miércoles, enero 13, 2016

Cafeto nevado



Odio la nieve. Hoy que leí la cantidad de comentarios entusiastas y emocionados por la nevada registrada en el Ajusco y la zona del Poniente de la ciudad pensé un largo rato acerca de mi aversión a los paisajes nevados. Tal reflexión me llevó, de manera previsible, a la infancia. A un recuerdo nítido que tengo de mi padre.
          A principios de los años noventa se dio un auge del precio del café a nivel mundial. En la Sierra Norte de Puebla, en la región semitropical, los ranchos cafetaleros tuvieron ganancias que generaron fortunas de manera casi inmediata en quienes poseían plantaciones de este producto.
          Mi padre, ligado por siempre a la tierra y al trabajo dedicado a ésta, compró un rancho cafetalero por la zona de Atotocoyan. Estaba entusiasmado por la adquisición. Si la demanda de los aromáticos granos se mantenía podía implicar una inversión jugosa y algunas ventajas económicas para la familia.
          La historia es corta: no pudimos levantar una sola cosecha. En el invierno del año de la adquisición de la finca, apenas a unos meses de ésta, cayó una de las nevadas-heladas más fuertes e inéditas de la cual se tuviera memoria. Los cerros quedaron cubiertos de niebla, los caminos de escarcha de rocío, de lodo endurecido, las hojas de aguanieve.
          Recuerdo la cara preocupada de mi padre la víspera, hacia el atardecer, cuando la temperatura bajó de manera sensible y era inminente que durante la noche la situación se agravaría. Tal como ocurrió.
          Al día siguiente, apenas despuntar el sol, nos dirigimos al rancho para confirmar lo que era una sospecha en la que, sin embargo, aún anidaba la esperanza.
          Las plantas de cafeto lucían hojas marchitas y algunos granos tempraneros que habían sido calcinados por el frío de la nevada. Recuerdo ese día como uno de los más tristes de mi vida. Hoy lo concibo así, también, porque sé que lo fue en mayor intensidad para mi padre. La plantación había quedado inutilizada por los caprichos del clima. Para que se pudiera recuperar en una medida similar deberían de pasar varios años.
          El hacha y la sierra golpearon durante todo el día funesto los tallos de los cafetos. Algunos cayeron con estrépito, otros ni siquiera ruido hicieron. Con cada uno de los árboles derribados se iba la mirada serena de mi padre. Los troncos sobrevivieron todavía algún tiempo entre la maleza nueva que sucedió a la tragedia. Algunos incluso atestiguaron el crecimiento de las plantas nuevas que mi padre, con la disciplina que los años y la experiencia le dieron, había depositado de nuevo sobre la tierra.
          No vimos crecer esos nuevos arbustos de arábiga. Yo, porque emigré hacia la universidad en esos años, y mi padre porque al poco tiempo vendió el terreno.
          Regreso entonces a los posts admirados y entusiastas del paisaje nevado que se ve como una maravilla inusual. Y no, sigo sin emocionarme. Reitero: odio a la nieve.

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