martes, julio 25, 2023

La vida (casi inútil) de Simón Clarinet

 


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En Simón Clarinet (ChangosPerros Ediciones, 2022), Carlos Dzul (Villahermosa, Tabasco, 1983) nos introduce a las calles y personajes de la ciudad de Perropodrido, lugar mítico en donde se desarrollan las historias de este narrador e historietista. En este volumen acudimos a revisar los textos que el cronista que da título al volumen generó a lo largo de su infructuosa e ignorada vida. En estos relatos del tabasqueño todos los niveles del humor se dan cita de manera caótica pero efectiva: la ironía, el sarcasmo, la sátira y la parodia se mezclan, conviven y se convierten en posibilidades de interpretación de una obra que se aleja de las propuestas tradicionales y de las formas de narración como las conocemos.

Hay muchos ecos en las historias de Dzul; me recuerda mucho la literatura que Víctor Roura creó en los años noventa en títulos como La ira de Dios es mayor o Las bailarinas; pero también los espacios y ambientes psicodélicos propuestos por Jis en las tiras y cartones de “Otro día”. Pero además de esos referentes cercanos, la obra de Dzul se emparenta con el ánimo desmadroso que impulsó la creación de las propuestas vanguardistas de los años veinte del siglo XX: el absurdo como uno de los elementos fundamentales de su poética remite a las obras de los dadaístas; la creación de escenarios, personajes y situaciones autónomos, pero consistentes, a través del lenguaje, está muy cercana al surrealismo. Por otro lado, las cuestiones planteadas por ciertos textos del denominado “realismo sucio” (escatología, descripción naturalista de la miseria) lo convierten en un autor con una obra muy difícil de catalogar.

Al apostar por la independencia y la autoedición, Dzul se permite no censurar el uso coloquial del lenguaje y dar rienda suelta a su fructífera imaginación. Entre sus textos nos encontramos por igual a artistas que sobreviven a partir de su talento y de la adaptación del mismo a tareas de las cuales muchos escritores fuera del privilegio pueden atestiguar (“Lo que sí podemos decir es que Clarinet en efecto vivía o sobrevivía de sus ventas, y también de escribir cartas de amor y despecho para los paseantes en la Plaza Viernes, y discursos institucionales que también le comisionaban de cuando en cuando, así como de corregirle sus poemas a la señorita (de 63 años) Hilda Falcao, quien lo tenía en gran consideración”); luchas a muerte entre especies animales salidas de la imaginación y el delirio (“El ataque de las guapis”); detalladas biografías de autores ficticios pero no menos eficaces (“Mariano Silvano”); parodias transparentes al patronazgo de grandes nombres del canon nacional, como el omnipresente Octavio Paz (“Cien años de Lucrecio Peace”: “Cuando ya era un intelectual reputado, el gobierno de Solón Carrasco lo asigna como embajador en China, país del que regresa decepcionado, no por ningún motivo en particular sino porque así regresaba él de todas partes. Desde entonces concentra su actividad en escribir discursos políticos de impresionante barroquismo que él mismo lee con su cándida y afeminada voz ante públicos estupefactos que lo escuchan sin entender una palabra pero que le aplauden cada vez más fuerte. No hace falta comprenderlo para ovacionarlo. Ha tocado, pues, la cima del prestigio intelectual”); los mecanismos que el poder usa, en este caso los reyes de Perropodrido, para controlar la crítica (“Este lamentable evento generó reclamos encendidos entre los corresponsales, que no tardaron en ser acallados con canapés y champaña”); descripciones de los métodos de persecución criminal que prevalece en el universo creado muy a semejanza del nuestro (“Ya se sabe lo que son estos pájaros: primos hermanos de los avestruces, gustan de robarse a los bebés de las cunas, les comen el cerebro y lo demás lo botan. ¿Y para qué lo soltaron?, algún lector inocente se preguntará. Pues para tener alguna cosa grande que atrapar, primero, y para recibir una salva de aplausos después. Porque sin aplausos qué sentido tiene todo, piensa nuestra policía”); autoescarnio con respecto de la naturaleza de los artistas dentro de la escala social (“Para mi nula sorpresa, no había nadie que nos recibiera, excepto por algunas ratas que merodeaban por allí. ¡Pronto, un escritor herido!, grité estúpidamente. Hasta las ratas, al oír la palabra “escritor”, salieron huyendo”)...

En fin, que las crónicas del insigne fundador de El Sol de Ningún Lado abonan a alimentar el universo que el autor ha creado a lo largo de su vida y de su afición literaria; los referentes se reciclan, adquieren nuevos significados y ayudan a construir algo que se adivina, si no más grande, sí diferente. Es una obra que no los dejará indiferentes, y dependiendo del lector, esto será por razones distintas para cada quién, estoy seguro. 


* El libro lo pueden conseguir a través de las redes sociales de Carlos Dzul y ChangosPerros. 

lunes, julio 10, 2023

Volver a Ítaca


Versión extendida de las palabras dirigidas a los estudiantes egresados

de la generación 2020-2023 del COBAEP, plantel 17, en Tlatlauquitepec.


Los seres humanos somos animales de historias. Tres cosas nos hacen distintos de los demás seres vivos existentes: saber que vamos a morir, poseer un lenguaje complejo y contar historias. Todas esas cosas están relacionadas: contamos historias utilizando el lenguaje para intentar burlar a la muerte. El lenguaje y la ficción (que es lenguaje unido a la imaginación) es lo que sobrevive más allá de los cuerpos pudriéndose bajo el sol en las guerras, o bajo tierra después de haberla habitado. Sobreviven en la carta del soldado muerto enviada a su madre o a su amada antes de partir a la batalla última; sobreviven en las miles de páginas que Emilio Salgari (el verdadero inventor de Los piratas del Caribe, esa atracción turística que luego fue serie de películas de entretenimiento puro) legó a la posteridad. Las personas son finitas, pero las historias resuenan en la eternidad. En la eternidad resuenan, por ejemplo, las historias escritas por Homero (un aedo, palabra que designa a un poeta), a pesar de haber sido registradas hace ya más de 2800 años. La primera historia de la que me enamoré fue una escrita por este autor: La Odisea. 


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La Odisea relata el viaje que Odiseo, rey de Ítaca, debe emprender para volver a su tierra después de que los aqueos han derrotado a los troyanos en la guerra iniciada por la belleza de una mujer, Helena, y por la envidia de las diosas que fueron despreciadas por un mortal. De ahí viene la expresión manzana de la discordia. Paris debe elegir entre tres diosas (Hera, Atenea y Afrodita) a quién entregar la manzana que otra diosa (Eris, la diosa de la discordia) ha puesto en medio de una fiesta en venganza por no haber sido invitada a esa fiesta. Paris elige a Afrodita, no porque creyera que era la más hermosa, sino porque le ha prometido el amor de Helena, la mujer más bella del universo que, oh, problema, ya estaba casada con el rey Menelao. Afrodita cumple su palabra, Helena se enamora perdidamente de Paris y éste la secuestra llevándola a Troya, lo que desata la guerra del mismo nombre. Luego viene toda la historia de la guerra (que al niño que fui le parecía aburrida, luego me di cuenta de que no era así en lo absoluto) en La Ilíada (nombre que proviene de Ilión, otro nombre para referirse a Troya).

En La Ilíada aparece por primera vez uno de mis personajes de ficción preferidos de toda la vida: el astuto Odiseo. Odiseo, además de hombre de armas, es una especie de protonerd, es quien plantea que se puede derrotar al enemigo no sólo a través de la fuerza bruta (personificada en el iracundo Aquiles, el de los pies ligeros, cuya historia nos heredó otra expresión: el talón de Aquiles [el héroe recibió la bendición de tener un cuerpo invulnerable en batalla, si éste era sumergido en las aguas de un río, su madre lo sumergió, pero, al hacerlo, tomó al niño de uno de los talones de los pies, que no fue tocado por el agua milagrosa del río Estigia que separa el mundo de los vivos y los muertos, lo que convirtió a ese punto de su cuerpo en el más vulnerable y en el causante de su muerte]; talón de Aquiles, por tanto, refiere al punto débil que todas las personas solemos tener y por cuya causa somos frecuentemente derrotados). Regreso a Odiseo, éste creía que al enemigo se le podía derrotar no sólo a través de la fuerza bruta, sino de manera más eficiente a través de la inteligencia. Es a Odiseo a quien se le ocurre la estrategia que finalmente permite la victoria de los aliados griegos con respecto de los troyanos: el caballo de madera. Los griegos (o aqueos) subieron a sus barcos fingiendo una retirada, para ocultarse en un lado aislado de la isla de Troya, mientras a las puertas de la ciudad amurallada dejaron un enorme caballo de madera como una aparente ofrenda que celebraba el fin de la guerra y la superioridad de los troyanos. Los troyanos vieron el caballo, se envanecieron (podríamos contar muchas historias también de cómo la vanidad ha hecho perderse personas, familias y ciudades enteras) y lo llevaron al interior de las murallas de la ciudad. En las entrañas del enorme caballo de madera se habían ocultado soldados griegos que atestiguaron cómo los troyanos se entregaron al perreo intenso, a la fiesta y a la embriaguez. Cuando eso hubo concluido, los soldados griegos, entre quienes se encontraba Odiseo, salieron de las entrañas del caballo y pasaron a cuchillo a los aterrados y todavía borrachos troyanos, después abrieron las puertas de la ciudad; el saqueo y la toma de la misma se consumó. Odiseo pasó a la historia como el astuto Odiseo (no se le recuerda como el artífice de la masacre de los troyanos, sino como quien puso fin a la guerra a partir de su idea; lo cual nos lleva a más historias que ya no contaremos aquí). ¿Qué nos deja, al final, esta historia? Dos lecciones: no se puede luchar una guerra borracho o con cruda (aplica también para la presentación de los exámenes escolares); y una historia no termina cuando parece que termina. 


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Odiseo es el personaje que encarna el viaje de autodescubrimiento y el proceso de aprendizaje. Es una lección que le lleva aprender la friolera de veinte años. De Troya a Ítaca hay una distancia similar a la que separa Tlatlauquitepec de Villahermosa, en Tabasco. Una distancia que el día de hoy podemos recorrer sin ningún problema en un lapso de entre cinco y seis horas. Es claro que en el siglo XII a. C. no existían los mismos medios de transporte, pero tardar veinte años resulta demasiado. Odiseo pudo regresar a Ítaca en muy poco tiempo, pero perdió el piso y se comparó a los dioses. Y los dioses griegos eran dioses rencorosos. Poseidón, dios de los mares, maldijo a Odiseo y le prometió que nunca regresaría a Ítaca y que, en caso de hacerlo, volvería sin su tripulación, sin las riquezas obtenidas en la guerra y en un momento en que su casa estaría a punto de derrumbarse. Y así pasó efectivamente, Odiseo paseó durante veinte años entre desgracias y diosas que lo querían para ellas y quienes se resistían a dejarlo volver con Penélope, su esposa, que pacientemente lo esperó durante dos décadas. Cuando por fin pudo llegar a su reino, éste se encontraba invadido por un conjunto de nobles que, en su ausencia, se comían su ganado y su pan, además de haber obligado a la reina a elegir entre todos ellos a un nuevo marido, porque creían que Odiseo había muerto. El final de la aventura es un final feliz (con buenas dosis de romance, muerte, acción y reencuentro del padre con su hijo) que no relataré acá para que aquel que se haya interesado descubra el placer de leer La Odisea por primera vez. 

De esta parte de la historia nos quedan otras dos lecciones: que tus logros no te envanezcan al grado de despreciar a los dioses y ser maldecidos por ellos; y que quien regresa a su tierra después de mucho tiempo, incluso para reinar sobre ella, no es, ni podrá ser, el mismo. 


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La historia de Odiseo se ha contado miles de veces después de que Homero la hubiera imaginado y registrado en aquellos albores de la civilización. Aquel que es lanzado a la aventura y que después de vencer obstáculos retorna a su tierra está presente en Ulises criollo del mexicano José Vasconcelos, igual que en Ulises del irlandés James Joyce. Yo mismo he escrito un libro en el que Odiseo (o Ulises, como le llamaron los romanos que, extasiados por la riqueza cultural de los griegos, expropiaron y rebautizaron a los dioses y héroes para apropiárselos con admiración, pero también con violencia) es un perro que se pierde en la ciudad, es maldecido por los dioses de la modernidad y debe recorrer el camino del héroe para reencontrarse con su amada Penélope. Odiseo es el arquetipo del héroe que debe viajar para aprender a ser humilde, a ser astuto, a respetar a los otros, a escuchar a los muertos y a conservar el agradecimiento por aquellos que lo hicieron lo que es. 

Uno de los textos que aluden a La Odisea y que me gusta más es un poema. Lo escribió un griego que vivió a caballo entre el siglo XIX y el siglo XX, se llamaba Constantino Cavafis, y el poema se llama, simplemente, “Ítaca”, el cual me atreveré a invocar: “Cuando emprendas el viaje hacia Ítaca,/ ruega que tu camino sea largo/ y rico en aventuras y descubrimientos./ No temas a lestrigones, a cíclopes o al fiero Poseidón;/ no los encontrarás en tu camino/ si mantienes en alto tu ideal,/ si tu cuerpo y alma se conservan puros./ Nunca verás los lestrigones, los cíclopes o a Poseidón,/ si de ti no provienen,/ si tu alma no los imagina.// Ruega que tu camino sea largo,/ que sean muchas las mañanas de verano,/ cuando, con placer, llegues a puertos/ que descubras por primera vez./ Ancla en mercados fenicios y compra cosas bellas:/ madreperla, coral, ámbar, ébano/ y voluptuosos perfumes de todas clases./ Compra todos los aromas sensuales que puedas;/ ve a las ciudades egipcias y aprende de los sabios.// Siempre ten a Ítaca en tu mente;/ llegar allí es tu meta; pero no apresures el viaje./ Es mejor que dure mucho,/ mejor anclar cuando estés viejo./ Pleno con la experiencia del viaje/ no esperes la riqueza de Ítaca./ Ítaca te ha dado un bello viaje./ Sin ella nunca lo hubieras emprendido;/ pero no tiene más que ofrecerte,/ y si la encuentras pobre, Ítaca no te defraudó.// Con la sabiduría ganada, con tanta experiencia,/ habrás comprendido lo que las ítacas significan”.

Cavafis nos dice, para resumir, que en las grandes aventuras lo que importa no es la meta (eso que Ítaca representa) sino el camino. No es importante el éxito por sí mismo, sino los esfuerzos hechos y los obstáculos vencidos para conseguirlo. No es importante el amor de otra persona, sino el cortejo y el enamoramiento que lo hizo posible. No es importante el liderazgo y el poder, sino la confianza construida en aquellos que nos lo han conferido. No es importante la sabiduría ni el conocimiento adquirido, sino los errores y los desvelos que nos llevaron a descubrirlos. Llegar a Ítaca no es lo importante, sino comprender la importancia del camino que nos permitió volver. 

El destino de las personas, eso que como humanos sabemos: que vamos a morir, no es lo principal, ni lo importante, sino la manera en cómo llegamos a ese último momento; esto es, la forma en cómo transitamos aquello que se llama vida. La muerte no es lo importante, sino lo que hicimos con la vida que nos permitimos vivir. 


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El poeta Cavafis nació en una ciudad legendaria: Alejandría. Se dice que en ese lugar el conquistador Alejandro Magno, alrededor del año 331 a. C. fundó una ciudad que llegaría a ser recordada por la biblioteca que durante varios siglos albergó como un tesoro en medio del desierto. A esa biblioteca viajaron los sabios, los filósofos, los nobles, los hombres de ciencia de la época. En su mayor esplendor se calcularon 700 mil libros en sus estantes. Para una época donde no había imprenta, ni mundo digital, resulta un verdadero prodigio. 700 años después, en el año 415 la biblioteca era prácticamente destruida en el contexto de una guerra distinta a la que había enfrentado a los romanos con los griegos y los egipcios; Hipatia de Alejandría, una de las mujeres más brillantes de la antigüedad y probablemente la última heredera de la escuela alejandrina era lapidada por una horda de monjes cristianos en medio de intrigas de intolerancia y radicalidad. Después, los restos decadentes de esa biblioteca serían pasto de las guerras siempre renovadas, ahora entre cristianos y musulmanes. Irene Vallejo, en ese maravilloso libro que es El infinito en un junco, cuenta su historia de manera inmejorable. Desde su origen hasta su decadencia y desaparición a causa de la guerra. Las guerras destruyen, los militares temen a los libros, los queman en enormes hogueras como una suerte de sacrificio para los dioses de la muerte y la destrucción. A muchos políticos tampoco les hace gracia su existencia. 

La biblioteca pública de Tlatlauquitepec no era ni por asomo de las dimensiones de aquella de Alejandría, pero fue mi hogar, mi barco, mi tren, mi nave espacial. Estaba en las instalaciones que hoy tiene la Telesecundaria y después en la Av. Revolución, la misma calle en donde viví mi infancia, cuando el puente que cruza una barranca que antes era un basural no existía. En esa biblioteca viajé por primera vez a lugares remotos y conocí a más sabios de los que podía imaginar. En ese lugar me llené de historias, me volví adicto a ellas y busqué en algún momento colaborar con ese océano de posibilidades de evasión. Porque la lectura, la ficción y el conocimiento para lo primero que nos sirve, cuando somos niños, es para escapar de una realidad que, a veces, no es la más placentera. Entre los muros de esa biblioteca experimenté por primera vez la posibilidad de ir más allá de lo que el destino o la fatalidad de haber nacido en la pobreza parecían haber decidido para mí. El hijo de campesinos que soy no podía comprar libros, pero la biblioteca lo adoptó y lo arropó, dándole excelentes herramientas para el camino. 

Esa biblioteca ha desaparecido, o está en un lugar a donde no he podido llegar o ubicar. Al recorrer este pueblo, buscar ese olor a papel y no encontrarlo, siento recorrer en mi sangre y mi piel las sensaciones que probablemente tuvieron los filósofos viajeros que arribaban a Alejandría y los recibía la decadencia de un lugar que había perdido el corazón de su existencia. ¿Quién destruyó mi hogar? ¿Dónde están mis amigos muertos y vivos que me hablaban desde las páginas de sus libros? ¿Qué bárbaro desapareció esta estación de partida de vocaciones científicas y humanistas? 

Una biblioteca es un océano de posibilidades. No es solamente “un montón de libros que ya nadie usa”, como les encanta decir a los burócratas que no alcanzan a percibir el potencial transformador que los libros han tenido para la vida de muchos de quienes nos hemos entregado a su culto. Sí, la biblioteca son los libros que contiene, pero también puede ser las computadoras que conectan a los usuarios con el resto del mundo a través de internet, los grupos de personas que dialogan a partir de lo que una autora escribió hace cientos de años, los encuentros entre quienes escriben y quienes leen, la posibilidad de crear comunidad. 

Mientras en lugares como América Latina, México incluido, desaparecen bibliotecas porque a sus gobiernos les parecen vestigios de la antigüedad o de tiempos ya superados, en los países de avanzada proliferan y se convierten en los sitios de reunión de la comunidad; en el núcleo de la discusión política; en el espacio en donde la idea de lo público le da vida a eso que llamamos en Occidente democracia. 

Hoy en día, la biblioteca de Alejandría en Egipto ha resucitado. Es un edificio hermoso que alberga uno de los acervos y una cantidad de servicios que la ponen en la vanguardia de los centros culturales del mundo. Espero, algún día, retornar a Tlatlauquitepec y encontrarme con el prodigio de que mi biblioteca ha resucitado y se ha convertido en lo que toda biblioteca puede ser: la inspiradora de los sueños más disparatados del mundo. 


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La imaginación es importante. No podemos vivir sin ella. No habríamos sobrevivido sin ella como especie. La imaginación es poder. Imaginar quiere decir crear, quiere decir construir. En “El sueño de un millar de gatos” de Neil Gaiman el ser humano se permite, dentro de un mundo gobernado por los mininos, la posibilidad de soñar con un mundo en donde sean las personas las que dominen. Los oprimidos llegan al acuerdo de todos  soñar en lo mismo: un mundo en donde los gatos dejen de ser los tiranos que los someten y los humillan. El día nuevo llega y el ser humano es dueño del mundo. Después lo echa a perder todo, pero la esencia de la historia es hermosa: si quieren ser libres, deben ser capaces de soñar y para soñar deben ser capaces de imaginar. 

El mismo Neil Gaiman cuenta que fue invitado en 2007 por el gobierno de China a la primera convención de literatura fantástica y de ciencia ficción que el gobierno comunista organizaba en toda su historia reciente. El comunismo había prohibido la imaginación, todo debía apoyarse en la realidad, en lo tangible, en lo que podía verse. La imaginación les parecía un capricho burgués, de ricos y perezosos. Pero los chinos se dieron cuenta de que habían construido un imperio de producción (el que hoy mismo nos domina con su inmensa cantidad de mercancías), pero no habían generado tecnología innovadora. Se dedicaban a reproducir los celulares, las computadoras, los dispositivos que los norteamericanos, los alemanes, los japoneses habían creado. Los encargados del gobierno llegaron a la conclusión de que lo que había frenado el desarrollo de la tecnología de avanzada en su país era, precisamente, que sus ciudadanos tenían prohibido imaginar cosas distintas a las que conformaban el mundo “real”. Y entonces decidieron que la ciencia ficción, la fantasía y la imaginación tienen cabida dentro del mundo porque permite construir las herramientas para transformarlo. Y para producir más y hacer mucho dinero, que también para eso sirve la imaginación. 

¿A qué voy con todo esto? A que siempre se tome con cuidado la idea muy arraigada, sobre todo en los adultos, de que debemos ser realistas. Yo les puedo confiar que muchas veces debemos atrevernos y atravesar el fuego: imaginar y soñar hasta que lo real sea aquello que deseamos y no aquello que nos han impuesto sin habernos preguntado. 


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Me invitaron a ofrendar mis palabras que, algunos piensan, yo entre ellos, es lo más valioso que puedo darles. Y me he dedicado a divagar entre héroes griegos, filósofas sacrificadas en Egipto y autores de cómics invitados a enseñar a otros a imaginar. Pido disculpas e intentaré de manera breve dar consejos, aunque quizás no sean los que ustedes o sus padres esperan. 

Les digo: lo más grande a lo que pueden aspirar no es a la fama de los nuevos medios, o a la riqueza obtenida a costa de la explotación de otros, o al éxito en cualquiera de sus tramposas formas; a lo máximo a lo que pueden aspirar es que, en la hora de su muerte, se pueda afirmar: fue una buena persona. ¿Qué implica esto? Que fue alguien que no lastimó a los demás, que no traicionó la confianza de quienes lo amaban, que vivió fiel a sus convicciones y que dejó un mundo mejor al que recibió. El mundo es tan pequeño como la propia casa y tan amplio como el globo azul que se ha podido fotografiar desde la inmensidad del espacio. 

También les digo, aunque suene cursi para muchos: sigan a su corazón. Hagan aquello que les hace felices, que les permite levantarse con ánimo cada mañana. No cumplan los sueños de los demás, construyan los suyos propios. Permítanse el error y la equivocación. Se han aprendido más cosas a partir de los errores que a partir de la fe ciega. Por ejemplo, no elijan una carrera profesional porque crean que haciendo eso serán ricos o queridos por los demás. Elijanla porque es algo que los hará felices. Piensen que esa elección y su estudio les llevará cuatro o cinco años de su vida. Pero que el resto de esa vida tendrán que vivirla haciendo eso que eligieron. ¿Están dispuestos?  

Mi primera elección no fue ser escritor o maestro. Cuando salí de este colegio estaba decidido a tener una mejor vida material que aquellos que estaban antes que yo. Y obtuve un lugar para estudiar una Ingeniería en Telecomunicaciones. Dado el desarrollo que el campo ha tenido es muy probable que la meta de tener una vida holgada se habría cumplido. Pero en las frías aulas de la Facultad de Ingeniería de la UNAM me di cuenta de que no era feliz y de que no lo sería por el resto de mi vida. Así que deserté y comencé un nuevo camino en otro ámbito completamente distinto. Y no me arrepiento de la decisión tomada. El error es parte de la vida. No tenemos por qué negarlo. 

Y lo último que quiero decir me refiere a otra historia, esta por completo mexicana. En el mito del origen del sol, los mexicas señalan que para darle vida al astro rey hacía falta el sacrificio de alguno de los dioses que existían. Dos se ofrecieron para ese honor: Tecuciztécatl, el dios rico, arrogante y revestido de joyas y abalorios; y Nanahuatzin, el dios pobre, humilde y mal vestido. En la hora de la verdad, el vanidoso Tecuciztécatl retrocedió horrorizado y lleno de miedo ante la hoguera que lo lanzaría al cielo; Nanahuatzin, en cambio, llegó hasta el borde de la inmensa hoguera y, sin pensarlo, se lanzó al fuego. Se convirtió en el sol que nos ilumina. Recuerdo que, a lo largo de mi vida, gente ignorante y mal intencionada utilizó palabras para intentar ofenderme: “campesino”, me decían; “macuarro”, me gritaban. Nunca fueron ofensas, ambas palabras significan para mí dos de las cosas más maravillosas que el ser humano puede ser: proveedor de alimento a través del cultivo de la tierra; y constructor de casas que nos protejan de los peligros de la muerte. Sin los primeros, nadie podría sobrevivir en el mundo, privados de alimentos; las obras de los albañiles, por su lado, atestiguarán la decadencia del ser humano y sus ruinas gritarán que alguna vez existimos. Cuando escucho esas palabras dirigidas a otros, no puedo sino solamente pensar en el mito mexicano del origen del sol: podremos venir del origen más humilde, haber nacido bajo la sombra de un cerro incendiado, no tener ningún tipo de privilegio y, pese a todo eso, como Nanahuatzin, con un poco de valor, nada nos impedirá tocar las estrellas.


Tlatlauquitepec, 7 de julio de 2023