El
“echarleganismo” es un mal patrio. Implica que se reconozca un
esfuerzo mínimo, generalmente estéril, como si se tratara de una
nueva enunciación de la teoría de la relatividad. Primo-hermano del
“sehizoloquesepudo”, el “echarleganismo” es uno de los
pretextos preferidos para hacerse el digno y ofenderse cuando alguien
le dice al ofendido que “echarle ganitas” no es suficiente.
Lo anterior a colación porque en estos días estoy haciendo evaluaciones
preliminares a mis estudiantes de preparatoria y uno de ellos, con
una candidez digna de mejor causa, me soltó el “debería evaluarme
como 'bien' porque no terminé, pero
sí le eché ganas”. Entonces le expliqué que soy un detractor de
tan funesta ideología. Y se enojó. Y salió dando un portazo porque
“no le reconocí el esfuerzo”. Esto
que cuento a nivel de oficina de profesor asalariado se repite en
escenarios que nos otrogan, incluso, elementos para discernir acerca
de nuestra tan traída y llevada identidad nacional.
Echarle
ganas basta para que los fanáticos de un club de futbol cualquiera
reafirmen su militancia porque sus jugadores “se rompieron el
almeee” en la
cancha, aunque hayan perdido por cinco a cero. El “echarleganismo”
parece la corriente ideológica a la que se adhieren la mayoría de
nuestros políticos profesionales: “nosotros queríamos ser
honestos y trabajar para el pueblo; nos ganó la inercia, pero de que
le echamos ganas, le echamos ganas".
Esta
funesta costumbre podría estar detrás del fatalismo con el que
estamos dispuestos a asumir la derrota. “Echarle ganas” es
suficiente. Lo importante no es ganar, sino echarle ganas. De tal
manera, esta forma de asumir la vida se convierte en meta última. El
reconocimiento no se da por alcanzar un objetivo previsto, sino por
hacer “el máximo esfuerzo” para conseguirlo. A través de esta
justificación uno está destinado a no fracasar (o a creer que no se
fracasa) en los contextos más variados de la vida: el matrimonio
(“antes del divorcio le echamos hartas ganas”), la crianza de los
hijos (“le echamos hartas ganas para educarlo, pero al final le
gustó más el chemo”), los objetivos laborales (“sabíamos que
no terminaríamos, pero le echamos ganas”), la historia patria
(“nos ganaron los franceses, pero el 5 de mayo le echamos hartas
ganas”) y la función pública (“prometo echarle ganas a lo que
tenga que hacer, y si no que la nación me lo demande”).
Regreso
al estudiante “echarleganoso”. Si se asume como suficiente el
esfuerzo mínimo sin la obtención del resultado previsto, estaremos
generando seres humanos incompletos que crecerán con la idea de que
el esfuerzo, más que el hecho de concluir procesos, es la meta de la
educación. Y eso nos da como resultado una realidad de sistema
educativo trunco donde los estudiantes, los profesores y los
funcionarios cumplen (o creen cumplir) con echarle ganas. Y no vale
entonces exigirle más a casi cualquier eslabón del sistema porque
todos, desde su cómoda posición, “le han echado ganas”.
Sin
educación, que es decir sin herramientas para interpretar,
confrontar y transformar el mundo, los ciudadanos de un país se
convierten en elementos de fácil manipulación, explotación y abuso
por parte de aquellos que no se conformaron con “echarle ganas”.
¿Encuentran, como yo, más de un sentido en el orgullo extremo de
ser (o cacarear ser) “la raza de bronce”? Échenle ganas, o no,
ustedes deciden.
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