Una
de las cosas que más me llaman la atención de la literatura de
Gabriel Vázquez es la capacidad que tiene para otorgar una solución
estética a la tensión que une la ficción con lo que denominamos
“vida real” o “realidad”. Sus cuentos aluden a esa parte del
mundo que experimentamos a diario y que almacenamos como
observaciones que tienden a ser desechadas sin mayor miramiento.
Experiencias, le llaman los que se la dan de etiquetadores. Gabriel
demuestra, no sólo en este libro sino en buena parte de su obra, me
vienen de manera inevitable a la memoria los cuentos de Recuerdo
de Cancún, que
tiene una capacidad de observación de aquello que lo rodea a diario
suficientemente desarrollada como para teorizar sobre las causas, los
azares y el aparente caos de los mares de gente que a diario
atraviesan nuestro campo visual y nuestro espacio vital.
En
Destinos
furiosos nos
encontramos con un catálogo de personajes que se desplazan por los
territorios de lo urbano. Resulta reveladora la elección del título
si lo contraponemos con la imagen que generalmente se asocia a las
ciudades. Esa confrontación entre civilización y barbarie que nació
en el siglo XVIII con el advenimiento de la modernidad y que sería
reforzada con el desarrollo de la Revolución Industrial, primero, y
después con el avance arrasador de las potencias capitalistas de
gran avance tecnológico hasta nuestros días. La ciudad aparece como
una tirana. Como un espacio en el cual lo que de bucólico refleja el
campo, con esa idea de lo rural que cada vez más se desplaza a favor
de una concepción casi desértica o de escenario apocalíptico dada
la depredación de los recursos naturales y el imaginario de un
planeta y una naturaleza a punto del colapso ecológico, desaparece.
La
furia hoy se traduce como estrés. Ya la película Un
día de furia de
Joel Schumacher
reflejaba
cómo ese amontonamiento de situaciones límites que se dan en las
grandes urbes se vuelven campo de cultivo para una explosión de
pronóstico reservado. La tensión acumulada se refleja en la vida de
los hombres de a pie de múltiples maneras. Un caleidoscopio que
incluye por igual la rutina como desesperación en la inmovilidad; el
crimen violento como actividad accesoria; la vida nocturna como
deporte extremo; el abandono de los niños a favor del papel
regulador y anestesiante de la televisión y sus extensiones
tecnológicas; la aglomeración de los autos con sus ruidos de
motores y cláxons como el ruido blanco de todos los días; la
necesidad de buscar vías de escape (las drogas, el sexo, el
matrimonio) para huir de una realidad que no acaba de agradarnos; el
desgaste y la manera en cómo las relaciones humanas, incluso las más
cercanas, se va manifestando en forma de rencores, envidias o
competitividad descarnada.
No es una visión optimista.
Debemos apuntar que tampoco es una visión nueva. La idea de una
ciudad que termina con la “inocencia” y la “pureza” del ser
humano está presente desde los autores del naturalismo a finales del
siglo XIX. Y, en el contexto mexicano, desde los tiempos en que esta
ciudad de México comenzó a extender sus tentáculos hacia las
montañas, los valles y los lagos que rodeaban los trazados
originales. Ahí están las películas de la época de oro que narran
la manera en cómo las inocentes provincianas eran despojadas de su
virginidad o de cómo los hombres que llegaban a las periferias
miserables en crecimiento tenían que fajarse a los madrazos para que
el respeto, esa cosa de mafiosos que acomoda tan bien en una sociedad
cortesana como la nuestra, se convirtiera en su principal divisa.
Pero no solamente en el pasado se encuentra esa idea de ciudad
destructora, basta dar una vuelta por la oferta televisiva de señal
abierta para constatar cómo la ciudad es el principal escenario de
la degradación moral de sus habitantes. De los magnates encorbatados
que aparecen en los noticiarios acusados de defraudación económica
o política (generalmente ambas) hasta las mujeres y hombres que se
prestan al espectáculo del amarillismo vía la inefable Laura Bozzo
e imitadoras que le acompañan.
Una de las cosas que no
aparecen en el libro de Gabriel, y que se agradece bastante, es la
victimización de los personajes que participan en sus historias. No
hay inocentes, ni víctimas. Victimarios sí, a granel. Pero éstos
no aparecen disfrazados de lobos feroces, sino de personas con las
cuales podemos encontrar más de un punto de identificación. Con los
cuales nos cruzamos, sin duda, en el día a día, con quienes
forcejeamos en el metro o a quienes sobresaltamos con el sonido de
nuestros gritos. Esos personajes que no son heroicos porque no
pretenden serlo. Pero que quedan grabados en la memoria de manera
indeleble. Van aquí unas someras descripciones:
La primera de las cinco
partes en que el autor divide su obra incluye dos relatos. En el
primero “Asalto exprés”, un joven mesero asalta a unos
comensales de fin de semana en una escala que hacen antes de que
consigan “salir de la ciudad”, esa expresión que equivalente al
escapar al caos y encontrar la paz. Estos dos desafortunados, más
que encontrarse con la eterna primavera se topan de frente con el
cañón de un arma, en apariencia, letal. Resulta una reflexión
interesante acerca de cómo el miedo se ha convertido en una de las
sensaciones recurrentes en nuestra paranoica realidad. Un miedo que,
muchas veces, está fundado en la sorpresa y la sospecha más que en
motivos concretos.
“La soledad del
francotirador” nos invita a visitar los pensamientos de un niño
que se entretiene cazando reptiles que se muestran al sol. Es la
crónica de un sobreviviente y de un solitario. De un pequeño que se
concibe héroe y a quien el lector, al atestiguar el abandono en el
que está creciendo, le concede tal concepción sobre sí mismo. Es
un texto que explora la manera en cómo los niños generan realidades
alternas, esas que habitan en su imaginación, para significarse. El
francotirador se convierte en la metáfora de la contemplación
paciente de una realidad inmóvil y una falta de expectativas que
cada vez se revela más homogénea.
La segunda parte también
cuenta con dos relatos. En ésta atestiguamos, primero, la manera en
cómo una vida puede extinguirse en cuestión de minutos, rodeada de
espectacularidad pero sin nadie que realmente pueda describir con
conocimiento de causa esa vida apagada. Es el caso de una maestra que
en el día en que el reconocimiento por el cual ha esperado toda su
vida llega, no tiene con quién compartirlo ni motivos suficientes
para celebrarlo. Nos habla de las relaciones rotas que establece la
necesidad laboral de las mujeres en una sociedad que ya no es la
misma que antaño, con las ventajas y nuevas realidades que esto
implica. Una de ellas, morir con la conciencia de que su hijo es un
extraño para ella. Y que el sentimiento, por demás, es mutuo en el
lado opuesto. “Tráfico”, se llama esta historia.
En “La segunda vez”, por
su parte, asistimos a la escenificación de la imaginación amorosa.
Nos encontramos con un personaje a quien, a pesar de haber perdido
parte de su cuerpo en las negociaciones de un secuestro, reincide en
frecuentar aquellos ambientes que posibilitaron su primera
desfortuna. Hay en éste una confianza ciega en concebir la bondad
humana como una posibilidad en medio de una realidad que se empeña
en demostrarnos lo contrario. La vida nocturna de la ciudad, con sus
alientos alcohólicos, su brillantina entre los senos, su música de
pasarela desnudista y la simulación de lazos emocionales es el
espacio en el que este relato navega.
El siguiente relato,
“Tarambana, la bala perdida”, es mi preferido y el que considero
mejor logrado de todo el volumen. Hay aquí una anomalía en la
naturaleza del narrador que se vuelve inquietante pero que, al mismo
tiempo, genera empatía a partir de las reflexiones que como voz
narrativa expresa. El cuento es narrado por una bala perdida, que se
llama como apunta el título, y que pone ante nuestros ojos la manera
en cómo las balas aceptan su destino y se entregan a cumplir con sus
cometidos. Es inevitable establecer la analogía entre lo que se
plantea como una fantasía fincada en la violencia que cada día
escala más en nuestro país y el destino que las personas tienen al
reflexionar en su paso por este mundo. ¿Cuántos creeremos, después
de leer el texto, que somos balas perdidas? ¿Cuántos se asumirán
como balas de magnicidio o justicieras? ¿Cuántos, lo más
desafortunados, se concebirán como balas de salva?
“Las apariencias” nos
muestra a un soberbio ejecutivo desempleado que tiene que hacer
frente al vacío vital y a los reproches silenciosos de su esposa
atendiendo una máxima de su triunfador hermano: “no podemos
aceptar menos de lo hemos tenido alguna vez, hacerlo es convertirse
en un fracasado”. Es así como su deambular por oficinas de empleo
y anuncios clasificados se convierte en su rutina. Una rutina que
amenaza con alargarse de manera indeterminada. Este relato nos pone
sobre aviso acerca de lo difícil que resulta mantener ante los ojos
del mundo, los demás que significan ese mundo, la construcción que
sobre nosotros hacemos. Y se vuelve más complicado en cuanto las
exigencias de ese mundo que ha crecido junto con nuestras
simulaciones y aspiraciones crecen en requerimientos de tipo
económico. Un texto sobre la manera en cómo la madurez (o la falta
de esta) suele dar fuertes pisotones.
“El comportamiento de los
gases” nos narra el proceso a partir del cual la rutina construye
la desilusión de alguien que espera una revelación al cumplir los
parámetros del “deber ser” social. Un ser perfecto por decisión,
que ha abandonado la precariedad emocional, la dependencia a los
estimulantes, el caos y el jugar a ser un equilibrista sobre un cable
tensado a varios metros del suelo. Como los gases, esa desilusión se
va acumulando, satura hasta los más recónditos lugares del ser,
comienza a ejercer presión sobre las paredes, hasta que éstas, un
buen día, ceden a la acumulación. Lo interesante es imaginar si
esos gases arderán y se disiparán de manera lenta o se consumirán,
en cambio, en una espectacular explosión.
El
relato que cierra el volumen es “El único parecido”. Una
historia de desamor y de cómo las elecciones afectivas no aciertan
siempre entre el deseo y el destino. Un hombre que asume su derrota
camina como un autómata entre las obligaciones que tiene como
trabajador alienado y el rol que juega como esposo y padre ante una
mujer que, hace mucho, dejó de interesarse en él. Hay una tensión
que predispone al lector a un desenlace fatal, a un acumulado de
rencores y certidumbres. Sin embargo, tal descarga de tensión no
llega y el relato queda en un impasse
que el lector, a partir de sus propios juicios y prejuicios tendrá
que completar.
Estos son los relatos que
conforman el volumen que hoy estamos presentando. Hay entre todos
ellos un contrapunto marcado por los fragmentos de prosa poética que
van introduciendo cada una de las partes en las que Gabriel decidió
dividir su obra. Prosas que nos indican lo que nos espera más allá
de la furia y del ruido. Como la última:
Los
amigos son amigos porque comparten un mundo,
una realidad virtual y lo saben. Lo saben y lo callan, en la ciudad
en la que todos se encuentran no hay espacio para la verdad, la
apariencia es la moneda de cambio. Los besos no vuelven ni las
sonrisas reaparecen, los faros se han apagado en una ciudad en la que
la tormenta está siempre presente.
La ciudad tiene en
cualquier esquina políticos vendidos, comprados, heridos,
consecuentes, inocentes, perdidos, olvidados y vilipendiados, frases,
slogans,
fotografías, marchas, declaraciones rimbombantes, penas, historias
con hemorragias imparables y destinos furiosos debajo del colchón.
Vuelve a casa, a encontrar
todo igual, porque el que no cambia, como la ciudad, muere
lentamente.
Por mi parte, vuelvo a casa
contento por compartir un mundo con mi amigo Gabriel Vázquez, el
mundo de estas historias que no están destinadas a morir debajo del
colchón, sino a brillar con luz y furia propias.
Gabriel
Vázquez, Destinos
furiosos, Chetumal,
Secretaría de Gobierno del Estado de Quintana Roo, 2012.
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