Miradas
El tiempo de un hombre no es el tiempo de la historia, aunque a uno,
hay que reconocer, le gustaría.
Eduardo Galeano
El Hombre se levanta después de una noche de ligero insomnio. Tantea un poco debajo de la cama y por fin encuentra las pantunflas, con un paso todavía inseguro se dirige al baño. Se cepilla los dientes y después escupe la espuma que con el impulso del agua del lavabo se escapa hacia las profundidades de la ciudad todavía a oscuras. Se mira en el espejo. Se ve cansado. En cuatro años ha perdido pelo. Y actitud. Y seguridad. Pasa al salón contiguo mientras escucha más allá de la puerta los cuchicheos de los guardias encargados de su seguridad. En la mesa del cuarto se encuentra con los rutinarios resúmenes recién impresos de las notas más importantes de los periódicos, las estenográficas de la radio y la televisión. Ahí están, también, las hojas amarillas que en los últimos días se ha dedicado a repasar y modificar con ayuda de sus asesores. Hoy es el día. Revisa por enésima vez un párrafo que no acaba de convencerle. Debe sonar contundente. Dejar de lado la ambigüedad. Se descubre molesto por la presencia de tantos números. Las cifras. Los “por cientos”. A él siempre le han gustado más las palabras. Las frases que nadie parece comprender. Las declaraciones que la prensa convierte en veneno puro. Una mano (siempre anónima, sin rostro) le acerca una taza de café humeante. El olor lo termina de despertar. Antes de dar las gracias, el cuerpo anónimo ha traspasado la puerta. Toma un sorbo y paladea con placer el gusto ácido del café veracruzano. Algo habrá que decir del campo. Aquél en el cual en lejanos días comenzó a crecer. El campo. Esfuerzos grandes, mecanismos fallidos. Campesinos viajeros por necesidad. Los grandes mercados. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo?
La voz de su esposa lo saca del ensimismamiento. Pide opinión acerca del conjunto que piensa usar en ese día. Él asiente, con la sapiencia de la influencia que tiene su opinión acerca de esas cosas ya decididas. Hablando de temas y tempestades. Un año movido, tormentoso, desgastante. Regresa al escrito amarillo. El silencio es asesinado de improviso. Impunemente. Se escucha la voz de un congresista de la oposición en el televisor. Habla y habla y habla. El conductor del noticiero le da pie a los temas y el opositor no se cansa de dar fechas, nombres; reseña procesos, leyes, pendientes. Palabras. Otra vez las palabras. Cascadas de palabras que resumen situaciones inconclusas, irresueltas, lacerantes. Seguridad social, migración descontrolada, campo avasallado, industria deprimida, asesinatos indetenibles, guerrilleros ignorados, situación comercial desventajosa, desempleo creciente, elecciones dudosas, escándalos políticos. Los describe con minuciosidad hepática, con dedo admonitorio, con dolor de tripas.
Pero, “¿qué tanto sabe de lo que dice?”, se pregunta el Hombre. “¿Acaso tendrá idea de las reuniones con los ministros? ¿Sabrá de los proyectos evaluados? ¿De las noches en vela? ¿Del hígado consumido ante las irrupciones en procesos detenidos? ¿Por qué no comprenden?”. Lanza un suspiro que es muestra de la impotencia ante las explicaciones que los demás no asumen. Nadie dijo que sería fácil. Cuatro años después de las esperanzas despertadas, la realidad golpea por la lentitud de las soluciones. “Lo de los quince minutos fue una metáfora, no tengo la culpa de que nadie haya entendido”. Nada es fácil. Gobernar un país es cosa compleja, no tiene que ver con decir sí o no a determinadas cosas. La eterna separación entre lo importante y lo urgente. Todos repiten: es necesario legislar, atender, solucionar. Y ¿cómo se puede hacer eso con una pugna interminable entre partidos políticos y actores involucrados? ¿Qué hacer ante tantos frenos?
El actor involucrado sigue hablando desde el televisor, las palabras son ya, ahora, catarata indetenible: Oaxaca, sucesión familiar, tratado migratorio, relación con los Estados Unidos, Cuba, Ciudad Juárez, Tijuana, precios del petróleo, complots internacionales, demandas, desafueros, periodistas asesinados, inseguridad, marchas monumentales... Clic. Alguien piadoso apaga el televisor. El Hombre se rasca la cabeza y después, lentamente, se calza las botas que lo sostendrán a lo largo del día. A convencer a los que no quieren ver. Que así sea.
* * *
Los vehículos oficiales pasan en caravana hacia el recinto legislativo. Los guardias ocupan dos autos que escoltan la camioneta en la que viaja el Hombre. El traje impecable. Ve a su esposa y a sus hijos. Todos le sonríen. Está más tranquilo, seguro de lo que va a hacer, convencido de lo que va a decir. La camioneta frena bruscamente. Una falla de seguridad. Frente al vehículo negro una mujer de aspecto humilde con un niño en brazos ha cruzado imprudente la calle y casi es atropellada. El chofer le hace una seña para que termine de cruzar. La mujer inmóvil mira por un momento hacia el interior de la camioneta. El Hombre ha visto los dos pares de ojos como inmensos signos de interrogación. En dos minutos está por subir a la tribuna máxima de la República, camina rodeado de un séquito de personajes anónimos que al mismo tiempo que abren paso, no pueden evitar estorbarle. Se instala en su lugar mientras más manos anónimas acomodan los micrófonos. “Honorable Congreso de la Unión”. Vicente Fox mira el recinto lleno y los flashes fotográficos. Recuerda la mirada de los cuatro ojos. Comienza a hablar pausado, convencido. Sin embargo, no puede quitarse la sensación disparatada de que, ante la mirada de la mujer y su hijo, las estadísticas comienzan a escurrirse de sus hojas amarillas.
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