lunes, diciembre 13, 2004

Fragmentos del mismo discurso (1/5)

I
La ruptura amorosa es una forma de libertad: no somos más del otro. Transcurren los días y descubrimos que esa independencia nos lastima porque encubre una verdad más dolorosa: no somos más el otro. Y aún falta llegar al conocimiento de que la luz ayer irradiada por nosotros hará más miserable nuestra condición presente, un presente que conjuga un niño ciego a la mitad del salón desierto.

II
Cuando parezca que la más reciente de las heridas amorosas no va a cerrarse nunca, recordemos que amores semejantes también estaban destinados al olvido. Y el dolor que parece –ahora sí- insoportable, no impedirá que mañana el camión recoja la basura, seamos un vaso de leche, un buenos días, una sonrisa. Y lo más absurdo es que algo tan inocente como ese amor que habrá de resolverse en polvo, concentre en uno solo los caminos.

III
Un personaje de Eugen O’Nill en The Great God Brown: “La vida está bien si no la tocas”. Así el amor. Ninguna otra emoción humana cambia de traje tan radicalmente ni en el instante más sorpresivo. Como el tigre de circo que enloquece de súbito y destroza al que ayer le daba en las fauces la comida, el amor vuelve armas contra el que lo busca. Y mientras más se empeña el atacado en defenderse, mayor es su torpeza, más próxima su desgracia. El amante es, por naturaleza, incrédulo: lo mismo que hoy lo destroza ayer lo transportó a los reinos más altos de la vida.

IV
Nadie necesita de nadie. Sin embargo el que ama es semejante al bebedor de café que necesita para su pequeña ceremonia la mesa elegida, la taza única, la carga precisa de ese líquido que es el perro más fiel del solitario. Y así como mesa, taza, líquido oscuro, calle mojada sean las mismas, el enamorado piensa que ninguna sonrisa, ningún modo de andar, ningún perfume son semejantes a los del ser perdido.

V
Los cafés son el norte de los tristes: tribus nómadas llegan a sus mesas cuando la tarde pinta lentamente un cielo fatigado de su nombre. Piden café, se sientan, abren diarios: miran las noticias de un mundo que no les pertenece. Qué distinto el océano de la cantina: uno puede beberse el mar entero, mirarse en el espejo, interrogarse, combatir una manada de dragones sabiéndose san Jorge sin espada. Pero el café no es cómplice de olvidos: es el negro laúd de la vigilia. Triste asunto acodarse en una mesa a medir el sabor de una desdicha que ni con otros muertos es posible compartir.

(Vicente Quirarte, Fragmentos del mismo discurso, México, UAM [Correo Menor], 1986).

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