jueves, octubre 25, 2007

Este taller sí me gusta, matarile rile ró


[De izquierda a derecha: Glafira Rocha (leyendo), Gabriel Vázquez (escuchando),
Joel Flores (callando), Yo (?), Carlos Dzul (siguiendo la lectura), Alfredo Carrasco (atento),
David Ojeda (de espaldas).]

Los últimos días de septiembre fueron los postreros instantes en que el grupo de becarios de cuento del programa de Jóvenes Creadores del FONCA, seleccionado por David Ojeda, compartió el mismo espacio y el mismo espíritu.

          Hasta San Luis Potosí llegamos nuevamente, después de que el primer encuentro en enero se llevara en la misma ciudad; un San Luis que nos recibió con un clima variado que contrastó con el del primer encuentro en donde el frío se sintió en serio.

          Siempre he sido escéptico de los talleres literarios. Las experiencias previas con este tipo de mecanismos habían sido catastróficos. Esta experiencia, sin embargo, fue todo lo contrario a lo que había sido. Atrás quedaron las señoras en segunda juventud que escriben relatos cursis o poemas malísimos. Atrás quedaron también los pretenciosos que creían que imitando el estilo de Easton Ellis o Coupland o Welsh o cualquiera de los novísimos talentos de los cada vez más lejanos ochentas-noventas, podían asegurarse una trascendencia ajena. Más lejos quedaron todavía las nenas que acompañaban al novio-escritor-atormentado, tan sólo para verlo con cara de arrobamiento las dos horas o tres horas que duraban los talleres, aunque el circunspecto no estuviese diciendo más que estupideces. En la mala memoria quedaron también los aires de gran profeta de más de un director de taller; la crítica inclemente, devastadora y consciente (y culeramente) destructiva; la ansiedad posadolescente del ligue del personal altamente impresionable (sin distinción de sexo, e inclusive de preferencia); los prometedores del grial de la publicación en editoriales de oscura reputación (y más oscuros intereses); los profesores con la mayor de las disposiciones, pero con precaria o nula preparación.

[De 1zquierda a derecha: Joel Flores (pedo), Yo (extraviado),
Carlos Dzul (intoxicado), Alfredo (con cuba campechana),
Gabriel (con postura asumida)]

Las reuniones de la generación 2007 de cuento fueron otra cosa. El tutor, a pesar de lo que presagiaba la fotografía de guardas de su más reciente novela, La santa de San Luis, es un gran tipo. Y la descripción anterior encierra un montón de calificativos: un creador tolerante, que sabe dirigir a un grupo con potencial talento de destrucción ajena y propia, que encontró en cada uno de los integrantes del grupo alguna característica que, según sus propias palabras, fueron potenciadas en las reuniones consecuentes.

          Pues bien, que en los últimos días de esas reuniones se comentaron los proyectos que estaban concluidos o a punto de concluir. Los libros que los becarios habían presentado para justificar el aporte económico que el Estado hizo en ellos (nosotros) y que, en la mayoría de los casos, llegó a muy buen puerto. Me gustaría hacer acá una reflexión (corta, subjetiva y, seguramente, incompleta) de lo que fueron sus trabajos.

          Glafira Rocha, ciudadana culichi encarnada en el DF, presentó su Me veo verme; un libro en el que la introspección y la búsqueda del otro redunda, necesariamente, en la búsqueda del yo. Con una escritura disciplinada, retadora y que privilegia el lenguaje sobre la historia, los cuentos de Glafira encontrará un destino favorable en los lectores que buscan un texto que rete su capacidad de entenderse a sí mismos y al mundo que los rodea. Ese “otro” que muchas veces no es más que el reflejo de uno mismo.

          Gabriel Vázquez, chilango avecindado en Chetumal, es un escritor que ha sabido trabajar con sus manías de escritura, como el exceso de comas y el ritmo vertiginoso que le imprimía a sus textos la casi ausencia de puntos. Ha trabajado de manera constante en resarcir su escritura, lo que comienza a configurarle ese estilo de escritor-periodista que construye un tono que Gabriel sabe manejar a la perfección. Es un cazador de historias, un tipo que sabe ver más allá de lo que los demás alcanzamos, algunas veces, a presentir o sospechar. Su Recuerdo de Cancún es un libro de denuncia (si cabe el término), pero también de reflexión acerca de una cuestión que ha ido perdiendo importancia en las poéticas de los literatos latinoamericanos actuales, el extravío de la humanidad y de los sentimientos, carencias y defectos que nos califican como humanos.

          Carlos Dzul, tabasqueño explorador de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, es un escritor en ciernes al que el humor ácido y muchas veces descarnado le ayudarán enormemente en un campo cultural caracterizado por la solemnidad y el azote. Sus Ángeles desempleados deambulan un tanto extraviados pero conscientes de no saber cuál es su destino o dirección, sin que se mortifiquen por ello. Son, en todo caso, personajes amorales que tendrán que crecer en los mismos términos que la facilidad de Carlos para construir ambientes opresivos y descritos en un par de líneas. Su visión cínica del mundo es un gran acierto en su escritura, en donde puede reconocerse ese nihilismo tan característico de la llamada generación X, a la que, ironía profunda, Carlos no pertenece, pues se encuentra en la primera mitad de sus veintes. El tabasqueño explora de manera contundente un universo de personajes que ahí han estado siempre, pero que se atreven a hablar en términos francos, tanto como para sospechar los mecanismos de los chicharitos que les giran en la cabecita.

          Joel Flores, zacatecano ciudadano del mundo, es un obsesionado de los mundos fantásticos que la literatura puede tejer en un mundo en el que toda posibilidad es ya real. Su Simulador dio un salto en las intenciones iniciales (paráfrasis de la obra de Amparo Dávila), para convertirse en un viaje psicodélico por historias que desnudan tanto la violencia como la locura, el sueño como la pesadilla, lo real de lo imaginado, lo que ocurre de lo que nos gustaría que hubiese ocurrido. Alucinante (en términos de dejarte viendo luces), el libro de Joel es uno de los más interesantes en todo el conjunto de trabajos leídos y comentados. El trabajo constante en la historia y una cierta tendencia a lo teratológico, esperpéntico y extraño, dibujan en la obra de Joel a un escritor que habla de la realidad desde una atalaya privilegiada: la de la imaginación desbordada.

          Finalmente, Alfredo Carrasco, sateluco orgulloso de su periferia metropolitana, ofrece una de las obras más complejas, en términos de tono y diversidad de voces, de las que presentó este grupo. Su Antología de la literatura posmedieval, plantea un reto que a más de uno causaría conmoción; elaborar una antología en la cual se reflejara el estilo y la voz de escritores de distinta nacionalidad e intereses. La creación de biografías ficticias y obras inexistentes, planteó a Alfredo el reto de pensar en varios registros. Fue así como aparecieron funcionarios de la añeja Unión Soviética en privilegiados viajes de descanso, niños españoles de la era posfranquista infectados de bacterias acuosas, vampiros de filiación inglesa o centroeuropea que hablan en segunda persona, voces de niños africanos que plantean el sinsentido de las guerras civiles, ejecutivos japoneses obsesionados con el manga y la masturbación, y un largo etcétera.

          Me felicito de haberlos leído a todos y cada uno de ellos. Me congratulo de haber compartido doce días de mi vida (una vida que cada vez comienza a dibujarse con trazos menos difusos que los de años anteriores).

          A todos, que Dios (cualquiera) los sostenga en la palma de su mano.

Felisberto Hernández y el cuento

"Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos.

No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, esta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.

Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda."

*Felisberto Hernández (escritor uruguayo, 1902-1964) es considerado uno de los principales exponentes de la literatura fantástica en idioma español. Especialista en el ámbito de la narrativa breve, sus obras han sido traducidas a múltiples idiomas. Entre sus obras se destacan Nadie encendía las lámparas (1947), La casa inundada (1960) y la novela corta Las hortensias (1949). Fue, también, un pianista notable.

lunes, octubre 22, 2007

El eternauta, otra vez

Conseguí un nuevo ejemplar de El eternauta de Héctor Germán Oesterheld en la Feria del Libro del Zócalo de la Ciudad de México; feria en la que uno puede encontrar los libros más raros y buenísimas sorpresas. Una de ellas fue ver, por ejemplo, mi propio libro en un estante listo para ser vendido. No pregunté cuánto costaba, por puritito rubor, pero ahí estaba.

Pues total que la historia de Oesterheld no queda a deber nada de lo que promete. De hecho, es una agradable sorpresa encontrarse con un cómic que disfraza cuestiones dolorosas para la nación argentina, de una manera tal que no parece ocultar nada. Oesterheld, como mencioné en algún otro post, murió capturado y desaparecido por la sangrienta dictadura de la Junta Militar, junto con sus cuatro hijas.

La biografía de Oesterheld no puede disociarse de su acción literaria. Conseguí también de él y de Durañona, una antología de sus historietas publicadas en El Descamisado, que lleva el más que literal título de Latinoamérica y el imperislismo. 450 años de guerra. Un texto en el que queda un testimonio inmejorablemente retratado de lo que ha sido la represión y la resistencia en nuestro continente. Me imagino que muchas, muchas personas aprendieron más de historia con materiales de este tipo, que con las lecciones de la Secretaría de Educación Pública. Los textos son apasionados, como todo militante debería de escribir. Se nota una pasión que solamente podemos ver en esas almas que están dispuestas a morir por defender lo que creen. Tal como le pasó a Oesterheld.

martes, octubre 09, 2007

El gran significante


Nunca entendí la fascinación por el Ché. A pesar de sentir América Latina como una realidad desde la que me gusta definirme por convicción. Estudiar Estudios Latinoamericanos y ver con desconfianza a la imagen más grande del santoral, era como una contradicción con la que se tenía que cargar en silencio. Era casi una obligación ser cheístas, en un grupo de personas que vivían (viven) entre la resaca de la Revolución Cubana y la imposibilidad del acceso al poder por medios revolucionarios (auténticamente revolucionarios, dirían unos).
          Si algo hay que admirarle al Ché es la coherencia, lo contestatario, lo radical. Radicalismo que rayaba, dentro de la lucha armada y no pocas veces, en el fascismo casi unipersonal. Si bien el sueño de Guevara, junto a las apreciaciones de gente como Regis Debray y otros, podía resultar una continuidad de los sueños de gente como Bolívar o como Sandino, parecía que los métodos estaban condenados al fracaso. "Primero Cuba, tu sueño. Y después América Latina, el mío", dicen que le decía a Fidel Castro.
          La imagen del Ché se ha vuelto problemática en un tiempo en el que la violencia, tenga el origen que tenga y sea la causa que persiga, no pasa de ser calificada como "terrorismo". Es claro que esas barbas no le ayudarían nada en esta época.
          Y sin embargo, uno no puede dejar de sentirse avasallado ante la imagen y la vocación de este guerrillero. Uno no puede sino aplaudir el discurso que da en las Naciones Unidas condenando, sí, al imperialismo norteamericano; pero condenando, también, al imperialismo soviético. La figura del Ché era lo suficientemente fuerte como para que en el momento en el que quiso abandonar la revolución cubana (o eso en lo que se estaba convirtiendo la revolución cubana), Fidel no lo acusara de traidor o lo mandara a encarcelar (como a Huber Matos, como a Reinaldo Arenas, como a Padilla).
          Tal vez lo que me moleste no sea, a fin de cuentas, la vida y vocación del Ché. Tal vez lo que me molesta en demasía es la completa falta de autocrítica y reflexión de sus panegiristas más salvajes. Aquellos que toman auditorios y enarbolan banderas rojas con negro. Tal vez lo que me caga hasta el fondo del alma es ver la comercialización (que viene también de esos panegiristas) de una figura que se suponía al margen de toda comercialización.
          Cuando uno ve la fotografía de Korda no puede sino presagiar la imagen de un hombre que ve a otro, en la reproducción pop de la imagen ha sido deshechada la figura oscura de perfil de alguien que podría ser un soldado, o un campesino, o un disidente. La mirada de Guevara es profunda, interrogante, como si no comprendiera hacia qué lado voltear; de un lado la profusión adivinada de unas palmeras, la naturaleza, el campo de batalla; del otro, el perfil eternizado de pasar a la historia como eso, como un perfil.
          En apariencia, el Ché escogió las palmeras, pero, por una situación que tiene que ver directamente con la bolsa de valores revolucionarios, el Ché terminó siendo una imagen. Un santo. Con vocación crística incluida. Podemos verlo en playeras, banderas, pulseras, llaveros, calzones, el brazo obeso de Maradona, las camisetas ajustadas de Christina Aguilera. Se perdió el referente y ni qué decir del significado. De todo eso, sólo quedó la imagen del Ché. El gran significante de lo revolucionario. La imagen que presagia el vacío en que se han convertido los ideales y el atrevimiento de ser, auténticamente, revolucionario.

lunes, octubre 08, 2007

Adentro del paréntesis


¿Por qué la amargura puede ser una cosa tan poderosa y que llama la atención lo suficiente como para desternillarse de la risa? ¿Por qué le puede doler a uno el costado cuando te enteras que una persona con la que te identificas repentina y apasionadamente necesitaba un transplante de hígado? ¿Por qué las personas se mueren? ¿Por qué algunas personas buenas se mueren?
          Terminé de leer Entre paréntesis, un libro de ensayos, crónicas, reseñas y, en general, un plan de lectura que se antoja seguir de manera puntual. Lo escribe Roberto Bolaño, pero eso ya se sabe. En esas páginas, Bolaño se permite ser aleccionador, crítico, cínico, brillante, pendenciero, sincero, en suma, se permite ser humano. Esa adicción por las opiniones de los demás no me había nacido de manera tan auténtica después de haber leído las recopilaciones periodísticas de Jorge Ibargüengoitia, y sin embargo, la voz de Bolaño surge más poderosa, más contemporánea, más auténticamente amarga.
          Pero se adivina feliz. Entre las líneas de los paréntesis se puede avistar una felicidad que no muchos escritores pueden presumir. Una rfelicidad que viene (vino) de sus hijos, de su esposa, de sus lectores, pero sobre todo de sus amigos. Los amigos de la vida, los amigos de la literatura y los amigos dentro de los libros.
          Leer Entre paréntesis nos empuja a un abismo que Bolaño siempre reclamó de los que se dedicaban de una u otra manera a la literatura. Él es el ejemplo más diáfano de lo que quiere decir cuando dice "abismo"; él que lo vivió, que lo hizo crónica, que lo convirtió en un motivo más para burlarse de los que no podían entender, de los que no querían entender. Por ahí andan también las pláticas, peleas e intercambios con gente a la que quería mucho como Rodrigo Fresán, Carmen Boullosa, el editor Herralde, Javier Cercas, A. G. Porta o Juan Villoro. Sin ser un libro de memorias, deja la sensación de que al terminar de leerlo uno se encuentra más cerca de lo que Bolaño quería decir, o ser, o no decir, o no ser. Uno se siente adentro del paréntesis.

jueves, octubre 04, 2007

Un knock-out de Cortázar


Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquél que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial.

Pienso que el tema comporta necesariamente su forma. Aunque a mí no me gusta hablar de temas; prefiero hablar de bloques. Repentinamente hay un conjunto, un punto de partida. Hice muchos de mis cuentos sin saber cómo iban a terminar, de la misma manera que no sabía lo que había en la popa del barco de Los premios, y eso vale para todo lo que he escrito.

Es lo que me interesa más: guardar esa especie de inocencia -una inocencia muy poco inocente, si usted quiere, porque finalmente soy un veterano de la escritura- como actitud fundamental frente a lo que va a ser escrito.

No sé si usted ha hecho la experiencia, pero hay escritores que proyectan escribir un libro y se lo cuentan a usted en detalle, en un café, todo está listo, todo planteado: cuando lo escriben, generalmente es un mal libro.