martes, octubre 26, 2004

MANUAL DE SUICIDIOS

La piedad y la misericordia de los hombres por los hombres. Si a la hora de la muerte de un hombre, se reuniese la piedad de todos los hombres para no dejarle morir, ese hombre no moriría.
César Vallejo


Camina por la calle. Pantalones negros de mezclilla. Playera negra con logo ilegible. Botas de minero desgastadas. Camisa de franela amarrada a la cintura. Gorra de beisbolista. Cara adusta. Brazos flacos, esqueléticos. Flaco, flaco, flaco. De sus orejas penden arracadas destellantes. De su cabeza interminables cabellos. Pesar a cuestas. Lluvia que arrecia conforme la ciudad se oscurece. Oscuridad que quema conforme la ropa se empapa. Ojos atentos. Oídos escudriñantes. Sueños perdidos.
Fin del inventario
Camina despacio. A lo lejos, casi frente a su rostro se oyen sirenas aullantes que transportan como ángeles despistados a la muerte en sus entrañas. Automóviles que conducen sin titubear a los autómatas que sentados al volante creen comerse a la vida cuando ésta los ha lanzado al pavimento hechos mierda. Pobres pendejos. Diálogo existente en algún lugar interno, acaso interrumpido por la respiración jadeante y el vapor que se escabulle en el aire enrarecido de una ciudad que duerme soporíficamente al arrullo de cuerpos torneados y electricidad sangrante. Paranoia accesible en rayos catódicos y cinescopios parlantes. Soledad compartida. Indiferencia ensayada mientras pasan aullantes los fantasmas de la muerte cubiertos de acordeón y cajas de chicles. Si tan solo tuviera.... Pero no tiene. El abismo en las bolsas del pantalón es tan grande como la oscuridad que el gusano anaranjado va horadando en la tierra. Se abren puertas. Los zombies caminan por instinto, de vez en cuando aventuran una mirada sin comprometerse. Hay que descansar. Dormir el sueño de los justos. Cómo si no supieran que toda su vida es un pinche sueño. Ganar el derecho a comer, cagar, coger y morir. Caminar temerosos de la muerte. Cuando todo lo que hacen es trabajar para ella.

El gusano se detiene. Abre sus orificios excretores y arroja a la superficie un montón de carne humana lista para el insomnio de la noche. Las ruedas no avanzarán más por hoy, alguien se ha tirado a los andenes. Maledicencia pública ignorante de la muerte que divertida se pasea entre las caras deformadas por el odio y los cuerpos incapaces de emitir otro grito que no sea el del involuntario cansancio. Chingada madre. Separación de entes que lúbricamente frotan sus cuerpos en el anonimato de la multitud. Penes erectos que imaginan penetrar en vaginas escondidas al fondo del pudor. Cachondería galopante. Imaginación desbordada que se corta de tajo ante la travesura que la muerte ha tendido en los rieles del veloz tren. Los camilleros juegan al rompecabezas humano. El cuerpo tiene que llegar completo a su lugar: la tierra devorante o el cielo dispersor. Tierra o fuego, no hay otro camino. Las ratas no piensan lo mismo. En algún lugar esperan que un dedo quede olvidado para convertirse en el desayuno de lujo, en la comida imposible, en la cena inolvidable. Los coágulos de sangre escurren lentamente de un ojo prendido a las llantas del vagón. El ojo extraviado no acierta a dónde dirigir la mirada.

Ha vuelto a la superficie. Ahí donde lo vimos por primera vez. Pateando una lata vacía de refresco que se estrella contra un portón haciendo monumental escándalo. Risa contenida al observar una mariposa de noche que se azota repetidamente contra una lámpara y cae finalmente agotada mientras describe en el suelo movimientos de agonía. Zapato generoso que en ademán sádico termina con el sufrimiento que se expande en el aire enrarecido de la noche. Caminar rabioso que desprecia las distancias deseando encontrar una luciérnaga que se prenda instantánea a su pecho y caliente a intervalos su alma, que tan gastada e inservible no logra calentar el cuerpo que poco a poco se va adhiriendo al abandono. Sin embargo, en la ciudad las luciérnagas no existen, murieron cuando la luz perdió sentido. Murió cuando se nos olvidó a qué horas sale el sol. No importa. Nunca ha importado. ¿Por qué ahora?.

Sube un puente peatonal y observa anonadado las luces que han matado a las luciérnagas. Resplandecen en altos anuncios espectaculares. Brillan en el alumbrado de las calles. La luz camina devorando los pocos residuos de oscuridad que quedan. Aparece un rayo luminoso, se acerca rápidamente y desaparece en cuatro llantas. La luz montada sobre incontables caballos de fuerza. La luz escapa de la luz hiriendo la oscuridad, haciéndola llorar en lluvia, en tormenta. La ropa empapada no pueda salvar más gotas de agua y deja que se arrastren sobre el cuerpo flaco y caigan al suelo estrellándose de cabeza. Piensa en arrojarse del puente. En acabar con el dolor que le aprisiona el cuerpo y le hace sudar hielo seco que escapa hacia el cielo. El último límite. Duda en arrojarse. Imagina el golpe seco sobre el parabrisas de algún animal mecánico, la cara de estupor del conductor, la sangre lavada por el agua y los limpiadores de caucho, la ambulancia veloz que con sus aullidos anuncia la cercanía del fin. Pinche mundo culero. Baja las escaleras al otro lado del puente. Las lágrimas se confunden con la lluvia que inclemente no para de caer.

Llega nuevamente al suelo. A su derecha escucha quejidos apagados y voces entrecortadas. La evidencia de manos que hurgan en la oscuridad buscando un cuerpo afín. Exploración de humedades que dejan escapar un dolor a placer que se escurre por las grietas del dolor. Bocas que en desesperada ansiedad desean cubrir la totalidad del otro cuerpo, de la otra boca que explora entre dientes y lengua el exorcismo necesario para sobrevivir a la pasión. Entrepiernas mojadas que haciendo caso omiso de la lluvia se regocijan en su humedad. Genitales deseosos de caer uno en el abismo del otro, penetrarse mutuamente entre gritos y juramentos, entre palabras dichas al oído y músculos tensos, para al fin derramar sobre el abismo el fuego contenido por las vísceras y la ceguera. Amor de escasa duración. La mirada insistente no tarda en ser descubierta.
- ¿Qué ves pendejo?
Desvía la mirada. Chinga tu madre pendejo. Los pies comienzan nuevamente a moverse mientras recuerda lo sucedido aquella noche. La mujer acostada boca arriba en la cama gimiendo ante la arremetida de un cuerpo ajeno y desconocido. El estupor dibujado en su rostro. La ignorancia de saberse observado. Los gemidos que taladran el cerebro hasta desear que éste estalle. Los juramentos tantas veces pronunciados para los oídos que no son aquellos que se mueven arriba del cuerpo derribado. Las formas ausentes que regocijan a un ser invasor de lo sagrado y ladrón descarado de la inocencia fingida. El deseo satisfecho en otro lugar. La Traición. El Engaño. La vida entregada en prenda al mejor postor. Puta, mil veces puta. Él había jurado consagrarse a esa mujer, perder por siempre la propiedad de sí para convertirse en la propiedad de la otra. Esa que ahora montaba felizmente sobre el caballo del deseo. Esa que disolvía en alcohol todo lo que quería. Que no conservaba la más mínima idea de lo que representaba el amor. ¡A la chingada!. No sabrá nunca que la vio cogiendo con otro. Que la vio distorsionar su rostro hasta desconocerla. Callará, fingirá que todo sigue igual y que la rabia no existe. Al fin el enojo se disuelve con el tiempo. Pero el tiempo es muy espeso, se pone cada vez más pesado hasta que es imposible moverlo y solidifica. Se queda ahí, fijo en el pensamiento que no es el mejor recipiente para guardar el olvido. Y cuando se queda quieto empieza a taladrar las carnes, la conciencia, la razón y llega hasta la incertidumbre. La duda. El lugar donde las máscaras no son necesarias porque todo es engaño, todo es falso. Hasta la vida.

No le dirá que la vio. No tiene derecho sobre su cuerpo pero si puede reclamar su alma. Declarar lo que se cree perdido como susceptible de ser recuperado. No el cuerpo que se mueve rítmicamente en el compás del coito interminable, sino el alma que espera al fondo del estanque despejar el vacío y arrojar la soledad fuera de sí. Quemar los recuerdos para revivir la ansiedad. Abatir la angustia para recuperar el deseo. Pero no se lo va a decir. Primero me muero. Eso. La muerte como la vía de escape, la fuente purificadora de todas las cosas que se pierden en la distancia. La Muerte. El olvido para recordar. La inexistencia de lo presente. La partida del que se queda. Lo inexplicable sin rencor. El máximo sacrificio para purificar lo que ha sido manchado. El amor etéreo. La muerte.
Se ha parado a mitad de la calle y espera recibir un rayo que lo derribe sobre el pavimento y lo conduzca a lograr su propósito. Espera paciente que la tierra se abra y sus entrañas aprisionen el cuerpo hasta volverlo nada. Vacío. Inexistencia. Inmóvil cree sentir que la sangre escurre por sus huesos e intenta germinar en la tierra. Hacer crecer ríos de sangre que corran hasta que sus olas lo ahoguen. Ríos de sangre que asesinen que maten sin pudor. Inmóvil sobre la calle no sabe que hacer. Quiere gritar pero los sonidos no acuden en su auxilio. Respira de una manera desesperada hasta sentir que el aire es insuficiente. Todo el aire del mundo podría entrar por sus pulmones y no alcanzarle. Sigue llorando. Esperando que las lágrimas que corren por su cuerpo sean tan ácidas que lo quemen y lo disuelvan en un intangible vapor de vida. La Muerte. Es inútil. No tiene la facilidad para la destrucción. Autodestrucción que desea pero que no puede llevar a cabo. ¿Por qué no existe un pinche Manual de Suicidios?.

Los sonidos desaparecen cuando se habla o se piensa de muerte. La vista se nubla y la piel se contrae. Es por eso que no puede ver el auto que se acerca. Frena bruscamente y deja salir dos sombras que se hacen cómplices de la noche. Lo toman de las manos y a empujones lo meten al animal que dominado no para de rugir despidiendo tufos carbónicos. Residuos del fuego inexistente. Respiración trabajosa que impulsa al animal a tomar el río de asfalto y perderse entre el llanto de las piedras. Forcejeo en el interior. Gritos callados por el frío cañón sobre la nuca. Deseos de terminar con todo. Un pedazo de plomo y la vida escurriendo entre las comisuras de los labios, escapando a gotas que no se dejan atrapar. Vida roja, líquida, cálida. Carmín de lujo en los labios de la muerte. Sangre corriendo por la carne inanimada. Jala el gatillo pinche puto. Impacto esperado que no llega nunca.
El auto se detiene. Baja la sombra con el arma y lo obliga a salir. El conductor sonríe mientras sube el volumen de la música, notas cargadas de terror que crecen y se multiplican. Carcajadas que aumentan la intensidad tras el control de alcohol que mancha el aire enrarecido. Matorrales que ofrecen esconder el acto presintiendo el desenlace.
-Ahora sí cabrón. Pórtate bien y no te va a pasar nada...
Cierre de pantalón que baja lentamente mientras los ojos pugnan por romper la oscuridad. Tufo alcohólico que se acerca cada vez más a su destino. Erección plena se presenta a la batalla. Reacción rápida e imprevista, manos que forcejean alrededor del arma muda. Grito de plomo que ensordece el golpe contra el suelo. Un cuerpo cae ante la destrucción premeditada del silencio. El cuerpo se retuerce un momento para después dejar escapar el ánima que presurosa escapa entre las copas de los árboles. Inmóvil sobre el suelo muestra las nalgas en repelente gesto. La cabeza destrozada deja escapar masas informes que se esparcen por el suelo como clara de huevo destruido. Manantial de sangre que escapa presuroso por los surcos de la cara. Ojos que capturan el Polaroid del momento de la sorpresa. Final apresurado, casi instantáneo. Ante la muerte la otra sombra sube al auto y empuñando el látigo de acero se aleja del lugar. El sobreviviente ha quedado parado en el mismo lugar donde ha sucedido el destino. Donde el fuego inclemente del azar ha decidido la suerte de los gladiadores, persiguiendo con cada oscuridad el momento del último respiro.
Observa el arma. Acaricia temeroso el cañón que ha dejado oir su poder. Dirige los ojos al cielo. Dios mío. Busca consuelo sin encontrarlo. Agita violentamente el cuerpo que sin voluntad ha quedado inmóvil. Muerto. Voltea la cabeza para todos lados. Sin darse cuenta empieza a llorar cuando la lluvia ha dejado de caer. Lágrimas rojas, llanto de sangre. Pero no es más que el reflejo que la luna dibuja sobre el rostro que ha envejecido velozmente. Dolor. Cae de rodillas. Aprieta los ojos hasta exprimir el último residuo de agua salada. Gime y vacía su estómago repetidas veces sobre la tierra.

Entonces silbo. Sus ojos se clavan desesperados en mi rostro. Sonrío. No atina que hacer. Aprieta el arma y encañona mi cuerpo como cámara en descontrol cinematográfico. Le muestro algo que he escrito sobre el cuerpo de la noche con la fosforescencia de mis dedos: Manual de Suicidios. ¿Qué mamada?. Sigue apuntándome con el arma mientras voltea a todos lados. Lo miro por un momento y después escribo en el aire justo debajo del primer letrero otra frase: Primer paso (único): Amar por eternidad el vacío. Su mirada y la del arma siguen sin moverse de mi rostro. Clavo inclemente las agujas de mis ojos en su cuerpo. Empieza a temblar de manera incontrolable. El arma se tambalea en el aire ante el súbito ataque de movimiento. No puede controlar su cuerpo. Se azota repetidas veces contra el suelo y el tronco de un árbol. La cabeza es arrojada contra las piedras que cubren el camino. Se calma finalmente. El sudor le escurre por los poros como hormigas en persecución de delicioso manjar. Temo que se diluya. Me mira por un momento. No estoy loco. Aprieta fuertemente el arma. Introduce el cañón por su boca y alimenta su incertidumbre con dos balas. Antes de caer me dedica una sonrisa. No me muevo por un instante, sus dientes blancos han quedado fijos en mi memoria como clavos de ataúd. Logró su objetivo. Descansa en el suelo con los ojos abiertos y la sonrisa en la boca. A su lado el otro cuerpo empieza a ser absorbido por la tierra. Los cuerpos inventados no soportan ser pisoteados por el tiempo.

Huele a hierba, a agua, a nube y luz. Huele a vida. Tomo el arma que ha quedado atrapada entre los dedos y vacío el plomo que queda sobre el cuerpo inerme. La meto en una bolsa de mi gabardina y emprendo nuevamente el vuelo. El sol comienza a aparecer sobre la ciudad que aletargada despierta bostezando una larga serie de ojeras y malas caras. De autos embotellados, de miradas coincidentes, de vehículos saturados. El humo no me deja ver con toda claridad que es lo que pasa allá abajo. Patrullas y ambulancias dirigen el concierto de ruido insoportable. Soundtrack del sueño. La pistola pesa y mi ropa se estira hasta casi tocar las antenas de televisión. Me resigno a abandonarla en el cráter de un volcán. Doy un largo respiro y regreso al suelo. Camino sin rumbo. Sabiendo lo que busco pero no muy dispuesto a encontrarlo. En una esquina observo a una mujer que abandona una caja de zapatos a las puertas de una gran mansión. Toca el timbre. La mujer observa a todos lados y después se aleja corriendo hasta detenerse en la otra esquina. Espía. Alguien ha salido de la casa y toma la caja en donde un niño llora incontrolable. El hombre que lo ha recogido hace un gesto, observa a ambos lados de la calle y entra cerrando la puerta tras de sí. La mujer tiene el impulso de regresar corriendo. Se contiene. Voltea su cuerpo esquelético y sigue el curso de sus lágrimas calle abajo. La miro por un momento. Sus pies descalzos van dejando pedazos de arrepentimiento sobre el empedrado. Camina lentamente como arrastrando el gran saco que la culpa le coloca en las espaldas. La sigo tranquilo. Sobre sus huellas mis zapatos van dejando manchas de carbón. Voy tras ella. Tal vez resulte una buena historia...


Bejero, Santa Fe, Abril de 1995. (Nostalgia reencontrada)

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