jueves, febrero 19, 2009

Sobre el Otro que es el Mismo (a) El Apodo



El nombre con que bautice uno a sus hijos carece de importancia. No hay que olvidar que vivimos en México, que es un país en donde la gente se conoce más bien por sus defectos físicos que por su nombre. O, mejor dicho, en el que los defectos físicos sirven de nombre. La prueba de esto la encontramos examinando nuestro círculo de amistades. Allí encontramos al Ciego Peña, al Enano Gutiérrez, al Panzón Rivera y al Cucho Hernández. En provincia, en donde la gente tiene más contacto con la naturaleza, encontramos al Tlacuache Méndez, al Zorrillo Mercado, al Cuervo Herrera y a la Marrana González.
Jorge Ibargüengoitia, “Catálogo onomástico”
 El origen de los apodos se remonta a los griegos con la aparición de los llamados epítetos, que eran agregados a los nombres de los dioses y héroes de la mitología. La Ilíada de Homero es rica en estas descripciones, ya que añade a los nombres de los participantes en las lides, la más sobresaliente de sus virtudes o la característica que le confería singularidad a su apariencia física. De esta forma encontramos a Odiseo, “fecundo en ardides”; a Héctor, “domador de caballos”; a Atenea, “la de los ojos claros”; a Hera, “la de los níveos brazos”.
Sin embargo, no será sino hasta que la clase alta de la cultura romana adquiere un método de nominación bastante singular que la idea del apodo se va configurando. En la Roma imperial, se utilizaban diversas partículas para construir el nombre de algún notable: el Praenomen, o nombre propio; el Nomen Gentilicium, o apelativo del clan al que se pertenecía; el Cognomen, que correspondía al linaje y que sería el equivalente de nuestros apellidos; y el Agnomen o apodo particular de la persona.
La Edad Media confunde el nombre con el título y los caballeros llegan a tener más de una denominación por la que son reconocidos. El caso de Rodrigo Díaz de Vivar, en la literatura, resulta más que ejemplificador, es, al mismo tiempo, el Cid, el Campeador, el Noble Barba Crecida, el Buen Nacido, el Que En Buena Hora Ciñó Espada, el Que En Buena Hora Nació.
Es esa nomenclatura de reyes y caballeros se incluyen los conquistadores que llegaron a América y que comenzaron a hacerse de apelativos harto significativos, como Lope de Aguirre que firmaba sus cartas al rey de España como El Peregrino. Los indígenas americanos conquistados no tardaron en llenar de apelativos a los conquistadores a partir de referencias físicas (Tonatiuh, El Sol, para el rubio Pedro de Alvarado), por el papel que fungían en las comunidades (el Tata, para identificar a Vasco de Quiroga), por la identificación que tenían con los pueblos conquistados (Motolinía, el Pobrecito o el Desdichado, para identificar a Toribio de Benavente), entre otros.
El caso es que en México, la nomenclatura a partir de apodos se remonta a la época prehispánica y a la costumbre de nombrar a los hijos con determinadas características que respondían a rituales y ceremonias fundacionales de la identidad individual. Cuauhtémoc es así “el águila que desciende” (contrario a la imagen fatalista del “águila que cae”), Moctezuma es “tu señor enojado” y Nezahualcóyotl “coyote que ayuna”.
El paso de la historia marcó que el apodo se convirtiera casi en una cuestión de costumbre nacional. Agustín Yáñez recoge en Flor de juegos antiguos un ejemplo harto significativo de esta tradición:
¡Está bonita la tarde con aire y sol ligero! ¿A qué horas comenzarán a salir los muchachos? Ya me anda para que salgan. Jugaremos bonito porque la tarde está suave. Con el chiflido del pájaro clarín le hablaré al vale Cosileón. Luego juntos iremos a buscar al Tigre, a la Hiena, a Juan Leopardo y al vale Viborilla. Todos entendemos el chiflido del pájaro clarín: corneta, himno, y santo seña de nuestra palomilla, la brava palomilla del barrio de San Juan de Dios: el Tigre, la Hiena, Cosileón y Leopardo, Viborilla y la Fiebre, Pedrito el Carnicero, Jesús el del Herrador, yo Fermín —que me dicen Tildío y Alazán—, el Bronco que siempre se pelea con mi hermano el Ciempiés. La Tonina, el Lobo, el Tiburón y el Puercoespín, Rogelio, el Pez espada, y Ruperto, La Liendre; Duplán, El águila descalza; y Tereso Coyote; el Buey, el Toro, la Culebra, la Araña, el Ardilla, el Tifo, Ventarrón y el Caimán. Todos entendemos al chiflido del pájaro clarín…
Pero, al mismo tiempo, se convirtió en la posibilidad de reconocer a una persona de mejor manera por el apodo, que por el nombre propio. El mismo Ibargüengoitia que sirve de epígrafe a esta reflexión menciona que cuando se llama a la casa de alguien anunciando con toda solemnidad “Habla Jorge López Bermúdez”, no será extraño que el que contestó tape la bocina y grite a voz en cuello “Te habla el Fifirafas”. El apodo está en nuestra necesidad descriptiva, por llamarla de alguna forma. No será casualidad que uno de los apodos más comunes sea el de “El Chingón”, del cual Octavio Paz hace certera disección en El laberinto de la soledad.
Pero no sólo responde a un afán descriptivo el hecho de colocar apodos sobre las identidades “cívicas” o sobre los nombres comunes, corrientes y, no se olvide, propios. A veces la intención también es de denigrar, reducir, trasladar al depositario del apodo a un contexto distinto o que lo pueda “marcar” de alguna manera. Pensar que, por ejemplo, se tiene la idea errónea de que los apodos sólo surgen en las clases bajas o sólo son utilizados en determinados ambientes. Cuestión completamente falsa. El apodo trasciende por completo las clases sociales y se manifiesta con las mismas intenciones. Implica una suerte de familiaridad, familiaridad que puede ser de simpatía y cercanía pero que, también, puede ser de antipatía u odio.
Los medios de comunicación masiva, por su parte, han hecho gran trabajo para popularizar diversos motes que se asignan a figuras deportivas o del mundo del entretenimiento. Nadie puede desconocer los motes de el Finito, El Temo, el Niño de Oro, la Chiquita, el Púas, el Vasco. La necesidad de los medios de colocar el mote tiene como función acercarlos al contexto donde sus habilidades son apreciadas. Hacerlos parecer, en determinado momento, como parte de la palomilla, de la banda. Ésos héroes nada anónimos son como yo. Hasta apodo tienen. La familiaridad se construye como una posibilidad de acceso a una realidad que se concibe inalcanzable. El apodo acerca, carnaliza, desmitifica. Ricardo López Nava deja de serlo para pasar al consciente colectivo y al inconsciente histórico como el Finito.
En el caso de los delincuentes, el apodo refleja también una especie de narrativa si éste se refiere a cuestiones asociadas a los crímenes que cometieron. Nuevamente aludimos a la tradición literaria y cinematográfica: está el Zarco en la novelística de Ignacio Manuel Altamirano, pero también el Tuerto de la trilogía de Nosotros los pobres, o, más cercano en el tiempo, el Pig del Diablo Guardián de Xavier Velasco, por ejemplo.
En el caso de los narcotraficantes, el hecho de utilizar los apodos como una forma de generar una pérdida de identidad personal y convertirlos en una especie de inventario de personajes caricaturescos resulta, al menos para mí, demasiado elaborado para ser un plan trazado meticulosamente. De hecho, es casi seguro que la mayoría de esos apodos se generaron antes de que sus depositarios tuvieran la triste celebridad con la que cuentan actualmente. En general, la mayoría son descriptivos o responden a diminutivos de sus nombres utilizados en sus lugares de origen. No hay evidencia de que el apodo busque, específicamente, reducir o denigrar a alguno de éstos.
Sin embargo, el uso continuo y, sobre todo, el contexto en que se enuncian, le otorgan a estos apodos un significado y un referente que el lector, espectador o platicador cotidiano asume de inmediato como reducido o perteneciente a un mundo criminal. Esto es, se asume la vileza o el desacuerdo con la actividad que estos personajes realizan precisamente por la tarea de las personas, no por los apodos que ostentan. La referencia del mundo del crimen antecede al de la celebridad del apodo. Intentaré explicar este punto.
El apodo por sí mismo no dice nada. Si alguien plantea que a un cuate le llaman el Nalgón, a otro el Mayel, a otro el Mayo, o el Cacahuate, o la Mojarra, o el Licenciado, o el Tarzán, uno tendrá una regresión al contexto más cercano en que la existencia de estos apelativos sea posible: la prepa, la chamba, la oficina, el equipo del fut de los domingos, la familia cercana. Pero, en el momento en que se ubica a estos sobrenombres dentro de un contexto predeterminado, en este caso el mundo del narcotráfico, el apodo adquiere una nueva dimensión. Se ubica, a partir de ese momento, en el contexto en el cual el papel de los medios de comunicación lo han ubicado. Es decir, existe una especie de barrido de referentes previos para la existencia de un apodo y la referencia ofrecida por los medios se convierte en un referente único. Cuando se habla del Chapo o de El Señor de los Cielos, no hay ninguna posibilidad de confundir el referente porque éste se ha vuelto único. Es decir, sustituye al nombre propio incluso ante quienes nunca han tenido un contacto personal con el que es aludido.
No creo que sea un plan preconcebido. Probablemente tiene que ver más con una tradición heredada de las declaraciones ministeriales en que con un estilo que ya lo quisieran las mejores Crónicas de Indias, se da noticia de los diversos conflictos que surgen en el seno de la sociedad. Herencia también del más tradicional periodismo de nota roja. De hecho, es interesante observar el estilo de redacción de una nota deportiva, por ejemplo, y una de nota roja. En la primera el apelativo aparece en medio del nombre propio (Ricardo “el Tuca” Ferreti) mientras que en la segunda, tradicionalmente, aparece al final con un añadido: la palabra alias o la abreviatura (a) (Sandra Ávila Beltrán, alias La Reina del Pacífico). Alias tendría que ser, en realidad alia, proviene del latín alia nomine cognitu (denomina al “conocido por otro nombre como”). Pareciera que esa palabra le otorga, en el discurso utilizado por los medios, un contexto incluido en sí mismo. Alias refiere a las declaraciones ministeriales y a las relaciones del periodismo rojo y amarillo más eficaz en ventas, precisamente por los temas que aborda. De ahí que el deslizamiento de interpretación nos indique un contexto penitenciario y criminal casi de manera automática.
Para reforzar este argumento, convendría establecer un ejercicio mental. ¿Qué pasaría si un día, en las planas de los diarios, en los noticiarios de radio-TV y en los contenidos de la red, en lugar de aparecer los nombres propios y rimbombantes de nuestros políticos aparecieran con su respectivo añadido en el estilo descrito líneas arriba? Es decir, Andrés Manuel López Obrador alias El Peje, Roberto Madrazo alias El Maratonista, Enrique Peña Nieto alias El Baby Face, Jesús Ortega alias El Chucho, Beatriz Paredes alias La Bety, René Bejarano alias El Señor de la Ligas, Diego Fernández de Ceballos alias El Jefe. El estilo, en este caso, establece contexto. Y uno se imagina de la peor manera a tan ilustres personajes. Tal vez, incluso, con una marca de clase derivada de la celebridad previa al estilo. El apodo reduce sólo en los términos en que se establezca un lenguaje que refiera de manera inequívoca a un contexto predeterminado.
La autodenominación es otra cara de este proceso. El Pozolero del Teo decidió que fuera llamado así haciendo una descripción crudísima de su quehacer dentro del mundo del crimen. El apodo aseguró celebridad casi inmediata. Tradición que los asesinos seriales norteamericanos inauguraron. Casi nadie sabe el nombre de El Carnicero de Milwakee, o de El Vampiro de Dusseldorf, o de El Hijo de Sam. La asociación entre contexto y actividad es casi automática con respecto a un apodo, y más conflictiva con respecto a un nombre propio. Por cierto el Pozolero se llama Santiago Meza López, cosa que casi a nadie le importa.
          Total que en esto de los apodos la cuestión es simple, pero no lo suficiente. Los objetivos son diversos: familiaridad, desprestigio, simplificación, disminución. Cabe, sin embargo, recalcar la dosis de practicidad que hay en el uso de estos apelativos. Actualmente es más fácil para mí, humano con buena parte de capacidad memorística extirpada, recordar a las personas que se cruzan por mi vida más por los apelativos públicos que por su nombre real. Sé quién es el Muerto, el Brujo, la Negra, el Yunque, el Ruco, la Tachuela, el Cristo Botero, la Mami; no me pregunten, por favor, su nombre verdadero.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

tú eres Adrián el panda y yo Joel el marmota. Me gustó su texto, men.

Anónimo dijo...

el panda y la marmota seran por su panzota o por pura ...

tiburon jarocho dijo...

¡Genial escrito!, tengo algo similar y otro sobre nombres raros o no muy comunes.
¿Adónde puedo enviartelos?
Adolfo
Ps. elriande@hotmail.com

Édgar Adrián Mora dijo...

Tiburón: el correo del blog es fabricadepolvo@yahoo.com.mx