jueves, marzo 21, 2013

Echarle ganitas



El “echarleganismo” es un mal patrio. Implica que se reconozca un esfuerzo mínimo, generalmente estéril, como si se tratara de una nueva enunciación de la teoría de la relatividad. Primo-hermano del “sehizoloquesepudo”, el “echarleganismo” es uno de los pretextos preferidos para hacerse el digno y ofenderse cuando alguien le dice al ofendido que “echarle ganitas” no es suficiente.
      Lo anterior a colación porque en estos días estoy haciendo evaluaciones preliminares a mis estudiantes de preparatoria y uno de ellos, con una candidez digna de mejor causa, me soltó el “debería evaluarme como 'bien' porque no terminé, pero sí le eché ganas”. Entonces le expliqué que soy un detractor de tan funesta ideología. Y se enojó. Y salió dando un portazo porque “no le reconocí el esfuerzo”. Esto que cuento a nivel de oficina de profesor asalariado se repite en escenarios que nos otrogan, incluso, elementos para discernir acerca de nuestra tan traída y llevada identidad nacional.
          Echarle ganas basta para que los fanáticos de un club de futbol cualquiera reafirmen su militancia porque sus jugadores “se rompieron el almeee” en la cancha, aunque hayan perdido por cinco a cero. El “echarleganismo” parece la corriente ideológica a la que se adhieren la mayoría de nuestros políticos profesionales: “nosotros queríamos ser honestos y trabajar para el pueblo; nos ganó la inercia, pero de que le echamos ganas, le echamos ganas".
          Esta funesta costumbre podría estar detrás del fatalismo con el que estamos dispuestos a asumir la derrota. “Echarle ganas” es suficiente. Lo importante no es ganar, sino echarle ganas. De tal manera, esta forma de asumir la vida se convierte en meta última. El reconocimiento no se da por alcanzar un objetivo previsto, sino por hacer “el máximo esfuerzo” para conseguirlo. A través de esta justificación uno está destinado a no fracasar (o a creer que no se fracasa) en los contextos más variados de la vida: el matrimonio (“antes del divorcio le echamos hartas ganas”), la crianza de los hijos (“le echamos hartas ganas para educarlo, pero al final le gustó más el chemo”), los objetivos laborales (“sabíamos que no terminaríamos, pero le echamos ganas”), la historia patria (“nos ganaron los franceses, pero el 5 de mayo le echamos hartas ganas”) y la función pública (“prometo echarle ganas a lo que tenga que hacer, y si no que la nación me lo demande”).
          Regreso al estudiante “echarleganoso”. Si se asume como suficiente el esfuerzo mínimo sin la obtención del resultado previsto, estaremos generando seres humanos incompletos que crecerán con la idea de que el esfuerzo, más que el hecho de concluir procesos, es la meta de la educación. Y eso nos da como resultado una realidad de sistema educativo trunco donde los estudiantes, los profesores y los funcionarios cumplen (o creen cumplir) con echarle ganas. Y no vale entonces exigirle más a casi cualquier eslabón del sistema porque todos, desde su cómoda posición, “le han echado ganas”.
          Sin educación, que es decir sin herramientas para interpretar, confrontar y transformar el mundo, los ciudadanos de un país se convierten en elementos de fácil manipulación, explotación y abuso por parte de aquellos que no se conformaron con “echarle ganas”. ¿Encuentran, como yo, más de un sentido en el orgullo extremo de ser (o cacarear ser) “la raza de bronce”? Échenle ganas, o no, ustedes deciden. 

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