domingo, abril 25, 2021

El entramado irrompible entre escritura y vida

 



Conocí a Camila Sosa Villada (La Falda, Argentina, 1982) en 2020, a través de la ceremonia que la FIL Guadalajara hizo para entregarle el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Había escuchado su nombre, pero nunca había tenido la curiosidad por acercarme a su obra. Después de atestiguar la enorme carga emotiva que tuvo la ceremonia (no obstante el formato de videoconferencia) y los conceptos que vertió en sus discurso/lectura de agradecimiento, me prometí conseguir alguno de sus libros. Pasaron los meses sin que tal cosa ocurriera hasta que uno de mis estudiantes de la materia de Identidad y Literatura trajo a la clase uno de sus libros: El viaje inútil. Trans/escritura (Córdoba, DocumentA/Escénicas, 2018). Fue la señal definitiva.

         El viaje inútil es un texto autobiográfico en donde la escritora cordobesa desnuda la historia detrás de su propia identidad. Una identidad cuyos vértices de construcción confluyen en dos aspectos: reconocerse como escritora y como mujer trans. Es un texto sencillo, duro en términos de los recuerdos que evoca y comparte, pero lleno de una ternura que se desprende tanto del significado que Sosa Villada hace de cada una de las escenas descritas, como de la manera en que esa escritura permite al lector, sobre todo si es un lector que escribe, reflexionar acerca de su propio proceso creativo.

         No es una autobiografía complaciente o donde la victimización se convierta en el tono principal. Es una mirada crítica a la manera en cómo los obstáculos no tienen que ver sólo con los clichés asociados a la tarea creativa (la parte del “bloqueo de escritura” es en suma interesante, por ejemplo), sino también con cosas como el hecho incuestionable de cómo la situación socioeconómica y de capital cultural desde donde se parte influye en las oportunidades que el creador tiene para sobresalir en un ambiente tan transitado, anhelado y, en ocasiones, tóxico como lo es el de la literatura y su comercialización.

         Está el relato de su infancia al lado de un padre que es figura fundacional en el mito de su propia escritura, pero al mismo tiempo llaga de ausencia y herida debida en gran parte al alcoholismo y su vocación violenta. Su crecimiento como una persona cuya sexualidad entró en conflicto desde muy pequeña de acuerdo a los estándares binarios y heteropatriarcales de la provincia argentina. La asociación venturosa con personas que la reconocieron, y la quisieron, porque pudieron ver más allá de esa chata acotación social. Su huida de la casa hacia la aventura. Hacia la universidad, pero también hacia la prostitución, hacia el enamoramiento, la poesía, el teatro y, finalmente, las posibilidades de la narrativa.

         Llegar a conclusiones como la de que los papeles en artes escénicas están (¿estaban?) construidos esencialmente para varones o mujeres y que, si se quería insertar en el medio a partir de su identidad, tendría que inventarse (visibilizar) su propia identidad. Escribir papeles trans para personajes trans representados por actores trans. Es decir, dar sentido al mundo propio. Comenzar a empujar la marginalización de su identidad hacia el centro que históricamente habían impedido (o negado) su existencia. Reconstruir el mundo.

         Es, finalmente, un libro acerca de cómo la escritura transforma el mundo; cómo la ficción puede intervenir la realidad y ajustar lo necesario para que los invisibles dejen de serlo. No es un libro exclusivo para escritores pero, creo, será muy significativo para estos. Los males a los que alude la autora, existen para todos quienes decidimos dedicarnos a estos menesteres de replicar el mundo transformándolo desde las páginas. Muy recomendable.

miércoles, abril 21, 2021

Brazos que son ramas que son brazos

 


Dentro de la tradición literaria latinoamericana (y de otras latitudes, pero en América Latina ha generado incluso una especie de metagénero), espacios físicos como la selva han generado un tipo de premisa incuestionable: la Naturaleza (la selva) es tirana, el hombre civilizado no puede conquistarla y, si lo intenta, por lo general termina engullido por la espesura o en medio de frenesís psicóticos. La selva es la madre, la mujer virgen y la ejecutora. Es la que se venga por la osadía de ver sus dominios invadidos. La explotación de ese espacio es una cuestión que se castiga: así lo atestigua Marcos Vargas en Canaima de Rómulo Gallegos, Arturo Cova en La vorágine y el protagonista de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier.

         Las novelas de la selva, de las cuales El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad se anuncia como precursora y modelo, encarnan la relación conflictiva entre el hombre y la naturaleza. Reflejan, en ese sentido, la tensión entre civilización y barbarie en donde lo humano tiene todas las de perder. La época de oro de estas historias se remite a la primera mitad del siglo XX, justo cuando la explotación del caucho en la cuenca del Orinoco se había convertido en la industria que anunciaba un nuevo El Dorado hacia el interior del continente americano. El caucho decayó, pero la explotación de la selva no. Al fracaso del caucho siguió la deforestación intensiva en aras de la expansión ganadera, la explotación de maderas preciosas y, de manera cada vez más frecuente y cercana, la minería como un riesgo que modifica no sólo el aspecto de la selva sino también recursos no renovables como el agua potable.

         Nadie encontrará mis huesos (Paraíso Perdido, 2020) se puede ubicar dentro de esa tradición que visibiliza la tensión entre hombre y naturaleza. Ya no necesariamente entre civilización y barbarie, en los cuentos de Enrique Urbina (Ciudad de México, 1993) incluso los seres mágicos del bosque pueden ser corrompidos por los intereses del capitalismo depredador. Sin embargo, sus historias despliegan elementos de lo que se ha dado en llamar ecoficción o ecoliteratura. Es decir, un abordaje fantástico en el cual las fuerzas de la naturaleza (y en este libro esas fuerzas son gigantescas e insospechadas) se rebelan o invaden los espacios de lo humano.

         El registro elegido por Urbina es el del terror. El de buscar la sorpresa intelectual del lector, al mismo tiempo que la respuesta física asociada a este tipo de historias. Hay, al mismo tiempo, una recuperación de influencias que le ayudan a construir los ambientes oscuros y desoladores, el terror cósmico, de las cosas que no pueden ser explicadas: el cuento de hadas, la mitología europea antigua, alguna reinterpretación de ciertos pasajes bíblicos y las sombras que el gótico romántico proyecta sobre sus escenarios y personajes.

         Son historias atípicas que se oponen, en este sentido, al realismo que, sin llegar a la denuncia social, describían los ambientes selváticos en las novelas descritas en párrafos anteriores. Faunos que traicionan a la gente del bosque y lo entregan al humano depredador, cuerpos humanos que se convierten en tierra de germinación para hongos cultivados por asesinos seriales siniestros y fuera de la caracterización tradicional, usurpadores de cuerpos que frecuentan las paradas de transporte público, padres realizando sacrificios vegetales y místicos en las carnes de sus hijos, despertares sexuales en ambientes ominosos que parecen alegorías de la vida disfuncional de familia, sirenas que embrujan cuerpos jóvenes en futuros apocalípticos, instrucciones para convocar a espíritus de naturaleza ambigua, reconfiguraciones de Hansel y Gretel, esquizofrenias con anfibios que se apoderan del mundo, la resurrección vegetal de la amada puesta en un altar, versiones psicodélicas de la Caperucita Roja, performances cuánticos que se burlan/homenajean la idea del arte conceptual, niñas marginadas de la normalidad que se vuelven árboles que resplandecen en los prados.

         El camino que Urbina se ha trazado para contar sus historias es poco tradicional dentro del contexto actual de la narrativa nacional, un contexto en donde la realidad, nuestra versión consensuada de la realidad, es protagonista privilegiada. Estos cuentos raros, de naturalezas reb(v)eladas, de mitos renovados y de terrores cotidianos, pero más allá de nuestra comprensión, son, sin lugar a dudas, dignos de una lectura que incluya la posibilidad de la aventura por los terrenos de lo siniestro.

miércoles, abril 14, 2021

Cuentos perros, perrísimos

 


“Bestias”, segundo cuento incluido en el volumen Quiltras (Paraíso Perdido, 2020), me sacudió por completo. Es una historia simple: una chica narra en primera persona la manera en cómo observa el ataque de un pastor alemán a una perrita callejera recién parida y la intervención que realiza para evitar que el can siga maltratando a la que se encuentra en evidente desventaja. El final es uno de los más bonitos que he leído últimamente. Inesperado, pero que cierra de manera magistral la historia que se ha planteado en apenas cinco páginas. Arelis Uribe (Santiago de Chile, 1987) es la responsable de tal proeza.

         Sus cuentos son reflejo de lo que los románticos llamaron “espíritu de época” y no entiendo cómo su literatura no es más conocida (y reconocida) en otros ámbitos. Entiendo, al leer las historias de Uribe, que nos separa más de una década y que las experiencias que narra a mí me parecerán ajenas o lejanas, pero que para muchos de sus contemporáneos son cuestiones cotidianas, casi rituales de paso.

         Dos cosas sobresalen en su propuesta: el relato de la sororidad femenina y la aparición de perros como una especie de leit motif que atraviesa la mayoría de los textos. Así, en el relato familiar de la complicidad entre primas y la revelación de secretos que aluden a abusos sexuales asoma la iniciación sexual y la reconciliación familiar de las que se reconocen separadas injustamente; más adelante, acudimos a la manera en cómo una amistad puede ser “intervenida” y cuestionada a partir de la diferencia de clases sociales; luego, el relato de un romance virtual, a distancia, cuyo desenlace cuestiona de manera frontal los prejuicios estéticos y la manera en cómo la sociedad condiciona el “deber ser” de la idealidad en términos de relaciones sentimentales; la disolución de las reuniones de amigos por la presencia incómoda de esos otros que han sido desterrados al olvido, pero que retornan del pasado para obligarnos a recordar cosas que no queremos.

         La visión crítica de las condiciones sociales de quienes habitan el territorio chileno tiene una presencia protagonista en los relatos. Se ve la separación entre quienes tienen y quienes no. En “El kiosko”, por ejemplo, acudimos a la reflexión interna que una joven burócrata elabora para intentar disociar a las personas, lo humano, de aquello que debe reportar como proyecto económico. “Quiltras”, la historia que da nombre al volumen y que refiere a la manera en como se llama coloquialmente a las perritas callejeras, narra nuevamente una amistad femenina que se ve interrumpida por eventos que aluden a lo cotidiano adolescente, pero cuyo recuerdo e influencia es imposible de pasar por alto.

         Hay en las letras de Arelis Uribe una seguridad y una claridad con respecto de lo narrado a lo cual es necesario prestar atención. En ello radica mucha de la fortaleza de las escasas páginas (el libro se termina de repente, dejando esa sensación de querer más que caracteriza a las buenas obras) que conforman su propuesta. Es una fortuna su edición en México y, también, seguramente, el destino que tendrán sus letras en un futuro.

lunes, abril 12, 2021

Cada quién su cruz

 


Alejandro Paniagua Anguiano (Ciudad de México, 1977) narra en su obra Tres cruces (Textofilia, 2021) la manera en cómo la violencia interviene de maneras diversas en la vida de los tres personajes a los cuales se alude en el título de la obra. Cada uno de estos personajes debe “cargar su cruz”, en la acepción judeocristiana, es decir, aprender a convivir con el destino que le tocó por vida.

         El primer personaje es Lúa, hija de un matrimonio adolescente fallido y ausente, que debe crecer al amparo y cuidado de la abuela. Esa relación impone una serie de ideas y de formas de relación con el mundo circundante que son, en sentido tradicional, inquietantes y reflejo de la normalización de la violencia en un país arrasado por ésta. Al lado de su casa, y pasando a través de un agujero que remite sin dudas a Alice in Wonderland, se encuentra la fosa común del líder del crimen organizado que “administra la plaza”, eufemismo que hoy encubre crímenes como el asesinato, la desaparición, el tráfico de drogas, la extorsión, el fraude y demás hechos que parecen ya inevitables y parte de la configuración de la realidad de nuestro país y de buena parte de América Latina. En ese espacio, la niña juega con los cuerpos desmembrados, con las cuencas vacías, con los brazos desprendidos a hachazos. El cuerpo que ha dejado de ser cuerpo y muda en objeto estético cuyo significado se configura a partir de las escenas surrealistas (aunque quizás involuntarias) que Paniagua describe y en donde la sorpresa y el sobresalto dan lugar a la curiosidad y la aceptación de lo narrado.

         Otra cruz es la que carga Estela, abuela de la niña. Alcohólica en recuperación cuya edad no representa el rol que ha tenido que ejercer con respecto de su nieta. Al lado de su alcoholismo, la mujer tiene que lidiar con la culpa por ser parte importante del destino fatal de su hija. Víctima y victimaria, Estela es un personaje complejo al cual el autor permite una leve aunque importante redención. Como lector quizás no se llegue a la empatía total con los actos realizados por el personaje, pero atisba un poco de comprensión a partir de la manera en cómo el entorno la ha moldeado.

         El Ponzoña es, paradoja de paradojas, el ser más frágil de todos los presentados en el texto. Sicario sanguinario con el sentido de la supervivencia afinado, se enfrenta de manera imperfecta y violenta a la infidelidad de su esposa, al mismo tiempo que reniega de que sentimientos como el miedo, el asco y la impotencia se apoderen de su ser. Parece ser un depredador, pero no es más que un ser atormentado por su propia mortalidad y lleno de debilidades que, a la larga, lo condenarán de manera irremediable.

         A través de una prosa dura, pero llena de matices líricos y que abundan en imágenes, a veces justas, a veces hiperbólicas, Paniagua nos muestra la vida y el destino de estos tres seres que coinciden en un mismo espacio, un espacio al parecer abandonado a la esperanza y en donde la violencia campea como reina absoluta. Es una tragedia que ese espacio imaginario se parezca tanto a nuestros espacios reales. Y que esos personajes sean, con toda seguridad, muy parecidos a los que está engendrando esta realidad social terrible que no hemos podido transformar como colectividad.

         La lectura de esta obra no será, en forma alguna, ninguna cruz, antes una puerta de entrada a la reflexión y a la contemplación estética del desastre. El autor ha conseguido dar continuidad a los ambientes y capacidades narrativas que ya anunciaba en sus trabajos anteriores, sobre todo en Los demonios de la sangre. Es, en síntesis, una historia inquietante habitada por una belleza insospechada.