martes, octubre 12, 2010

¡Ay que tiempos, señor Don Simón!

Nadie podía prever que Porfirio Díaz llegaría al poder enarbolando la misma bandera que utilizarían sus adversarios en 1910 para forzar su renuncia: la no reelección. Y es que Díaz, furibundo liberal defensor de los principios de soberanía defendidos por éstos, sería uno de los principales críticos del poder excesivo que concentró Benito Juárez en sus consecutivas reelecciones. Esa centralización del poder lo llevarían a enfrentar al Benemérito en 1871 con el Plan de la Noria y a Sebastián Lerdo de Tejada en 1876 con el Plan de Tuxtepec.
          Esa lucha contra la renuencia a abandonar la silla presidencial tentaría también a Díaz que fungirá como Primer Mandatario durante siete periodos que abarcan los años de 1877 a 1910, con el paréntesis formal que significó la presidencia de su compadre Manuel González entre 1884 y 1888. En ese proceso de resistencia a abandonar el poder, Díaz se las ingeniará para construir un sistema político que le permitiera, primero, eliminar los obstáculos para garantizar su reelección inmediata e indefinida en 1890 y, después, conseguir en 1903 la ampliación del periodo presidencial a seis años, situación que podemos relacionar con el inicio de los sexenios que caracterizan hasta la actualidad al periodo presidencial mexicano.
          El porfiriato tiene dos momentos dentro de su desarrollo. El de la primera presidencia de Díaz junto con el periodo presidencial de Manuel González corresponde a un esfuerzo por consolidar la unidad del territorio, la conciliación entre los grupos que se habían enfrentado de manera reiterada en las disputas liberales-conservadoras de la segunda mitad del siglo XIX. En este periodo la tensa relación del Estado con la Iglesia se modificó, mostrándose el régimen porfirista más tolerante y permisible que los gobiernos liberales que le precedieron. La Iglesia recuperó buena parte de su minada influencia durante esta época.
Una frente alta, amplia, llega oblicuamente hasta el cabello blanco y rizado; sobre los ojos café oscuro de mirada sagaz que penetran en el alma, suavizados a veces por inexpresable bondad y lanzando, otras veces, rápidas miradas soslayadas, de reojo -ojos terribles, amenazadores, ya amables, ya poderosos, ya voluntariosos-, una nariz recta, ancha, fuerte y algo carnosa cuyas curvadas aletas se elevan y dilatan con la menor emoción. Grandes mandíbulas viriles que bajan de largas orejas finas, delgadas, pegadas al cráneo; la formidable barba, cuadrada y desafiante; la boca amplia y firme sombreada por el blanco bigote; el cuello corto y musculoso; los hombros anchos, el pecho profundo. Un porte tenso y rígido que proporciona una gran distinción a la personalidad, sugiriendo poder y dignidad. Así es Porfirio Díaz a los 78 años de edad.
James Creelman,
“El presidente Díaz, héroe de las Américas”,
18 de febrero de 1908.
El segundo momento refiere de 1890 a 1908 y representa el intervalo de tiempo en el cual don Porfirio logró consolidar una cantidad enorme de poder que ejerció de manera personalista, con el apoyo de caciques y gobernadores de los diversos estados que se constituían en su corte de incondicionales. Esta es la etapa en que la represión y el autoritarismo se recrudecen de manera creciente en la misma medida en que la inconformidad y la protesta iban exigiendo cada vez mayores espacios en una sociedad que se había cerrado sobre sí misma, con una manía solipsista que pretendía negar cualquier posibilidad de crítica o disenso.
          Incluso esos espacios estaban vetados al interior de los grupos de soporte de la dictadura. En la conformación de sus cuadros, se podían identificar diversas tendencias que se disputaban los favores del Gran Elector: sobrevivían políticos liberales con influencias en diversos estados del sureste, como Joaquín Baranda; había emergido un grupo de capitalinos de clase alta que intentaban imponer una visión "científica" de la administración gubernamental, los positivistas acaudillados por uno de los hombres más caros al régimen, José Yves Limantour; y, finalmente, sobrevivían jefes militares con poder sobre tropa y ascendencia entre diversas capas de la sociedad, como Bernardo Reyes, que se constituyó, a la larga, en una de las amenazas más reales al poder de Díaz. "Divide y vencerás", parecía la consigna bajo la cual el reparto de los puestos burocráticos y los espacios de poder simbólico se distribuían.
          Y es que, a pesar de la imagen monolítica que rodea al porfiriato, la realidad es que este periodo es uno de los más dinámicos en lo que se refiere a cambios de tipo económicos y de conformación de su sociedad. De manera sincrónica, y algunas veces contradictoria, la opulencia se mezclaba con la mayor miseria; el desarrollo de las comunicaciones con el aislamiento casi total de numerosas comunidades; la centralización del poder nacional con la administración discrecional de la justicia y la violencia caciquil en distintas zonas del territorio; los métodos más arcaicos de producción agrícola con el impulso de las nuevas tecnologías.
          Dentro del territorio se podían observar manifestaciones que parecían dibujar realidades diversas. Por ejemplo, mientras el sur del país contenía la mayor cantidad de peones acasillados en las haciendas, sujetos a la casa patronal por las deudas contraídas en las tiendas de raya, los trabajadores del Norte eran arrendatarios o temporales. Las relaciones laborales fueron distintas dependiendo de las condiciones que persistían en las diversas regiones pero, en general, se puede afirmar que los trabajadores del norte tuvieron mayores ventajas y desarrollaron el acceso a beneficios en mayor medida que los trabajadores del sur.
Éramos duros. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero todo esto era necesario para la vida y el progreso de la nación. Si hubo crueldad, los resultados la han justificado con creces. [...]
          Fue mejor derramar un poco de sangre, para que mucha sangre se salvara. La que se derramó era sangre mala, la que se salvó, buena. La paz era necesaria, aun cuando fuese una paz forzada, para que la nación tuviera tiempo de pensar y actuar. La educación y la industria han llevado adelante la tarea emprendida por el ejército.
Porfirio Díaz a
James Creelman,
“El presidente Díaz, héroe de las Américas”,
18 de febrero de 1908.
Sin embargo, esto no aplicaba para todos los trabajadores. La represión que el gobierno ejerció sobre movimientos de naturaleza obrera y campesina en el norte del país, dejó en claro que si bien las oportunidades y las condiciones de empleo eran distintas, los mecanismos de represión y de obligatoriedad con la normalidad gubernamental (la "pax porfirista") era algo en lo que no cabían matices ni contrastes. El ahogo a sangre y fuego de las rebeliones de los indios yaquis y el traslado de comunidades completas a las haciendas oaxaqueñas o yucatecas fue una situación común, compartida, por ejemplo, con la rebelión sufrida por los mineros de Cananea que pedían, entre otras cosas, la posibilidad de que su trabajo fuera reconocido como igual en contraste con las actividades de sus homólogos norteamericanos en las empresas en que laboraban y que, en consecuencia, el sueldo fuera equivalente.
          Y así como los yaquis eran deportados en masa hacia el sureste, los indios mayas que se rebelaban en esta zona eran llevados a Sonora. De esta manera, el gobierno de Díaz rompía los vínculos de pertenencia a un territorio y a comunidades más amplias que representaban refugios culturales imposible de pasar por alto. Estas rebeliones agrarias se encontraban signadas, regularmente, por la oposición al despojo de tierras por parte de los hacendados establecidos y las compañías deslindadoras que reportaban tierras comunales como superficies ociosas y sin dueño.
          Y en el contexto urbano la cosa no era distinta. Para los obreros de las industrias y los servicios que se habían establecido las condiciones de trabajo no eran envidiables: tenían libertad a formar grupos de defensa de sus derechos, pero no tenían opción a las huelgas; estaban obligados a laborar jornadas que abarcaban hasta 14 horas continuas y que eran indistintas para hombres, mujeres o niños; podían ser despedidos de manera injustificada; y, en analogía con las tiendas de raya de las haciendas, las fábricas también habían aprovechado esta modalidad para enganchar al trabajador a su puesto de trabajo.
El pueblo nunca repela
y trabaja, ayuna y vela
para que puedan construir
llega la hora de destruir
y vela, trabaja, ayuna,
que al pueblo desde la cuna,
lo hicieron aguantador...
¡y le vendieron favor!...
En un cartón de El hijo del Ahuizote, 1904.
En términos generales, sin embargo, la economía andaba. Un desarrollo acelerado en la inversión en campos como el transporte, la minería y los servicios otorgó movilidad a las finanzas públicas, pero también estableció dependencias que condicionarían el desarrollo nacional en diversos aspectos. Los ferrocarriles, por ejemplo, aumentaron la cantidad de sus vías en proporciones enormes: en 1877, el país contaba con 640 km de vías férreas que, para 1910, se habían convertido en una red de casi 20 000 kilómetros de rieles. La parte importante de la ganancia, sin embargo, correspondía a la inversión norteamericana e inglesa que se llevaba a cabo por medio de concesiones en lo referente al transporte ferroviario.
          La producción agrícola se había especializado en los productos de exportación como el henequén (que tendrá un impulso importante en el periodo de entresiglos), el caucho y el café. La actividad minera se dirigió hacia la explotación tradicional del oro y plata pero también, y de manera cada vez más intensiva, a la extracción y beneficio de metales como el cobre, el plomo y el zinc. Todo lo anterior se veía fortalecido por el crecimiento poblacional que se aceleró en la primera década del siglo XX. Si a la llegada a la presidencia de Díaz el país contaba con, aproximadamente, 9 millones de personas, para la parte final de su gobierno este número había crecido hasta alcanzar los 15 millones de habitantes. Era una realidad también que la mayor parte de esa población seguía siendo de naturaleza rural, a pesar del crecimiento de las ciudades y de la demanda de servicios y oferta de empleos dentro de éstas. La discriminación asociada a la miseria, sin embargo, será moneda corriente tanto en el campo como en la ciudad; las élites ejercerían una política de desprecio y explotación en contra de los más desfavorecidos.
Para transmitir una orden tuvo que atravesar por entre las ruinas y el incendio aún no extinto, y pasó a galope, contemplando con lúgubre voluptuosidad la dantesca escena, evitando las fatídicas hogueras en que ardían los cadáveres amontonados, sintiendo ya, a veces, en lo íntimo, una alegría feroz ante la desolación del fuego y de la muerte. [...]
          Y en el delirio del sotol complicado con su quijotismo fantaseador y sentimental recordó a aquellos jinetes chihuahuenses cuyas lanzas llevaban cabelleras de apaches, y se convirtió en relámpago sobre un caballo de pesadilla.
          Pluguiéronle las ráfagas frías que pasaron cantando a sus oídos, y arrancándose el kepis, cual si le hubiese contagiado la extinta locura de Tomochic, ebrio y dichoso, al hundir los acicates en los flancos del corcel, gritó con alarido salvaje en la soledad y en el silencio:
          - ¡Hurra...! ¡Sotol y petróleo...! ¡Viva la muerte...!
Heriberto Frías, Tomochic,
1893-1895.
Ni siquiera los preceptos básicos del catolicismo al que pertenecía el 99% de la población modificaban estas cuestiones. Sin embargo, el Estado laico se reflejará en acciones como la anuencia para que grupos protestantes se instalaran en diversos estados del país desde la década del 70 del siglo XIX. A pesar de esto, la Iglesia recuperó influencia, por ejemplo, en el papel educador que había perdido de manera parcial con el periodo liberal de la Reforma.
Destruidos en el pasado siglo los antiguos gremios de obreros, sin ser sustituidos por nada, y al haberse apartado las naciones y las leyes civiles de la religión de nuestros padres, poco a poco ha sucedido que los obreros se han encontrado entregados, solos e indefensos, a la inhumanidad de sus patronos y a la desenfrenada codicia de los competidores. A aumentar el mal, vino voraz la usura, la cual, más de una vez condenada por sentencia de la Iglesia, sigue siempre, bajo diversas formas, la misma en su ser, ejercida por hombres avaros y codiciosos. Júntase a esto que los contratos de las obras y el comercio de todas las cosas están, casi por completo, en manos de unos pocos, de tal suerte que unos cuantos hombres opulentos y riquísimos han puesto sobre los hombros de la innumerable multitud de proletarios un yugo casi de esclavos.
SS. León XIII, Epístola Rerum Novarum,
15 de mayo de 1891.
El campo de la educación durante el porfiriato no muestra grandes movimientos. Entre 1895 y 1910, el porcentaje de población alfabetizada sólo aumentó en cinco puntos porcentuales, es decir, de 15% al inicio del periodo a un 20% al término del mismo. Por tanto, tenemos que durante esta época sólo 2 de cada 10 personas sabían leer y escribir. A pesar de que mucha de la escasa educación impartida durante el periodo estableció una especie de reverencia por lo extranjero, en específico por las manifestaciones de la cultura francesa, también presentó un carácter de reverencia por lo nacional y lo nacionalista. Es decir, intentó establecer vínculos con la historia y los símbolos nacionales.
          Diversos pensamientos intentaban dar una explicación del mundo desde su perspectiva y como actores públicos: los liberales, los conservadores y los positivistas. Sin embargo, fueron estos últimos los que consiguieron tener un control sobre diversos campos de la administración y de la cultura. Los más allegados al régimen eran conocidos como “los científicos”, los cuales consideraban que los principios racionales y asociados al método científico deberían aplicarse, incluso, en la resolución de problemas de índole social. Esta postura ocasionó la aparición de grupos que se oponían a estas ideas y que, además de plantear una necesidad de rescatar y valorar lo mexicano, defendían la posibilidad de acercarse al conocimiento de diversas maneras y con fuentes de distintas naturalezas. El Ateneo de la Juventud, donde personajes como Alfonso Reyes, José Vasconcelos y Antonio Caso desarrollarán una parte importante de su tarea intelectual, se convirtió en la oposición visible al grupo de los positivistas.
"¿Y cuál es, en su opinión, la fuerza más grande para mantener la paz, el ejército o la escuela?" - pregunté.
          La cara del soldado enrojeció levemente y la espléndida cabeza blanca se irguió aún más:
          "¿Habla usted del presente?"
          "Sí."
          "La escuela. No cabe la menor duda acerca de ello. Quiero ver la educación difundida por todo el país, llevada por el gobierno nacional. Espero verlo antes de morir. Es importante para los ciudadanos de una república el recibir todos la misma instrucción, de modo que sus ideales y sus métodos puedan armonizar y se intensifique así la unidad nacional. Cuando los hombres leen las mismas cosas y piensan lo mismo, están más dispuestos a actuar de común acuerdo."
James Creelman,
“El presidente Díaz, héroe de las Américas”,
18 de febrero de 1908.
A partir de lo anterior, podemos concluir varias cosas relacionadas con el porfiriato, tanto en términos positivos como negativos. De los primeros podemos mencionar: en el campo político, el avance en la consolidación del Estado-nación mexicano; en el económico, la ampliación de los mercados externos, el crecimiento en la exportación de productos agrícolas y el impulso incipiente a la industrialización del país; en el social, la posibilidad de un necesario crecimiento demográfico y los procesos asociados al desarrollo urbanizador. Sin embargo, los saldos negativos se convertirían en el germen de las causas que desencadenarían la rebelión armada, a saber: vicios políticos como el caciquismo y el monopolio del poder político en pocas manos; una sociedad cuyos integrantes vivían en una desigualdad económica evidente y que generaban descontento en las clases menos favorecidas; y conflictos al interior del propio sistema que se harían evidentes en el desarrollo de la lucha revolucionaria.
          El porfiriato representa, por ende, uno de los procesos históricos más importantes en el desarrollo histórico de México. A pesar de su espíritu progresista y de su respeto retórico de las leyes, no pudo desprenderse de su vocación autoritaria y antidemocrática; lo cual obraría en la posibilidad de su derrocamiento y en el inicio de una guerra civil cuyas fases se desarrollarían de manera desigual a lo largo de casi dos décadas.

1 comentario:

El Corsario Negro dijo...

Excelente entrada, como nos tienes acostumbrados...