martes, agosto 31, 2010

Mitos geniales del Bicentenario (1): "La independencia fue una revolución"

(Con este texto inicio una serie de reflexiones acerca de diversas cuestiones relacionadas con el Bicentenario de la Independencia de México que se asumen como verdades derivadas de la historia oficial, sin mediar reflexión alguna. Un espacio de ajuste de cuentas, pues).

La historia de bronce y de estampita de papelería no ha escatimado medios para mostrarnos una historia monolítica, estática y aburrida. Sólo el examen continuo de las fuentes y de las interpretaciones nos permiten ver una situación más cercana a la realidad en lo que respecta a los procesos históricos. En estos días de euforia chauvinista intentaré abordar algunos de los mitos más recurrentes en torno a los dos procesos históricos que "celebramos", "conmemoramos" o "recordamos", dependiendo de nuestro grado de reflexión, capacidad intelectual o intuición natural. Para estas reflexiones me remito, solamente, al caso mexicano. Tocará a los demás países con "Bicentenarios" intentar reflexionar sobre tal cuestión.
         Uno de los mitos más frecuentes es el de plantear que la independencia significó una "revolución" para lo que en ese entonces era el virreinato de la Nueva España. Si atendemos a una intepretación tradicional de la palabra, pronto caeremos en la cuenta de que la independencia fue una guerra civil en la que la peor parte la llevaron los insurgentes. Los grandes triunfadores de la contienda fueron los criollos que pugnaban por el restablecimiento de la monarquía en la persona de Fernando VII y por la extinción de los insurgentes.
         La independencia, es decir, el desgajamiento con respecto de la Metrópoli no pasó por sus cabezas sino hasta que la revolución restauradora de la Constitución de Cádiz obligó al rey "deseado" a aceptar las premisas de la Constitución de 1812. La constitución liberal que la resistencia española forjó en contra de la invasión napoléonica que otorgaba igualdad de condiciones a todos los habitantes que se incluyeran en los dominios españoles. Incluyendo las colonias. Cuando en 1814 Fernando VII desconoce la constitución y se declara rey absoluto, la represión en contra de los insurgentes mexicanos se recrudece. La búsqueda de una victorias total por parte del virrey Félix María Calleja y por parte de militares como el futuro "consumador" Agustín de Iturbide.
         La rebelión liberal del general Del Riego en España, que obliga al rey Fernando a reconocer los preceptos emanados de la Constitución de Cádiz, pone en alerta a los sectores más reaccionarios del virreinato novohispano. La Constitución le quitaba privilegios a baluartes del modelo monárquico como la Iglesia y el Ejército. Los criollos y españoles asociados a esas estructuras veían como un riesgo tremendo la aplicación de la legislación liberal en las colonias.
         Esa aplicación, en caso de que no fuera discrecional, implicaba un estado de igualdad que abolía la picuda pirámide social que la Colonia había inaugurado. Es decir, implicaba de un golpe la abolición de la servidumbre, las castas y los privilegios de clase o raza. Los criollos afectados vertieron sus esperanzas en la figura de Agustín de Iturbide, un militar realista que había pasado buena parte de su carrera persiguiendo y combatiendo a los insurgentes.
         La coyuntura favoreció los planes de los criollos asociados a la propuesta de Iturbide. Para los insurgentes no cabían demasiadas opciones: era mantener la estructura social a cambio de declarar la independencia del trono español, la principal directriz del movimiento; del lado de los realistas novohispanos supuso aceptar la independencia a cambio de mantener sus privilegios.
         Por eso la idea de que la independencia fue una revolución carece de fundamento. La "consumación" de la independencia no abolió la sociedad de castas ni la estratificación social. Mucho menos planteó un cambio en el régimen de tenencia de la tierra o en las relaciones laborales y sociales de sus habitantes. Llegó incluso a la hipérbole cuando Agustín de Iturbide se coronó emperador de México. Es decir, una lucha como la que abanderaba Hidalgo o Morelos no hubiese aceptado que el final fuera una monarquía "imperial".
         La "ocurrencia" de Iturbide generó, junto con el caudillismo propio de la región, que la zona centroamericana se separara del territorio mexicano en 1823 y se conformara como la República Centroamericana que, a su vez y posteriormente, se dividiría en una serie de pequeños países con dificultades de gobernabilidad y viabilidad económica.
         La independencia más que el principio de una sociedad más igualitaria, representó la posibilidad de perpetuar la estructura social heredada por la colonia. Una estructura basada en la injusticia, en prejuicios raciales y en la herencia de subordinación que las clases privilegiadas no estaban dispuestas a perder.

viernes, agosto 27, 2010

Texto urgente

La situación de violencia en nuestro país ha alcanzado cifras alarmantes. Las explicaciones que se ofrecen desde el discurso oficial son variadas y quieren reducir todo a un mero asunto de vendettas entre grupos de narcotraficantes rivales. La impunidad de la actuación de unos, y la ineptitud y falta de respuesta pronta de otros, han generado una situación de dimensiones nunca conocidas y de proyecciones en el futuro ni siquiera sospechadas.
          La estructura del poder inmenso de generación de la violencia en este país no es tan compleja. Sucede que los soldados de uno y otro lado, mueren. Y los que los mandan a la muerte están tan campantes y con una seguridad digna de mejor causa. Ahí es donde radica la gravedad del asunto. En la naturaleza de las personas que están muriendo. Porque son personas, más allá de que se les califique de "efectivos", "criminales" y "daños colaterales".
          Resulta dramático confirmar que, en pleno año de "celebración bicentenaria", los responsables de la administración de estos poderes son los primeros en ignorar las causas profundas de esta situación. Se acude a soluciones que se suponen eficaces y rápidas, pero que sólo han agravado el problema. Ahora, el presidente de la república "dialoga" con los representantes de los demás poderes, más en un afán por demostrar que nadie tiene propuestas concretas aparte de él ("es ineficaz, pero la tengo", sería su argumento). Su frase lapidaria es "Aquí estoy, si esto no funciona, díganme qué debo hacer". Y nuestros políticos se deshacen en propuestas, reclamos y frivolidades que nada tienen que ver con respuestas eficaces.
          Mientras, las personas siguen muriendo. Muchos jóvenes. Muchos soldados gubernamentales cuya vida no tenía demasiadas opciones. Muchas personas que tuvieron la mala suerte de estar en el momento equivocado en el lugar equivocado.
          Pero también los que antes se planteaban como poderes intocables están siendo alcanzados. Ministerios públicos, policías investigadores, peritos, jueces. Los que antes negociaban el precio de la impunidad hoy son desechables. Y están cayendo en una guerra que, se anuncia pomposa y sonoramente: "no parará". Se confía en el juicio de la Historia. La señora cuya habitación en el futuro distante impida que a sus invocadores se les pida cuentas claras.
          Los problemas de este país son evidentes para los que viven en el promedio (y bajo el promedio de la cotidianidad). Pobreza, impunidad, justicia discrecional, privilegios de clase. Y, es cierto, esto no nació el día de ayer. Es un caldo de cultivo que todos hemos ayudado a enriquecer de nutrientes. Por omisión, por acción, por indiferencia.
Aquel que grita reclamando sus derechos es visto con desconfianza. Casi como un loco que no tiene cabida en un mundo "globalizado", "democrático", "civilizado" y, palabra revolcada y utilizada sin ton ni son, en un "Estado de derecho".
          A riesgo de parecer loco, hoy reclamo mi derecho a la seguridad. Mi derecho a no sentir que puedo morir en cualquier momento porque las balas perdidas se han convertido en balas frecuentes. Mi derecho a reclamar a grito en cuello que esto no se soluciona con muertos, ni con armas, ni con soldados en las calles. Tampoco soy ingenuo, no me atreveré a decir, en momentos tan urgentes, que esto se soluciona con amor, porque pecaría de cínico, incluso.
          Se requiere ir a la sociedad. Reafirmar el contrato social de nuestro país. Pensar que el grado de caos en el que estamos actualmente no está respetando clase social, ni influencia política, ni anonimato ciudadano. Tenemos que ir a las raíces del problema. A la reconfiguración de las relaciones, siempre subordinadas, con los Estados Unidos; al combate a la pobreza en términos reales y no de maquillaje cosmético y populista; a la educación amplia y verdadera; a la recuperación de los valores que nos hacen humanos.
          El problema es social, la solución tiene que serlo también. Yo ya no confío en mi gobierno, ni en sus aparatos de operación. Puedo estar equivocado, no lo descarto. Mañana podría retractarme de lo dicho si la situación revierte de manera inmediata. Pero también podría estar muerto mañana. Y ahí no habría oportunidad de rectificar nada. Estoy cansado, harto y furioso.

lunes, agosto 09, 2010

Murania o el regalo del abismo


Todos hemos pensado, alguna vez, escribir un libro como Murania (Alejandro Pérez Cervantes, Tierra Adentro, 2007). Este libro de cuentos, acreedor del Premio de Cuento Joven Julio Torri en 2006, es un buen conjunto de narrativa con una sonoridad y una capacidad de evocación que pocas veces se ven en la literatura mexicana.
          En el principio de todo (y a lo largo de todo, y al final de todo) está una palabra: Murania. A partir de ese significante, Pérez Cervantes (Saltillo, Coahuila, 1973) consigue armar un rompecabezas que, sin embargo, tiene consistencia de manera autónoma en cada una de las piezas que constituyen su libro. Evocación de la frontera, del mundo rural, de la migración, del arrabal, del cosmopolitismo, de la búsqueda; todo el libro desprende esa sensación evocadora.
          En Murania se hacen evidentes dos presencias: una, la de Jorge Luis Borges, en la construcción del laberinto de espejos que son las historias de los personajes; otra, la de Roberto Bolaño, con esas estructuras fragmentarias que relatan una-muchas-una historia(s) que sólo pueden ser entendidas en conjunto. Pero también está presente Rulfo, en esa sensación de extravío y de aridez que recorre el volumen.
          Murania es el norte de México como escenario. Y es la presencia de los Estados Unidos como animador de una producción cultural que llega a rebasar la pura coincidencia nacional de la migración "hispana" al otro lado del Río Bravo.
          Dos son las fuerzas que impulsan en sentidos diversos pero convergentes a las narraciones de este libro: por un lado, la creación continua de imágenes (consecuencia probable de la formación en las artes plásticas del autor) y, por el otro, el uso de la lírica en una avalancha de metáforas e imágenes que, incluso, llegan a interrumpir el desarrollo de las tramas, pero que no impiden que laintención narrativa se pierda.
          Es, sin duda, un rompecabezas que merece el esfuerzo de ser armado. Acá una muestra:
Murania no es un lugar, apenas una temblorosa luciérnaga en la memoria de un viejo que en las madrugadas blasfema contra un foco de cuarenta watts.
          Murania es el olvido. Un camino de polvo. Una camioneta. Un cine ambulante. Es la faz de plata de una muchacha en la oscuridad. La veta invisible de mineral que atraviesa la montaña como una lanza sagrada atraviesa el cuerpo de un gigante dormido.
          Murania es una palabra mágica. Una película que nadie recuerda. Una emoción y un temblor que dura más de medio siglo.
          Murania es una ciudad subterránea. Es el sueño de los mineros, los que la buscan como a una veta oculta, o una mujer dispuesta en la penumbra.
          Murania es el nombre secreto de la tierra.
          La palabra que a los hombres, como a los mineros, les abre un agujero de luz en la frente.
          La perforadora que en el túnel taladra bocarriba, y al final de la piedra no hay oscuridad, sólo un pozo de cielo. (p. 53)

Alejandro Pérez Cervantes, Murania, México, Tierra Adentro, 2007.