Toda mi vida he pensado que no hay nada más aburrido que escuchar a alguien dar una conferencia sobre un tema que a nadie le interesa más que al que la está dando. Es así como, de repente y sin aviso, uno se puede encontrar escuchando una plática acerca de "las costumbres erótico-sexuales de la tribu de los cochatemes" o algo sobre "el valor intrínseco y metaficcional de la biografía inexistente del pintor zacapoaxtla Elías Chacarero". He asistido más de una vez a estas conferencias o pláticas eruditas por muy diversos motivos (mostrar interés en las manías de mujeres que he, literalmente, perseguido; andar tras de un vinito tinto gratis; mirarle las piernas a las lolitas snob prófugas de las cafeterías universitarias que persiguen a los eruditos apludidos porque al fin terminaron su ponencia y no porque ésta haya sido maravillosa; gorrear los libros gratis que eventualmente regalan en esos actos; pedirle trabajo a alguno de esos intelectuales; o trabajar de mesero de tales eventos), la mayoría de las veces me he aburrido horrores.
Todo esto viene a cuento porque el próximo jueves 30 de septiembre me encuentro del otro lado. Me he ofrecido, voluntaria y estúpidamente, a dar una plática sobre mi escritor mexicano favorito: Jorge Ibargüengoitia. Lo que los oyentes esperan es una diatriba académica (crítica y analíticamente intachable) y con lo que se encontrarán es con una cínica y descarada porra de tribuna puma. Yo voy a gritar que Ibargüengoitia es la neta y que a quien no le guste pues ya puede ir importunando a su mamá aunque no sea diez de mayo. La cita es en el auditorio del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM a partir de las diez de la mañana. Esperamos contar con su valiosa asistencia (y todas las demás chorradas que se dicen). Para muestra algo de lo que se oirá, un fragmento de la obra del cuevanense ilustre:
Después, subimos por la escalera monumental al Bar Caribe, en donde estaban tres de los jurados que le habían dado el premio a mi novela: Ítalo Calvino, Lisandro Otero y Fernando Benítez, y con ellos, Antón Arrufat, un joven dramaturgo que era entonces director de la Revista de la Casa, la mujer de Calvino y un fotógrafo italiano y su mujer. Fue una experiencia extraña. Ellos se habían conocido hacía poco tiempo, cuando los forasteros habían llegado a Cuba para servir de jurados en el Concurso de la Casa de las Américas, habían convivido un par de semanas, se habían divertido en grande y estaban a punto de separarse. Se admiraban y se querían como suelen hacerlo las personas que no se conocen bien. Yo, en cambio, que acababa de llegar y que no había participado en sus actividades comunes, quedaba completamente fuera de su relación emocional. Me costaba trabajo entender, por ejemplo, porque Benítez consideraba que la mujer de Calvino era una de las más sabias que había conocido, y más todavía, por qué se lo decía. Por otra parte, ellos eran amables conmigo y me decían que mi novela era buena, mientras que yo no había leído ninguna obra de ellos, ni recordaba cómo se llamaban, ni me daban ganas de contestar sus elogios con otros, inventados. Las mujeres hablaron de alguien que se llamaba Sabor; yo pensé que se trataba de alguna actriz famosa y tardé un rato en entender que era una prostituta que al mismo tiempo trabajaba de criada. Lisandro Otero tuvo con los Calvino una conversación referente al Merendero de los Tiburones. Yo creí que se trataba de algún restaurante típico y más tarde descubrí que así se llama un lugar en donde los tiburones meriendan bañistas. Por último, cuando Benítez describió la gira por los cabarets de La Habana que los jurados habían hecho a expensas del Gobierno Revolucionario, en la que, según Benítez, Alejo Carpentier había expuesto la metafísica del show business, yo, que nunca había visto una foto de Alejo Carpentier, imaginé a Nicolás Guillén exponiendo la metafísica del show business.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario