jueves, enero 31, 2013

Empuercar el lenguaje

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Joel Flores es un escritor. Esa oración simple encierra, sin embargo, una verdad de la que no cualquiera puede presumir. En El amor nos dio cocodrilos, su ópera prima, demuestra una capacidad creativa suficiente para animarnos a seguir leyendo hasta que la última página aparece en el lector electrónico. Flores le ha apostado a la publicación en e-book, pero no sería del todo raro que este conjunto de cuentos vea la luz en formato impreso. Hay muchas cualidades en la prosa del zacatecano, cualidades que han madurado a lo largo del tiempo y que nos previenen del arribo de una voz narrativa que encontrará, tarde o temprano, a sus lectores ideales, aquellos que esperarán con ansiedad lo que brote de su imaginación.
           Conocí a Joel en 2007 en San Luis Potosí. Ambos estábamos tallereando cuentos con el maestro David Ojeda. Al igual que el bebé cocodrilo que aparece en las primeras páginas de este volumen, tuve la fortuna de ver la gestación y los primeros pasos de esta obra. El autor venía con una inquietud por trabajar con la idea de “lo extraño”, un elemento que prevalece en la obra de, por ejemplo, Ámparo Dávila, una escritora por la que Flores siente una admiración especial. Y no es para menos, lejos de los reflectores e, incluso, de las listas canónicas, Dávila es una de las autoras “raras” que de manera no tan frecuente aparecen en la literatura mexicana. Debo decir que el joven zacatecano consigue honrar la admiración por la escritora. El amor nos dio cocodrilos es una obra que orbita, se inmiscuye y parafrasea no sólo a Dávila, sino a varios autores relacionados con el ambiente y el ejercicio de imaginación que implica desarrollar la idea de lo extraño.
           El libro abre con el cuento homónimo del volumen: un matrimonio que, imposibilitado para tener hijos, deciden intempestivamente adoptar un cocodrilo que roban de un zoológico y criarlo como si fuera su hijo. Tal decisión trae consigo consecuencias funestas para la relación de los dos “padres”, sobre todo porque aparece un furioso complejo de Edipo que orilla al cocodrilo a atacar al padre y guarecerse en los brazos de la madre. Tal descomposición inicia una espiral en la que el narrador-protagonista no ve mayor solución que confrontar a su rival. La manera en que tal confrontación se lleva a cabo alude, sin duda, a “La caída de la casa Usher” desde la descripción de los espacios interiores de ese castillo concebido para criar a los hijos que nunca llegaron hasta la escena final del relato. A pesar del ambiente oscuro y enrarecido, hay espacio para el humor: “Con el tiempo lo quise enseñar a leer algunas obras sobre cocodrilos y animales destacados en la literatura. Pero su ineptitud me impacientó. Al ponerle los libros frente a él, los jaloneaba con el hocico hasta hacerlos pedazos. Entonces entendí que quizá no teníamos los mismos gustos literarios”.
           “Niño superhéroe” se desliza por la imaginación de un niño que es victimizado por toda la escuela a la que asiste: los profesores, los compañeros, incluso su madre. Lo único que le hace llevadera tal situación es creer con firmeza que dentro de sí anidan superpoderes que los demás mortales “normales” ni siquiera podemos imaginar. Hay un ambiente enrarecido en el cual es complejo determinar la naturaleza de los hechos y de los personajes que participan del relato: si están vivos, si están muertos. Si son sólo voces que cuentan la fatalidad de ser un marginado en una sociedad que insiste en aterrorizar a los débiles. La venganza de esos descastados, casi siempre, es terrible. Como en este cuento.
           “Héctor Foley” es la historia de un hombre al que la vida le ha arrebatado todo y lo único que le ha dejado es su locura. La paranoia alcanza un grado de confusión tal que el mismo lector se ve arrastrado a esa vorágine de voces, de violencia contenida y de deseo de exterminar a los demás al acusarlos de la propia miseria. Más que fracasado el personaje es peligroso, medido con los parámetros de “la realidad”. Alguien que en la vida real podría, sin problemas, convertirse en un protagonista de la nota trágica que interrumpe la programación habitual en los canales de televisión.
           En “El visitante” hay una historia que juega con elementos del relato de terror. Es un cuento gótico que se ambienta en una guerra como han sido muchas, guerras que atraviesan bosques y páramos y que arrojan a las puertas de los habitantes de tales territorios lo mismo a fugitivos de la barbarie que a verdugos listos a atacar. Tufos demoniacos atraviesan no sólo la historia, sino también la imaginación del lector. Es esta una ficción en donde los límites de lo imaginado dentro del texto por uno de los personajes y lo imaginado-juzgado por el lector no puede llegar a un consenso incuestionable. Uno de los mejores del libro.
           “Cuento no apto para pulcros” cumple con lo que su título promete. Hay acá una pareja dispareja que remite a la que da vida a esa joya del cine mexicano que es El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1959). Una mujer obsesionada con la limpieza y la pulcritud convive en la misma casa con un hombre que, en el hartazgo que le ocasiona la obsesión de su esposa, decide comportarse de la manera más asquerosa que se le puede ocurrir. Véase si no: “Ella vomitó primero. Después yo devolví el gusano y la cerveza. En el suelo nuestros vómitos se mezclaron, como en un principio mezclamos su amor y el mío. Estuvimos más unidos que nunca. Más unidos que en nuestra primera cita. Más unidos que la primera vez que nos besamos. Más unidos que la primera vez que cogimos. Nos habíamos convertido, más que en amantes de sangre y huesos, en amantes de guacareada. Ahora nada del uno y del otro podía ya provocarnos asco. Las pruebas habían sido superadas”.
           “Luz óxida” tiende un punto de encuentro con el primer texto del volumen al plantear, nuevamente, la maternidad como un tema despojado del aura de inocencia y luminosidad con la que se ha vendido frecuentemente. Hay aquí una madre que odia a su hijo, que intenta matarlo de las maneras más crueles, que lo arroja bebé en una tina que se desborda de agua, que lo mete a un horno de estufa encendido. Es la historia de un fracaso. El fracaso de una pareja que se da cuenta que la paternidad no es la garantía de felicidad plena que muchos matrimonios se plantean. Es una historia de locura y de degradación de los referentes reales que, a pesar de sus reacciones exageradas, obliga al lector a aceptar el contrato de verosimilitud y empujarlo a enterarse del final de la trama.
           “Hiperbólico” cierra el volumen. Hay un giro interesante en la voz del narrador y en la estructura del cuento. Se nota una cercanía con la voz que relata, dentro de una prisión, la manera en cómo llevó a cabo un asesinato múltiple bajo los efectos de una nueva droga: el hiperbólico del título del relato. Acá el protagonista es un escritor orgulloso de obtener de la calle y de la vida las historias que transforma en ficción; éste le narra a un interlocutor, que es un periodista pero también el lector (pero también el autor en espejo, cabría aventurar) la manera en cómo escribió un libro sobre asesinatos. Al tener el volumen casi concluido decide cerrar su obra con una relatoría de un crimen real, uno que él pretende cometer. Dice:
Noté que había agotado los temas. Claro que existen más, caballero, pero en el tiempo que lo estuve escribiendo no me vino en gana utilizar otros. Así que escribí la muerte de una manada de perros atropellados por mi auto. La muerte de un gato después de obligarlo a beber Coca Cola. La muerte de una parvada de aves por un lanzallamas. La muerte masiva de marcianos, en su propio planeta, debido a una explosión de átomos lanzados por una nave espacial. La muerte de muchos recién nacidos acunados en las camas de un hospital gracias a un extintor. La muerte de un grupo de gente por culpa del piloto aviador que se suicidó estrellando su nave en un supermercado.
Flores se permite un juego de autorreferencia que no es conclusivo. Es decir, el lector se pregunta continuamente si eso que está leyendo como el relato de un escritor preso no es sino la explicación del libro que ha estado leyendo en los momentos previos. El final sorpresivo del cuento niega tal posibilidad.
           Es este un libro que merece una lectura atenta y la posibilidad de descubrir a un autor que se ha convencido de algo que uno de sus personajes dice en alguna parte del texto: “Póngase chingón, mi escritor. Uno debe empuercar el lenguaje para hacer literatura”. Nada como ser coherente con tus propios consejos. Más que recomendable.

Joel Flores, El amor nos dio cocodrilos, Madrid, VozEd, 2012. 

martes, enero 29, 2013

El Far (Far Far) West

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Django Unchained (Quentin Tarantino, 2012).

Quentin Tarantino se me hace un mamón. Un tipo cuya filosofía publicitaria le anima a escupir champaña en la entrega de los premios a lo mejor de la producción audiovisual en su país, por ejemplo. O que se enfurece por la pregunta que resurge con cada uno de sus trabajos: ¿es necesaria tanta violencia? Tarantino es una personalidad histriónica que sabe explotar el escándalo y la nota gorda a su favor. Más allá de eso, sus películas son dignas de atención a partir de la reinterpretación que hace de géneros que nos han condicionado como espectadores.
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Django Unchained es una buena película. Es fiel al estilo de su director y moviliza diversos referentes que le permiten escapar de una aseveración que afirme que sólo es un spaghetti western o un homenaje a éste. Tarantino pone en pantalla diversos elementos que hacen que esta cinta escape de ser tan sólo una reproducción de códigos preestablecidos. Va más allá, mucho más allá, de poner a un personaje negro como protagonista de la historia. Pero comencemos por ahí. Un vaquero negro es una anomalía, sobre todo si se alude a la tradición que John Wayne estableció vía John Ford en donde las cargas de caballería en el último momento dieron origen a aquello que comenzó a denominarse como “las gringadas”, el Deus-ex-machina del cine de indios y vaqueros. Los negros aparecen (hablamos acá de la gran industria no de las cintas que algunos estudios menores produjeron para el público afroamericano) como parte del paisaje. Son los sirvientes, los esclavos; en el mejor de los casos, el compañero del héroe. Pero Django es un protagonista que lleva al extremo una de las tesis principales del filme: “¿Matar blancos y que me paguen? ¿Puede haber mejor trabajo?”. Más que contar una historia épica de redención individual, Tarantino impulsa un ajuste de cuentas histórico en el cual hay un desplazamiento en el reparto tradicional de los roles dramáticos: los blancos son unos cabrones. Y habría que acotar: los blancos gringos, porque el papel de ese dentista alemán, que aberra de la esclavitud y que es uno de los personajes más interesantes gracias en parte al trabajo de actuación de Christoph Waltz, gana las simpatías de un público acostumbrado a odiar a los alemanes ("por pinches nazis" gritaría el defensor de oficio de los estereotipos desde el inconsciente colectivo).
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Dislocación. Esa es la clave. Dislocación de género: tenemos una película de vaqueros que no cumple con los elementos que tienen los referentes de ese género (tanto los anteriores a la SGM en los Estados Unidos como los representantes del Spaghetti western italiano como, incluso, los realizados en nuestro país bautizados como Chilli western y que dio joyas tan memorables como Los hermanos del hierro [Ismael Rodríguez, 1961]). Acá hay sangre como en una película de terror psicológico y gore. Es decir, Tarantino nos cuenta una historia de vaqueros con elementos estéticos de cintas como Saw (James Wan, 2004) u Hostel (Eli Roth, 2005). ¿Qué caracteriza a estas cintas? La literalidad de su violencia y los gritos producido por el dolor que infieren las torturas más creativas que se nos pueden ocurrir. En los westerns (y habría que acotar incluso en las cintas de acción tipo Rambo [Ted Kotcheff, 1982]) los muertos fenecen en silencio. De hecho uno de los clichés es el silencio absoluto que precede a una balacera. Los ruidos más fuertes son los que emiten las pistolas. En el caso de Django..., Tarantino nos acerca hasta la piel lacerada, hasta las fracturas de huesos, hasta las gargantas desgarradas por los gritos, hasta los cuerpos desmadejados por permanecer en las fosas de confinamiento a plena luz quemante. ¿Por qué esa recurrencia al susto que tal exposición despierta? Porque el director nos obliga a establecer un contrato que no habíamos previsto, a pesar de conocer algunos de los elementos estéticos de su propuesta cinematográfica: la sangre, los gritos y la víscera asoman de manera tal que estrujan el estómago. Algo similar ocurre con el cine de Chan-Wook Park, aunque el hecho de que este creador sea asiático parece suficiente para emitir un juicio del tipo “es normal, los asiáticos están más loquitos”. De hecho, la escena en donde el martillo sirve para ultimar al mandingo derrotado y condenado a muerte parece una referencia a una de las escenas más memorables de Oldboy (2003). Añádanle la poco sutil referencia a El anillo de los nibelungos, un Sigfried negro que rescata a una Broomhilda esclava de un dragón encarnado por Leonardo DiCaprio. Dislocación.
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El abandono de la posición de víctima por parte del protagonista introduce una nueva mirada con respecto de la manera en cómo la industria ha tratado temas como el genocidio o la esclavitud. He ahí una serie de esclavos que son masacrados por su falta de posibilidades de emancipación a partir de sí mismos: la escena de los perros arrojándose sobre un fugitivo abona a la idea de placer en la exposición innecesaria de la violencia que se le atribuye al director. Django permanece, pese a sí mismo y como una forma de sobrevivencia, por completo inconmovible. Su motivación es la venganza y el rescate de su amada. No hay la postura de víctima que espera ser rescatada y que funge casi como objeto en el cual ocurre la historia. Algo similar a los Inglorius Basterds (2009) que masacraban nazis en la película anterior de Tarantino. El personaje que se vuelve sujeto antes que objeto a través de la violencia: menos estímulos al corazón más al estómago.
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¿Es Django Unchained una película racista? He intentado descifrar las razones a partir de las cuales se emite tal jucio. Pero ninguna me convence. Ni la supuesta victimización inversa de los blancos esclavistas que revertiría en una revisión maniquea de la vida de los descendientes de éstos. Ni la idea de barbarie extendida a lo largo y ancho del territorio norteamericano que se opone a la civilización representada por el dentista cazarrecompensas alemán. Ni el hecho de que una de las escenas más trepidantes esté ambientada con un rap más acorde con los encuentros desafortunados de gangstas tipo Tupac o Notoriuos. Ni en la acusación flamígera de un Tío Tom encarnado de manera magistral por Samuel L. Jackson (hasta el momento en que vuelve a ser Samuel L. Jackson y los motherfucker se desgranan como si estuviera batallando contra serpientes en un avión), responsabilizado como parte del aparato de opresión contra los negros. No, de verdad, nunca encontré cómo argumentar alrededor de tal cuestión.
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Django Unchained pasará como una buena película de Tarantino. Un reverso interesado de Ingloriuos Basterds. Alejado por razones diversas tanto de Pulp Fiction (1994) como de Reservoir Dogs (1992), los parámetros que sus detractores y fanáticos siguen utilizando para calificar cada nueva cinta de este mamoncísimo cineasta. No lo piensen, vayan a verla. Enójense o disfruten el cambio de condiciones del contrato.