miércoles, agosto 18, 2004

Fábrica de polvo

Miércoles, 18 de agosto de 2004
Renofilia
(Cuento para leer en Navidad)

La conocí una tarde invernal en una desvencijada y casi clandestina tienda de antigüedades. Por una extraña coincidencia, a los dos nos enloquecían los renos navideños de ornamento. Yo tenía casi cinco años de coleccionar renos de todos tamaños, formas y realizados con los materiales más inverosímiles: cerámica, peluche, trapos, bejucos, corcholatas, plástico, series navideñas, papel couché, varillas, alambres, migajón, plastilina epóxica, en fin. La situación por la cual entré en contacto con ella era previsible, a los dos nos gustó el mismo reno. A decir verdad, los dos queríamos demostrar nuestra devoción por tan estúpido pasatiempo. Las hostilidades comenzaron en el momento mismo del descubrimiento del reno, éste era un horrible monigote de peluche industrial, una especie de reno prehistórico, al cual, si se le daba cuerda con la cola (cosa que despertó en mi interior un adormecido sentido psicoanalítico), emitía una musiquita que se asemejaba a Jingle Bells interpretada por un cuarteto de cuerdas de la tercera edad con Parkinson. Era una pieza imposible de tan fea. En cuanto ella detectó mi interés se abalanzó sobre el peluche y, prácticamente, se apoderó del polvoso mono. Yo quedé estático, no tanto por el hecho de que ella, arbitrariamente, me hubiese quitado el pretexto para pasar una tarde invernal alimentando la música que traía por dentro el reno con retorcidas a su despellejado rabo, sino porque al acercarse tan súbitamente dejó en el ambiente una estela de perfume que me alborotó inmediatamente mis seis sentidos. ¡Dios! Ese perfume era verdaderamente enloquecedor, así que me dediqué a perseguir a la usurpadora renítica sólo para estar aspirando el perfume que dejaba a su paso. Ella no tardó en darse cuenta de mi asedio, alertada seguramente por los resoplidos que a intervalos regulares dejaba soltar sobre su nuca. Me enfrentó. Yo le reclamé lo del mono, argumenté la necesidad e inalienable derecho que tienen las personas a respetar las obsesiones de los demás por más excéntricas que éstas sean. Ella me miró fijo y murmuró algo entre dientes. Ahora bien, digo que murmuró algo sólo para quitarle dramatismo a la escena, en realidad no lo murmuró sino que gritó a voz en cuello: ¡sácate de aquí pendejo maniático! Me hirió, lo admito. Pero la necedad es una de las características defensivas de aquellos que han sido ofendidos en público. Me aferré a seguirla por la tienda con la cara completamente encendida y escuchando como un azotar de olas contra los riscos los murmullos y risitas burlonas de los demás clientes. Cuando ella llegó a la caja y, al tener una visión panorámica y justiciera de su trasero, se me olvidó momentáneamente la ofensa. Le pregunté al cajero si no tendría en bodega un reno igual al que la “señorita” se llevaba, me contestó que no había bodega; le pregunté dónde lo había conseguido, me contestó que qué me importaba; le pregunté que si no le habían enseñado a respetar a los clientes, me contestó que si no dejaba de estar chingando iba a llamar a la policía; le dije “no mames” pero me retracté cuando vi que descolgó un amellado machete de un exhibidor no precisamente con la intención de limpiarlo. Salí corriendo y aullando socorros con toda la dignidad que me fue dada en ese momento. Afuera la encontré. Estaba sentada en la parada de autobús mirando en dirección contraria a la que yo me acercaba. Vi al reno culpable de mis desdichas de aquél día semiabandonado en la banca de la parada. Por un momento sentí la imperiosa necesidad de alejarme corriendo con el peluche apestoso entre mis brazos. Sin embargo, no quería tener un encuentro con la policía. Me acerqué, me puse a espaldas de la mujer y aspiré hondo y profundo. Para mi sorpresa no se paró y se puso a gritar histérica. Se volvió lentamente y me preguntó porque tanta obsesión por el mono ése. Le contesté que no era una obsesión por “ese” reno, sino una obsesión por “todos” los renos. Que en esa época del año, la navidad llega el año muere, me había puesto como meta arrancar a los renos de su cautiverio mercadológico para ofrecerles un hogar en donde pasar sus días sin tener que jalar trineos o mover la cabecita con canciones estúpidas. Ella me miró firme. Me dijo “yo también los colecciono”. Argumenté que no me entendía, yo no era un vulgar coleccionista, era un tipo preocupado porque se había implantado una ideología navideña fascista completamente aberrante y que los renos eran unas de las víctimas más dignas de socorro. Mira, le dije, los renos siempre aparecen como individuos reprimidos, subyugados, dominados, no los verás más que con un lazo o cadena al cuello jalando un trineo inmenso sobre el cual un tipo con serios problemas de arterioesclerosis y colesterol, además de aspecto bonachón de obeso sin remedio, los azuza con un látigo. “Es horrible”, le dije, y hasta yo lo creí. “Hay que terminar con esa dictadura en contra de los renos”. Cuando volví a poner atención sus ojos estaban brillantes, bajó la cabeza un tanto apenada y se disculpó por que ella era solamente una “vulgar coleccionista de renos”. Me arrepentí de haberla lastimado y esbocé una sonrisa. Imprevisiblemente y contra todo pronóstico ella se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme de una forma lúbrica que me encantó. La tipa era una cachonda de marca. En esas estábamos cuando el autobús que ella esperaba se estacionó justo enfrente de nosotros. Ven, me dijo, y yo sólo le hice caso. El autobús estaba casi vacío, era cerca de la medianoche, nos fuimos hasta atrás y ahí seguimos besándonos y tocándonos hasta que la presión en mis pantalones se hizo insoportable. Me aparté de ella y respiré hondamente. Apenas me recuperaba cuando ella me tomó de la mano y bajamos del autobús. En los casos en los cuales hay una situación de evidente atracción física y una excitación creciente, la pregunta obligada es “¿quieres pasar a tomar un café?” Esta pregunta es clave, quiere decir “vivo sola, tengo un departamento del cual puedo disponer, tengo una cama ancha, condones en el botiquín del baño y estoy dispuesta a todo”, es inútil tratar de encontrar otra explicación, no podríamos creer, aunque estoy seguro que puede ocurrir, que la chica en cuestión nos lo dice por pura cortesía. Digo, estoy seguro que sería ridículo que la mujer hiciera esta pregunta si dentro de su casa estuviera un marido que trabaja de federal de caminos en el mejor de los casos y tuviera una fila de hijos Telerín. En los casos en los cuales esta pregunta es formulada es deber de caballeros contestar “¿estás segura?”, aunque la pregunta se haga cuando ya estás adentro de la casa y buscando un compacto que vaya acorde con la situación. En la ocasión en la cual ubico mi relato las cosas no sucedieron así, ella simplemente me preguntó, atentamente, si quería subir a coger, le dije que no tenía ningún inconveniente. Esa noche fue una más y en esto tengo que ser honesto. No fue un derroche de energía y de pasión, más bien fue una noche común y corriente con alguien al lado (y encima, y debajo). Puedo decir en mi favor que la vista de tantos renos, entre embestida y embestida conté no menos de doscientos (una colección que hacía parecer a la mía como un mero chiste), me inhibió el deseo. En determinado momento sentí que los renos invadían mi intimidad y los maldije internamente. Terminé lo más rápido posible, ella no pareció decepcionada, cosa que le agradezco a la fecha. Rechacé previsiblemente su invitación a quedarme. Me dio su teléfono y me arrancó una tibia promesa de que la llamaría. Me regaló el reno horroroso. Así pues, salí de su casa cargando entre mis manos un peluche extremadamente feo que se me había otorgado como premio de consolación a cambio de un momento de anti—rutina. Me sentí como una puta barata. No la volví a llamar, me deshice de mis renos y cuando me invade la nostalgia de esa noche, sólo rocío un poco del perfume Campanita Avon que robé de su buró frente a mis narices y en vez de ovejas comienzo a contar renos para conciliar el sueño. Su aroma es el recuerdo más placentero de aquella olvidable noche.

Martes 17 de agosto de 2004
Viernes 5:57 am
Aquí nunca amanece. Los días se transcurren unos a otros con la misma monotonía con que las arañas tejen sus nidos sobre mi cabeza. Miro el parpadeo constante de los dos puntitos que en este cuarto son lo único distinguible. Incansable péndulo que mide con sus latidos la inmensidad del abismo que separa a la rutina de la muerte. Falta poco para que ese parpadear continuo me acerque irremediablemente a la orilla de la cama. A la búsqueda a tientas de las sandalias que como barcos involuntarios me conducen solícitas hasta el baño. A la caída rítmica de los restos de mi cuerpo condenados a perderse entre las cañerías profundas de esta ciudad, allá junto al perdido cabello cortazariano. Los puntos siguen parpadeando. Sigo en duermevela al acecho de la sonora e intempestiva aparición de las notas del himno nacional en el desvencijado radio—despertador. Millones de chispas estelares brillan en la oscuridad. Luces existentes sólo en los márgenes de mi atribulado cerebro. A lo lejos se oye una sirena policíaca. Los que nunca duermen. La luz tímida se asoma entre las rendijas de mi persiana carcomida por el tiempo y maculada por el polvo. En algún lugar del edificio alguien arrastra una silla. El monstruo de concreto gime ballenamente causándome un sobresalto. Tengo el cuello adolorido y la boca seca. Días sin poder descansar plenamente. Dicen los especialistas televisivos que es estrés urbano. Yo digo que es la vida: incansable jodedora. El foco de la vecina se enciende e imprudente se cuela por la persiana liberada de oscuridad. Ya casi es el tiempo. Sin existir, retumba en mi cabeza un eterno tic—tac, tic—tac, tic—tac. Repaso mentalmente el itinerario a seguir. Agenda gastada la que hay en la memoria. Borrador ingenuo de las acciones que se llaman lo mismo. Si no hay golpes de timón, el barco llega al mismo puerto. Allá arriba se azota una puerta. Pasos apresurados por las escaleras. Zumbido que sacude el poco sueño que tengo atorado en los cabellos. “Mexicanos la grito de guerra / el acero aprestad y el bridón...”. Me quiero levantar de un salto pero el impulso sólo da para un empujón. Como siempre, una sandalia se ha ido por debajo de la cama. Tanteo por el suelo frío en busca del plástico ortopédico. La encuentro. Me estiro con la energía suficiente como para dislocarme un brazo. Los huesos crujen con un sonido seco y desagradable. Estornudo. Prendo la luz del baño, lo que por un momento me deja inmóvil en lo inesperado del resplandor. Rutina. Me cepillo los dientes mientras el sonido del agua llenando el vaso amenaza con regresarme al sueño. Cierro la puerta del baño y de un tirón enérgico lanzo la persiana hacia el techo. La luz del amanecer, esa de un sol siempre invisible, inunda mi habitación a medias. No hay ninguna vista. Sólo la de ladrillos descubiertos de pintura, tuberías que aprisionan aquí y allá las aguas y los gases. La ventana de la vecina que da al mismo “cubo de luz”. Nada que ver más que los tendederos improvisados. La mano de mi vecina aparece de repente mientras sus ojos descubren sin esperarlo mi rostro asomado en esa madrugada de camiones ronroneando y regaderas musicales. Toma del mecate unas pantaletas rosas mientras los colores se le suben al rostro divertidos.

Martes 27 de julio de 2004
Sobre la novela Instantes
Sé que un escritor no tendría que hablar nunca de lo que escribe pero, en este momento, se me hace una necesidad explicar (o tratar de explicar) las razones que me llevaron a dar vida a este texto. De entrada, puedo decir que se constituyó un reto el averiguar si el aliento, que se iba haciendo cada vez más largo en algunos cuentos, daba para mantener una trama más compleja y construir unos personajes más consistente. No sé si eso se haya logrado, de lo que estoy seguro es de que el resultado de tal experimento fue un buen ensayo de experiencia autoimpuesta y dolorosamente cumplida. Cuando digo "dolorosamente" lo digo con toda la conciencia de lo que tal adjetivo conlleva. El momento en el que desarrollé este trabajo no fue el más agradable de mi vida, de hecho me atrevo a decir que ha sido una de las etapas más oscuras, deprimentes y desoladoras que haya vivido. En todo ello tiene que ver, previsiblemente una mujer y la falta de instructivo o contraindicaciones para convivir con uno de estos maravillosos, pero impredecibles, seres. He decidido, o me han obligado a decidir, publicar aquí todo el texto de un jalón en tanto este sitio queda abandonado durante periodos en los que un lector disciplinado se aburrirá de que la entrega se retarde demasiado y porque, creo, es injusto estar pichicateando algo que ya está terminado desde hace un rato. Sea pues la introducción justificatoria de por qué una cosa que me llevó invertir un buen rato de mi vida esté aquí al alcance de cualquiera que la quiera tomar. ¿Por qué escribí Instantes? Es una pregunta que me he hecho varias veces y para lo cual no tengo una respuesta., o al menos no una respuesta única. La respuesta práctica es que quería participar en un concurso (que, obviamente, no gané). La respuesta meditada tiene más de un argumento. Comenzó tratando de ser un reflejo (distorsionado y parcial) de la situación vital de los miembros de mi generación. Del grupo de seres humanos al que, aún sin desearlo, pertenecemos. Observar a mis amigos y a los que, sin serlo, habían compartido conmigo un intervalo de espacio y tiempo. Mis contemporáneos. Habla, sobre todo en la primera parte, de las inquietudes y visiones que los jóvenes teníamos acerca de un mundo que, eso nadie lo puede desmentir, se está desmoronando lenta pero consistentemente. La primera persona no implica que el autor esté hablando (dice la Ira, perpetradora de El taza, con toda razón, que un personaje no habla como el autor ni es el autor, sino que tiene vida propia y la reclama a cada momento y a cada línea), pero sí da una sensación de cercanía y de acuerdo con los juicios que se exponen. Esa utilización de la primera persona implicó, no sé si con éxito, un ejercicio de estilo que a medida que el texto avanzó se hizo cada vez más complicado: no usar diálogos, o más bien, no usar marcas tipográficas o formales con las que tradicionalmente se indica el cambio de la voz. A la larga esta forma de escribir y de leer se convierte en una sensación de claustrofobia que impulsa el texto, aunque no estoy seguro de que lo ayude. La dinámica del lector cambia porque, por otro lado, cada capítulo es un párrafo; algunos de unas cuantas líneas y otros interminables. Es que en ese sentido cada capítulo es "un instante", algo que ocurre de una vez y sin pausas, ya sea en el tiempo de la trama o en el recuerdo. El grupo de amigos es deudor de características de muchas personas que conozco. Está la bola habitual, el personaje exótico, el conocido ocasional. Todos modificados y exagerados. A medida que escribía llenaba a los personajes incidentales de características que pretendían hacerlos esperpénticos con el riesgo de que al final sonaran inverosímiles, ese es un juicio que sólo al lector le corresponde hacer. Hay muchos que se reconocerán y otros que sospecharán la identidad inspiradora de algunos personajes. No pienso confirmar ni negar ninguna de esas sospechas. Malena existe en MI realidad, dolorosa realidad. Andrés Kozek existe en esencia, aunque el ser humano que lo inspiró es más inteligente y menos monstruoso. Así pues, la novela transcurrió de convertirse en una descripción dramatizada de las preocupaciones contemporáneas a tener una trama que enlaza dos temas específicos: el abuso que se ha hecho de los medios de comunicación y los asesinatos políticos que afectaron a lo que yo llamo la generación de fin de siglo, aquella que no se identificó con la caída del muro de Berlín en 1989, sino con la avalancha de sucesos que, en nuestro país, marcaron el año de 1994. Ese año, fecha crepuscular, dio de todo: aceptaciones de que en 1988 se había cometido un fraude electoral, el asesinato de un candidato presidencial y de un dirigente del partido en el poder, la aparición de una guerrilla rural e indígena que inauguraba una nueva forma de interpretar la lacerante realidad de la pobreza tercermundista, la muerte (suicidio sospechoso) del último rocanrolero auténtico, etc. Instantes toma como pretexto uno de esos acontecimientos: el asesinato de un candidato presidencial plagado de sospechas y suspicacias. El texto se planeta: ¿qué posibilidades hay de que, al mismo tiempo que un asesino solitario asesina al candidato, otro que ha tomado la misma decisión coincide y efectúa la misma acción? ¿qué tan probable es la coincidencia del instante? El personaje principal y en ese sentido, el espíritu de la novela, trascurren de polos aparentemente opuestos a realidades tangibles: de la rabia a la indiferencia, del compromiso a la esperanza, del amor al odio, de la incertidumbre al presagio y, finalmente, de la inspiración a la torturada línea que lo cobija y lo alimenta. Ojalá lo disfruten.


Viernes, 23 de julio de 2004
II
Veinticinco años

Han venido a verme. Sentados alrededor de una botella del tequila más corriente que pudieron encontrar en la vinatería de la esquina ríen de cualquier cosa. Todos tienen su papel aprendido. Se ríen de los mismos pendejos chistes de siempre y se enorgullecen de no haber olvidado las anécdotas que los hicieron famosos en su paso fugaz, inútil y desapercibido por la escuela. Miro al idiota de Pedro contar nuevamente cómo se tiró a una de las maestras de gimnasia en la preparatoria. Mientras detalla cada uno de los segundos me siento tentado a recordarle que me confió que ese momento había sido uno de los más vergonzosos de su vida, aquella masa voluminosa le había acercado su cuerpo lo suficiente como para que lo pusiera al borde de un ataque cardíaco. Ella hizo todo: lo besó con una pasión animal, le acarició el sexo hasta que lo sintió lo suficientemente firme, le bajó la bragueta, se acomodó aquel pedazo de carne que contra su voluntad se mantenía erecta y se lo enterró hasta lo más profundo de sus entrañas. Se tuvo que mover durante un largo rato hasta que Pedro reaccionó y, dejando a la maestra con el orgasmo atorado en las tripas salió corriendo de la bodega de los balones mientras gruesos lagrimones le corrían por las mejillas. El buen Pedro. Y ahora, bueno, ahora dice que él fue el que conquistó a la maestra y el que se la tiró como nunca se la habían tirado en su vida. Como siempre, termina su representación gimiendo y retorciéndose sobre el tapete que algún día compramos en algún pueblo de las montañas del sureste. Todos ríen y apuran sus vasos llenos de grasa y pintados de bilé en los bordes o apestosos a cigarro. Sabemos nuestro papel. Tenemos que reír y bromear y sentirnos más amigos que antes. Tenemos que perfeccionar cada vez más nuestra simulación amistosa.

Jueves, 22 de julio de 2004
Instantes
Primera Parte
Cumpleaños

Mi único lamento en la vida es que yo no soy otra persona.
Woody Allen
I.
Recuerdos y vida

Uno de los problemas fundamentales de este tiempo es que hemos perdido la capacidad de referirnos a las cosas a través de los recuerdos de otras. Todo lo existente se convierte en una novedad que nos apresuramos a bautizar. El mundo está cambiando de una manera tan acelerada que nos ha dejado colgados sin una maldita oportunidad de quejarnos. La vida transcurre con la velocidad de un tren bala. Allá afuera se enfrentan unos a otros con la consigna de vencer y de presumir las cabezas cercenadas junto al pecho, las nuevas medallas obtenidas en el campo de batallas se miden en puntos de eficiencia y en porcentajes obtenidos en test de autoayuda: eres un 60% más eficiente en tanto determines el ascendente de Júpiter que hoy le dio la gana estar sobre la Luna, o, eres un 100% más estúpido porque el tipo que te ha leído las cartas ayer era un infeliz desempleado de la agencia de seguros. Yo prefiero no opinar al respecto. Suficiente tengo con escuchar diariamente los reclamos del fantasma que habita bajo la escalera de mi edificio. No puedo dejar de oírlo. Grita a cada momento. Susurra por entre las grietas que se han formado por la humedad acumulada. Me mira desde la eternidad de sus párpados de cartel anunciando la venta de cachorros desnutridos y pretenciosos. Salgo hacia la calle y pienso que el silencio es más que la ausencia de sonidos, debe ser también la presencia de las culpas. Escupo sobre la acera, un auto pasa justo a mi lado y un hijo de puta se atreve a levantar olas sobre los charcos que la lluvia ha dejado sobre el pavimento. Hoy cumplo años y la verdad no es algo que me haga muy feliz.


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