¿Qué encanto hay en la sonrisa de los niños? ¿Por qué nos gusta escuchar sus risas francas, más francas que cualquiera, ante los más ridículos motivos? Como hablar como creemos que hablan los niños (agugu-tata y demás), hacer las caras chistosas que a un adulto más que risa le generaría piedad, contar historias sobre ángeles y conejitos, hacer ruidos que en otro contexto generarían repulsión y, sobre todo, cantar tonadas sobre muñecos muy guapos de cartón o elefantes columpiándose en la tela de una araña.
No escatimamos los medios para conseguir que los niños rían. ¿Por qué? ¿Acaso nos recuerda que la inocencia perdida está encerrada en esos sonidos que a nadie le perecen desagradables? ¿Nos hace preguntarnos acerca del momento en que comenzamos a cuestionarnos el motivo de la risa? El fin de la infancia, tal vez, esté marcado por esta toma de conciencia: la de los motivos que nos animan a reír. A soltar la carcajada sin más búsqueda que la de mostrar una felicidad que, de manera repentina, nos embarga.
Hay un momento en la vida en que renunciamos a la risa. En que nos parece que no hay demasiados motivos que nos merezcan ésta. Nos volvemos unos cretinos juzgones, unos amargados sin remedio. La risa de los otros nos molesta. Se nos hace exagerada, ridícula,... infantil.
Dejar de ser niño, entonces, nos parece una renuncia. La renuncia a reír cuando nos plazca por los motivos más simplones. Ser adulto implica renunciar a demostrar la alegría, a dar mayor valor a los "asuntos serios". Ser una "persona seria" deviene sinónimo de "ser confiable".
Todo esto a raíz de que, sin más, me he descubierto buscando con denuedo la risa de mis sobrinos. Es una sensación que me genera un placer inexplicable. Que me anima, en el momento en que consigo mi objetivo, a reír también animado por mi pequeño triunfo. Y entonces pienso que debería escribir algo al respecto. Y vuelvo a ponerme serio.
Hablar de la risa es destruirla, o algo así, decía un tipo que sabía de qué hablaba. Tenía razón. Pero no es para alarmarse. Siempre habrá un niño a la mano (esos locos bajitos) que nos sirvan de pretexto para poder reír un rato sin temor a que nos cuestionen el motivo. Permitirnos, durante un instante, que la infancia, como enfermedad benigna, nos contagie.
¿Agugu-tata?
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