viernes, noviembre 20, 2009

Mis memorias de la Revolución (fragmento)


Ei. Hoy es 20 de noviembre (aniversario del inicio de la Revolución Mexicana) y les comparto algunas de las cosas que he estado escribiendo.

[...] En la "Nota explicativa (para los ignorantes en Historia de México)" que se encuentra al final de una de las mejores novelas sobre la Revolución Mexicana, Los relámpagos de agosto, Jorge Ibargüengoitia sintetiza de manera magistral el proceso de guerra civil que vivió México a partir de 1910, y que se recrudeció en 1913 como el arribo de las fuerzas del Norte cuya visión del proceso revolucionario viraba de manera irremediable a la necesidad de institucionalizar el caos. Dice el guanajuatense:
Porfirio Díaz forjó, en los treinta años de su tan vituperado reinado, una casta militar y un ejército, tres o cuatro veces más numeroso que el actual, que desfilaba cada 16 de septiembre entre los aplausos del populacho. Los oficiales fueron a Francia para aprender le cran y a Alemania para aprender lo que hayan sabido los prusianos de la época. Cuando terminó la Guerra de los Boers, Don Porfirio alquiló a dos o tres de sus generales para que vinieran a hacer el ridículo aquí en Coahuila. La infantería mexicana fue la primera en adoptar un fusil automático (el Mondragón, fabricado en Suiza), algunos de cuyos ejemplares todavía son usados los domingos en los ejercicios marciales de los jóvenes conscriptos.
          Todo esto se vino abajo con la Revolución Constitucionalista de 1913. Los oficiales que habían estudiado en Francia y en Alemania, los generales boers y las infanterías dotadas con los flamantes Mondragón fueron literalmente pulverizados por un ejército revolucionario que estaba al mando de Obregón, que era agricultor; de Pancho Villa, que era cuatrero; de Emiliano Zapata, que era peón de campo; de Venustiano Carranza, que era político, y no sé lo que haya sido en su vida real don Pablo González, pero tenía la pinta de un notario público en ejercicio. Éstos fueron, como quien dice, los padres de una nueva casta militar cuya principal preocupación, entre 1915 y 1930, fue la de autoaniquilarse. Obregón derrotó en Celaya a Pancho Villa, que todavía creía en las cargas de caballería; don Pablo González mandó asesinar a Emiliano Zapata; Venustiano Carranza murió acribillado en una choza, cuando iba en plena huída; nunca se ha sabido si por órdenes o con el beneplácito de Obregón, que, a su vez, murió de los siete tiros que le disparó un joven católico profesor de dibujo. Pancho Villa murió en una celada que le tendió un señor con el que tenía cuentas pendientes. En los intestinos del general Benjamín Hill, que era Secretario de Guerra y Marina, se encontraron rastros de arsénico; el cadáver de Lucio Blanco fue encontrado flotando en el Río Bravo; el general Diéguez murió por equivocación en una batalla en la que no tenía nada que ver; el general Serrano fue fusilado con su séquito en el camino de Cuernavaca, y el general Arnulfo R. Gómez fue fusilado, con el suyo, en el Estado de Veracruz; Fortunato Maycotte, que, según el corrido, divisó desde una torre a las tropas de Pancho Villa, al lado de Obregón, fue fusilado en Pochutla, por las tropas del mismo Obregón; el general Murguía cruzó la frontera con una tropa y se internó mil kilómetros en el país sin que nadie lo viera; cuando lo vieron, lo fusilaron, etc., etc., etc.

Un laberinto de relaciones imposible de interpretar o seguir de manera coherente. Una cosa queda clara: la Revolución Mexicana se encuentra signada por la violencia y el uso discrecional que se hizo de ésta. No es posible comprender de otra manera un proceso que generó tal desarticulación de la sociedad mexicana sin que se pueda discernir a ciencia cierta los saldos que arrojó. En esta configuración de tragedias continuas, que se acerca de manera peligrosa a la comedia de enredos, es necesario pensar en el papel que las armas tuvieron como objetos que simbolizaban y sintetizaban esa administración de la violencia. La idea del fusilamiento, de la muerte a traición y del "ajusticiamiento" recorre de manera inquietante las mudanzas de escenarios y de protagonistas de una revolución que se erigió triunfante pero que no se puso de acuerdo acerca de quién era el actor protagónico que merecía los aplausos y los ramos de flores. La discusión ha continuado de manera intermitente pero continua. La diferencia está en que ese debate ha quedado huérfano de armas. Los disparos son políticamente incorrectos e innecesarios. El telón cayó, pero no anunciando el final de la obra, sino sólo ocultando las disputas que se llevan a cabo tras los bastidores. [...]

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