jueves, octubre 30, 2014

Un niño gigante


Llegué tarde a Cortázar. Hasta los días de la universidad. Lo primero que leí de él fue Historias de cronopios y de famas. Me sorprendió sobre todo la capacidad que el argentino tenía para inventar palabras, nombres y situaciones que no hallaban equivalente en “la realidad”. Y que, al final de la lectura, ni siquiera fuera necesario pensar en esa situación.
          Esa vocación por el juego (y bueno, Rayuela como su opus máxima es un manifiesto en sí mismo) es lo que más me atrae. Porque Cortázar es de los escritores que se quedan con uno y por lo tanto se les conjuga en presente. Las posibilidades que abrió en términos de experimentación con los sonidos de las palabras inexistentes, que al ser dichas cobraban vida e historia propias, fueron importantísimas para varias generaciones. Están también los intercambios de planos entre la acción narrada y el recuerdo evocado; la aparente confusión que se convertía en una sola cosa, una historia que ocurría en varios sitios al mismo tiempo. Recuerdo, por ejemplo, su cuento “Siestas”, que me sigue pareciendo de las cosas más inquietantes que he leído: un hombre con una mano artificial, una iniciación sexual lésbica, una violación que ocurre en un tiempo inubicable, un ambiente conventual opresivo, el recuerdo-imaginación de una adolescente que busca-encuentra-renuncia-¿goza?
          No es casual que el jazz haya sido uno de sus gustos más queridos. Tanto que El perseguidor, un texto que está sin duda a la altura de su novela más célebre, es al mismo tiempo homenaje a Parker como acompañamiento a golpe de máquina de escribir. Porque uno sabe lo que Johnny siente. Porque todos somos Johnny en algún sentido y en algún momento de la vida.
         Y todo esto lo hacía jugando. Pero jugando en serio, con ese espíritu infantil que establece reglas y espera que quien acepte el contrato del juego no las rompa. Por ejemplo, Cortázar aceptó el juego que el dibujante Gonzalo Martré le planteó al incluirlo como personaje de un episodio del cómic Fantomas que publicaba la editorial Novaro, en México. El episodio “La imaginación en llamas”, que planteaba una situación similar a la descrita por Ray Bradbury en Farenheit 451, se veía engalanado con las participaciones de Susan Sontag, Alberto Moravia y el mismo Cortázar. A partir de esa situación, verse dibujado como personaje en un cómic, Cortázar escribe una de sus obras menos conocidas pero de las más juguetonas:Fantomas contra los vampiros multinacionales.
          Esas son las cosas por las cuales Cortázar es un escritor querido para mí. Porque conservó, al menos en su obra que es la parte pública de su vida que podemos consultar, el espíritu lúdico que lo convertía en un niño gigante. Con todo lo que implica describirlo así. Feliz cumple.

Las bibliotecas infinitas

Muchos de los recuerdos de mi vida están asociados con las bibliotecas. El primer deslumbramiento lo representó entrar a la biblioteca pública del pueblo en el cual vivía. Era una biblioteca pequeña, acorde a las costumbres lectoras de la comunidad. Ahora, el hecho de que se encontrara casi oculta, rodeada de las oficinas burocráticas de una telesecundaria, no ayudaba mucho que digamos a la creación de lectores. De hecho, no recuerdo, en todo el tiempo que pasé en ese lugar, que no fue poco, haber atestiguado la costumbre de sentarse a leer algo, cualquier cosa, en esa biblioteca. Un regalo extra fue conocer el hecho de que podía llevarme esos libros a mi casa. La idea del préstamo a domicilio es una de las ideas más geniales que se le han ocurrido a la raza humana desde el principio de los tiempos. Así fue como mi credencial se fue llenando de sellitos de "devuelto" y de fechas que casi nunca implicaron un resello. Devoraba libros con el temor de que en algún momento aquel privilegio terminara. Recuerdo que la biblioteca, a pesar de su tamaño, tenía una selección de libros que sí animaban a la lectura. Había una selección soberbia de cómics, por ejemplo. En esa biblioteca fue que leí a Mafalda, a Los Agachados, a Ásterix, el galo, las maravillosas aventuras científicas de Proteo Fuerza 10 y mi primer acercamiento al Quijote vía una versión en historieta que mezclaba la fotografía de los lugares que Cervantes describía en su obra, con dibujos que ilustraban las aventuras del ingenioso hidalgo. 
Había también, recuerdo, una colección casi completa de la "Sepan cuántos..." de Porrúa. Ahí leí la mayoría de las lecturas que alimentaron mis gustos posteriores: toda la obra de Emilio Salgari, que generaba ensoñaciones tremendas cuando andaba en el campo con mi padre, ya que muchos de los escenarios que el autor italiano describía se asemejaban a los inmensos follajes y a la semioscuridad de los huertos de café, por ejemplo; Julio Verne, mi preferido siempre fue Viaje al centro de la Tierra, aunque La vuelta al mundo en 80 días le seguía muy de cerca; las aventuras de Sherlock Holmes, uno de los volúmenes que mereció relecturas continuas, selectivas y diversas a lo largo de los años siguientes; buena parte de la obra de Alejandro Dumas, recuerdo con especial cariño la trilogía de Los tres mosqueteros (las secuelas Veinte años después y El vizconde de Bragelonne); Los miserables de Víctor Hugo, que no dejaba de parecerme algo muy cercano; Tom Sawyer y Huckleberry Finn; las obras de Charles Dickens, de las cuales David Copperfield fue un tremendo fiasco (yo pensaba, en la ingenuidad de mis once años, que abordaba la historia de un mago famoso por aquel entonces y no, no fue así)...
También había álbumes ilustrados, atlas de los monumentos más importantes del mundo, una enciclopedia maravillosa del mundo animal. Todos esos materiales pasaron por mis manos. Los leí en mi casa. Causaron que mi madre, incluso, decidiera un día quitar la bombilla que alumbraba mi cuarto porque a veces era capaz de no dormir y, al día siguiente, en consecuencia, era tarea titánica intentar levantarme a tiempo para ir a la escuela. Una escuela en la que, tristemente, muchos de los profesores con los que tomaba clase ni siquiera habían escuchado el nombre de los escritores cuyas obras yo ya había leído. Esa es otra historia sobre la que algún día regresaré: la convicción de que mi ingreso en el mundo de las lecturas literarias no estuvo mediado por ningún profesor; de ahí que se concluya si eso fue bueno o malo, es material para especulaciones. 
Mi historia con las bibliotecas continuó. Años después pasé casi diez de éstos como vigilante en  la Biblioteca Nacional de México. La biblioteca que resguarda todos los volumenes que se han editado e impreso en nuestro país. Una inmensa llanura,inacabable. Y hoy mismo, paso mucho tiempo en la biblioteca de la Ibero. Una de las mejores y más actualizadas de la educación superior, sobre todo en el área de humanidades.
Me gustan las bibliotecas. Tal vez es el silencio. Quizá el olor del papel que lucha contra la humedad y el tiempo. Probablemente la sapiencia de que, si quisiera y decidiera nunca salir, el mundo externo desaparecería y, con suerte, eso no tendría gran importancia. O, en una de ésas, se debe a saber que no hay vida suficiente para leer todos los libros que estos edificios encierran; que lo sabemos y, sin embargo, algunos seguimos intentándolo.

¿Las víctimas son inocentes?


La denominada “guerra contra el crimen organizado”, de la cual ahora no se hace mención, dejó al país el saldo terrible de más de 60 000 personas muertas. Es un número gigantesco de historias, tragedias, hijos, padres, esposas, amigos, hermanos, gente que quedó en la orfandad signada por la desaparición de algún ser humano cercano. En aquellos días terribles, que hoy continúan pero con menos notoriedad dado el control que el actual gobierno pretende hacer de la prensa (nótese, por ejemplo, lo que acaba de aprobarse en Sinaloa: los diarios sólo podrán hacer alusión a los boletines gubernamentales en lo que se refiere al tratamiento de información policíaca), era un escándalo compartir en las redes sociales las imágenes que se hicieron cada vez más frecuentes: descabezados, colgados de puentes, acribillados por ráfagas de ametralladoras, personas disueltas en ácido… Incluso los medios, impresos y electrónicos, se enfrentaron a la disyuntiva de hacerlo o sólo describirlo a través de las palabras; en la mayoría de los casos privó lo segundo. Los únicos medios que transmitían el horror literal de los asesinatos cotidianos de esa guerra iniciada por el presidente Felipe Calderón eran los portales de internet que muchos suponían financiados por el crimen (como “El Blog del Narco”). Aún hoy es poco probable que la sangre de las personas que siguen siendo asesinadas en las pugnas relacionadas con las actividades del crimen organizado aparezcan como portada de algún diario (a menos que sean los amarillistas como ¡Alarma!, El metro, El gráfico que, se entiende, su negocio tiene que ver con esas cuestiones).
          Es por estos antecedentes que me sorprende la ligereza con la cual, en días recientes y a raíz de los contenidos producidos por el conflicto en la franja de Gaza, los muros de las redes sociales se han llenado de imágenes que hasta hace poco nos llenaban de terror y de un pudor que justificaba el dejar pasar la posibilidad de comentar acerca de tales gráficas. Muertos por los bombardeos, personas mutiladas, niños muertos hacinados y ensangrentados en un tétrico inventario de muerte. Sobre todo niños. ¿Cuál es el mecanismo que nos orilla a compartir esas imágenes y a guardar silencio o a negarnos a compartir imágenes similares relacionadas con el cotidiano terror de nuestro país? ¿Por qué emitimos sin rubor sentencias indignadas en contra de los soldados invasores pero callamos ante los horrores patrocinados por los cárteles y las acciones desmedidas de las fuerzas de seguridad?
          La única respuesta que me permito ofrecer es que “aquello” le pasa a otros. Ocurre lejos. No tiene mucho que ver con lo que podría ocurrirnos a nosotros. La lejanía y la otredad nos permiten el grito de protesta. No vendrá una bomba a intentar callarme los alaridos de indignación que saltan de manera violenta desde la pantalla. Le pasa a otros y eso me faculta para decirle a los demás, esos sí cercanos, que eso que ocurre al otro lado del mundo está muy mal, que lo sé y es necesario que pare. Y que, para argumentar tal iniquidad, no me importa llenar tu pantalla de niños destrozados por la metralla militar. Lo que me inquieta, como ser humano, es lo siguiente: ¿de qué manera hacer esto transforma o ayuda, de manera eficaz, la situación que de manera tan vehemente denuncio? ¿Hay evidencias de que el primer ministro o el comandante de las fuerzas armadas, de cualquier lado, vea mi publicación y diga “qué terrible”, “debemos parar”?
          La sensación que me queda después de atestiguar toda la indignación traducida en imágenes gore, y después de leer las consignas que otorgan responsabilidad y sentencias a los que suponen culpables, es que los humanos tenemos una gran capacidad para el odio. Que la indignación en realidad esconde una incapacidad de empatía que nos anime a tratar de comprender las motivaciones profundas de lo que ocurre en el mundo. De forzar nuestra perspectiva más allá de adoptar de manera acrítica aquello que dicen los que gritan más fuerte. ¿De qué otra manera se explica que algo que nace como una indignación auténtica y un testimonio de solidaridad se convierta, de repente, en linchamientos en contra de personas cuya única falta es profesar cierta religión o pertenecer a una tradición cultural que la relaciona de manera general e injusta con el grupo que se reconoce como responsable de los crímenes de guerra que se le imputan? He visto la aparición de grupos en redes sociales que piden la expulsión de judíos de México, que añaden fuego a un discurso de odio que, está comprobado, no requiere demasiado combustible. ¿De qué manera eso nos convierte en mejores personas?
          Y que no se lea mal esto. No estoy haciendo una defensa de las acciones militares, desmedidas y por completo criminales, del ejército israelí en este momento en Gaza. Lo que estoy diciendo es que nuestras acciones de “ayuda” se están convirtiendo en otra faceta del odio que, estoy convencido, nos llevarán a la extinción como especie. Que en aras de entender de manera dicotómica las luchas entre los humanos (buenos contra malos) tendemos a ser parte del torbellino de la desinformación y del linchamiento. Incluso contra aquellos, que como los niños palestinos ensangrentados, no tienen nada que ver más allá de ser blancos en apariencia evidentes.
          Más malas noticias: el conflicto que se desarrolla actualmente en esa región está lejos, muy lejos, de solucionarse. Nada ayuda que los dirigentes de ambas partes sean entusiastas decididos a exterminar al otro sin que les importe perecer, junto con un pueblo que no debe concebirse como una unidad indiferenciada, en el proceso. Y no sólo es una cuestión cultural o religiosa como los incendiarios insisten en repetir: hay cuestiones de tipo económico, de geopolítica internacional y de estrategia bélica que rebasa, incluso, a los directamente involucrados.
          Los humanos tenemos, casi como una cuestión genética, tendencia a considerarnos víctimas. Siempre alguien o algo está pasando por sobre nuestros derechos o está malogrando nuestros destinos. ¿Qué tanto esa victimización que se extiende a la identificación con el otro que concebimos como tal nos lleva a idealizarlo porque en la misma medida idealizo mi propia incapacidad de hacer el intento de comprender qué ocurre con ese otro con quien me une el hecho de concebirme pisoteado? Las víctimas son inocentes, siempre. He leído, con verdadero horror cosas como “Hamás no es culpable de nada”, de la misma forma en cómo he leído “No dejaremos que los terroristas maten a nuestras familias”. Siempre asumirse como víctimas puede justificar el más grande de los horrores. Somos una raza de víctimas, como afirmó en un magnífico cuento Héctor Germán Oesterheld. Juan Salvo, El Eternauta, viaja hasta el momento en el cual la bomba atómica explota en Hiroshima. Así se llama ese cuento, por cierto, “Hiroshima” (clic para leer), el remate de ese cuento presagiaba la manera en cómo justificamos la barbarie y la muerte si ésta se acomoda a nuestra visión del mundo:
“Así se justifica Hiroshima. ¿Pero se justifica así el hombre?
Pobre raza de víctimas, el ser humano.
Nadie es culpable.
Nadie es culpable en Hiroshima. Todos fueron víctimas, aún los que lanzaron la bomba.
Nadie es culpable en Nuremberg. Todos fueron víctimas, hasta los que encendieron los hornos.
Nadie es culpable en Hungría. Todos son víctimas. Hasta los tanquistas que entraron en Budapest.
Nadie es culpable, todos, todos son víctimas.
Raza de víctimas, la humanidad.
Pobre patética raza de víctimas, queriendo alcanzar las estrellas…”.