observa atenta el semáforo y cuando éste le otorga el paso, comienza nuevamente el rítmico existir de su cuerpo. Al otro lado de la calle está su departamento. Hurga entre las bolsas de la gabardina y extrae un llavero con la forma de la torre Eiffel de París. Ella nunca ha estado ahí, se lo regaló su jefe como recuerdo de las últimas vacaciones que aquél pasó en ese lugar. Toma una llave dorada y la introduce en la chapa del portón, la gira y de repente se encuentra ya dentro del elevador. Se mira en un espejo, se retira lentamente las gafas que ha tenido que empezar a utilizar este año y se pasa una de sus manos de largas uñas carmesí por el pelo. ¿Les he dicho algo acerca de su pelo? Creo que no. Es un pelo lacio, sedoso, teñido en un tono tabaco que le sienta de manera estupenda, es evidente que ha sido extremadamente cuidado. El elevador se detiene. Ahora que veo su cabello, éste también se ha adherido a la maquinaria de su cuerpo, marcha al ritmo de su corazón, de sus pasos, del reloj de manecilla inmóvil. Tiene otra llave en su mano, la introduce en una chapa que abre otra puerta y ya nos encontramos en el interior de su departamento. Es un lugar acogedor, la sala se antoja sinceramente para perderse en el laberinto de los sueños. Lanza un suspiro, se despoja de su gabardina y la cuelga del perchero, parece que se ha despojado de una piel estorbosa, inútil. Lanza el llavero sobre la mesa de vidrio y éste hace un ruido espectacular al chocar con la cubierta. Gira el cuello hacia un lado y hacia el otro, los huesos crujen y ella levanta los hombros. Va hacia el aparato de sonido y pone un poco de música, todo lo hace de manera mecánica, con experiencia en el fluir inclemente de la rutina. Las bocinas del estéreo dejan escapar las notas de una canción en inglés que le recuerda, súbitamente, la época del año. All is quiet on New Year’s Day/ a world in white gets underway. Entonces toma algo que me había pasado desapercibido, entre los retratos de familia colgados en la pared y el título de secretaria ejecutiva bilingüe está la foto de un hombre que besa a Mariana en un paisaje montañoso. And I want to be with you,/ be with you night and day. Pasa sus largas uñas sobre el vidrio que cubre la fotografía. Afuera se escucha a unos niños que juegan a ser niños. Nothing changes on New Year’s Day. Camina hacia el sofá y se deja caer, por un momento sus cabellos se sostienen en el vacío sobre su cabeza y después, lentamente, vuelven a su lugar. Entre sus manos sostiene la fotografía donde el vidrio se ha empañado. La mirada pende de un objeto irreconocible, lejano, invisible, inexistente. And we can break through,/ though torn in two we can be one. Decidida se dirige hacia el teléfono, marca unos números en el teclado y se escucha el tono de llamada. Tres, cuatro veces. Alguien contesta. Una voz de mujer. And so we are told this is the golden age. “Bueno, ¿quién habla?” “¿Quién es amor?” “No lo sé, no contestan” “Deséale un feliz año nuevo y cuelga o llegaremos tarde a la cena con mis padres, ¿no quieres que eso suceda? ¿o sí?” “Bueno, feliz año nuevo, bye”. And gold is the reason for the wars we wage. Mariana cuelga el teléfono. En la cocina pone a funcionar la cafetera y arroja la fotografía en el cesto de la basura. Va hacia el baño, regresa con la pijama puesta, se ha quitado el maquillaje del rostro y sus ojos se han convertido en dos espejos que no reflejan nada. Sin apagar la música prende el televisor. Fiesta en todo el mundo. New York, Madrid, Roma, Tokio, Berlín, París y su torre Eiffel. Apaga la pantalla. Newspapers say, it says it’s true it’s true. Suena el silbato de la cafetera. Mariana no se mueve del sillón. Se tiende cuan larga es y se pierde en sus recuerdos. Nunca he visto a nadie llorar mientras tirita de frío. Estornuda. Nunca he visto a nadie estornudar con los ojos abiertos. I will be with you again/ I will be with you again. Va hacia la cocina, apaga la cafetera y se dirige a su cuarto. Afuera se oye el conteo regresivo: cinco, cuatro, tres, dos, uno. Fuegos artificiales. Mariana sobre su cama sin deshacer, las gafas sobre la alfombra. Está dormida. Nothing changes on New Year’s Day.* La manecilla del segundero de su reloj ha comenzado a avanzar.


* Fragmentos de la canción New Year’s Day de U2.

De Memoria del polvo (México, UACM, 2005).