La originalidad consiste en ver algo que aún no puede nombrarse a pesar de estar ya a vista de todos. Según esté generalmente constituida la gente el nombre es lo primero que hace visible una cosa. Las personas originales han sido también en su mayoría las que imponen nombres.
Nietszche, La gaya ciencia
Hay una genial tira de Mafalda (como casi todas las tiras de este entrañable personaje) en la cual se encuentran la mayoría de sus amigos en el salón de clases. La maestra está relatando el proceso mediante el cual Cristóbal Colón consiguió financiar su empresa marítima: “...y pese a las burlas y a la incomprensión de todos, Colón seguía afirmando que la tierra era redonda”, a lo que Manolito desde el fondo del salón exclamaba en medio de una carcajada: “¡Redonda...! ¡Qué bruto!”. Pasó mucho tiempo antes de que se me ocurriera pensar en la reacción instintiva de Manuel Goreiro. ¿De verdad es una reacción bestia, como opinaría, seguramente, Susanita? Tendríamos que plantear preguntas o emitir frases con esa carga de absoluta verdad para probar nuestro tiempo de reacción. Probemos, por ejemplo, con un clásico: ¿Alguien sabe quién descubrió América? Supongo que nuestra velocidad de reacción ha sido más rápida que la de un auto deportivo. “¡Cristóbal Colón el 12 de octubre de 1492!”, hemos casi gritado al darnos cuenta que sabemos la respuesta.
Pero, ¿alguna vez nos hemos detenido a pensar en el significado de tal frase? “Colón descubrió América”. ¿Es que acaso América no existía? ¿Por qué se dice que “la descubrió”? ¿Para “quién” la descubrió? Esas y algunas otras preguntas igual de interesantes son las que un día se planteó el historiador Edmundo O’Gorman en la redacción de su libro La invención de América. La edición de la que hablaremos a partir de este momento ha tenido, por necesidad, una historia pausada y cada vez más enriquecida. Hacia 1940, le fue encargada a O’Gorman la edición de una obra monumental acerca de la historia de América (La Historia natural y moral de las Indias, escrita por el padre José de Acosta). Fue después del estudio y lectura exhaustiva de este libro que el autor comenzó a plantearse una cuestión fundamental: ¿cómo era que la aparición de América en el seno de la cultura occidental podía ser explicada simplemente con que un día “fue descubierta”?
El pensador se dio a la tarea entonces de tratar de discernir la manera en que, repentinamente y sin mayor cuestionamientos, se aceptaba la idea de la existencia del continente como una cuestión dada. Como si de repente uno caminara por la calle y se encontrara, de improviso, una moneda en el suelo y nunca se planteara cómo había llegado hasta ahí. O’Gorman partió de considerar a la definición de América como una cuestión ontológica. Es decir, revisar el proceso mediante el cual América se concibió como una “entidad histórica”. Más claro, plantear la historia de América, lo que implicaba aclarar su génesis; y no hablar de la historia sobre América, lo que exigía deslizarse por encima de un objeto (geográfico y cultural) existente sin mayor conflicto. Así pues, el investigador se dio cuenta que era una misión interpretativa con argumentos históricos la que tenía que emprender si decidía llevar a buen puerto sus pesquisas alrededor de tal problema. Por lo tanto, O’Gorman se dio a la tarea, no de hacer la relación del “Descubrimiento de América”, sino de explicar el origen de la “idea de que América había sido descubierta”.
De esas reflexiones resultó un concepto que al autor, con el tiempo, le pareció insuficiente: “la conquista filosófica de América”. La descripción de ese proceso dio a la luz la aparición de un texto en 1942, Fundamentos de la historia de América, al que seguirían consecuentemente tres más que ahondarían en esa preocupación: Crisis y porvenir de la ciencia histórica (1947), La idea del descubrimiento de América. Historia de esa interpretación y crítica de sus fundamentos (1951) y La invención de América. El universalismo de la Cultura de Occidente (1958). Si prestamos atención en este último título ya aparece la palabra “invención” como eje explicativo del nacimiento de América como ente histórico para la cultura occidental.
¿De dónde provino plantear el concepto de “invención"? ¿Cómo fue que se sustituyó por el de “conquista filosófica” o, más aún, por el de “descubrimiento”? La respuesta la da el historiador cuando afirma que no se puede pensar en una “creación” de América, porque esto implicaría la producción de algo desde la nada (ex nihilo); pero que la idea de “invención” implicaba plantearlo como un proceso de llenar de significado una idea dentro del pensamiento occidental. Esto es, no se trataba de explicar el descubrimiento de una entidad física (la extensión territorial del continente), sino el de la invención de una idea a partir de una interpretación ontológica (esto es, el ser de América).
La síntesis de todo ese esfuerzo interpretativo que llevó casi veinte años fue publicado tal como lo conocemos hoy en día en el idioma de Shakespeare (y de Whitman y de Allan Poe) en los Estados Unidos, concretamente en Bloomington, por la Indiana University Press en 1961. Traducida al inglés por el mismo autor, fue reeditado con añadidos y complementos en 1972 por la Greenwood Press de West Port, Connecticut.Finalmente, la edición definitiva se publicó en español en México en 1977 bajo el sello del Fondo de Cultura Económica con un subtítulo que lo diferenciaba de la edición anterior: La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir.
El cuerpo del libro se divide en cuatro partes, cada una de ellas indispensables para explicar la tesis que el autor plantea desde el Prólogo de la obra: América es una invención del mundo occidental del siglo XVI. En la primera parte, titulada “Historia y crítica de la idea del descubrimiento de América”, O’Gorman se dedica a explorar los textos y las relaciones que dan a Colón el crédito como el “descubridor” de un nuevo continente. Aquí no se plantea la llegada de los marinos europeos a las nuevas tierras como una carrera dentro de los carriles de la historia. Atendiendo a otras investigaciones, se puede especular que antes de la misión de Colón habían arribado a tierras americanas los navegantes nórdicos, algunos mencionan algunos vestigios polinesios y, unos más audaces, hablan de cierta expedición china. Pero el investigador no toma en cuenta estos arribos a una realidad física (el continente americano) sino el proceso que llevó a cargar de significado tal arribo, esto es, la concepción de que América era un nuevo continente. La comparación que el autor presenta es clarificadora y, en cierto sentido, polémica. Plantea el hallazgo de un manuscrito valiosísimo en determinado archivo medieval por un intendente. El mozo de limpieza lo observa con ojos interesados pero, al final, no puede saber qué es lo que ha encontrado. Es entonces que lo lleva ante un erudito que, seguramente, tendrá más luces al respecto. El erudito se da cuenta de la importancia del descubrimiento y se apresura a explicarlo, ubicarlo dentro de un contexto que haga más fácil su descripción y, finalmente, sacarlo a la luz. La pregunta clave en esta alegoría es ¿a quién corresponde la gloria del hallazgo? ¿al intendente que no supo nunca que había encontrado? ¿o al erudito que lo llenó de significado? A lo largo de su brillante disertación tomamos conciencia de una cosa importantísima: se atribuye a Colón el descubrimiento de un nuevo mundo cuando éste nunca tuvo conciencia ni convencimiento de que había arribado a nuevas tierras continentales. El Almirante genovés morirá en Valladolid en 1506 convencido de que había llegado al Asia tomando la ruta del poniente.
En “El horizonte cultural”, la brillante y amena pluma del historiador nos lleva por las nociones e ideas que daban sentido y contexto al mundo en aquellos días en que la expedición colombina fue llevada a cabo. Las concepciones que había acerca de la conformación del mundo, la convicción inamovible de que sólo existían tres partes de tierra en el planeta (el orbis terrarum) que excluía a América y a la, en ese momento, inexistente Oceanía, las concepciones religiosas, las ideas acerca de la forma del planeta, etcétera. Todas esas creencias se unirán a textos de referencia (sobre todo relaciones de viaje como las de Marco Polo) para que Colón no pueda aceptar la posibilidad de que había arribado a un mundo nuevo. Las láminas que incluye el autor en esta parte son, de verdad, esclarecedoras.
En “El proceso de la invención de América”, el autor se dedica a desmenuzar y argumentar con conocimiento de causa la forma en que Europa comenzó a fabricar una idea de las tierras que se hallaban hacia occidente. Así mismo comienza a desarrollarse los estudios en el sentido de que se había arribado a una zona del planeta que nadie había previsto: ni los geógrafos, ni los marinos, ni los sabios, y, mucho menos, los teólogos. La imagen del mundo como se concebía hasta ese momento se comienzan a fracturar por todos lados y se tiene que reconstruir tomando en cuenta esa nueva entidad continental. El clímax de este proceso llegará con la publicación, entre 1503 y 1504, de la carta titulada en latín Quator Americi Vesputti navigationes en la que Américo Vespucio anuncia que, después de revisar las evidencias que rodearon al proceso del “descubrimiento”, Colón había arribado a un mundus novus. Este texto fue incluido con cartografías de Martín Waldseemûller que ilustraban las ideas de Vespucio en un célebre folleto de la Academia de Saint-Dié llamado la Cosmographiae Introductio. Ahí es también donde nace la nomenclatura de nuestro continente, ya que la publicación apuntaba que como la idea de un nuevo continente “había sido concebida por Vespucio, no parece que exista ningún motivo justo que impida que se la denomine Tierra de Américo, o mejor aún, América, puesto que Europa y Asia tienen nombres femeninos”.
Al final del libro, en “La estructura del ser de América y el sentido de la historia americana”, O’Gorman se dedica a caracterizar los mecanismos a partir de los cuales América se llegó a convertir en una entidad histórica que había tenido que ser inventada, significada y adaptada a las concepciones del mundo de ese momento. Así mismo se hace una reflexión acerca de la necesidad de aprender a pensar la historia de América desde otras perspectivas y dejar a un lado la tentación de seguir dando como ciertos los sobreentendidos que la historia oficial ha ido creando. Cuestionar los supuestos absolutos a final de cuentas.
Todo lo cual me lleva al principio de este escrito. Al momento en el cual Manolito lanza ese “¡Redonda..! ¡Qué bruto!”. Antes de juzgarlo a la ligera, a mí me gusta imaginar un siguiente cuadro que Quino, en nombre del humor, jamás dibujaría. En ese cuadrito, Manolito se para frente a la clase, cual Galileo frente a la Inquisición, y afirma doctamente: “La tierra no es redonda, esto es, una esfera. La tierra es un geoide”, después de lo cual tomaría asiento con una sonrisa de lado a lado. Las ventajas de la duda razonada.
Edmundo O’Gorman, La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir, México, Fondo de Cultura Económica, 2001 [1977].
Pero, ¿alguna vez nos hemos detenido a pensar en el significado de tal frase? “Colón descubrió América”. ¿Es que acaso América no existía? ¿Por qué se dice que “la descubrió”? ¿Para “quién” la descubrió? Esas y algunas otras preguntas igual de interesantes son las que un día se planteó el historiador Edmundo O’Gorman en la redacción de su libro La invención de América. La edición de la que hablaremos a partir de este momento ha tenido, por necesidad, una historia pausada y cada vez más enriquecida. Hacia 1940, le fue encargada a O’Gorman la edición de una obra monumental acerca de la historia de América (La Historia natural y moral de las Indias, escrita por el padre José de Acosta). Fue después del estudio y lectura exhaustiva de este libro que el autor comenzó a plantearse una cuestión fundamental: ¿cómo era que la aparición de América en el seno de la cultura occidental podía ser explicada simplemente con que un día “fue descubierta”?
El pensador se dio a la tarea entonces de tratar de discernir la manera en que, repentinamente y sin mayor cuestionamientos, se aceptaba la idea de la existencia del continente como una cuestión dada. Como si de repente uno caminara por la calle y se encontrara, de improviso, una moneda en el suelo y nunca se planteara cómo había llegado hasta ahí. O’Gorman partió de considerar a la definición de América como una cuestión ontológica. Es decir, revisar el proceso mediante el cual América se concibió como una “entidad histórica”. Más claro, plantear la historia de América, lo que implicaba aclarar su génesis; y no hablar de la historia sobre América, lo que exigía deslizarse por encima de un objeto (geográfico y cultural) existente sin mayor conflicto. Así pues, el investigador se dio cuenta que era una misión interpretativa con argumentos históricos la que tenía que emprender si decidía llevar a buen puerto sus pesquisas alrededor de tal problema. Por lo tanto, O’Gorman se dio a la tarea, no de hacer la relación del “Descubrimiento de América”, sino de explicar el origen de la “idea de que América había sido descubierta”.
De esas reflexiones resultó un concepto que al autor, con el tiempo, le pareció insuficiente: “la conquista filosófica de América”. La descripción de ese proceso dio a la luz la aparición de un texto en 1942, Fundamentos de la historia de América, al que seguirían consecuentemente tres más que ahondarían en esa preocupación: Crisis y porvenir de la ciencia histórica (1947), La idea del descubrimiento de América. Historia de esa interpretación y crítica de sus fundamentos (1951) y La invención de América. El universalismo de la Cultura de Occidente (1958). Si prestamos atención en este último título ya aparece la palabra “invención” como eje explicativo del nacimiento de América como ente histórico para la cultura occidental.
¿De dónde provino plantear el concepto de “invención"? ¿Cómo fue que se sustituyó por el de “conquista filosófica” o, más aún, por el de “descubrimiento”? La respuesta la da el historiador cuando afirma que no se puede pensar en una “creación” de América, porque esto implicaría la producción de algo desde la nada (ex nihilo); pero que la idea de “invención” implicaba plantearlo como un proceso de llenar de significado una idea dentro del pensamiento occidental. Esto es, no se trataba de explicar el descubrimiento de una entidad física (la extensión territorial del continente), sino el de la invención de una idea a partir de una interpretación ontológica (esto es, el ser de América).
La síntesis de todo ese esfuerzo interpretativo que llevó casi veinte años fue publicado tal como lo conocemos hoy en día en el idioma de Shakespeare (y de Whitman y de Allan Poe) en los Estados Unidos, concretamente en Bloomington, por la Indiana University Press en 1961. Traducida al inglés por el mismo autor, fue reeditado con añadidos y complementos en 1972 por la Greenwood Press de West Port, Connecticut.Finalmente, la edición definitiva se publicó en español en México en 1977 bajo el sello del Fondo de Cultura Económica con un subtítulo que lo diferenciaba de la edición anterior: La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir.
El cuerpo del libro se divide en cuatro partes, cada una de ellas indispensables para explicar la tesis que el autor plantea desde el Prólogo de la obra: América es una invención del mundo occidental del siglo XVI. En la primera parte, titulada “Historia y crítica de la idea del descubrimiento de América”, O’Gorman se dedica a explorar los textos y las relaciones que dan a Colón el crédito como el “descubridor” de un nuevo continente. Aquí no se plantea la llegada de los marinos europeos a las nuevas tierras como una carrera dentro de los carriles de la historia. Atendiendo a otras investigaciones, se puede especular que antes de la misión de Colón habían arribado a tierras americanas los navegantes nórdicos, algunos mencionan algunos vestigios polinesios y, unos más audaces, hablan de cierta expedición china. Pero el investigador no toma en cuenta estos arribos a una realidad física (el continente americano) sino el proceso que llevó a cargar de significado tal arribo, esto es, la concepción de que América era un nuevo continente. La comparación que el autor presenta es clarificadora y, en cierto sentido, polémica. Plantea el hallazgo de un manuscrito valiosísimo en determinado archivo medieval por un intendente. El mozo de limpieza lo observa con ojos interesados pero, al final, no puede saber qué es lo que ha encontrado. Es entonces que lo lleva ante un erudito que, seguramente, tendrá más luces al respecto. El erudito se da cuenta de la importancia del descubrimiento y se apresura a explicarlo, ubicarlo dentro de un contexto que haga más fácil su descripción y, finalmente, sacarlo a la luz. La pregunta clave en esta alegoría es ¿a quién corresponde la gloria del hallazgo? ¿al intendente que no supo nunca que había encontrado? ¿o al erudito que lo llenó de significado? A lo largo de su brillante disertación tomamos conciencia de una cosa importantísima: se atribuye a Colón el descubrimiento de un nuevo mundo cuando éste nunca tuvo conciencia ni convencimiento de que había arribado a nuevas tierras continentales. El Almirante genovés morirá en Valladolid en 1506 convencido de que había llegado al Asia tomando la ruta del poniente.
En “El horizonte cultural”, la brillante y amena pluma del historiador nos lleva por las nociones e ideas que daban sentido y contexto al mundo en aquellos días en que la expedición colombina fue llevada a cabo. Las concepciones que había acerca de la conformación del mundo, la convicción inamovible de que sólo existían tres partes de tierra en el planeta (el orbis terrarum) que excluía a América y a la, en ese momento, inexistente Oceanía, las concepciones religiosas, las ideas acerca de la forma del planeta, etcétera. Todas esas creencias se unirán a textos de referencia (sobre todo relaciones de viaje como las de Marco Polo) para que Colón no pueda aceptar la posibilidad de que había arribado a un mundo nuevo. Las láminas que incluye el autor en esta parte son, de verdad, esclarecedoras.
En “El proceso de la invención de América”, el autor se dedica a desmenuzar y argumentar con conocimiento de causa la forma en que Europa comenzó a fabricar una idea de las tierras que se hallaban hacia occidente. Así mismo comienza a desarrollarse los estudios en el sentido de que se había arribado a una zona del planeta que nadie había previsto: ni los geógrafos, ni los marinos, ni los sabios, y, mucho menos, los teólogos. La imagen del mundo como se concebía hasta ese momento se comienzan a fracturar por todos lados y se tiene que reconstruir tomando en cuenta esa nueva entidad continental. El clímax de este proceso llegará con la publicación, entre 1503 y 1504, de la carta titulada en latín Quator Americi Vesputti navigationes en la que Américo Vespucio anuncia que, después de revisar las evidencias que rodearon al proceso del “descubrimiento”, Colón había arribado a un mundus novus. Este texto fue incluido con cartografías de Martín Waldseemûller que ilustraban las ideas de Vespucio en un célebre folleto de la Academia de Saint-Dié llamado la Cosmographiae Introductio. Ahí es también donde nace la nomenclatura de nuestro continente, ya que la publicación apuntaba que como la idea de un nuevo continente “había sido concebida por Vespucio, no parece que exista ningún motivo justo que impida que se la denomine Tierra de Américo, o mejor aún, América, puesto que Europa y Asia tienen nombres femeninos”.
Al final del libro, en “La estructura del ser de América y el sentido de la historia americana”, O’Gorman se dedica a caracterizar los mecanismos a partir de los cuales América se llegó a convertir en una entidad histórica que había tenido que ser inventada, significada y adaptada a las concepciones del mundo de ese momento. Así mismo se hace una reflexión acerca de la necesidad de aprender a pensar la historia de América desde otras perspectivas y dejar a un lado la tentación de seguir dando como ciertos los sobreentendidos que la historia oficial ha ido creando. Cuestionar los supuestos absolutos a final de cuentas.
Todo lo cual me lleva al principio de este escrito. Al momento en el cual Manolito lanza ese “¡Redonda..! ¡Qué bruto!”. Antes de juzgarlo a la ligera, a mí me gusta imaginar un siguiente cuadro que Quino, en nombre del humor, jamás dibujaría. En ese cuadrito, Manolito se para frente a la clase, cual Galileo frente a la Inquisición, y afirma doctamente: “La tierra no es redonda, esto es, una esfera. La tierra es un geoide”, después de lo cual tomaría asiento con una sonrisa de lado a lado. Las ventajas de la duda razonada.
Edmundo O’Gorman, La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir, México, Fondo de Cultura Económica, 2001 [1977].
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