lunes, julio 08, 2013

La Historia sólo es un jodido hecho tras otro

Las películas sobre maestros inspiradores suelen caer en cuestiones del tipo “solo contra el mundo” que ya Stand and Deliver (Ramón Menéndez, 1988) presentara en los años ochenta y que se convirtiera de tal forma en estereotipo hiperbólico que hasta una parodia de South Park cosechó posteriormente. El mismo camino recorren algunas otras cintas en donde la imagen del maestro queda impreso con colores pastel en la memoria de los estudiantes.
         The History Boys (Nicholas Hytner, 2006) pareciera andar por la misma senda, sólo que con algunas desviaciones que la ubican en un sitio distinto. Hay aquí una serie de reflexiones que nos llevan a pensar más allá de la historia anecdótica: ocho estudiantes de una preparatoria de medio pelo que sueñan con asistir a Cambridge y Oxford, la crema y nata de la vida universitaria británica. Y lo consiguen. Final que a nadie debería sorprender, puesto que la mayoría de los que nos acercamos a este tipo de cintas sabemos de antemano que el desenlace es así de previsible.
En este caso, lo interesante de la historia narrada tiene que ver con lo que pasa en el medio. Hay una revisión de lo que es la forma de asumir la educación y la enseñanza que a más de uno dejará pensando al menos hasta que termine la cinta. Por ejemplo, esta visión de estudiantes sabelotodos, fanáticos de la historia, cuya seguridad en el mundo y frente a sus semejantes se desprende del hecho de “saber”. Es decir, hay una reivindicación de la figura del nerd en estos ocho tipos que emanan seguridad por todos los poros. Que se sienten no sólo orgullosos de lo que son, sino también soberbios porque saben que tener el nivel académico que tienen los coloca sobre el resto de los mortales. Bueno, casi a todos, el personaje de Rudge (Rusell Tovey) parece ubicarse fuera de todo el escándalo y la algarabía que supone la posibilidad de asistir a una universidad de ese nivel: él quiere jugar rugby y, si hace todos los trámites que la escuela le pide para entrar a Oxford, es porque su padre y sus compañeros, más que él mismo, son quienes lo desean.
         Hay un contraste entre las formas de enseñanza. Entre un pragmático profesor Irwin (Stephen Campbell Moore) y un hedonista profesor Héctor (Richard Griffiths). Mientras uno insiste en encontrar la visión polémica de los temas asociados a la historia, el otro les pide no poder de vista que los hechos históricos existen de manera sincrónica con el resto de la vida. Mientras para uno es misión de vida conseguir que los muchachos ingresen a las universidades que se plantearon, para el otro eso no es más que una estupidez. Al lado de visiones polémicas sobre el Holocausto o la intervención inglesa en la Primera Guerra Mundial, se acomodan representaciones teatrales, memorización de poemas de la tradición británica y canciones populares de la época de oro de las comedias musicales. La conclusión a la que se llega después de ver las disertaciones de ambos profesores es que tanto uno como el otro tienen razón, que la visión de la cultura del mundo no se debería reducir a la erudición ni a la trivialidad, sino en encontrar la manera en cómo esas dos formas de concebir el mundo se sincronizan y le otorgan sentido a éste.
         Hay otra búsqueda en ese tránsito: el de la identidad de adolescentes que comienzan a hacerse conscientes del papel que les ha tocado representar en el mundo. O de la manera en cómo deciden asumir ese papel y decidir si lo quieren ejecutar. Entre todos esos personajes resaltan dos: Dakin (Dominic Cooper), un egocéntrico conquistador de mujeres que se encuentra temporalmente subyugado por la novedad y la energía del profesor Irwin a quien idolatra y desea conquistar; y Posner (Samuel Barnett), un púber que recién comienza a descubrir sus inclinaciones, que se sabe homosexual y que invierte todo su esfuerzo en tratar de entenderlo(se). No hay aquí juicios de valor que condenen las formas en que estos dos muchachos exploran esas sendas que deciden caminar.
         Tal vez el responsable de esa falta de condena tenga que ver con la fuerza que tiene el personaje del profesor Héctor. Un homosexual que no ha salido del clóset, que imagina que nadie sabe sus inclinaciones sin que se dé cuenta que son del dominio público. Los que lo saben de primera “mano” son sus propios estudiantes, quienes incluso bromean al respecto y admiran, en cierta manera, los escarceos patéticos de su profesor de “estudios generales”. Hay en Héctor, sin embargo, una dignidad que contrasta con su evidente sobrepeso, una naturaleza contradictoria entre su indiferencia de los juicios de los demás y sus quebrantos melancólicos. La escena en que se pregunta si la decisión de haberse convertido en profesor, y haber dedicado todo ese tiempo de su vida a serlo, fue la correcta, es de una tensión dramática suficiente como para desear darle un abrazo, cosa que sólo Posner, de manera parcial, hace.
         Hay otra cuestión interesante en este texto. La idea de una asexualidad prevista y aceptada con respecto de la relación entre profesor y estudiante. La revelación pública del hecho que Héctor manosee a uno de sus alumnos pone en relieve la humanidad de éste último y, a sabiendas de que el estudiante sabía que eso ocurriría, las cuestiones que los estudiantes asumen de manera natural, sin sorprenderse en demasía. Hay una relación erótica en el proceso de aprendizaje, dice en alguna parte Héctor, es una acción amorosa el depositar en otro el conocimiento que se atesora para que éste no muera. Algunos no están de acuerdo, como el caso de la profesora Lintott (Frances de la Tour), pero esa reflexión le ayuda a mencionar algo en lo que es imposible no reparar: “los estudiantes no se dan cuenta que los profesores también somos seres humanos. Y, a veces, cuando lo hacen, no saben de qué manera deben reaccionar. Nosotros tampoco”. Una cinta más que recomendable. 

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