La Revolución Mexicana es el evento histórico más importante del siglo XX para nuestro país. De manera total marcó el destino de lo que seríamos en el futuro y sentó las bases del sistema político, económico y social que prevalece prácticamente hasta nuestros días. La posibilidad de su realización en un país colindante con los Estados Unidos le otorga también un aire de singularidad, si tomamos en cuenta la política de intervención que el vecino país adoptó desde mediados del siglo XIX (y que le costó a México la mitad de su territorio).
Debemos dejar claro, también, que el proceso que configuró lo que hoy llamamos “la Revolución”, no fue un acontecimiento librado y resuelto en un solo día, el 20 de noviembre de 1910. Esta fecha marcó sólo el inicio de lo que duraría más de una década. Y para lo cual no hay consenso de término. Algunos afirman que la Constitución promulgada el 5 de febrero de 1917 representa la cristalización de los anhelos expresados por los diversos grupos que participaron del proceso armado y de negociación posterior; otros apuntan que el proceso finaliza con el término del conflicto cristero, que se constituyó como una reacción armada a diversas situaciones de cambio que anunciaba el final del proceso; algunos más, marcan la fundación del Partido Nacional Revolucionario como el punto de conclusión de la lucha; mientras, unos más, afirman que el final de la Revolución coincide con el final del periodo presidencial de Lázaro Cárdenas y la llegada al poder, sin asonadas militares, a través del partido oficial y con un aire civilista total, de Manuel Ávila Camacho.
Lo interesante de analizar este periodo no reside en los acuerdos inexistentes sobre su también azarosa periodización, sino en la naturaleza misma del proceso. En las fuerzas que se revelaron en diversos momentos y, sobre todo, en el aire épico que le imprimieron las masas de los ejércitos populares que se convirtieron en un elemento de presión y de acción política que lograron modificar, en diversos grados, su propia situación vital. Así pues, no queda más que intentar seguir el hilo de las luchas que dieron forma y sentido a esta Revolución.
Debemos dejar claro, también, que el proceso que configuró lo que hoy llamamos “la Revolución”, no fue un acontecimiento librado y resuelto en un solo día, el 20 de noviembre de 1910. Esta fecha marcó sólo el inicio de lo que duraría más de una década. Y para lo cual no hay consenso de término. Algunos afirman que la Constitución promulgada el 5 de febrero de 1917 representa la cristalización de los anhelos expresados por los diversos grupos que participaron del proceso armado y de negociación posterior; otros apuntan que el proceso finaliza con el término del conflicto cristero, que se constituyó como una reacción armada a diversas situaciones de cambio que anunciaba el final del proceso; algunos más, marcan la fundación del Partido Nacional Revolucionario como el punto de conclusión de la lucha; mientras, unos más, afirman que el final de la Revolución coincide con el final del periodo presidencial de Lázaro Cárdenas y la llegada al poder, sin asonadas militares, a través del partido oficial y con un aire civilista total, de Manuel Ávila Camacho.
Lo interesante de analizar este periodo no reside en los acuerdos inexistentes sobre su también azarosa periodización, sino en la naturaleza misma del proceso. En las fuerzas que se revelaron en diversos momentos y, sobre todo, en el aire épico que le imprimieron las masas de los ejércitos populares que se convirtieron en un elemento de presión y de acción política que lograron modificar, en diversos grados, su propia situación vital. Así pues, no queda más que intentar seguir el hilo de las luchas que dieron forma y sentido a esta Revolución.
En el curso de mi vida política he dado suficientes pruebas de que no aspiro al poder, a cargo, ni empleo de ninguna clase; pero he contraído también graves compromisos para con el país por su libertad e independencia. [...]
Combatiremos pues, por la causa del pueblo, y el pueblo será el único dueño de su victoria. "Constitución de 57 y libertad electoral" será nuestra bandera; "menos gobierno y más libertades" nuestro programa. [...]
Que la elección de Presidente sea directa, personal, y que no pueda ser elegido ningún ciudadano que en el año anterior haya ejercido por un solo día autoridad o encargo cuyas funciones se extiendan a todo el Territorio Nacional. [...]
Que ningún ciudadano se imponga y perpetúe en el ejercicio del poder, y ésta será la última revolución.
Porfirio Díaz,
“Plan de La Noria”,
noviembre de 1871.
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