martes, diciembre 07, 2004
Rock and Roll Reconciliation
A Mauricio, por supuesto...
Todo comenzó el pasado domingo como a las 12:30 de la mañana. Después de una mediana borrachera producto del evento en el que se celebraba la obtención del título universitario de un amigo de los años mozos, traía encima una cruda que, con Dios de testigo, era infinitamente superior a lo que la ingestión de alcohol del día anterior hubiese podido presagiar. Fue entonces cuando decidí que ese día no pensaba salir, por ningún motivo de las placentarias y maternales piernas de mis sábanas. Acomodé la televisión justo enfrente de la cama, con la videocasetera encima, dispuesto a reventarme en una sesión completa de cine en video varias películas a las que les traía ganas desde días atrás: una revisita a Being John Malkovich, Fight Club y Cuatro días en septiembre. Cuando ya había acomodado todo y en el momento en que Catherine Keener hacía su aparición en mi pantallita del televisor con esos labios escasos pero, se ve, harto sustanciosos, sonó el teléfono.
En una situación normal de resaca y decisión tomada, nunca hubiera contestado el teléfono. Pero al ver que quien hablaba era mi amigo Mauricio Aranguren, decidí contestar. La plática derivó desde los correspondientes saludos y en la extrañeza de no habernos visto desde un rato considerable. Y después, la magia de la infinita nobleza se hizo presente. Entre interferencias y ruidos causados por la infinita cantidad de concreto que hay en esta ciudad, pude entender que tenía demasiado trabajo por el final de los cursos en la universidad a la que asiste y que, además de trabajo, tenía dos boletos para un concierto al que cualquier tipo con dos dedos de frente le encantaría ir: Green Day en México. Me los regaló. Y fue el principio de una de las experiencias más vívidas (y vividad) de las que tengo memoria.
De entrada, la cuestión de elegir al acompañante a tal evento no tenía vuelta de hoja, la que tenía que estar ahí era la ira, fan irredenta de los punkeros éstos y amante veleidosa y consciente de la música punchera y bien hecha. La velada pintaba para largo y para bien, primero una banda para mí y mi acompañante prácticamente desconocida (New Found Glory), después los desmadrositos de Molotov y al final los, hasta ese momento para mí, curiosos y buenos músicos del Día Verde. Nos transportamos en semisubterráneo hasta el Palacio de los Rebotes (que ha sido, sigue y seguirá siendo un pésimo foro de conciertos). Al llegar, como ninguno de los dos cara de harina para hot cakes de Mamá Yemima había comido, decidimos hacer una escala técnica en los puestos de alimentos que, como oasis providenciales, auxilian al hambriento y harto crudo asistente a los eventos que se llevan a cabo en ese domo cobrizo. Tres tacos de biftec con chorizo fueron suficientes para aplacar al monstruo que desde las entrañas amenazaba con devorarnos.
Después pasamos entre una variopinta exposición de objetos alusivos al concierto al que nos dirigíamos, chamarras, parches, playeras, pulseras, corbatitas, muñequeras, encendedores, tazas, pósters y demás basura inundaban los pasillos de acceso a la puerta de las escaleras del Palacio. Nos dimos cuenta en ese momento de dos cosas: que tu edad está en proporción inversa a la cantidad de mierda que te venden (entre más peque y “rebel” más porquerías consumes) y que, independientemente de la edad, entre más inculto eres, más basura de mala calidad te venden. En fin, que después de sortear todos esos obstáculos hasta nuestros asientos en el interior del coso, al fin pudimos instalarnos en los lugares que la sabiduría proveniente de la previsión de Mauricio nos había reservado. Excelentes lugares que justificaban los más de cuarenta dólares que había invertido en su adquisición.
A la Ira y a mí, nos comenzó a preocupar seriamente la invasión de pequeños rebeldes que no tenía que ver casi nada con nosotros, niños ataviados con la última ropita de moda pandillera que se practicaban complicadas arquitecturas en el pelo y atrevidos escotes en el ombligo. Nos sentíamos como intrusos en un lugar que debería de estar lleno de monos que tuvieran aproximadamente nuestra edad, porque, si recuerdo bien, Green Day surgió por las mismas fechas en las que la cantidad ingente de jóvenes que escuchábamos a Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden, o “Loser” de Beck, el himno emblemático y casi generacional de una de las juventudes más golpeadas por la realidad, descubríamos que también existían The Offspring, Green Jelly y los mismos Green Day. Así pues, nos llegaba la música anhelada (aquella de los depreciados noventas) una década después. Aunque justo es decir que esos chavitos (algunos con mamás a los lados y algunos otros aprovechando que no estaban las mamás a los lados) iban por el evento en que se ha convertido la resistencia contra la ultraderecha norteamericana y de la cual se da fe en el último disco del grupo estelar: American idiot.
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