La situación de violencia en nuestro país ha alcanzado cifras alarmantes. Las explicaciones que se ofrecen desde el discurso oficial son variadas y quieren reducir todo a un mero asunto de vendettas entre grupos de narcotraficantes rivales. La impunidad de la actuación de unos, y la ineptitud y falta de respuesta pronta de otros, han generado una situación de dimensiones nunca conocidas y de proyecciones en el futuro ni siquiera sospechadas.
La estructura del poder inmenso de generación de la violencia en este país no es tan compleja. Sucede que los soldados de uno y otro lado, mueren. Y los que los mandan a la muerte están tan campantes y con una seguridad digna de mejor causa. Ahí es donde radica la gravedad del asunto. En la naturaleza de las personas que están muriendo. Porque son personas, más allá de que se les califique de "efectivos", "criminales" y "daños colaterales".
Resulta dramático confirmar que, en pleno año de "celebración bicentenaria", los responsables de la administración de estos poderes son los primeros en ignorar las causas profundas de esta situación. Se acude a soluciones que se suponen eficaces y rápidas, pero que sólo han agravado el problema. Ahora, el presidente de la república "dialoga" con los representantes de los demás poderes, más en un afán por demostrar que nadie tiene propuestas concretas aparte de él ("es ineficaz, pero la tengo", sería su argumento). Su frase lapidaria es "Aquí estoy, si esto no funciona, díganme qué debo hacer". Y nuestros políticos se deshacen en propuestas, reclamos y frivolidades que nada tienen que ver con respuestas eficaces.
Mientras, las personas siguen muriendo. Muchos jóvenes. Muchos soldados gubernamentales cuya vida no tenía demasiadas opciones. Muchas personas que tuvieron la mala suerte de estar en el momento equivocado en el lugar equivocado.
Pero también los que antes se planteaban como poderes intocables están siendo alcanzados. Ministerios públicos, policías investigadores, peritos, jueces. Los que antes negociaban el precio de la impunidad hoy son desechables. Y están cayendo en una guerra que, se anuncia pomposa y sonoramente: "no parará". Se confía en el juicio de la Historia. La señora cuya habitación en el futuro distante impida que a sus invocadores se les pida cuentas claras.
Los problemas de este país son evidentes para los que viven en el promedio (y bajo el promedio de la cotidianidad). Pobreza, impunidad, justicia discrecional, privilegios de clase. Y, es cierto, esto no nació el día de ayer. Es un caldo de cultivo que todos hemos ayudado a enriquecer de nutrientes. Por omisión, por acción, por indiferencia.
Aquel que grita reclamando sus derechos es visto con desconfianza. Casi como un loco que no tiene cabida en un mundo "globalizado", "democrático", "civilizado" y, palabra revolcada y utilizada sin ton ni son, en un "Estado de derecho".
A riesgo de parecer loco, hoy reclamo mi derecho a la seguridad. Mi derecho a no sentir que puedo morir en cualquier momento porque las balas perdidas se han convertido en balas frecuentes. Mi derecho a reclamar a grito en cuello que esto no se soluciona con muertos, ni con armas, ni con soldados en las calles. Tampoco soy ingenuo, no me atreveré a decir, en momentos tan urgentes, que esto se soluciona con amor, porque pecaría de cínico, incluso.
Se requiere ir a la sociedad. Reafirmar el contrato social de nuestro país. Pensar que el grado de caos en el que estamos actualmente no está respetando clase social, ni influencia política, ni anonimato ciudadano. Tenemos que ir a las raíces del problema. A la reconfiguración de las relaciones, siempre subordinadas, con los Estados Unidos; al combate a la pobreza en términos reales y no de maquillaje cosmético y populista; a la educación amplia y verdadera; a la recuperación de los valores que nos hacen humanos.
El problema es social, la solución tiene que serlo también. Yo ya no confío en mi gobierno, ni en sus aparatos de operación. Puedo estar equivocado, no lo descarto. Mañana podría retractarme de lo dicho si la situación revierte de manera inmediata. Pero también podría estar muerto mañana. Y ahí no habría oportunidad de rectificar nada. Estoy cansado, harto y furioso.
La estructura del poder inmenso de generación de la violencia en este país no es tan compleja. Sucede que los soldados de uno y otro lado, mueren. Y los que los mandan a la muerte están tan campantes y con una seguridad digna de mejor causa. Ahí es donde radica la gravedad del asunto. En la naturaleza de las personas que están muriendo. Porque son personas, más allá de que se les califique de "efectivos", "criminales" y "daños colaterales".
Resulta dramático confirmar que, en pleno año de "celebración bicentenaria", los responsables de la administración de estos poderes son los primeros en ignorar las causas profundas de esta situación. Se acude a soluciones que se suponen eficaces y rápidas, pero que sólo han agravado el problema. Ahora, el presidente de la república "dialoga" con los representantes de los demás poderes, más en un afán por demostrar que nadie tiene propuestas concretas aparte de él ("es ineficaz, pero la tengo", sería su argumento). Su frase lapidaria es "Aquí estoy, si esto no funciona, díganme qué debo hacer". Y nuestros políticos se deshacen en propuestas, reclamos y frivolidades que nada tienen que ver con respuestas eficaces.
Mientras, las personas siguen muriendo. Muchos jóvenes. Muchos soldados gubernamentales cuya vida no tenía demasiadas opciones. Muchas personas que tuvieron la mala suerte de estar en el momento equivocado en el lugar equivocado.
Pero también los que antes se planteaban como poderes intocables están siendo alcanzados. Ministerios públicos, policías investigadores, peritos, jueces. Los que antes negociaban el precio de la impunidad hoy son desechables. Y están cayendo en una guerra que, se anuncia pomposa y sonoramente: "no parará". Se confía en el juicio de la Historia. La señora cuya habitación en el futuro distante impida que a sus invocadores se les pida cuentas claras.
Los problemas de este país son evidentes para los que viven en el promedio (y bajo el promedio de la cotidianidad). Pobreza, impunidad, justicia discrecional, privilegios de clase. Y, es cierto, esto no nació el día de ayer. Es un caldo de cultivo que todos hemos ayudado a enriquecer de nutrientes. Por omisión, por acción, por indiferencia.
Aquel que grita reclamando sus derechos es visto con desconfianza. Casi como un loco que no tiene cabida en un mundo "globalizado", "democrático", "civilizado" y, palabra revolcada y utilizada sin ton ni son, en un "Estado de derecho".
A riesgo de parecer loco, hoy reclamo mi derecho a la seguridad. Mi derecho a no sentir que puedo morir en cualquier momento porque las balas perdidas se han convertido en balas frecuentes. Mi derecho a reclamar a grito en cuello que esto no se soluciona con muertos, ni con armas, ni con soldados en las calles. Tampoco soy ingenuo, no me atreveré a decir, en momentos tan urgentes, que esto se soluciona con amor, porque pecaría de cínico, incluso.
Se requiere ir a la sociedad. Reafirmar el contrato social de nuestro país. Pensar que el grado de caos en el que estamos actualmente no está respetando clase social, ni influencia política, ni anonimato ciudadano. Tenemos que ir a las raíces del problema. A la reconfiguración de las relaciones, siempre subordinadas, con los Estados Unidos; al combate a la pobreza en términos reales y no de maquillaje cosmético y populista; a la educación amplia y verdadera; a la recuperación de los valores que nos hacen humanos.
El problema es social, la solución tiene que serlo también. Yo ya no confío en mi gobierno, ni en sus aparatos de operación. Puedo estar equivocado, no lo descarto. Mañana podría retractarme de lo dicho si la situación revierte de manera inmediata. Pero también podría estar muerto mañana. Y ahí no habría oportunidad de rectificar nada. Estoy cansado, harto y furioso.
1 comentario:
Como lo expones, es lo mas simple a lo que tenemos derecho, y que ahora sentimos perdido, para nosotros y nuestras familias.
Y a lo que nos va a orillar es a comprar armas e irnos con "la bola", a defender lo nuestro por las armas, como hace 100 años.
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