lunes, enero 18, 2016

Entra un eslovaco a un bar...



Un viejo adagio afirma que cuando alguien intenta explicar qué es el humor, éste desaparece. Porque es cierto que cosas distintas son contar chistes y explicarlos. Al acercarnos a Mis chistes, mi filosofía de Slavoj Zizek nos queda una sensación similar.
          Sin negar que es un libro muy entretenido y, en varias partes, hilarante, no termina de ser un compilado un tanto arbitrario de chistes que utiliza en textos más amplios para reforzar alguna de las ideas que expone. En ese sentido, a la tradicional estructura enunciación + explicación + ejemplificación, se le amputa la última parte, se reúne en temas más o menos afines y se publica.
          Resulta, sin embargo, interesante la manera en cómo este pensador eslovaco ha logrado construir una figura de ícono pop en ciertos sectores de la intelectualidad a partir de utilizar elementos de la cultura de los medios para desarrollar nociones e ideas dentro de su proyecto de pensamiento. Igual Lacan, Freud o Hegel que Lady Gaga, Matrix o Los Simpson. Más allá está la manera en cómo consigue prolongar y expandir los efectos de sus performance que muchas veces incomodan a la parte restirada y solemne de la comunidad filosófica.
          En este libro se reúnen chistes sobre los más diversos temas: la sexualidad, la religión, el cristianismo, la política, la pobreza, el judaísmo, el racismo, la historia. Una parte fundamental lo constituye las partes dedicadas a rememorar (o ficcionar) el humor que se realizaba en la antigua Unión Soviética. Humor que era, sin duda, una de las pocas formas que había para plantear críticas ácidas a las decisiones tomadas desde la cúpula del régimen.
          Hay una voluntad de expresión acerca de la filosofía como la posibilidad de pensar las cosas del mundo desde la manera en cómo se manifiestan en éste. La inmediatez de las reflexiones no eluden la exposición y análisis de chistes “colorados” (sexuales, groseros, soeces, vulgares) que reflejan en muchos sentidos las preocupaciones vitales del ser humano.
          Es una lectura muy entretenida, ligera (con pizcas momentáneas de hermenéutica descontextualizada) y que funciona de manera eficaz como una introducción a la obra de uno de los pensadores más influyentes de la época contemporánea.

Slavoj Zizek, Mis chistes, mi filosofía, Barcelona, Anagrama, 2015. 

viernes, enero 15, 2016

Daytripper o los recuerdos del futuro pasado



Hay una frase que se repite de manera constante a lo largo de la serie de TV Germán: últimas viñetas en boca del personaje que alude a Héctor Germán Oesterheld: “La muerte es el personaje más importante de las historias y el más desaprovechado”, o algo así. Tal sentencia es llevada hasta sus últimas consecuencias por los autores de la novela gráfica Daytripper.
          Imaginen que existen en el mundo un par de hermanos gemelos que se dedican a escribir historias gráficas. Eso ya es, en sí, el germen de una historia fuera de lo común. La realidad, en este caso, no requiere de la ficción para que esto sea posible. Fábio Moon y Gabriel Bá son los dos gemelos que le dan vida a uno de los cómics más estimulantes que he leído en toda mi vida. No hay nada que reclamarle a esta obra que consigue remover, en más de un sentido, la reflexión del lector con respecto no de lo que los personajes viven en las viñetas, sino de lo que él mismo está haciendo con su vida.
          Daytripper aborda la vida de Brás de Oliva Domingos, un escritor que se dedica a redactar los obituarios (semblanzas funerales) en un diario de Brasil. A partir de un evento traumático, ser testigo (y más, si el lector lo decide) de un asesinato, el lugar común de “ver pasar la vida frente a tus ojos” se convierte en la manera más sencilla de explicar el desarrollo que tendrá la historia a partir de ese efectivo arranque. Acudimos a una serie de historias que nos cuentan la vida de Brás (tanto el pasado como el futuro, o los probables pasados y futuros) que se fundan en el recurso del “Y qué tal si...”. Acudimos entonces a la remembranza y a la descripción de las infinitas posibilidades.
          En cada uno de los cierres de estos capítulos el final no se modifica: Brás muere. Igual a los 11 años que a los 76. Cada secuencia nos muestra la (una) manera en la cual el protagonista verá fenecer su vida. El mensaje es transparente: la muerte acecha en todos lados y en todos momentos. Hay mucho de azar en la forma en cómo terminamos nuestras vidas. En ese sentido, uno de los mensajes más evidentes y que se hace literal hacia el final de las páginas es: si estás vivo, vive.
          Los temas que la obra aborda con una genialidad inesperada son variados. Mencioné ya que el principal es la muerte, pero también trata sobre la familia, la amistad, el amor, el desamor, la vocación, el destino, el fracaso, la relación con los padres, la idea del éxito, entre muchos otros. No es una obra que permita una interpretación única, cada lector encontrará algo que le mueva más las entrañas en su lectura.
          Es necesario señalar también el excelente trabajo visual. Las imágenes son hermosas y evocan las posibilidades de creación de estos dos artistas que, debido a su juventud, seguramente alcanzarán alturas importantes dentro del mundo de la narrativa gráfica.
          Los autores, descubro, tienen mi edad. Lo que no deja de tener cierto sabor amargo. Despierta en mí la envidia por haber conseguido, ya, una obra que aspira a la perfección. Daytripper es una obra que deben leer. Sólo si carecen de alma podrá dejarlos indiferentes.  

Fábio Moon y Gabriel Bá, Daytripper, México, Vértigo, 2015, 252 pp. 

miércoles, enero 13, 2016

Cafeto nevado



Odio la nieve. Hoy que leí la cantidad de comentarios entusiastas y emocionados por la nevada registrada en el Ajusco y la zona del Poniente de la ciudad pensé un largo rato acerca de mi aversión a los paisajes nevados. Tal reflexión me llevó, de manera previsible, a la infancia. A un recuerdo nítido que tengo de mi padre.
          A principios de los años noventa se dio un auge del precio del café a nivel mundial. En la Sierra Norte de Puebla, en la región semitropical, los ranchos cafetaleros tuvieron ganancias que generaron fortunas de manera casi inmediata en quienes poseían plantaciones de este producto.
          Mi padre, ligado por siempre a la tierra y al trabajo dedicado a ésta, compró un rancho cafetalero por la zona de Atotocoyan. Estaba entusiasmado por la adquisición. Si la demanda de los aromáticos granos se mantenía podía implicar una inversión jugosa y algunas ventajas económicas para la familia.
          La historia es corta: no pudimos levantar una sola cosecha. En el invierno del año de la adquisición de la finca, apenas a unos meses de ésta, cayó una de las nevadas-heladas más fuertes e inéditas de la cual se tuviera memoria. Los cerros quedaron cubiertos de niebla, los caminos de escarcha de rocío, de lodo endurecido, las hojas de aguanieve.
          Recuerdo la cara preocupada de mi padre la víspera, hacia el atardecer, cuando la temperatura bajó de manera sensible y era inminente que durante la noche la situación se agravaría. Tal como ocurrió.
          Al día siguiente, apenas despuntar el sol, nos dirigimos al rancho para confirmar lo que era una sospecha en la que, sin embargo, aún anidaba la esperanza.
          Las plantas de cafeto lucían hojas marchitas y algunos granos tempraneros que habían sido calcinados por el frío de la nevada. Recuerdo ese día como uno de los más tristes de mi vida. Hoy lo concibo así, también, porque sé que lo fue en mayor intensidad para mi padre. La plantación había quedado inutilizada por los caprichos del clima. Para que se pudiera recuperar en una medida similar deberían de pasar varios años.
          El hacha y la sierra golpearon durante todo el día funesto los tallos de los cafetos. Algunos cayeron con estrépito, otros ni siquiera ruido hicieron. Con cada uno de los árboles derribados se iba la mirada serena de mi padre. Los troncos sobrevivieron todavía algún tiempo entre la maleza nueva que sucedió a la tragedia. Algunos incluso atestiguaron el crecimiento de las plantas nuevas que mi padre, con la disciplina que los años y la experiencia le dieron, había depositado de nuevo sobre la tierra.
          No vimos crecer esos nuevos arbustos de arábiga. Yo, porque emigré hacia la universidad en esos años, y mi padre porque al poco tiempo vendió el terreno.
          Regreso entonces a los posts admirados y entusiastas del paisaje nevado que se ve como una maravilla inusual. Y no, sigo sin emocionarme. Reitero: odio a la nieve.