miércoles, septiembre 29, 2004

Mafalda

El día de hoy, 29 de septiembre de 2004, se cumplen 40 años de que uno de los personajes más entrañables en mi vida, y supongo que en la vida de muchas personas: Mafalda, salió a la luz pública. En esa fecha (29 de septiembre de 1964) se publica la primera tira en la revista Primera Plana, su fecha de nacimiento como humana/tinta fue el 15 de marzo de 1962. Mi relación con este personaje es de mucho tiempo atrás, cuando de repente un día, en una biblioteca pública perdida en la sierra norte de Puebla, descubrí una insólita colección de los cuadernillos que PROMEXA reeditó de las aventuras de esta escuincla en México, directamente de las versiones que Editorial La Flor había hecho en Argentina. Mi segundo encuentro con esta maravillosa mujer (a mí me encantaría conocerla en el momento en que tuviera entre 20 y 40 años, con intenciones francamente matrimoniales), fue durante la universidad, lugar en el que una compañera (hermanita adoptada, ¡preciosa Gabriela, un saludo!) un día dijo que yo era la imagen viva de Miguelito, porque en ese entonces traía una maceta de lechugas en la cabeza. Una prima coincidió y entre las dos me bautizaron como el Lechugón, en alusión a ese otro magnífico personaje.
Esta simpática y eterna infante, fue concebida como una forma de darle publicidad a una marca de electrodomésticos (MANSFIELD) que iba a funcionar como publicidad oculta dentro de uno de los diarios de mayor circulación en Argentina. El diario en el que esto iba a suceder no permitió que tal triquiñuela fuera posible por lo que retiró la publicación de dicha tira. En esta ocasión me hago a un lado y dejo hablar a Rudy, uno de los caricaturistas argentinos más importantes que expresa, de mejor manera que yo, el impacto que es leer a esta insigne sudamericana:

Mafalda y yo
Fue más o menos en 1965, o en el 66. Yo tenía 9 años, y mi papá trajo a casa el primer libro de Mafalda. Me gustó mucho que los personajes fueran niños, que se volvieran locos por ver la tele (yo era fana de Pepe Biondi), que Mafalda intentara ser astronauta "a propulsión a soda", que Felipe viviera mis propias contradicciones escolares y amorosas.
Y algunas tiras no las entendí. Recuerdo una donde Mafalda le pide al papá que le explique con claridad qué era esto de Vietnam. Entonces el papá se niega y Mafalda le dice "Claro, como yo soy opa, no puedo entenderlo" y el papá le explica que "No es que seas opa, sino que éste no es un tema para niños", y Mafalda: "Decime pa, ¿Y si me lo explicás sin las partes pornográficas?". Entonces yo fui y le pregunté a mi papá qué quería decir "pornográfico" y él, algo sorprendido, me dijo que esos temas no eran para niños. Lamentablemente no pude, como Mafalda, pedirle a mi papá que me lo explicara sin las partes pornográficas.
Después fue un amor a segunda vista (al año siguiente cuando salió el número 2, yo ya entendí de qué se trataba) y duró como ocho años más, hasta que Mafalda se fue a vivir con sus padres a otro sitio, y yo me quedé con sus recuerdos, con su diccionario "castellano-caramelo", con las peleas Susanita-Manolito, la pedantería de Miguelito, la indecisión de Felipe, la ideología de Libertad que comía pollo gracias a que Jean-Paul Sartre los escribía y su mamá los traducía, la viveza de Guille, y en aguante de los padres, que a pesar de su aparente mediocridad, su oficina, su aspiradora, sus plantitas, y su sopa constante, en algo habrán ayudado a sus hijos para que ellos puedan entender el mundo de esa manera.
Han pasado 26 años, Mafalda recorrió mucho mundo, yo sigo diciendo "grapcias", como Felipe al recibir el horrible "almanaque de Almacén Don Manolo", cada vez que me obsequian algún esperpento, y pongo caras como el papá de Libertad cada vez que tengo que votar y ninguno me convence. Más de una vez, al ver el precio de algún producto en el mercado, diría, como la mamá de Mafalda "¡Sunescán daluna buso!", o sea ¡es un escándalo, un abuso!, como la nena se encarga oportunamente de traducir. ¿Qué mas les puedo decir de Mafalda que no sepan ya? Sólo una cosa. Que hace un cuarto de siglo, a un pibe de 9 años le abrió un mundo nuevo dentro del mundo de todos los días. ¡Viva Mafalda!


martes, septiembre 28, 2004

Ponencia

Toda mi vida he pensado que no hay nada más aburrido que escuchar a alguien dar una conferencia sobre un tema que a nadie le interesa más que al que la está dando. Es así como, de repente y sin aviso, uno se puede encontrar escuchando una plática acerca de "las costumbres erótico-sexuales de la tribu de los cochatemes" o algo sobre "el valor intrínseco y metaficcional de la biografía inexistente del pintor zacapoaxtla Elías Chacarero". He asistido más de una vez a estas conferencias o pláticas eruditas por muy diversos motivos (mostrar interés en las manías de mujeres que he, literalmente, perseguido; andar tras de un vinito tinto gratis; mirarle las piernas a las lolitas snob prófugas de las cafeterías universitarias que persiguen a los eruditos apludidos porque al fin terminaron su ponencia y no porque ésta haya sido maravillosa; gorrear los libros gratis que eventualmente regalan en esos actos; pedirle trabajo a alguno de esos intelectuales; o trabajar de mesero de tales eventos), la mayoría de las veces me he aburrido horrores.
Todo esto viene a cuento porque el próximo jueves 30 de septiembre me encuentro del otro lado. Me he ofrecido, voluntaria y estúpidamente, a dar una plática sobre mi escritor mexicano favorito: Jorge Ibargüengoitia. Lo que los oyentes esperan es una diatriba académica (crítica y analíticamente intachable) y con lo que se encontrarán es con una cínica y descarada porra de tribuna puma. Yo voy a gritar que Ibargüengoitia es la neta y que a quien no le guste pues ya puede ir importunando a su mamá aunque no sea diez de mayo. La cita es en el auditorio del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM a partir de las diez de la mañana. Esperamos contar con su valiosa asistencia (y todas las demás chorradas que se dicen). Para muestra algo de lo que se oirá, un fragmento de la obra del cuevanense ilustre:

Después, subimos por la escalera monumental al Bar Caribe, en donde estaban tres de los jurados que le habían dado el premio a mi novela: Ítalo Calvino, Lisandro Otero y Fernando Benítez, y con ellos, Antón Arrufat, un joven dramaturgo que era entonces director de la Revista de la Casa, la mujer de Calvino y un fotógrafo italiano y su mujer. Fue una experiencia extraña. Ellos se habían conocido hacía poco tiempo, cuando los forasteros habían llegado a Cuba para servir de jurados en el Concurso de la Casa de las Américas, habían convivido un par de semanas, se habían divertido en grande y estaban a punto de separarse. Se admiraban y se querían como suelen hacerlo las personas que no se conocen bien. Yo, en cambio, que acababa de llegar y que no había participado en sus actividades comunes, quedaba completamente fuera de su relación emocional. Me costaba trabajo entender, por ejemplo, porque Benítez consideraba que la mujer de Calvino era una de las más sabias que había conocido, y más todavía, por qué se lo decía. Por otra parte, ellos eran amables conmigo y me decían que mi novela era buena, mientras que yo no había leído ninguna obra de ellos, ni recordaba cómo se llamaban, ni me daban ganas de contestar sus elogios con otros, inventados. Las mujeres hablaron de alguien que se llamaba Sabor; yo pensé que se trataba de alguna actriz famosa y tardé un rato en entender que era una prostituta que al mismo tiempo trabajaba de criada. Lisandro Otero tuvo con los Calvino una conversación referente al Merendero de los Tiburones. Yo creí que se trataba de algún restaurante típico y más tarde descubrí que así se llama un lugar en donde los tiburones meriendan bañistas. Por último, cuando Benítez describió la gira por los cabarets de La Habana que los jurados habían hecho a expensas del Gobierno Revolucionario, en la que, según Benítez, Alejo Carpentier había expuesto la metafísica del show business, yo, que nunca había visto una foto de Alejo Carpentier, imaginé a Nicolás Guillén exponiendo la metafísica del show business.

viernes, septiembre 24, 2004

¿Por qué?

¿Por qué no me mato? Si supiese exactamente lo que me lo impide, no tendría ya más preguntas que hacerme puesto que habría respondido a todas.

Para no atormentarse más hay que dejarse arrastrar a un profundo desinterés, dejar de estar intrigado por este mundo o por el otro, caer en el nada-me-importa de los muertos. ¿Cómo mirar a un vivo sin imaginarlo cadáver, cómo contemplar a un cadáver sin ponerse en su lugar? Ser supera al entendimiento, ser da miedo.

De El aciago demiurgo de Émile Michel Cioran.

jueves, septiembre 23, 2004

Dalai Lama

La próxima semana llegará a nuestro país uno de los personajes más representativos de la explosión indiscriminada de credos que la posmodernidad ha traído consigo. El Dalai Lama, ese líder político y religioso que fue expulsado por el gobierno chino comunista de su tierra y declarado proscrito por oponerse a los lineamientos de la República Popular, será recibido por nuestra ezzzzpiritual Martita Sahagún, que igual recibe al Papa que a este sabio personaje. El gobierno foxista ha negado que China haya presionado al gobierno mexicano para recibir a tan ilustre personaje como Jefe de Estado, pero la SEGOB (con el sospechista Santiago Creel a la cabeza) ha dicho que será recibido como un líder religioso.

Me pregunto cuáles serán las actividades del premio Nobel en nuestro país. A la par de los, seguramente numerosos, eventos patrocinados por "Institutos" y "Fundaciones" de estudio de filosofías orientales (amén de los clubs de yoga que mezclan insdiscriminadamente la filosofía con el mercantilismo y las creencias religiosas, amén de nuestro mexicanísimo guadalupanismo), se vislumbran ya posibles actividades del siempre sonriente peloncín. Probablemente lo veamos bailando el "Colofox" al lado de Galilea Montijo, o asistiendo a Adal Ramones en alguno de sus "esquetchs", o atendiendo las siempre sabias preguntas de Adela Micha, o tal vez, respondiendo a las preguntas del profesional periodista Pepillo (¡Pepillo, por Dios!) Origel en La oreja (obligada su opinión acerca de la salida de Gloria Trevi de la cárcel). Ojalá, que el lama sea lo suficientemente sabio para saber a lo que se mete en este nuestro país. Mientras tanto, la idea del estado laico parece dormir el sueño de los justos. ¿Qué traje estrenará Martita para recibir al Gran Lama?

miércoles, septiembre 22, 2004

Paraolimpiadas

¿Por qué hay un montón de gente que está ganando medallas en Atenas y la mayoría de la gente casi ni se entera? ¿Será porque esas personas se encuentran en una situación de desventaja física o mental con respecto a los demás mortales? ¿Por qué la cobertura mediática es casi nula? Si nos detenemos un poco a reflexionar acerca de ese éxito de nuestros compatriotas "con capacidades diferentes", podríamos llegar a conclusiones alarmantes. Darnos cuenta, por ejemplo, de que este país está lleno de gente que "se crece" ante el castigo. Que se necesita estar un tanto "con capacidades distintas" para agarrarle amor a la vida y lanzarse a destrozar deportivamente a rusos, checos, chinos, gringos, franceses, alemanes, etc. México es una potencia en los juegos paralímpicos, sus atletas llenan las arcas de viaje de medallas ganadas a pulso y con valentía extrema.
Pero, si lo vemos desde otra perspectiva, podríamos llegar a la conclusión de que este es un país de triunfadores minusválidos, en otras dolorosas palabras, que México es un país que necesita estar sumido en la jodidez para poder triunfar de manera indiscutible. Somos un país de lisiados mentales, de miedosos conformistas, de manipulados por los medios (remember las expectativas de la gloriosa Selección Nacional). En algo tienen razón los cacareadores de triunfos de estas grandes personas: son un ejemplo que debería darnos vergüenza. A nosotros y a los deportistas "en plenas capacidades", que regresaron con una carga infinitamente menor a la que traerán estos verdaderos y valerosos deportistas. Desde aquí un, avergonzado, homenaje.

lunes, septiembre 20, 2004

Escritores

Alguien se ha preguntado alguna vez por qué no hay escritores guapos. La mayoría de los escritores, de los buenos escritores, tienen cara de cagada de perro. Parece que hay una especie de relación directa entre el talento de un escritor y su portada físico-estética. Algo pasa, por ejemplo, con Milán Kundera, checoslovaco que tuvo que salir huyendo de su patria justo después de que la Primavera de Praga ocasionara que los rusos le hicieran a los checos lo que los gringos a Salvador Allende. Pues bien, que el malacara de Kundera escribió una obra teatral maravillosa en honor a Denis Diderot y a esa novela blasfema publicada en el crepúsculo del siglo XVIII, Jacques el fatalista, que dio como resultado el texto Jacques y su amo, obra que vi excelentemente montada el pasado domingo y que me ha dejado con un encogimiento del corazón al tomar conciencia, nuevamente, de que la distancia entre un aprendiz de escritor y un dios del texto es, alfinalmente, excesiva y gigantesca. Tienen que ver la obra. Su última semana es ésta y se presenta el jueves y viernes a las 8:00 pm y el sábado a las 7:00 pm. Es gratis y está en el foro Antonio López Mancera del Cenart, dirigida por Alejandro Velis. De veras disfrútenla.

viernes, septiembre 17, 2004

Sueños

Los cuerpos, abrazados, van cambiando de posición mientras dormimos, mirando hacia aquí, mirando hacia allá, tu cabeza sobre mi pecho, el muslo mío sobre tu vientre, y al girar los cuerpos va girando la cama y giran el cuarto y el mundo. "No, no -me explicás creyéndote despierta-. Ya no estamos ahí. Nos mudamos a otro país mientras dormíamos."
Eduardo Galeano

viernes, septiembre 10, 2004

Mirada Sesgada

A la de las promesas importantes...

Ella dijo que decir “te quiero” era demasiado para tan poco tiempo. Las palabras tienen, aunque no queramos, dimensiones que se miden según el hueco que llenan en el estómago del otro. Y en ese momento lo que yo dijera no era, ni siquiera, un aperitivo. ¿Por qué lo había dicho?, tampoco yo lo sabía. Fue uno de esos impulsos indetenibles en los que mientras uno mira los juegos que la luz construye al pasar por los huecos de la persiana, es decir, con el cerebro puesto en la idea de que tal destello parece una anémona de mar y tal otro una nebulosa de Andrómeda, la lengua se rebela y termina diciendo otra cosa. No dice “luz de anémona marina” o “nebulosa de Andrómeda” o “juegos de luz a través de la persiana”. No. simplemente dice: “te quiero”. Ella me miró por un momento, se encogió de hombros y se sentó en la orilla de la cama donde se puso a juguetear con las borlas de esa colcha que mi abuela tejió con tanta devoción cuando tenía unos diez años. Yo, no mi abuela. “Te quiero es una palabra muy grande”, volvió a decir mientras se colocaba el sostén con una habilidad que supuse privilegio femenino. Flexibilidad máxima. “No tendríamos que ir soltando palabras así nada más, como si nada”. Traducción: yo no te quiero. En ese momento la Osa Mayor cruzó la persiana y se nos quedó viendo. A decir verdad, yo tampoco la quería. No en ese momento. La deseaba, eso sí era un hecho; aunque después de lo recién ocurrido no me atreví a decirlo. Entonces fue cuando me pregunté por qué le había dicho que la quería. Maldita lengua rebelde. Ella cepillaba su cabello de espaldas a mí, sentada en la orilla de la cama. Yo veía su espalda mientras el broche del sostén me devolvía la mirada irritado. Una espalda ligeramente ancha que llegaba justo hasta donde debía de llegar. Después caía elegante dibujando parábolas perfectas y se convertía en otra cosa. Ahí donde ya no puedes seguir describiendo nada porque las comparaciones se terminan. El cerebro se embota, la mirada se nubla. Llegué hasta ella y la besé en un hombro. Lanzó una risita nerviosa. La risa cómplice de la cosquilla. Mis dedos saboteaban las compuertas del broche del sostén. “No. Tengo que llegar temprano. Mi padre está insoportable y cada vez me jode más con lo de los horarios y la escuela y todo eso”. No respondí, pero tampoco le hice caso. La besé en los labios con los ojos abiertos. Los dedos triunfaron y se dirigían indetenibles hacia el centro de sus pechos. Hicimos el amor otra vez con el estómago vacío. No de alimento sino de palabras. De las únicas palabras que en ese momento podrían llenarnos pero que ninguno de los dos volvería a decir esa noche. Cuando ella arqueó la espalda y se dejó caer sobre la cama revuelta, la Vía Láctea había invadido todo el cuarto. Salimos corriendo para alcanzar el último tren del subterráneo. Arriba del vagón me lanzó un beso mientras me guiñaba un ojo. El beso no alcanzó a salir del tren y aplastó su nariz contra el vidrio de la puerta. Afuera de la estación, camino de mi casa, descubrí algo que me dejó un poco triste: en esta ciudad nunca se ven las estrellas.

Tres años después me preguntó si quería que se viniera a vivir conmigo. No sé que pasó, pero quedé congelado. Cierto es que me lo había planteado muchas veces. En soledad. De hecho algunas veces se lo había pedido, en los tiempos en los que estaba seguro de que ella no iba a aceptar. Para ese momento el marcador total había cambiado. Atrás habían quedado los “te quieros”. Ahora brotaban por doquier los “te amos”. Si Cortázar tenía razón habíamos llegado a los terrenos del total general. “Total parcial: te quiero. Total general: te amo”, y todo lo demás. No supe que decir. En verdad lo deseaba. Estaba harto de despertar abrazado de una almohada o con mi pierna deambulando por la cama en busca de su cuerpo. Y sin embargo dije todo lo que se supone no tenía que decir: “es muy pronto”, “necesito un mejor empleo”, “piénsalo bien antes de tomar una decisión tan importante”, “¿qué van a pensar tus padres?”. Argumentos paseándose ufanos entre el miedo y los malos presagios congénitos (mi padre alguna vez pensó que nacería muerto, ¿se habrá equivocado?). Al final no se vino a mi departamento. Las cosas siguieron casi igual, con la propuesta flotando en el aire. Con la mirada interrogante de total general incompleto. Nuestros caminos se cruzaban constantemente con la aduana de una pregunta ineludible. “¿Cuándo es nuestro tiempo?”. Conforme los días fueron pasando todo regresó a la normalidad. Esto es, al momento en el que la pregunta no aparecía en el horizonte. A veces yo quería decirle que aceptaba su propuesta, que se trajera sus cosas y comenzáramos a acomodarlas, que pusiera su cuerpo en el armario. Su cuerpo de blusas y zapatos, de pantalones y bragas, de sostenes y pulseras. Pero entonces ella me daba un beso, o salía del baño sacudiendo las manos empapadas en mi rostro. Y entonces no valía la pena. ¿Por qué la gente tiene que vivir junta? ¿Por qué no se puede amar desde el espacio que encierra la propia miseria y el propio júbilo? ¿De veras no se puede? Y entonces el ejército de besos y cursilerías asaltaban a la razón ensimismada, le ponían una zancadilla a traición y rodaban ambos, razón y cursilería, divertidos por el pasto. En el amor el tiempo tiende a encogerse. Se hace pequeñito hasta que, un día, simplemente desaparece. Se convierte en nada. Y a la nada más vale no hacerle caso. Con el espacio sucede algo similar. El mundo no es suficiente, pero el universo es finito. Einstein desdobla la cartografía sideral sobre una mesa de luz, avanza el origami y se lo guarda en la bolsa del pantalón. La música de un piano invisible es eterna. Arrulla los temores y anima los sueños. En el amor se sueña a colores y en primer plano. Tal vez por eso aún no quería vivir con ella. Para seguir soñando en technicolor.

((Paréntesis hallado en un viejo buró. La carta nunca llegó al destinatario)).
“Fue mi carne con la tuya. Descubrir y pretender apropiarnos del mundo por más de una hora mientras afuera los perros ladraban, la lluvia caía o las estrellas se deshacían en mil pedazos. Fue buscar tus labios, sentir esa textura suave y cálida sobre los míos, sobre mi rostro, sobre mi cuello. Fue recorrerte palmo a palmo, sin olvidar ningún rincón, como un perro aprendiz que marca su territorio. Mi saliva dibujó todo el abecedario del deseo. Nunca a nadie he deseado como a ti. Nunca a nadie he querido devorar, digerir y volver a masticar como a ti. Mis manos son las sílabas más rabiosas que puedo pronunciar. Mi boca sirve para gritar sin gritos que te aman insaciable, inagotable, bendita. No concibo pasar la vida sin ese encuentro ansioso, esperado, siempre nuevo, en el que fundimos nuestros cuerpos y en el que cada vez nos descubrimos el uno al otro como mitad, como a otro que es el mismo. Quiero seguir mirándote desde donde pueda: desde abajo mientras te balanceas y tus senos entonan la ópera de lo gigantesco, de lo indefinible, de lo eterno; desde arriba, como si el mundo se confundiera con tu carne y fuera uno solo, mundo y tú. No me acostumbro a pensar en solitario, porque sin tí mi cama es nube, infinito desierto en donde cada día que pasa es más insoportable la resaca de tu ausencia y la lluvia pertinaz el bálsamo que me salva cada vez que en tu espalda escurre el sudor que me confirma la existencia. Porque todo esto sólo es posible si comprendemos que lo nuestro es más grande que cualquier cosa. Porque estoy dispuesto a demostrarlo.”

— ¿Qué escribes?
— Y, no sé, cosas...
— ¿Y tienen nombre esas cosas?
— Son palabras, y después, más palabras...
— Así que tú escribes palabras...
— Y ya...
— ¿Y las palabras a quien escriben?
Conversaciones de un solo lado. Ella platicaba. Se preguntaba. Sonreía. Yo sólo trataba de concentrarme en ajustar una frase sin aceite. Se atoraba. Rechinaba y los oídos se rompían sin remedio. Decirlo de otro modo. Ponerlo en otro lado. Inventarlo en otro tiempo. Callarlo de un plumazo.
— Y eso que dices de la frase exacta, ¿en serio existe?
— Si se le busca...
— No es posible. Nada es exacto. Y menos una frase. Las palabras son caprichosas, inmedibles. Buscas algo inexistente.
— Todo es medible. Todo encaja. Y más las palabras. ¿Dime qué frase puede cambiar, significar otra cosa, mudar de dimensiones?
— Te quiero.
Y entonces yo lo tomaba como una renuncia a la lucha más que como un argumento para seguir discutiendo. Ella regresaba al libro que leía eternamente. El libro que era como una tercera mano o una segunda nariz, no se podía diferenciar entre el libro y ella. Con las solapas semidesprendidas, las esquinas dobladas. El libro interminable. Yo retaba nuevamente a las palabras. Seguía el consejo del poeta y las tomaba del rabo. Las sacudía. Las hijas de puta se resistían con necedad. Se retorcían hasta límites inconcebibles. Y cuando estaban a punto de rendirse...
— ¿Sabes qué es lo único exacto? Las lágrimas.
— ¿Qué?
— Salen cuando tienen que salir. Nunca son planeadas. No te dices un día: pues bueno, hoy toca clase en tal salón a las once, comida a las tres con tal persona y dosis de llanto a las ocho. No respetan horarios, ni lugares, ni protocolos. Es lo único exacto que nos queda.
— Y entonces, ¿cómo explicas las lágrimas de las actrices de telenovelas?
— Esas no son lágrimas.
— ¿Ah, no?
— No. Eso es utilería. Se las ponen con un gotero y después cierran la toma en sus ojos.
— ¿Y cómo sabes tanto de efectos especiales?
— Porque no lloras por lo que sabes falso, sino por lo que no puede ser verdadero.
— Ajá...
Entonces prendía un cigarrillo. Detestaba el humo de tabaco. Era una estrategia infalible. En cuanto su nariz de conejo amenazado detectaba el olor inconfundible lanzaba un bufido y se desprendía del sillón al que dejaba por breves instantes el contorno de su cuerpo grabado. Luego deambulaba por el departamento a grandes zancadas. Recorría uno a uno los tres cuartos de la casa: entraba a la cocina, llenaba un vaso de agua que sacaba del refrigerador y después lo abandonaba sobre la mesa argumentando que estaba fría; se dirigía al baño, se cepillaba con furia los dientes y luego le tiraba la cadena al water aunque ni siquiera lo hubiera utilizado; entraba a la recámara, tomaba el cepillo y se lo pasaba por el pelo más de lo necesario. Después abría todas las ventanas de la casa, muda protesta por las volutas del cigarrillo que se elevaban sobre mi cabeza. Luego iba hasta la puerta y se despedía a gritos. “Nos vemos mañana, no trabajes mucho”. Ya no le reclamaba el que no se despidiera con un beso: “el sabor del cigarro es lo más desagradable que hay”. Yo balbuceaba algo entre dientes mientras aplicaba una llave grecorromana a un adjetivo gladiador. Se cerraba la puerta despacio y sus zapatitos descendían por la escalera. A los pocos minutos tenía que levantarme del escritorio porque las ventanas abiertas dejaban entrar el frío y mis pies descalzos se quejaban. Entonces me daba cuenta de que estaba solo y me arrepentía de todo lo que había dicho. O más bien de lo que no había dicho. Y ya no podía seguir escribiendo de tanto pensar en ella. Encendía otro cigarrillo y al oler la evidencia de su consumición aplastaba la punta púrpura contra el cenicero. Las palabras entonces se liberaban con algarabía. Yo tomaba el libro eterno entre mis manos y sonreía al pensar en el destino interminable que le esperaba con ella. Apagaba la computadora. Antes de desaparecer, las palabras en la página me dirigían una mirada de conmiseración y, acto seguido, seguían saltando la cuerda.

((Segundo paréntesis. Primer sueño en blanco y negro.))
Ella camina por una playa irreconocible, de esas en las que el mar no es más que música de fondo. Camina y corre al mismo tiempo, ya saben como son los sueños. Lleva una blusa blanca con un bordado gris. Las huellas que va dejando sobre la arena desaparecen de inmediato. Un cangrejo corre en rewind, o sea, hacia delante. Ella va cantando una canción con su vocecita de niña, voz desafinada pero irresistible. Canta y todo lo demás desaparece. "Ya está bien/ así no ves lo que pasó/ pensamos que jamás iba a pasar”. No hay música, sólo su voz que se estrella incontenible contra los riscos que se muestran a lo lejos. El agua comienza a mojarle los pies. Ella sigue cantando. La misma canción. La misma estrofa. El sol se oculta a lo lejos, con ese truco que casi todos conocemos. En el mar el sol se oculta dos veces, o no se oculta nunca, o se pierde de repente, tramposo. Está desnuda, creo. ¿Se puede cantar mientras se está desnudo? ¿Ustedes que piensan? Bueno, digamos que está desnuda y canta y camina por la playa. No voltea nunca. No se entera nunca de que la estoy viendo. ¿Cómo sé que es ella si no puedo verle el rostro? ¿Quién ha preguntado eso? Es ella y basta. Ahora es de noche y la luna se mece en un cielo que es de agua. En el suelo, en cambio, aparecen todas las constelaciones, las estrellas, los cometas. Comienzan a girar alrededor de su cuerpo. Así tuvo que ser todo en el principio. No, no estoy poniéndome místico, es sólo algo que se me ha ocurrido. Mierda, porque todo tiene que ser lógico si lo que estoy contando es un sueño. Su cabello ha cambiado de color. ¿Qué color? ¿Acaso no aclaré que esto era en blanco y negro? Y bueno que después no pasa nada. Ella se queda inmóvil sobre la playa estelar mientras su rostro se refleja en una luna-espejo. Entonces ustedes entienden que ya he visto su rostro. No me importa que no lo entiendan. Yo lo entiendo. Sus ojos son los mismos. Mercuriales. Se expanden al ritmo de la canción que sigue cantando. Luego todo vuelve a ser como en el principio, corre pero sólo va caminando. La playa vuelve a tener sol y el cangrejo se mueve hacia adelante. Ella se sienta en la arena y comienza a llorar. Lágrimas exactas. El mar extiende sus brazos y con lentitud la lleva hasta el fondo del océano. Es raro, ¿no creen?. Ella se sumerge llorando lágrimas en un mar que es todo llanto. “Nadie detiene al amor/ en un lugar sólo recuerdo tu voz”. La canción se sigue oyendo. Entonces despierto asustado y en mi cuarto, a oscuras, descubro que tampoco existen los colores.

Aceptaste la copa mientras te preguntabas porque nunca te diste cuenta de lo atractivo que era. Él se va a la barra y regresa con un vaso que tú te apresuras a tomar. Te descubres riendo como no lo hacías desde hace mucho tiempo. Te contienes un poco pero después se te olvida. ¿De qué hablaron en esa ocasión? Nunca pudiste recordarlo. Las palabras, a las que tanto odiaste, se habían convertido de repente en unas excelentes aliadas. Con ellas ocultas tu turbación, tus dudas, tu inexplicable y repentina alegría. El ruido de la fiesta ayuda. Fingen no escuchar lo que se dicen. Entonces acercan sus labios al oído del otro. Pero no hablan, sólo se dedican a aspirar uno el perfume del otro. Conforme el péndulo avanza inmisericorde en el asfalto de la noche, los labios se acercan más a los oídos y el aliento ya sabe a los dos perfumes mezclados. Después de mucho tiempo, sientes que la sangre se te sube al rostro al tomar conciencia de lo que estás pensando. No queda casi nadie, pero no te atreves a emprender la retirada. Él sigue contando la historia de su vida en oportunos fascículos coleccionables. Tu finges oírlo. De vez en cuando deslizas una frase que le da toda la razón acerca del balance favorable que hace de su vida. Uno de tus zapatitos comienzan a golpear insistente el piso. “¿Quieres que te lleve a tu casa?”. Dentro del auto las risas siguen en la misma intensidad. Él pone música. Te interesas falsamente, en ese momento nunca los habías oído, aunque, en la sinceridad, siempre los habías odiado. Raperos. Él cambia de velocidad innecesariamente y roza tu rodilla. Volteas a ver los perros que persiguen inconscientes su cola en un amanecer de destellos anaranjados. Están frente a la puerta de tu casa. Él se despide y sus labios se extravían. Los tuyos se habían enterado de las intenciones desde hacía latidos atrás. Pasan un tiempo encogido, inmarcesible, buscando un pretexto para no hablar, para no tener que dar explicaciones ni despedidas temporales. Finalmente, las luces de un auto que alumbran los rostros sorprendidos te lanzan fuera del vehículo. Adiós y luego nos hablamos. El susurra algo en tu oído. Tu lo miras fijamente, sonríes y después lanzas las palabras al puerto de lo presentido: “esa es una palabra muy grande. No tendríamos porque andarla diciendo aquí y allá a la menor provocación”. Él la vuelve a repetir. Tú abres la puerta y te pierdes en el interior de la casa en la que tus padres duermen desde hace horas. Te tiras cuan larga eres sobre tu cama. Mientras yo te busco en todos lados, en el teléfono, en la noche sin estrellas, en el insomnio que pretende vacunar sueños monocromáticos, en el libro de solapas desprendidas, en un cigarrillo sin encender, tú te sorprendes de descubrir, nuevamente, que tienes el estómago vacío.

((Tercer [y último] paréntesis. Fotocopia de un poema de Idea Vilarino))
Ya no será/ ya no/ no viviremos juntos/ no criaré a tu hijo/ no coseré tu ropa/ no te tendré de noche/ no te besaré al irme/ nunca sabrás quién fui/ por qué me amaron otros./ No llegaré a saber/ por qué ni cómo nunca/ ni si era verdad/ lo que dijiste que era/ ni quien fuiste/ ni qué fui para ti/ ni cómo hubiera sido/ vivir juntos/ querernos/ esperarnos/ estar./ Ya no soy más que yo/ para siempre y tú/ ya/ no serás para mí/ más que tú. Ya no estás/ en un día futuro/ no sabré donde vives/ con quién/ ni si te acuerdas./ No me abrazarás nunca/ como esa noche/ nunca./ No volveré a tocarte./ No te veré morir.

* * *

No volví a verla nunca. Nunca lo intenté. Sus explicaciones fueron confusas y sus intentos por hacer más cordial lo inevitable sólo llenaban de más dolor e incertidumbre lo que ya era sabido. Invertí mucho tiempo, amigos y alcohol en olvidar todo lo que había pasado. “Sólo fue un mal sueño”, me repetía hasta que me lo llegué a creer. Seguí escribiendo amargo y venenoso. Todo como antes. Sin embargo, no me esperaba esto. Está ahí, en el mismo andén que yo. A punto de tomar el subterráneo. Ensimismada en una edición de pasta dura del libro interminable. Me sorprendo de que la razón esté tan indiferente y de que el estómago no requiera de palabras. Seguro no me ha visto. Tal vez no me reconocería. Los dos somos otros. Nuevos desconocidos. Ella levanta la cabeza del libro y yo instintivamente volteo hacia otro lado. Una luz intermitente al fondo del andén anuncia que el tren se acerca por el túnel. Pasa raudo frente a mí. El aire que empuja me despeina y me hace cerrar instintivamente los ojos. Se detiene. Cuando las puertas se abren, siento que alguien toca mi hombro (¿toca en mi hombro?). No volteo. De la puerta abierta frente a mis narices un beso se escapa después de años de cautiverio subterráneo. Yo, con una mirada sesgada, de reojo, sólo veo a una mujer que, inmóvil sobre el andén, con un libro por fin concluido, es arrollada por la multitud presurosa.

jueves, septiembre 09, 2004

tiempos oscuros

Vivimos con el miedo habitándonos el miedo,
las lágrimas se secan con el aliento de los ángeles
malditos que bajan a la tierra cada siglo,
morimos de a poco y en silencio
mientras la vida se escurre entre los labios
de una puta calavera adormilada.
El miedo nos carcome las encías
nos vuelve hueso la misma indiferencia,
y así hueso hundido en la memoria
caminamos kilómetros a diario.
Tiempos oscuros ausentes de silencio,
tiempos malditos de sangre amoratada,
tiempos lejanos de piedad o sueño,
tiempos de celo y de carroña,
tiempos de larvas y de cráneos,
tiempos sin tiempo,
sin testigos,
sin Dios, sin mar y sin estrellas,
tiempos oscuros de muertes no anunciadas...

América

Cuando Colón vio a lo lejos las palmeras
el corazón se adhirió a un estandarte que el navegante sembró,
atrás venía el aceite de las escopetas
y las mordazas de Cristo,
Colón besó la cruz de su espada
(beso al símbolo que construyó América)
y ordenó descargar los espejitos y las balas.
Los naturales
(indios por equivocación geográfica
americanos por error histórico)lo miraban extrañados...

lunes, septiembre 06, 2004

El péndulo improbable

Muerto, adj. Dícese de lo que ha concluido el trabajo de respirar;
de lo que ha acabado para todo el mudo;
de lo que ha llevado hasta el fin una enloquecida carrera;
y de lo que al alcanzar la meta de oro,
ha descubierto que era un simple agujero.
Ambroce Bierce, El diccionario del diablo

A veces siento tristeza y las calles se disuelven lentas entre cenizas del viento y café con leche. Entonces leo sobre el olvido de Macondo, Arcadio pone nombre a las cosas para anticipar la muerte del recuerdo. Mariposas amarillas. Si la tristeza permanece opto por no pensar, sin embargo casi nunca lo consigo, las más de las veces me quedo dormido. Sueño. Y los sueños suelen ser aún más tristes. Gotas de alcohol que resbalan por las pupilas de los abstemios mientras el mar se destila poco a poco. El mar. No lo conozco, a veces creo que no lo necesito. Imagino los golpes de las olas contra los riscos de la costa y reprimo mi deseo de acariciar el cabello de la luna. A lo lejos el faro repite infinitamente su cantaleta de avisos oportunos. Periódico de luz. Entonces empieza el llanto. Lágrimas les llaman y nos son sino agua, sal y dolor de cloruro. Cielo arena agua muerte. Al final la muerte. Como vigilante extremo de la cordura empieza a taladrar mi mente la idea de la muerte y miro el árbol afuera de mi casa. Pienso en mi cuerpo columpiándose rítmicamente al compás de una lluvia que no llega. Es tentador el cuadro pero desisto de intentarlo al reconocer que si mi muerte es atractiva, el no poderla ver la vuelve inútil. A veces pienso en mí y me odio. Con ese amor tan particular de los que se saben infames e inocentes. Me odio hasta la locura, por decirlo de alguna manera. Sigo triste creyendo estar como quería y el silencio suena a tragedia griega. A veces siento tristeza, entonces leo sobre el olvido y Melquíades me ve al otro lado de la ventana.

Camino mucho. Quiero creer que así me siento más tranquilo y no tardo en convencerme de ello. A menudo prefiero sentir como se tensan mis piernas mientras las calles se deslizan bajo las suelas de mis zapatos que sentir ese dolor punzante en medio de las nalgas cuando un carro no advierte la cantidad de baches sobre el pavimento. Caminar alivia el espíritu, sino pregúntenle a Cristo. Yo lo he hecho, viéndolo fijamente a los ojos le pregunto por qué aun sobre el agua prefirió caminar. Él no responde, es un consuelo saber que no conozco a nadie a quien le haya contestado. Sólo se queda inmóvil, ahí, colgado de la cruz fingiendo que está muerto mientras escucha al mismo tiempo miles de Padrenuestros. Cristo seguramente nunca se cuestionó el por qué algunos días son más largos que otros, él quería salvar a la humanidad, los días para el no existían sino en almas que redimir. Su medida ciertamente no eran los días, sino las almas que lograba salvar cada minuto. Sin embargo se le acabó el tiempo y tuvo que pagar más de lo que estaba recibiendo. Murió. Pero todos somos salvos. Digo, yo que camino entre las piedras, soy salvo. ¿Pero salvo de qué? Pregunta mi alma agazapada al fondo del vacío. Lo pienso un momento y respondo “no sé”. El alma sonríe divertida mientras las gotas de sudor escurren por mi frente. Y es que es la verdad, nunca he sabido de qué estoy a salvo.

He decidido suicidarme. ¿Las causas?, si todo tuviera causas nadie tendría problemas. Diré solamente que es un asunto muy personal, íntimo pues. No quiero recordar, aunque por más que le doy vueltas al asunto no logro encontrar, en toda la maraña de mi memoria, un solo pretexto válido para quitarme la vida. A mi lado pasa la gente, esa masa informe que empuja y atropella, busco una mirada de la cual atarme y no veo más que órbitas inexpresivas, sogas que no resistirían ni el primer tirón. Estoy aquí, sentado en una banca del parque viendo pasar las mil palabras que nunca he pronunciado y reconociéndolas mientras el desdén de mi lengua se niega a repetirlas. Si gritara en este momento que tengo ganas de matarme, seguramente nadie me haría caso. Voltearían a ver quien es el loco que grita y seguirían tranquilamente su camino. Es una concesión mía darles la razón cuando afirman que estoy loco. La locura es algo tan misterioso que no creo tener el honor de poseerla. Aún hay cosas que me lastiman, cosas que hieren tan profundamente que es mejor no recordarlas. Diré que los recuerdos, mis recuerdos, son de las cosas que más me lastiman.

Recuerdo la tarde en que mi madre me abandonó dentro de un cine. Era una película de dibujos animados, millones de perros corriendo por las calles de una ciudad inundada en lluvia. Yo miraba extasiado las imágenes en la pantalla, era la primera vez que entraba a un cine. Fue la última, mi madre se levantó de su asiento mientras me daba un beso en la mejilla y salía apresuradamente de la sala. Esto no lo recordaría sino años más tarde, cuando supe que mi madre me había abandonado y recordé la escena en que los perros no encuentran mayor felicidad que revolcarse en el lodo de la hermosa ciudad mientras un niño llora inconsolable lejos de ese lugar. El niño soy yo y la ciudad es aquella de la que mi madre nunca regresó para explicar mi odio por las salas cinematográficas.

Digo que quiero matarme y aún no conozco el mar. He renunciado a imaginármelo y tomo el primer autobús hacia la costa. Los paisajes se suceden unos tras otros sin que pueda apreciar cómo los árboles enredan al viento entre sus copas. Un gorrión se para en el quicio de mi ventana abierta, siento el viento golpear mi rostro y al gorrión observarme desde el fondo de sus cuencas vacías. Trato de lanzarlo para que esos ojos no sigan mirándome pero me he quedado inmóvil, el gorrión aletea cada vez más cerca de mi cara, siento su pico jalar uno de los pelos de mi bigote, intento gritar pero no sale ningún sonido de mi garganta. El gorrión se para sobre mi nariz y amenaza con picotear mis ojos, con vaciar mis cuencas para que sea igual que él. Cuando siento la sangre escurrir por mi cara una enorme oscuridad me cubre sin que sepa que hacer. Siento que me sacuden de los hombros y abro los ojos, una mujer me dice que hemos llegado y yo escucho las olas del mar que se estrellan contra los riscos de la orilla. La mujer sonríe y yo bajo del autobús, éste se aleja por la larga línea de asfalto mientras yo trato de ver el mar y no puedo. Escucho las olas y llego hasta donde siento el agua que intenta penetrar por mi boca, entonces camino hacia la orilla sin saber a dónde queda, porque por más que intento ver el mar, la oscuridad lo cubre todo y lentamente pierdo la conciencia. Cuando despierto es de noche, me levanto de la arena lentamente, el mar sigue golpeando las rocas y yo sigo sin poder verlo. Me dirijo hacia la línea de asfalto e inicio el largo camino hasta el árbol que está afuera de mi casa. La oscuridad me acompaña, siento al viento susurrar a mis espaldas.

No puedo conciliar el sueño. Trato de dormir y no puedo olvidar que las cosas no siempre son como uno las desea. Me revuelvo en mi cama llena de sudor y olores etílicos, el vaso de ron no esconde más que vacío y no entiendo porque aún no me he dormido. Mañana al amanecer es el día. En cuanto salga el sol mi cuerpo colgará de una soga resistente y la prensa inmortalizará para siempre mi imagen a contraluz. Parecerá una escena de película, un efecto dramático que no tiene nada que ver con los perros de mi infancia. Es raro que imagine mi muerte como una escena de cine si nunca he vuelto a ver una sola película, sin embargo pienso que así debe de ser. Todo lo que he leído se me aparece ahora como una enorme película en donde soy el editor y todas las personas a las que he leído son los guionistas perfectos. Los personajes se saludan entre sí mientras sus dueños discuten el asunto del protagónico. Hay gente de todas las calañas, ¡quién lo hubiera pensado!, que al final de su vida un hombre que siempre ha odiado el cine piense en su muerte como una película donde escriben para él aquellos seres formados de palabras que no son, a fin de cuentas, más que palabras. Jorge Luis, que ya está ciego, me toma de un brazo mientras me dice que no me preocupe, que la eternidad no debería molestarme, me sonríe. Kundera lo alcanza y musita algo acerca de lo liviano e inmaterial, yo les miro sus rostros llenos de tinta y sus manos que no son más que plomos de máquina de escribir y ellos se encogen de hombros, Milan ayuda a Jorge Luis a cruzar la calle mientras los demás deciden ocultarse en el telón intemporal de sus páginas.

La luz que se filtra por mi ventana anuncia que de nueva cuenta algo se tendrá que hacer. Abro las cortinas y descubro, no sin sorpresa, que la línea que se dibuja en el horizonte parece el mar que nunca pude ver. Por un momento pienso en la justicia y todos mis temores guardan silencio. Es un bello amanecer, bueno, eso creo. Nunca ha sido uno de mis pasatiempos favoritos observar la salida del sol en el horizonte que cada vez parece más mar, más agua. Tomo la soga reluciente que compré ayer, fue difícil decidir entre la soga que ahora sostengo y una cadena que a gritos pedía que la llevara conmigo, sin embargo, se me hizo demasiado salvaje y pervertido utilizar una cadena, la soga se me hizo más sofisticada y tradicional, no me he caracterizado por ser precisamente un transgresor de la moda. Tomo la soga entre mis dedos y artificio un nudo a mi gusto, un nudo que no dé la posibilidad de deshacerse ni de arrepentirse, un nudo a prueba de arrepentidos, puedo soportar ser un hombre solo y estúpido, pero el adjetivo cobarde no suena muy bien en mis oídos y menos cuando es mi propio silencio el que la menciona. Termino mi tarea y parece que el sol decide ocultarse un momento tras las nubes que auguran una lluvia para más tarde. El día empieza a oscurecerse pero no me importa, he decidido matarme hoy y lo haré. Me cuelgo de la soga para probar su resistencia y ésta se tensa sin que siquiera rechine. Sonrío. Las cosas bien hechas no han sido una de mis especialidades. Las nubes siguen llegando mientras las dudas comienzan a volar alrededor de mi cabeza, como aves de rapiña en espera de que el cadáver de mi culpa quede tendido entre el pasto de mi jardín y el cielo que aún no ha encontrado dueño. Las espanto con el humo de mi cigarrillo pero no se van, es como si al fin tuvieran algo que decirme. Las veo a lo lejos. Como si no existieran sigo fumando mientras dejo que mi alma se despida de cada uno de mis recuerdos.

Susana está ahí. Al filo del deseo me pregunta si acaso me habré olvidado de ella. Le respondo que sería imposible olvidarla, que su mismo recuerdo se vuelve carne y camina sobre cada uno de los vapores de mi cuerpo, si la exhalo en cada aire que denigro y la sudo con cada calor que me consume. Ella sonríe, nunca me ha tomado en serio y ahora menos. “Te ves patético” me dice. Yo bajo los ojos apenado y no atino a responder nada. Entonces ella acaricia uno de mis cabellos y siento correr una descarga eléctrica que no descansa hasta que poso mis labios sobre uno de sus hombros desnudos y ella ríe divertida mientras mi voluntad se encuentra perdida en el mítico laberinto. Mis manos exploran cada uno de sus rincones mientras ella se abandona y su cuerpo parece ligero, parece aire mojado sal harina humo mentira fuego muerte. La veo de frente y no deja de admirarme su cara angelical, su cuerpo flexible y lleno de sinuosidades, su ingenuidad que me hace rabiar por la sapiencia de que es falsa. La sigo besando con todo el tiempo que me queda y me descubro ante el espejo en que se han convertido sus ojos, espejo que me asusta intempestivamente porque no alcanzo a ver dentro de él más que mi cuerpo hundido al fondo de un pozo de oscuridad, un pozo que de tan negro parece que no acaba nunca. Susana no para de reír a sabiendas que el misterio que provoca en mí su risa no continiará sin antes gritar que no soporto su maldita forma de demostrar algo que no sé que significa, precisamente cuando está conmigo. Me dirá que siempre tengo que preguntar lo mismo, que nunca voy a cambiar y que, a fin de cuentas, ella no tiene ninguna obligación de estar conmigo, que me vaya a la mierda y no la vuelva a buscar nunca más. Le prometo que no lo haré con la triste convicción de que lo dicho es cierto. Susana se viste apresurada mientras no para de dirigir su rabia hacia mi sombra proyectada en la pared. Yo no he dejado de observar cómo el humo de mi cigarrillo diluye lentamente la imagen de la mujer que siempre amé y nunca pude conocer. Unas gotas caen sobre mi cabeza anunciando la presentida lluvia. “No hay nada más que hacer”, y la frase se confunde en mi cabeza al no saber si lo he preguntado o estoy seguro de esto. Tomo la soga y la coloco en mi cuello, volteo a ver por última vez la casa en donde he habitado los últimos años y por un momento siento la tentación de decir “adiós” cuando me percato de lo ridículo de tal despedida. Sonrío como se le sonríe a un amigo del cual nunca volveremos a tener noticias. Dejo escapar el cuerpo hacia la tierra que tarde que temprano reclamará mis carnes para fabricar gusanos. La soga se tensa y fiel a mis cálculos, resiste hasta el final, cuando la oscuridad cubre mis ojos inicio el lento descenso hacia lo inevitable.

He muerto hace dos minutos, lo sé porque desde aquí el reloj de la iglesia se ve de una manera perfecta. La manecilla recorre uno a uno los espacios que escapan del centro de la circunferencia. Puedo ver a las palomas cagar los ladrillos rosas de cantera y escuchar con una nitidez inesperada el tañido lúgubre de las campanas que anuncian mi muerte. Lo más fascinante de todo es que desde aquí puedo ver el mar. Creo que es el mar. La visión no me deja mentir, el sonido es inconfundible, las olas siguen arrastrando sirenas y conchas marinas para azotar las costas que esperan cada día que un barco traiga a la esperanza que partió hace años. La esperanza perdida. Mi alma dice que me deje de cursilerías, por mi propio bien le hago caso y bajo de la horca para acomodar todo el tiradero que mi muerte ha dejado a su paso. Escucho los gritos de las mujeres que han descubierto ¡por fin! mi cuerpo. Las sirenas de las ambulancias no tardarán en escucharse y la policía vaciará cada uno de los cajones de mis muebles en busca de la causa de mi muerte, en mi apresuramiento he olvidado dejar una nota que alivie el espíritu de las personas que me conocieron. La gente se empieza amontonar a ver mi cuerpo colgado del árbol balanceándose debido al viento que cada vez trae más agua consigo. Estoy parado justo detrás de una señora que se persigna repetidas veces deseándome el infierno entre dientes. El cuadro es conmovedor, definitivamente pienso que si hubiera estado seguro de poder ver mi propia muerte, me hubiera decidido de inmediato, mientras no me queda más que esperar y disfrutar de la lluvia que, como un mar particular, inunda cada uno de los poros de mi desnudo cuerpo. Allá vienen las sirenas y con ellas las fotos, y la celebridad, y la triste experiencia de ser uno más de los casos de suicidio inexplicado en los gigantescos anales del noticiario de las nueve. Allá viene Dios, yo espero...

Postdata


Querida madre:
Te escribo para decirte que por aquí las cosas me van muy bien. Hace unos días me entrevisté con un agente de la televisión que me ha dicho que tengo mucho talento y que me hará un cantante famoso. Mientras tanto el trabajo no me falta. Aquí en la ciudad lo que sobra es trabajo. No te preocupes por mí, estoy viviendo en una casa preciosa y la comida es excelente. Sólo estoy esperando que me paguen un dinero que me deben para comprarme la casa de la que te conté en mi carta anterior. Sí, aquella con su jardincito y techo de tejas falsas. Sé que aún estás enojada conmigo por haberme ido de la casa. Decías que nunca iba a poder salir adelante si continuaba con mis sueños de convertirme en un músico de esos que ganan mucho dinero y salen en la televisión. Pero ya ves. Ahora estoy a punto de firmar un gran contrato y entonces te iré a traer en un coche gigantesco a vivir conmigo.


Sé que papá no quiere saber nada de mí, que de maricón y mal hijo no me baja. Pero estoy seguro que cuando vea que he triunfado me perdonará y volverá a quererme. Yo los extraño mucho. En las noches parezco escuchar el canto de los grillos entre la hierba, pero aquí no se escucha más que el paso constante de los autos por la calle. Bueno, eso en las zonas donde viven los pobres. Ahora estoy viviendo en una de las zonas más caras de la ciudad, con casas como esas que salen en las telenovelas.

¿Recuerdas al actor que interpretó al gitano en la novela que tanto te gustaba? Pues me pidió que le compusiera una canción para su próximo trabajo. Me dio una foto autografiada que te mandaré después. Lamento no haberte enviado dinero todavía, pero es que estoy esperando que se junte un poquito más para que con eso puedas poner un negocito y dejes de lavar ajeno.
Te quiero mucho mamá y espero que estés orgullosa de tu hijo ahora que sabes que va a triunfar. Les mando muchos besos y abrazos.


Rodrigo

PD: No te mando mi dirección para que me escribas porque pienso cambiarme a una casa más bonita que la que tengo ahora.

Rodrigo tomó el papel, lo dobló cuidadosamente y lo metió en un sobre blanco. Después, se levantó y guardó el tapete sobre el que estaba acostado en su maltrecha mochila, recogió su guitarra del suelo y salió del edificio en ruinas. Al llegar a la parada del camión esperó un rato, cuando éste apareció pidió permiso al chofer para subir a cantar, el chofer asintió. Rodrigo tomó entre sus manos la guitarra y comenzó a tocar una canción de moda. La gente lo escuchaba sin hacerlo. Para sus adentros Rodrigo abrigaba la esperanza de que ese día le sobraran algunas monedas para comprar unos timbres postales.

viernes, septiembre 03, 2004

2 de septiembre, Más de informes

País de paradojas


Pero es lo mismo que las pintadas [graffitis] en las paredes de la escuela o los innumerables grupos artísticos; cuanto mayores son los medios de expresión, menos cosas se tienen por decir, cuanto más se solicita la subjetividad, más anónimo y vacío es el efecto. Paradoja reforzada aún más por el hecho de que nadie en el fondo está interesado por esa profusión de expresión, con una excepción importante: el emisor o el propio creador.
Gilles Lipovetsky, La era del vacío


La memoria que tengo desde la infancia acerca de los informes presidenciales es difusa y, al mismo tiempo (paradoja inevitable), sumamente clara. Para aquellos que escuchan con atención lo que tienen que decir nuestros mandatarios desde el origen de los tiempos, no podrán deshacerse de la sensación de que todos los informes dicen, casi exactamente, lo mismo. Párrafos y párrafos de verborrea que se escurre por las pantallas de televisión, las bocinas de los radios, las páginas de los diarios. Entre las frases hechas ya lugares comunes (“preservar el estado de derecho”, “combatir desde raíz la corrupción gubernamental”, “mejorar los aparatos de justicia”, “imponer una sana distancia entre el Ejecutivo y su partido”, “la necesidad imperante de una Reforma del Estado”, “los avances innegables en la lucha contra el narcotráfico”, “la relación respetuosa entre México y los demás países del concierto internacional”, “el combate decidido contra la pobreza”), se filtran números, cifras, estadísticas y comprobaciones aritméticas de que todo marcha, si no a la perfección, al menos por muy buen camino.
¿Qué tanto han cambiado los informes de antaño con los de la administración foxista? La esencia discursiva, creo que se sigue eschando en esa ambigüedad de lo que no se ha hecho pero que ya merito. Las formas, en cambio, se han visto modificadas de manera radical. La conformación heterogénea del Congreso ha exigido la necesidad de que el diálogo con el Ejecutivo pueda transcurrir, también, por el lado del cuestionamiento a los dichos del Presidente. Esa posibilidad de cuestionar directamente las acciones que el gobierno realiza y de los cuales tiene la obligación de informar a todos los ciudadanos (simbólicamente a los miembros del Congreso, en la realidad a todos los habitantes del país), es una manera de mostrar que en el país hay diversas formas de plantear los problemas y de que cada facción política está pensando en un proyecto de país que, en lo general y a excepción de los miembros de su partido, difiere del que presume ejercer el gobierno de la República. Todos tienen, sin embargo, derecho a expresarlo. Esa es una cosa que a la actual administración no se le puede escatimar: la libertad de expresión es una realidad en la que cualquiera puede decir cualquier cosa. Aunque, como afirma el filósofo francés Gilles Lipovetsky en su libro La era del vacío: ¿de qué sirve que todos puedan decir lo que sea, y que todos tengan el derecho de hacerlo, si al final de cada perorata el auditorio se está volviendo sordo y tiene un margen de memoria cada vez más estrecho? Demasiada información para pocos oídos.
¿Cuáles serán, en ese sentido, los temas del informe foxista? Existe una amplia gama de asuntos sobre los cuales el Ejecutivo tendrá que dejar, al menos, constancia de hechos: el caso Ahumada, la fallida sucesión familiar, el probable desafuero de Andrés Manuel López Obrador, las accidentadas elecciones de este año, la situación internacional, la gravedad del fenómeno migratorio, la exigencia de condiciones mínimas de seguridad por parte de una sociedad que se organiza al abrigo de los grandes medios, la inmovilidad del conflicto chiapaneco, las estrepitosas renuncias de miembros del “gabinetazo”, la movilidad de los precios del petróleo, el proceso de reformas con respecto a las instituciones de seguridad social, las reiteraciones acerca de la privatización de la industria energética, el aumento del desempleo, las reformas a los contenidos de la educación básica, los crímenes irresueltos de las mujeres de Ciudad Juárez.
Los escenarios durante el evento se dibujan previsibles: movilizaciones de los trabajadores de la seguridad social, manifestaciones de protesta de los diputados de oposición dentro del recinto, mesas de analistas políticos en la mayoría de los medios. Después vendrán las comparecencias de los encargados de áreas específicas y las protestas correspondientes. La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿qué pasará después del informe? El Ejecutivo muestra lo hecho durante el año precedente pero, qué garantiza que el informar implique el acuerdo general (social, político, cotidiano) con lo informado. Las arenas y los polvos se levantarán durante un rato, los golpes se repartirán a discreción y, después de un tiempo, todo parece regresar al mismo estado de inmovilidad. ¿Qué tanto el informe anual influye en la perspectiva política de la gran mayoría de los mexicanos con respecto a su gobierno, y en reflexiones más sesudas y complejas con respecto a su propio país? La cotidianidad hace que los expuesto se comience a olvidar casi de manera instantánea. El vértigo de los sucesos políticos impide poner en perspectiva la gravedad o trascendencia de eventos concretos. El informe dura lo que dura, después la implacable realidad se dedica a poner todo en su lugar. La rutina de la resignación y la sorpresa momentánea ante los hechos coyunturales y la dolorosa indiferencia ante la situación nacional. México: aciago país de paradojas.

miércoles, septiembre 01, 2004

1 de septiembre de 2004, De informes


Miradas


El tiempo de un hombre no es el tiempo de la historia, aunque a uno,
hay que reconocer, le gustaría.
Eduardo Galeano

El Hombre se levanta después de una noche de ligero insomnio. Tantea un poco debajo de la cama y por fin encuentra las pantunflas, con un paso todavía inseguro se dirige al baño. Se cepilla los dientes y después escupe la espuma que con el impulso del agua del lavabo se escapa hacia las profundidades de la ciudad todavía a oscuras. Se mira en el espejo. Se ve cansado. En cuatro años ha perdido pelo. Y actitud. Y seguridad. Pasa al salón contiguo mientras escucha más allá de la puerta los cuchicheos de los guardias encargados de su seguridad. En la mesa del cuarto se encuentra con los rutinarios resúmenes recién impresos de las notas más importantes de los periódicos, las estenográficas de la radio y la televisión. Ahí están, también, las hojas amarillas que en los últimos días se ha dedicado a repasar y modificar con ayuda de sus asesores. Hoy es el día. Revisa por enésima vez un párrafo que no acaba de convencerle. Debe sonar contundente. Dejar de lado la ambigüedad. Se descubre molesto por la presencia de tantos números. Las cifras. Los “por cientos”. A él siempre le han gustado más las palabras. Las frases que nadie parece comprender. Las declaraciones que la prensa convierte en veneno puro. Una mano (siempre anónima, sin rostro) le acerca una taza de café humeante. El olor lo termina de despertar. Antes de dar las gracias, el cuerpo anónimo ha traspasado la puerta. Toma un sorbo y paladea con placer el gusto ácido del café veracruzano. Algo habrá que decir del campo. Aquél en el cual en lejanos días comenzó a crecer. El campo. Esfuerzos grandes, mecanismos fallidos. Campesinos viajeros por necesidad. Los grandes mercados. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo?
La voz de su esposa lo saca del ensimismamiento. Pide opinión acerca del conjunto que piensa usar en ese día. Él asiente, con la sapiencia de la influencia que tiene su opinión acerca de esas cosas ya decididas. Hablando de temas y tempestades. Un año movido, tormentoso, desgastante. Regresa al escrito amarillo. El silencio es asesinado de improviso. Impunemente. Se escucha la voz de un congresista de la oposición en el televisor. Habla y habla y habla. El conductor del noticiero le da pie a los temas y el opositor no se cansa de dar fechas, nombres; reseña procesos, leyes, pendientes. Palabras. Otra vez las palabras. Cascadas de palabras que resumen situaciones inconclusas, irresueltas, lacerantes. Seguridad social, migración descontrolada, campo avasallado, industria deprimida, asesinatos indetenibles, guerrilleros ignorados, situación comercial desventajosa, desempleo creciente, elecciones dudosas, escándalos políticos. Los describe con minuciosidad hepática, con dedo admonitorio, con dolor de tripas.
Pero, “¿qué tanto sabe de lo que dice?”, se pregunta el Hombre. “¿Acaso tendrá idea de las reuniones con los ministros? ¿Sabrá de los proyectos evaluados? ¿De las noches en vela? ¿Del hígado consumido ante las irrupciones en procesos detenidos? ¿Por qué no comprenden?”. Lanza un suspiro que es muestra de la impotencia ante las explicaciones que los demás no asumen. Nadie dijo que sería fácil. Cuatro años después de las esperanzas despertadas, la realidad golpea por la lentitud de las soluciones. “Lo de los quince minutos fue una metáfora, no tengo la culpa de que nadie haya entendido”. Nada es fácil. Gobernar un país es cosa compleja, no tiene que ver con decir sí o no a determinadas cosas. La eterna separación entre lo importante y lo urgente. Todos repiten: es necesario legislar, atender, solucionar. Y ¿cómo se puede hacer eso con una pugna interminable entre partidos políticos y actores involucrados? ¿Qué hacer ante tantos frenos?
El actor involucrado sigue hablando desde el televisor, las palabras son ya, ahora, catarata indetenible: Oaxaca, sucesión familiar, tratado migratorio, relación con los Estados Unidos, Cuba, Ciudad Juárez, Tijuana, precios del petróleo, complots internacionales, demandas, desafueros, periodistas asesinados, inseguridad, marchas monumentales... Clic. Alguien piadoso apaga el televisor. El Hombre se rasca la cabeza y después, lentamente, se calza las botas que lo sostendrán a lo largo del día. A convencer a los que no quieren ver. Que así sea.

* * *

Los vehículos oficiales pasan en caravana hacia el recinto legislativo. Los guardias ocupan dos autos que escoltan la camioneta en la que viaja el Hombre. El traje impecable. Ve a su esposa y a sus hijos. Todos le sonríen. Está más tranquilo, seguro de lo que va a hacer, convencido de lo que va a decir. La camioneta frena bruscamente. Una falla de seguridad. Frente al vehículo negro una mujer de aspecto humilde con un niño en brazos ha cruzado imprudente la calle y casi es atropellada. El chofer le hace una seña para que termine de cruzar. La mujer inmóvil mira por un momento hacia el interior de la camioneta. El Hombre ha visto los dos pares de ojos como inmensos signos de interrogación. En dos minutos está por subir a la tribuna máxima de la República, camina rodeado de un séquito de personajes anónimos que al mismo tiempo que abren paso, no pueden evitar estorbarle. Se instala en su lugar mientras más manos anónimas acomodan los micrófonos. “Honorable Congreso de la Unión”. Vicente Fox mira el recinto lleno y los flashes fotográficos. Recuerda la mirada de los cuatro ojos. Comienza a hablar pausado, convencido. Sin embargo, no puede quitarse la sensación disparatada de que, ante la mirada de la mujer y su hijo, las estadísticas comienzan a escurrirse de sus hojas amarillas.