jueves, septiembre 29, 2005

La innombrable amiga tenebrosa


Las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur de ser el primer inmortal.
JL Borges

Muchas veces se ha planteado la cuestión de la muerte como uno de los tópicos que rebasan por completo los intentos de ubicar la pertinencia de su naturaleza a una sola ciencia o campo de conocimiento. La muerte es un fenómeno esencialmente humano. No quiero decir que los animales, o las plantas, o las estrellas no mueran. Quiero decir que los únicos que aparentemente tenemos conciencia de que vamos a morir somos los seres humanos. También podemos estar convencidos de que estamos destinados a enamorarnos y a sentir culpa en algún momento de la vida. Y eso implica, necesariamente, una reflexión acerca de esta certidumbre. La muerte. Más que un esqueleto descarnado que carga una guadaña (La Parca o La Flaquita, como le llama cariñosamente alguna escritora en embrión), más que una tumba en algún lejano cementerio, más que la dama tenebrosa, más que la compañera final del hombre, la muerte remite a la duda eterna sobre su naturaleza posterior. ¿Qué pasa después de la muerte? ¿Qué pasa durante el transito que lleva a un cerebro y a un cuerpo físico a dejar de emitir señales de vida? ¿Tiene caso preguntarnos qué es la muerte cuando no podemos definir de manera satisfactoria qué es la vida?
Resulta bastante soberbio pretender escribir un texto en el que se pueda dar fe, ya no medianamente sino al menos como introducción de un tema tan complejo, extenso y variado como lo es el de la muerte en la literatura. Las tramas dentro de los textos narrativos, por poner un ejemplo, encuentran uno de sus motores más interesantes en la descripción o el papel protagonista que tiene la muerte dentro de una serie de acciones narradas. Existen géneros (o subgéneros, para los puristas) literarios en los cuales la presencia de los muertos es una condición sin la cual no podría concebirse el desarrollo de una trama.
La muerte es una habitante cotidiana dentro de los trextos literarios. Es una presencia de la cual no se puede prescindir con facilidad. La podemos encontrar como un motivo literario, como un tema, como parte de reflexiones profundídimas, como inspiradora de los más hermosos poemas, incluso como personaje de narraciones fantásticas.
Tenemos que tomar en cuenta que la presencia de la muerte en la literatura tiene que plantearse desde diversos puntos de vista. Primero como una preocupación reflexiva acerca del papel que tiene el hecho de que un personaje muera. Los personajes literarios llegan a crearse una vida propia en el momento en el que la palabra los hace vivir. Antes de eso no son más que manchas de tinta sobre un pedazo muerto de celulosa. Los libros viven, y se viven,en el más amplio sentido de la palabra cuando alguien lo deja existir. Los personajes de esos libros viven en la mente, en el corazón y en la memoria de aquellos que alguna vez le dieron vida. Aún recuerdo con pesar la tarde en que, tirado de panza sobre mi cama, me enteraba de la manera más cruda y más directa que D'Artagnac, el personaje central de la saga de Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas muere sobre su cama. Hoy mismo puedo rememorar las lágrimas que escurrieron por mi rostro cuando el héroe de mil batallas y de aproximadamente 3600 páginas en las viejas ediciones de Porrúa decía adiós sin posibilidad de regreso. Yo que había seguido al mosquetero a través de los campos de Francia, de las tabernas malolientes, de los salones de la corte, del mar que separaba Francia de Inglaterra. Yo que había visto transcurrir en los tres títulos de la serie (Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne) el nacimiento, crecimiento, madurez y decadencia del personaje en cuestión de semanas, acudía a la cabecera de su cama a atestiguar su partida hacia el reino de la vacuidad y la incertidumbre. Recuerdo también la partida de El principito del desierto africano dejando al aviador con un palmo de narices y una duda postergada hasta la eternidad: ¿a dónde se fue el niño que buscaba que alguien le dibujara un cordero? No me da pena admitir que sentí y lloré más la pérdida de esos dos personajes literarios que la de mi abuela materna. La razón: los primeros me acompañaron durante gran parte de mi infancia y aún hoy lo siguen haciendo. A mi abuela la veía, a veces, en dos ocasiones al año y lo único que sabía hacer era pellizcarme las mejillas hasta enrojecerlas y emitir tesis obscenas acerca del origen de mis eternas ojeras.
La muerte. ¿Cuántos escritores no se han perdido en la búsqueda de retratarla, de asirla, de entenderla? En la ficción es el lugar en donde la muerte se regodea en formas, envases e intenciones. La literatura policíaca reclama, de entrada, un muerto para que pueda existir. La literatura de terror inventa y construye la posibilidad de cementerios malditos, de zombies deseosos de carne humana, de monstruos a los que se da vida a partir de materia muerta, al asesinato como motor único de psicópatas y alienígenas (en el sentido de ajenos a la naturaleza “correcta” del ser humano), de muertos vivientes por gracia de la sangre fresca. La literatura romántica pone a la muerte como uno de los elementos a perseguir si se quiere ser consecuente con los principios que le darán sentido a ese movimiento. Las biografías y autobiografías son un intento desesperado por asirse a la eternidad y postergar para siempre el momento de la muerte. La literatura erótica es ese juego interminable entre los impulsos vitales y el miedo a la muerte, la celebración de la vida.
Libros que hablen de la muerte hay muchos y con perspectivas diversas. Aquí van los que a mí, sin más, me ponen. Drácula de Bram Stoker; Entrevista con el vampiro de Anne Rice con énfasis en el monólogo que Louis se avienta pidiendo la muerte por piedad; Frankenstein de Mary Shelley; Pedro Páramo de Juan Rulfo, con su constante vagabundear entre fantasmas y muertos; La inmortalidad de Milan Kundera; La invención de la soledad de Paul Auster, en donde hace uno de los homenajes más sentidos a la muerte de un padre; Algo sobre la muerte del mayor Sabines, Tía Chofi y Doña Luz de Jaime Sabines; por supuesto, Muerte sin fin de Gorostiza; Las vírgenes suicidas de Geoffrey Eugenides, donde se narran las misteriosas muertes de un grupo de preciosas jovencitas; La larga marcha de Stephen King, en la que aparece la muerte como un premio de consolación; Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle con sus muertos a granel; Spawn de Todd McFarlane en la que los zombies y el reino de los muertos se vuelven realidad en un futuro apocalíptico; Farenheit 451 de Ray Bradbury, en los que los condenados a muerte son los mismísimos libros; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Phillip K. Dick en la que se narra el momento en el que unos androides rebeldes toman conciencia de lo que es la muerte y la vida; Diálogo entre un sacerdote y un moribundo del divino Marqués de Sade; El cuervo de Edgar Allan Poe; La epístola del apóstol Juan desde la isla de Patmos, mejor conocida como el Apocalipsis o Libro de las revelaciones de La Biblia, en la que todos los humanos, muertitos incluidos, tienen que rendir cuentas ante el grandote; el cuento “El inmortal” de Jorge Luis Borges; El desbarrancadero de Fernando Vallejo, en la que se acude a la muerte de un hermano querido que se consume en la enfermedad; Salón de belleza de Mario Bellatín, y un largo, larguísimo etcétera.
A final de cuentas, lo que nos debe de quedar claro es que la muerte es una presencia cotidiana en todos los actos de la vida que realizamos. La literatura, que espero sea una parte de sus vidas si no lo es aún, seguirá existiendo y configurándose como lo único inmortal en este inmenso valle de las sombras que es el mundo contemporáneo.