viernes, febrero 25, 2022

Hallar el lugar de todo lo nombrado



1. Viene alguien y me invita a escribir sobre cómo me convertí en escritor. Cada vez que alguien me propone algo similar, las dudas acuden a mí. ¿De verdad lo soy? ¿Quién lo dice? Con nuestro nivel de alfabetización, cualquiera que sepa usar el código fonético-alfabético podría ser un escritor. ¿No van por ahí los mundanos hombres mundanos ofreciéndonos sus apasionantes biografías? Ey, tú que eres escritor, ven, tómate esta cerveza conmigo, te contaré mi vida para que escribas un libro. La mayoría de las veces conviene decir que uno es fiel devoto de Alcohólicos Anónimos. No cualquier historia debería ser escrita. Existen: flotan aquí, por todas partes, de ellas se nutre el universo. Pero no todas deberían de ser escritas, por piedad del Tiempo, dios devorador de sus hijos, y por consideración a Natura y sus arbolitos. He visto a los mejores árboles de mi generación ser convertidos en papel impreso sin mayor utilidad que dar de comer al señor que revisa y escoge tu basura. Quizá yo mismo colaboro en ese ecocidio de masas. No lo sé. Alguien me dijo alguna vez que una historia escrita por mí le había animado a salir de la cama y enfrentar el mundo. Se siente bonito, la verdad, pero equivale, quizá, a una hoja del arbolito ese que terminó en la trituradora, previo a convertirse en el papel en donde se imprimió la historia. A otros les han dicho que sus libros les salvaron la vida. Eso equivale a un arbolito, quizá. Pero esas anécdotas las cuentan quienes venden millones de ejemplares. Su deuda de arbolitos crece geométricamente. Divago, ya lo sé. Y soy muy inseguro. Pero digamos que por unas cuantas palabras, ojalá sólo las necesarias, me creo eso de la identidad de escritor. Y entonces, sólo entonces, me pregunto frente al espejo (un espejo metafórico, entiéndase como una alegoría de la selfie mística) cómo fue que me convertí en escritor.

2. Venimos de la letra y a la letra vamos. En el principio fue el verbo. Y el sustantivo. Y las vocales. Y las maestras regañando a mi madre porque me había enseñado a leer a una edad muy temprana. Mi madre, una mujer que sólo conoció los muros grises y gruesos de una escuela primaria de monjas. Y las señoritas educadoras diciéndole que me había hecho un mal terrible: sabía leer, y firmaba mis trabajos preescolares con mi nombre. Con letras chuecas, torcidas como patas de venado trastabillante, pero con la seguridad de saber qué querían decir esas manchas de crayola sobre el papel revolución que se utilizaba en mi escuela. Es lo primero que me viene a la mente cada vez que alguien me pregunta cómo me volví escritor. Y tengo ganas de decir que fue el día que miré a mi madre escuchar atenta las pedagógicas razones de la maestra Bety (sí, recuerdo su nombre) para augurarme una infelicidad en mi futuro inmediato. Todos deben aprender al mismo ritmo. Todos deben cubrir el mismo programa. No podemos tener niños desfasados. A mi madre, en esa escena, la recuerdo (o la imagino, quién lo puede saber) asintiendo mansamente a la reprimenda; mueve la cabeza como si dentro de ésta resonasen aquellos versos que se harían consigna: We don’t need no education. Y era verdad: nosotros, mi madre y yo, no necesitábamos esa clase de educación. O eso pensábamos en aquel tiempo. Y, bueno, quizá sea hora de decirlo públicamente y aceptar que es cierto: me convertí en escritor el día que mi madre me enseñó a escribir mi nombre al pie de un retrato multicolor del sol. Las personas serias se reirán de esto (las personas serias no entienden mucho que digamos). Esperan respuestas profundas. Revelaciones escabrosas. Relatos de alumbramientos milagrosos. Esas personas adultas que no pueden comprender que la sonrisa de mi madre fue mi primer aliciente para escribir algo, cualquier cosa. Mi nombre sobre una hoja de papel.

3. Pero, para tranquilizar a las personas serias, quizá convenga abordar un tema profundo que roza el cliché. Para escribir hay que leer. Mucho. Aunque algunos yutubers y celebridades de la pusmodernidad no comulguen con estas ideas. El primer embrujo viene de aquello que otros escribieron. No creo en los iluminados. No me imagino al Mesías de la Ficción ungido un día con inspiración pura a partir de que alguien le puso un lápiz en la mano y dijo: “hágase la historia”. Los primeros atisbos a la escritura provienen de la imitación, de la envidia. ¿Cómo es posible que un montón inerte de hojas cubiertas de manchitas de tinta pueda alejarnos del mundo y hacernos aparecer en otro por completo distinto? ¿Quién se cree aquel que osó desafiar la vida cómoda y tranquila del que era feliz con la cascarita de fut y las caricaturas de la tarde? En mi casa no había libros. Los únicos existentes eran aquellos que el sistema educativo proveía. Libros de texto gratuitos, se llamaban y se siguen llamando. Yo los devoraba. Me encantaba recibir los paquetes en las primeras semanas de clases. Revisarlos, hojearlos, mirar sus ilustraciones, oler ese aroma que se marca de manera indeleble en la memoria. Los libros que traían historias eran los que más me gustaban. Historias era cualquier historia, en aquel entonces. No había distinción entre la ficción y lo que nos decían que era la realidad. Las historias de la Segunda Guerra Mundial del libro de Ciencias Sociales eran igual de apasionantes que los fragmentos del Mío Cid metidos con calzador en alguna antología previa a las politizadas reformas educativas. Pero más allá de eso, no había horizonte en expansión. Llegaron pocos libros a mi infancia. Pero los que llegaron se convirtieron en tesoros incalculables. Una tía librepensadora y joven en aquel entonces me regaló una edición de El principito; además, como premio por aprovechamiento escolar (o sea, por matado y nerd), obtuve unos ejemplares de las Lecturas clásicas para niños; en el fondo de un baúl encontré un ejemplar de principios de siglo de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha que algún profesor le había regalado a mi padre antes de que éste abandonara la escuela para hacerse cargo de cosas más importantes como la manutención de su madre y sus hermanos. Y eso sembró la semilla. Tiempo después, un amigo desmadroso (éste es un misterio que hasta el día de hoy me intriga: ¿cómo sabía él algo tan valioso?) me descubrió un paraíso: la biblioteca pública. Nunca mi cabeza de diez años habría concebido la existencia de un lugar así. Un cuarto de paredes y techos altos llenos de libros. Soy, como lector, un producto de la biblioteca pública. No atesoro volúmenes impresos de aquellas épocas; pero sí conservo todos esos libros que leí a la luz del préstamo a domicilio en el lugar en donde mayor bien me ha hecho: en la cabeza y en el corazón. Acá las personas serias piensan que algo iba mejorando y de repente se volvió cursi. Y quizá tengan razón. Pero no me retracto: para leer y escribir no basta sólo con el talento intelectual, hay que tener también un poquito de corazón. Lo esencial, casi siempre, es invisible a los ojos.

4. Esto lo conté en otro lado, pero lo repito acá. Aunque cada vez que se cuentan las historias se convierten en otra historia. Se añaden elementos, se eliminan otros. No quiere decir que la historia quede mejor. Sólo que la historia es otra. Distinta. Mi primera incursión en la creación literaria la tuve en la secundaria. Antes, cuando el Estado creía que era cosa importante, se hacía un concurso anual de literatura sobre los símbolos patrios. Había que expresar aquello que nos inspiraba la vista, la escucha, la vivencia del escudo, la bandera, el himno nacional. Recuerdo que escribí un poema épico donde, a la par de elogios a la bandera, salpicaba la lírica con un catálogo de héroes y hechos de la historia patria que hoy serían carne de festín para los revisionistas. Lo hice como se hace cualquier tarea escolar en esos tiempos. Algo había que entregar. Total que se lo di a la maestra de Español en turno. Pasaron los días y me llamaron a la dirección de la escuela. Cuando llegué supe que algo no andaba bien. Dentro de la oficina del director se llevaba a cabo un debate cuyos ecos llegaban hasta la sala de espera donde una secretaria me pidió que tomara asiento. Después me hicieron entrar. La reunión tenía como objetivo explorar la autoría de un poema que un estudiante había escrito. El poema estaba sobre el escritorio del director y la caligrafía chueca no dejaba duda acerca de que era la tarea que yo había escrito. Comenzaron a cuestionarme acerca de mi trabajo. A la distancia de los años me queda claro lo que ocurrió: una parte de quienes estaban ahí me acusaban de plagio y otros habían puesto en duda que yo fuera capaz de algo así. Tuve que confirmar la autoría de lo escrito. Las alabanzas a la sangre derramada por los héroes, lo verde de los árboles y las plantas. A pesar de lo que decía, la pregunta no se modificaba: ¿tú escribiste esto? Y sí, yo lo hice. Hoy me siento orgulloso de no haber titubeado (no había razón para ello) y de haberme conservado firme. Al final decidieron que mi sinceridad no era concluyente. Retiraron mi poema de aquellos que serían enviados al concurso regional o estatal y nunca se habló más del asunto. Y no volví a escribir nada memorable durante varios años. Tiempo después, al reflexionar sobre este episodio, me doy cuenta de que todo fue, en realidad, un elogio a lo que había escrito. Los maestros creyeron que era algo bueno, tan bueno que era poco probable que lo hubiera escrito un estudiante. Y procedieron a sospechar y sentenciar, sin pruebas, el atrevimiento. Es una cosa triste: muchos de los narradores, poetas o artistas en potencia son desanimados por sus maestros de educación básica. Esos arbitrarios censores de lo que pueden hacer aquellos con menos poder. We don’t need no education.

5. En la universidad, una vez, gané un concurso de escritura creativa. El texto lo escribí en hojas de reciclaje en una máquina de escribir portátil. La legendaria Olivetti Lettera 32. El premio de ese concurso incluía la publicación del texto en una de las revistas que la Universidad Nacional editaba. Quizá ese fue el momento cuando me convertí en escritor. Cuando vi las palabras impresas de mi historia y supe que eso que estaba viendo yo, lo verían más personas. Sentí que algo había cambiado. La letra impresa tiene, quizá, esa cualidad: modifica la visión del mundo de quien prevé posibilidades de incursionar en el campo de las historias y las ideas. La primera vez que un escritor ve impresas las palabras que ha escrito en algo que tendrá más de un ejemplar, comienza una aventura por la reproducción de ese instante. De las sensaciones de ese instante. Y cada vez se requieren mayores dosis de intensidad. Primero es una revista, después se inicia un blog, se trabaja en un libro completo, se busca publicarlo. La adicción crece. Y con él, también, el síndrome de abstinencia. Se debe escribir para saciar esa necesidad de exponerse al mundo. Luego de la adicción galopante viene un remanso. Un momento de reflexión en el cual se comprende que, si se pretende generar una impresión más allá de lo momentáneo, la escritura debe aspirar a la perfección. Y se comienza a trabajar de tal manera que, en algún momento, se pierde la ansiedad por publicar lo escrito a como dé lugar. Uno se descubre en un espacio en el cual la relación con la escritura alcanza un punto de equilibrio y de paz. Eres tú, la hoja en blanco y la pluma o el teclado. Y el universo que traes en la cabeza. Un universo contenido, infinito, que pugna por salir. Pero tú controlas las válvulas de ese universo de bolsillo. Y disfrutas cuando alguna galaxia, algún cometa, alguna estrella escapa a través de los dedos y se convierte en realidad en el mundo de lo imaginado. A la satisfacción que sigue se le podría llamar el estado pleno del escritor. Ahí te la crees. Quizá sí lo eres.

El ronroneo del silencio


En Drive my car (Japón, Ryūsuke Hamaguchi, 2021) nos enfrentamos a una propuesta cinematográfica que tiene en la contención, la pausa y el silencio sus características principales. La película, estrenada durante el más reciente Festival de Cannes, se hizo acreedora de varios premios en la justa, además de cuatro nominaciones a los Oscar en varias de las categorías principales. La historia está inspirada en un cuento de Haruki Murakami del mismo título, incluido en el volumen Hombres sin mujeres.
      La trama aborda la vida de un director y actor de teatro que, después de una experiencia traumática al perder a una hija, construye una relación fuera de lo común con su esposa, quien encuentra en el placer sexual la vía para alimentar su creatividad narrativa. La muerte repentina de la mujer, aunado al descubrimiento por parte del marido de su infidelidad, echa a andar una serie de acontecimientos que conducen al protagonista a enfrentarse a sí mismo, a sus miedos, sus culpas y su pasado. Contratado para dirigir una puesta en escena de Tío Vanya de Antón Chéjov, la lectura y montaje de la obra, a partir de los ensayos de la misma, se convierten en un contrapunto a las historias de varios de los actores que han sido contratados para representar el drama del escritor ruso.
     Un actor de telenovelas juveniles, una bailarina sordomuda que emite sus diálogos en lenguaje de señas, una conductora de auto que esconde un secreto doloroso, son algunos de los personajes que le dan un tono particular a las acciones que transcurren en pantalla. A lo largo de sus tres horas de duración nos asomamos a la tortuosa vida interior de estos seres humanos en los cuales sentimientos como la culpa, la sensación de insuficiencia, la pérdida y la tristeza cobran sentido representados de maneras diversas. Hay una gran cantidad de silencios sobreentendidos, de diálogos que más que reveladores son catárticos para quienes los emiten. La furia contenida y las pasiones arrebatadoras se constituyen en un oxímoron en donde la obra de Chéjov resuena con ecos renovados.
     En ese sentido, la cinta pareciera una caja de resonancia en donde la obra cinematográfica es la representación de la literatura de Murakami al mismo tiempo que actualización y reflejo de la propuesta chéjoviana. No es una cinta para todas las sensibilidades; es un remanso en medio de la edición turbulenta y la pulsión por un cine de acciones intensas y sorpresivas casi sin pausa.

jueves, febrero 17, 2022

Reseña en búsqueda de final adecuado

 




En El buscador de finales (Alfaguara, 2014), Pablo de Santis (Buenos Aires, 1963) convierte a la narrativa en un territorio de la aventura. Se refleja en este volumen, etiquetado como literatura juvenil, el gusto del autor por otros géneros en los cuales se desenvuelve con soltura, como la narratográfica y la novela de suspenso y detectives. Sin embargo, se puede notar, de manera más evidente, los elementos distintivos de su poética: el uso del lenguaje y sus disciplinas (lingüistíca, traducción, escritura, edición bibliográfica) como el tema central alrededor del cual giran muchas de sus obras (Filosofía y Letras, La traducción, El teatro de la memoria). 

En esta ocasión conocemos a Juan Brum, un adolescente admirador de un héroe de cómic, Cormack, que quiere convertirse en un creador de esas historias que lo fascinan. Así que acude a la editorial Libra en donde lo emplean como ayudante (cadete) para auxiliar a los dibujantes y guionistas. Pronto es ascendido y ese crecimiento profesional lo lleva a ser el mensajero de una celebridad autoral que tiene el trabajo más ambicionado (y difícil) de la industria: ser buscador de finales. Es decir, quien encuentra la manera ideal para presentar el desenlace de las historias. Es a ese destino al cual aspira el protagonista y al cual, eventualmente, arribará en un camino de transformación del héroe que incluye peligros, alegorías de estados dictatoriales e historias personales llenos de tragedia, esto es, una senda con todos los elementos que constituyen una excelente novela de aventuras. 

De Santis es uno de los autores contemporáneos más originales que no ha recibido el reconocimiento que merece (más allá de haber obtenido una buena cantidad de premios). En sus historias el motivo principal es el lenguaje y los mundos que crea; la ficción que propone es un híbrido en donde cuestiones como los elementos que constituyen la forma literaria (escenarios, personajes) son el lenguaje mismo. En este caso, la tesis es clara: un escritor (o una industria) debe tener mucho cuidado y talento para concluir con  sus historias; los desenlaces no son asunto de aficionados. 

Esos finales no son construcciones lingüísticas, sino una especie de “detonantes” que permiten a los guionistas hallar la manera de concluir con las ficciones que han construido. Es decir, Salerno (el buscador de finales más famoso, junto con el señor Chan-Chan) no envía un párrafo o una descripción narrativa del desenlace de sus historias, sino que envía objetos que permitirán a los creadores hallar el final adecuado. Dentro de sobres aparecen los objetos más aleatorios: plumas, hojas de periódico, llaves de casilleros de centrales de trenes, una moneda, tornillos. Ese es el final, o el detonante de la conclusión de las historias. 

Frente a esos creadores que como metafísicos detectives se lanzan a la búsqueda de finales, se encuentra la corporación dirigida por la empresaria Paciencia Bonet, quien a través de algoritmos y automatización ha creado un método para volver obsoletos a los buscadores de finales. Hay aquí una crítica sutil pero transparente de la manera en cómo se conduce actualmente la industria editorial: el uso de fórmulas, casi matemáticas, que permiten a las editoriales mantener la maquinaria de producción aceitada en aras de las ventas y la productividad, y aislando cada vez más a la creatividad y los frutos del azar. 

Hay muchos niveles de lectura en esta obra en apariencia ligera y dirigida únicamente a los lectores jóvenes: los homenajes que hace a través de los nombres de personajes e historias de diversos autores de la literatura y la narratográfica de su país, por ejemplo. De Santis es un autor que se divierte con lo que hace, que no tiene prejuicios ni complejos con respecto de los elementos que utiliza para crear su universo narrativo y que, tarde o temprano, seguramente tendrá el reconocimiento que se merece.