(Con este texto inicio una serie de reflexiones acerca de diversas cuestiones relacionadas con el Bicentenario de la Independencia de México que se asumen como verdades derivadas de la historia oficial, sin mediar reflexión alguna. Un espacio de ajuste de cuentas, pues).
La historia de bronce y de estampita de papelería no ha escatimado medios para mostrarnos una historia monolítica, estática y aburrida. Sólo el examen continuo de las fuentes y de las interpretaciones nos permiten ver una situación más cercana a la realidad en lo que respecta a los procesos históricos. En estos días de euforia chauvinista intentaré abordar algunos de los mitos más recurrentes en torno a los dos procesos históricos que "celebramos", "conmemoramos" o "recordamos", dependiendo de nuestro grado de reflexión, capacidad intelectual o intuición natural. Para estas reflexiones me remito, solamente, al caso mexicano. Tocará a los demás países con "Bicentenarios" intentar reflexionar sobre tal cuestión.
Uno de los mitos más frecuentes es el de plantear que la independencia significó una "revolución" para lo que en ese entonces era el virreinato de la Nueva España. Si atendemos a una intepretación tradicional de la palabra, pronto caeremos en la cuenta de que la independencia fue una guerra civil en la que la peor parte la llevaron los insurgentes. Los grandes triunfadores de la contienda fueron los criollos que pugnaban por el restablecimiento de la monarquía en la persona de Fernando VII y por la extinción de los insurgentes.
La independencia, es decir, el desgajamiento con respecto de la Metrópoli no pasó por sus cabezas sino hasta que la revolución restauradora de la Constitución de Cádiz obligó al rey "deseado" a aceptar las premisas de la Constitución de 1812. La constitución liberal que la resistencia española forjó en contra de la invasión napoléonica que otorgaba igualdad de condiciones a todos los habitantes que se incluyeran en los dominios españoles. Incluyendo las colonias. Cuando en 1814 Fernando VII desconoce la constitución y se declara rey absoluto, la represión en contra de los insurgentes mexicanos se recrudece. La búsqueda de una victorias total por parte del virrey Félix María Calleja y por parte de militares como el futuro "consumador" Agustín de Iturbide.
La rebelión liberal del general Del Riego en España, que obliga al rey Fernando a reconocer los preceptos emanados de la Constitución de Cádiz, pone en alerta a los sectores más reaccionarios del virreinato novohispano. La Constitución le quitaba privilegios a baluartes del modelo monárquico como la Iglesia y el Ejército. Los criollos y españoles asociados a esas estructuras veían como un riesgo tremendo la aplicación de la legislación liberal en las colonias.
Esa aplicación, en caso de que no fuera discrecional, implicaba un estado de igualdad que abolía la picuda pirámide social que la Colonia había inaugurado. Es decir, implicaba de un golpe la abolición de la servidumbre, las castas y los privilegios de clase o raza. Los criollos afectados vertieron sus esperanzas en la figura de Agustín de Iturbide, un militar realista que había pasado buena parte de su carrera persiguiendo y combatiendo a los insurgentes.
La coyuntura favoreció los planes de los criollos asociados a la propuesta de Iturbide. Para los insurgentes no cabían demasiadas opciones: era mantener la estructura social a cambio de declarar la independencia del trono español, la principal directriz del movimiento; del lado de los realistas novohispanos supuso aceptar la independencia a cambio de mantener sus privilegios.
Por eso la idea de que la independencia fue una revolución carece de fundamento. La "consumación" de la independencia no abolió la sociedad de castas ni la estratificación social. Mucho menos planteó un cambio en el régimen de tenencia de la tierra o en las relaciones laborales y sociales de sus habitantes. Llegó incluso a la hipérbole cuando Agustín de Iturbide se coronó emperador de México. Es decir, una lucha como la que abanderaba Hidalgo o Morelos no hubiese aceptado que el final fuera una monarquía "imperial".
La "ocurrencia" de Iturbide generó, junto con el caudillismo propio de la región, que la zona centroamericana se separara del territorio mexicano en 1823 y se conformara como la República Centroamericana que, a su vez y posteriormente, se dividiría en una serie de pequeños países con dificultades de gobernabilidad y viabilidad económica.
La independencia más que el principio de una sociedad más igualitaria, representó la posibilidad de perpetuar la estructura social heredada por la colonia. Una estructura basada en la injusticia, en prejuicios raciales y en la herencia de subordinación que las clases privilegiadas no estaban dispuestas a perder.
La historia de bronce y de estampita de papelería no ha escatimado medios para mostrarnos una historia monolítica, estática y aburrida. Sólo el examen continuo de las fuentes y de las interpretaciones nos permiten ver una situación más cercana a la realidad en lo que respecta a los procesos históricos. En estos días de euforia chauvinista intentaré abordar algunos de los mitos más recurrentes en torno a los dos procesos históricos que "celebramos", "conmemoramos" o "recordamos", dependiendo de nuestro grado de reflexión, capacidad intelectual o intuición natural. Para estas reflexiones me remito, solamente, al caso mexicano. Tocará a los demás países con "Bicentenarios" intentar reflexionar sobre tal cuestión.
Uno de los mitos más frecuentes es el de plantear que la independencia significó una "revolución" para lo que en ese entonces era el virreinato de la Nueva España. Si atendemos a una intepretación tradicional de la palabra, pronto caeremos en la cuenta de que la independencia fue una guerra civil en la que la peor parte la llevaron los insurgentes. Los grandes triunfadores de la contienda fueron los criollos que pugnaban por el restablecimiento de la monarquía en la persona de Fernando VII y por la extinción de los insurgentes.
La independencia, es decir, el desgajamiento con respecto de la Metrópoli no pasó por sus cabezas sino hasta que la revolución restauradora de la Constitución de Cádiz obligó al rey "deseado" a aceptar las premisas de la Constitución de 1812. La constitución liberal que la resistencia española forjó en contra de la invasión napoléonica que otorgaba igualdad de condiciones a todos los habitantes que se incluyeran en los dominios españoles. Incluyendo las colonias. Cuando en 1814 Fernando VII desconoce la constitución y se declara rey absoluto, la represión en contra de los insurgentes mexicanos se recrudece. La búsqueda de una victorias total por parte del virrey Félix María Calleja y por parte de militares como el futuro "consumador" Agustín de Iturbide.
La rebelión liberal del general Del Riego en España, que obliga al rey Fernando a reconocer los preceptos emanados de la Constitución de Cádiz, pone en alerta a los sectores más reaccionarios del virreinato novohispano. La Constitución le quitaba privilegios a baluartes del modelo monárquico como la Iglesia y el Ejército. Los criollos y españoles asociados a esas estructuras veían como un riesgo tremendo la aplicación de la legislación liberal en las colonias.
Esa aplicación, en caso de que no fuera discrecional, implicaba un estado de igualdad que abolía la picuda pirámide social que la Colonia había inaugurado. Es decir, implicaba de un golpe la abolición de la servidumbre, las castas y los privilegios de clase o raza. Los criollos afectados vertieron sus esperanzas en la figura de Agustín de Iturbide, un militar realista que había pasado buena parte de su carrera persiguiendo y combatiendo a los insurgentes.
La coyuntura favoreció los planes de los criollos asociados a la propuesta de Iturbide. Para los insurgentes no cabían demasiadas opciones: era mantener la estructura social a cambio de declarar la independencia del trono español, la principal directriz del movimiento; del lado de los realistas novohispanos supuso aceptar la independencia a cambio de mantener sus privilegios.
Por eso la idea de que la independencia fue una revolución carece de fundamento. La "consumación" de la independencia no abolió la sociedad de castas ni la estratificación social. Mucho menos planteó un cambio en el régimen de tenencia de la tierra o en las relaciones laborales y sociales de sus habitantes. Llegó incluso a la hipérbole cuando Agustín de Iturbide se coronó emperador de México. Es decir, una lucha como la que abanderaba Hidalgo o Morelos no hubiese aceptado que el final fuera una monarquía "imperial".
La "ocurrencia" de Iturbide generó, junto con el caudillismo propio de la región, que la zona centroamericana se separara del territorio mexicano en 1823 y se conformara como la República Centroamericana que, a su vez y posteriormente, se dividiría en una serie de pequeños países con dificultades de gobernabilidad y viabilidad económica.
La independencia más que el principio de una sociedad más igualitaria, representó la posibilidad de perpetuar la estructura social heredada por la colonia. Una estructura basada en la injusticia, en prejuicios raciales y en la herencia de subordinación que las clases privilegiadas no estaban dispuestas a perder.
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