miércoles, febrero 27, 2013

La ciudad y la furia


Una de las cosas que más me llaman la atención de la literatura de Gabriel Vázquez es la capacidad que tiene para otorgar una solución estética a la tensión que une la ficción con lo que denominamos “vida real” o “realidad”. Sus cuentos aluden a esa parte del mundo que experimentamos a diario y que almacenamos como observaciones que tienden a ser desechadas sin mayor miramiento. Experiencias, le llaman los que se la dan de etiquetadores. Gabriel demuestra, no sólo en este libro sino en buena parte de su obra, me vienen de manera inevitable a la memoria los cuentos de Recuerdo de Cancún, que tiene una capacidad de observación de aquello que lo rodea a diario suficientemente desarrollada como para teorizar sobre las causas, los azares y el aparente caos de los mares de gente que a diario atraviesan nuestro campo visual y nuestro espacio vital.
        En Destinos furiosos nos encontramos con un catálogo de personajes que se desplazan por los territorios de lo urbano. Resulta reveladora la elección del título si lo contraponemos con la imagen que generalmente se asocia a las ciudades. Esa confrontación entre civilización y barbarie que nació en el siglo XVIII con el advenimiento de la modernidad y que sería reforzada con el desarrollo de la Revolución Industrial, primero, y después con el avance arrasador de las potencias capitalistas de gran avance tecnológico hasta nuestros días. La ciudad aparece como una tirana. Como un espacio en el cual lo que de bucólico refleja el campo, con esa idea de lo rural que cada vez más se desplaza a favor de una concepción casi desértica o de escenario apocalíptico dada la depredación de los recursos naturales y el imaginario de un planeta y una naturaleza a punto del colapso ecológico, desaparece.
        La furia hoy se traduce como estrés. Ya la película Un día de furia de Joel Schumacher reflejaba cómo ese amontonamiento de situaciones límites que se dan en las grandes urbes se vuelven campo de cultivo para una explosión de pronóstico reservado. La tensión acumulada se refleja en la vida de los hombres de a pie de múltiples maneras. Un caleidoscopio que incluye por igual la rutina como desesperación en la inmovilidad; el crimen violento como actividad accesoria; la vida nocturna como deporte extremo; el abandono de los niños a favor del papel regulador y anestesiante de la televisión y sus extensiones tecnológicas; la aglomeración de los autos con sus ruidos de motores y cláxons como el ruido blanco de todos los días; la necesidad de buscar vías de escape (las drogas, el sexo, el matrimonio) para huir de una realidad que no acaba de agradarnos; el desgaste y la manera en cómo las relaciones humanas, incluso las más cercanas, se va manifestando en forma de rencores, envidias o competitividad descarnada.
        No es una visión optimista. Debemos apuntar que tampoco es una visión nueva. La idea de una ciudad que termina con la “inocencia” y la “pureza” del ser humano está presente desde los autores del naturalismo a finales del siglo XIX. Y, en el contexto mexicano, desde los tiempos en que esta ciudad de México comenzó a extender sus tentáculos hacia las montañas, los valles y los lagos que rodeaban los trazados originales. Ahí están las películas de la época de oro que narran la manera en cómo las inocentes provincianas eran despojadas de su virginidad o de cómo los hombres que llegaban a las periferias miserables en crecimiento tenían que fajarse a los madrazos para que el respeto, esa cosa de mafiosos que acomoda tan bien en una sociedad cortesana como la nuestra, se convirtiera en su principal divisa. Pero no solamente en el pasado se encuentra esa idea de ciudad destructora, basta dar una vuelta por la oferta televisiva de señal abierta para constatar cómo la ciudad es el principal escenario de la degradación moral de sus habitantes. De los magnates encorbatados que aparecen en los noticiarios acusados de defraudación económica o política (generalmente ambas) hasta las mujeres y hombres que se prestan al espectáculo del amarillismo vía la inefable Laura Bozzo e imitadoras que le acompañan.
        Una de las cosas que no aparecen en el libro de Gabriel, y que se agradece bastante, es la victimización de los personajes que participan en sus historias. No hay inocentes, ni víctimas. Victimarios sí, a granel. Pero éstos no aparecen disfrazados de lobos feroces, sino de personas con las cuales podemos encontrar más de un punto de identificación. Con los cuales nos cruzamos, sin duda, en el día a día, con quienes forcejeamos en el metro o a quienes sobresaltamos con el sonido de nuestros gritos. Esos personajes que no son heroicos porque no pretenden serlo. Pero que quedan grabados en la memoria de manera indeleble. Van aquí unas someras descripciones:
        La primera de las cinco partes en que el autor divide su obra incluye dos relatos. En el primero “Asalto exprés”, un joven mesero asalta a unos comensales de fin de semana en una escala que hacen antes de que consigan “salir de la ciudad”, esa expresión que equivalente al escapar al caos y encontrar la paz. Estos dos desafortunados, más que encontrarse con la eterna primavera se topan de frente con el cañón de un arma, en apariencia, letal. Resulta una reflexión interesante acerca de cómo el miedo se ha convertido en una de las sensaciones recurrentes en nuestra paranoica realidad. Un miedo que, muchas veces, está fundado en la sorpresa y la sospecha más que en motivos concretos.
        “La soledad del francotirador” nos invita a visitar los pensamientos de un niño que se entretiene cazando reptiles que se muestran al sol. Es la crónica de un sobreviviente y de un solitario. De un pequeño que se concibe héroe y a quien el lector, al atestiguar el abandono en el que está creciendo, le concede tal concepción sobre sí mismo. Es un texto que explora la manera en cómo los niños generan realidades alternas, esas que habitan en su imaginación, para significarse. El francotirador se convierte en la metáfora de la contemplación paciente de una realidad inmóvil y una falta de expectativas que cada vez se revela más homogénea.
        La segunda parte también cuenta con dos relatos. En ésta atestiguamos, primero, la manera en cómo una vida puede extinguirse en cuestión de minutos, rodeada de espectacularidad pero sin nadie que realmente pueda describir con conocimiento de causa esa vida apagada. Es el caso de una maestra que en el día en que el reconocimiento por el cual ha esperado toda su vida llega, no tiene con quién compartirlo ni motivos suficientes para celebrarlo. Nos habla de las relaciones rotas que establece la necesidad laboral de las mujeres en una sociedad que ya no es la misma que antaño, con las ventajas y nuevas realidades que esto implica. Una de ellas, morir con la conciencia de que su hijo es un extraño para ella. Y que el sentimiento, por demás, es mutuo en el lado opuesto. “Tráfico”, se llama esta historia.
        En “La segunda vez”, por su parte, asistimos a la escenificación de la imaginación amorosa. Nos encontramos con un personaje a quien, a pesar de haber perdido parte de su cuerpo en las negociaciones de un secuestro, reincide en frecuentar aquellos ambientes que posibilitaron su primera desfortuna. Hay en éste una confianza ciega en concebir la bondad humana como una posibilidad en medio de una realidad que se empeña en demostrarnos lo contrario. La vida nocturna de la ciudad, con sus alientos alcohólicos, su brillantina entre los senos, su música de pasarela desnudista y la simulación de lazos emocionales es el espacio en el que este relato navega.
        El siguiente relato, “Tarambana, la bala perdida”, es mi preferido y el que considero mejor logrado de todo el volumen. Hay aquí una anomalía en la naturaleza del narrador que se vuelve inquietante pero que, al mismo tiempo, genera empatía a partir de las reflexiones que como voz narrativa expresa. El cuento es narrado por una bala perdida, que se llama como apunta el título, y que pone ante nuestros ojos la manera en cómo las balas aceptan su destino y se entregan a cumplir con sus cometidos. Es inevitable establecer la analogía entre lo que se plantea como una fantasía fincada en la violencia que cada día escala más en nuestro país y el destino que las personas tienen al reflexionar en su paso por este mundo. ¿Cuántos creeremos, después de leer el texto, que somos balas perdidas? ¿Cuántos se asumirán como balas de magnicidio o justicieras? ¿Cuántos, lo más desafortunados, se concebirán como balas de salva?
        “Las apariencias” nos muestra a un soberbio ejecutivo desempleado que tiene que hacer frente al vacío vital y a los reproches silenciosos de su esposa atendiendo una máxima de su triunfador hermano: “no podemos aceptar menos de lo hemos tenido alguna vez, hacerlo es convertirse en un fracasado”. Es así como su deambular por oficinas de empleo y anuncios clasificados se convierte en su rutina. Una rutina que amenaza con alargarse de manera indeterminada. Este relato nos pone sobre aviso acerca de lo difícil que resulta mantener ante los ojos del mundo, los demás que significan ese mundo, la construcción que sobre nosotros hacemos. Y se vuelve más complicado en cuanto las exigencias de ese mundo que ha crecido junto con nuestras simulaciones y aspiraciones crecen en requerimientos de tipo económico. Un texto sobre la manera en cómo la madurez (o la falta de esta) suele dar fuertes pisotones.
        “El comportamiento de los gases” nos narra el proceso a partir del cual la rutina construye la desilusión de alguien que espera una revelación al cumplir los parámetros del “deber ser” social. Un ser perfecto por decisión, que ha abandonado la precariedad emocional, la dependencia a los estimulantes, el caos y el jugar a ser un equilibrista sobre un cable tensado a varios metros del suelo. Como los gases, esa desilusión se va acumulando, satura hasta los más recónditos lugares del ser, comienza a ejercer presión sobre las paredes, hasta que éstas, un buen día, ceden a la acumulación. Lo interesante es imaginar si esos gases arderán y se disiparán de manera lenta o se consumirán, en cambio, en una espectacular explosión.
        El relato que cierra el volumen es “El único parecido”. Una historia de desamor y de cómo las elecciones afectivas no aciertan siempre entre el deseo y el destino. Un hombre que asume su derrota camina como un autómata entre las obligaciones que tiene como trabajador alienado y el rol que juega como esposo y padre ante una mujer que, hace mucho, dejó de interesarse en él. Hay una tensión que predispone al lector a un desenlace fatal, a un acumulado de rencores y certidumbres. Sin embargo, tal descarga de tensión no llega y el relato queda en un impasse que el lector, a partir de sus propios juicios y prejuicios tendrá que completar.
        Estos son los relatos que conforman el volumen que hoy estamos presentando. Hay entre todos ellos un contrapunto marcado por los fragmentos de prosa poética que van introduciendo cada una de las partes en las que Gabriel decidió dividir su obra. Prosas que nos indican lo que nos espera más allá de la furia y del ruido. Como la última:
Los amigos son amigos porque comparten un mundo, una realidad virtual y lo saben. Lo saben y lo callan, en la ciudad en la que todos se encuentran no hay espacio para la verdad, la apariencia es la moneda de cambio. Los besos no vuelven ni las sonrisas reaparecen, los faros se han apagado en una ciudad en la que la tormenta está siempre presente.
La ciudad tiene en cualquier esquina políticos vendidos, comprados, heridos, consecuentes, inocentes, perdidos, olvidados y vilipendiados, frases, slogans, fotografías, marchas, declaraciones rimbombantes, penas, historias con hemorragias imparables y destinos furiosos debajo del colchón.
Vuelve a casa, a encontrar todo igual, porque el que no cambia, como la ciudad, muere lentamente.
Por mi parte, vuelvo a casa contento por compartir un mundo con mi amigo Gabriel Vázquez, el mundo de estas historias que no están destinadas a morir debajo del colchón, sino a brillar con luz y furia propias.

Gabriel Vázquez, Destinos furiosos, Chetumal, Secretaría de Gobierno del Estado de Quintana Roo, 2012.

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