jueves, julio 24, 2008

Perros intentando agarrar su propia cola (Sobre El laberinto de la soledad


Me dirijo, de esta forma, a las individualidades colectivas, tanto como a las colectividades individuales y a los que, entre unas y otras, yacen marchando al son de las fronteras o, simplemente, marcan el paso inmóvil en el borde del mundo.
CÉSAR VALLEJO


Uno de los datos que la mayoría de los mexicanos más o menos informados tiene acerca de cultura general es aquél que responde a la pregunta de quién es el único mexicano que ha ganado el Premio Nobel de Literatura, ese galardón que es ambicionado por la mayoría de las personas que, dedicadas a las áreas en las que la Academia Sueca entrega los premios, tiene como máximo objetivo dentro de su ascenso hacia el reconocimiento. Ese dato se ha convertido en una más de las cosas que se asumen sin detenerse a pensar en las razones por las cuales se otorga la respuesta casi automática.
          Saber que Octavio Paz es el único Premio Nobel mexicano, implica de entrada una inexactitud, en realidad son dos los mexicanos que se han hecho acreedores al premio, el científico Mario Molina obtuvo el galardón en el área de la Química en años recientes. Por otro lado, implica una memoria que ha quedado impresa más como un dato mnemotécnico que como un conocimiento consciente de su obra. De esa obra fecunda en dos géneros literarios preponderantemente: la poesía y el ensayo. Es en este último en el que se inscribe el libro que ahora nos preparamos a reseñar: El laberinto de la soledad.
          Paz va a escribir esta obra en 1950, en la mitad justa del siglo XX como una forma de explicar(se) la razón por la que el mexicano es como es. Este trabajo es la descripción de lo que representa ser mexicano, buscando la respuesta a esta cuestión en la historia. Posteriormente, en 1969 escribirá desde Austin, Texas, una extensión a la primera versión a la que titulará Postdata (en el que intentará poner en perspectiva histórica los hechos de 1968, referidos a la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco), ya que, como él mismo lo apunta al inicio de esta parte extra, asegura que es una extensión de aquello que había escrito casi veinte años antes. El laberinto... se convertirá con el tiempo en uno de los pilares fundamentales del desarrollo del pensamiento en lengua española que un latinoamericano hacía sobre su propia identidad y que, en muchos casos, podía proyectarse a situaciones similares en otras partes de Latinoamérica. Con este ensayo magistral, Paz continuaba con la obra de Alfonso Reyes que en La X en la frente ya comenzaba a deslindar, con un sentido del humor agradecible, las características que pertenecían a esa identidad trunca que era la identidad mexicana. Samuel Ramos hará otro tanto con una de sus obras más famosas, Psicología del mexicano, mientras que Roger Bartra con La jaula de la melancolía terminaría con esa tarea comenzada en esos años precedentes. El caso de Ibargüengoitia con Instrucciones para vivir en México, se cuecen aparte porque la intención es lúdica más que analítica o filosófica.
          Paz asegurará, en una entrevista con Claude Fell en noviembre de 1975 y publicada en la revista Plural, que lo hecho no tenía que ver con el esfuerzo que esos pensadores precedentes hicieron dentro de su época. Mientras ellos propugnaban por descifrar el ser del mexicano, Paz intentaba interpretar su historia. “El mexicano —afirmará en Postdata— no es una esencia sino una historia”. Es a partir de esa historia que el poeta comienza a desarrollar un trabajo de interpretación de lo mexicano partiendo desde distintas zonas. Se enfrenta a ello, por ejemplo, desde el lenguaje popular; desde la interpretación histórica de acontecimientos inaugurales o traumáticos de la historia nacional; desde la observación de la manera en que el entorno histórico se manifiesta en las actitudes y creencias de los mexicanos en la vida cotidiana; desde el desciframiento de los mitos; desde la disección del dolor histórico.
          El libro está dividido en nueve partes que se constituyen, con suma facilidad, tanto en textos que pueden ser concebidos por separado como en piezas de un rompecabezas multiforme. Tales partes son: “El pachuco y otros extremos”, “Máscaras mexicanas”, “Todos Santos. Día de muertos”, “Los hijos de la Malinche”, “Conquista y Colonia”, “De la Independencia a la Revolución”, “La “inteligencia mexicana””, “Nuestros días” y un apéndice al que titula “La dialéctica de la soledad”. El orden de tales capítulos implica, en algunos casos, una justificación cronológica con respecto a los procesos descritos y, en otros, una progresión conveniente si tomamos en cuenta los conceptos que el autor va desgranando a lo largo del texto.
          El laberinto de la soledad habla de las circunstancias y características en las que es posible identificar lo que el mexicano es como habitante de una nación que nunca acaba de encontrarse. Paz comienza describiendo un proceso en el cual la construcción de la identidad es uno de los fenómenos más preocupantes y visibles de todos: la idea del pachuco como un ser escindido que busca una identificación cimentada en su doble referencia identitaria, por un lado la que le viene de nacimiento (los orígenes, los mitos, la “forma de ser” mexicano) y por el otro aquello a lo que ambiciona pertenecer (lo gringo, lo ajeno, lo considerado superior). Sin embargo, en ese proceso se llega a una especie de descubrimiento en que salta a la vista el proceso doloroso y continuo de construcción de la identidad.
          Los capítulos siguientes aluden a la capacidad del mexicano para camuflarse, de muy diversas maneras, para no descubrirse (ante sí y ante los demás), desarrollando para esto la posibilidad de ocultarse ante los demás, para pasar desapercibido. Es encomiable y harto luminosa la búsqueda que Paz hace en este libro del significado de las palabras y las frases que se usan comúnmente para describir maneras de comportamiento y manías heredadas. La idea de no abrirse ante el extraño, ante el extranjero, de una negación ante la rendición que no tiene que ver con una conciencia activa en cuanto a sus realizaciones se ve sintetizada, según Paz, en esa frase que se ha convertido hasta en himno de inflamado patriotismo: no te rajes. Rajarse es abrirse, abrirse es perder. Ante eso, la resignación y la resistencia pasiva es preferible. En esa lógica de la historia y de la construcción de la identidad, es más heroico resistir la violencia que ejercerla.
          El Nobel mexicano va a fundamentar su diatriba y su pasión explicativa en hechos históricos y en sesudas observaciones que tienen su origen en la vida cotidiana. Para Paz, es necesario resolver el enigma que representa el proceso de pérdida-construcción-asimilación-transformación de la identidad nacional desde la revisión e interpretación histórica. En alguna parte del texto afirmará: “En suma, la historia podrá esclarecer el origen de muchos de nuestros fantasmas, pero no los disipará. Sólo nosotros podemos enfrentarnos a ellos. O dicho de otro modo: la historia nos ayuda a comprender ciertos rasgos de nuestro carácter, a condición de que seamos capaces de aislarlos y denunciarlos previamente. Nosotros somos los únicos que podemos contestar a las preguntas que nos hacen la realidad y nuestro propio ser”.
          El autor comienza a desgranar esas observaciones y juicios prácticamente remitiendo su reflexión hacia el origen. Un origen que se parte en dos vertientes: por un lado, la imagen de la muerte como una figura tutelar, al mismo tiempo amiga/compañera, como aliada/disfraz; por el otro en un origen que recurre a una referencia biológica pero que centra el análisis en una figura mítica: la madre. Para Paz, la idea de la madre está resumida en la expresión de la Chingada. Ese vocablo que aparece cada 15 de septiembre en México, fecha en la que se celebra la independencia de la Corona española: ¡Viva México, hijos de la Chingada!, representa la confirmación de esa relación conflictiva del mexicano con su identidad. El grito va dirigido hacia un extraño inidentificable, es afirmación que al mismo tiempo es agresión contenida. Los otros fuera de ese grito son los que no se asumen como parte de los que gritan. Los extranjeros, los extraños, los otros que no soy yo, o que no son como yo. Acerca de la Chingada como figura mítica, Paz va a decir: “¿Quién es la Chingada? Ante todo es la Madre. No una madre de carne y hueso, sino una figura mítica. La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la Maternidad, como la Llorona o la “sufrida madre mexicana” que festejamos el diez de mayo. La Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre.”. Si la Chingada es la madre violada, estamos ante una de las disyuntivas que se plantea el mexicano como cuestión de búsqueda de identidad y de su propio origen. El padre violador aparece entonces como otra de las figuras inaugurales de ese Partenón mítico: el Gran Chingón. Es apasionante la forma en la que Paz hace eco de las palabras para transformarlas en referencias significativas acerca de las respuestas a preguntas concretas: ¿qué somos? ¿cómo nos hemos formado? ¿de dónde venimos? ¿hasta dónde llegaremos? Las palabras, tal como el Paz poeta aconsejaba en un poema, son cogidas del rabo, desmenuzadas, destripadas, y tal como lo preveía, las putas chillan.
          Si quisiéramos resumir el interés y el contenido de este libro, bastaría con decir que desmenuza de manera acertada las referencias míticas que el desarrollo histórico de un país como México ha generado y asimilado imperceptible e inconscientemente. Mito e Historia se confunden, se mezclan y se reconocen en este trabajo, monumental por las posibilidades de interpretación que abrió para entender la originalidad y la incertidumbre de saber quién somos. Al final del libro esperamos encontrar una salida adecuada al laberinto en el que hemos dado vueltas sobre el mismo círculo o, como decía Goethe, como un perro pretendiendo atrapar su cola.

Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México,
Fondo de Cultura Económica,
1997 [1950].


1 comentario:

Anónimo dijo...

De hecho son tres premios nobel. En 1982, Alfonso García Robles compartío el nobel de la Paz con la diplomatica sueca Alva Myrdal. A ambos los galardonaron por sus trabajos en favor del desarme mundial.
Y ni creas que te lo digo por ser muy ilustrada, pero resulta que en mi casa precisamente teníamos "El libro del año" de 1983 y ahí leí ese dato. A mis 10 años, hija de la guerra fría y la era nuclear siempre me pareció importantísimo que hubiera ganado el premio un Méxicano.