martes, noviembre 24, 2009

Creerse las mentiras


Julián Torres, el protagonista de la novela La consecuencia de los días de Rubén Don, asegura que es una obligación de los poetas estar con los poetas. En ese sentido pareciera que también es una obligación de los narradores estar con los narradores. Y es por eso que hoy andamos por acá. Para acompañar a un narrador cuya historia le ha asegurado la reedición del trabajo que le valió el Primer Premio de Narradores Jóvenes de la UACM en el 2005.
         En otros lados he afirmado que la novela de Rubén es una de mis preferidas, que la recomiendo ampliamente y que su escritura augura un futuro venturoso si sigue enfrascado en la lucha cotidiana que representa el echar mano a las palabras y ponerlas a contar cosas. Hoy no haré sino redundar en esas afirmaciones. La consecuencia de los días cuenta muchas cosas. Y dice otras con las que es imposible no sentirse identificado. En la prosa del autor surge uno de los conceptos que más me han llamado la atención por aquello de las afinidades electivas: la idea de malnacido en los setentas. La idea de generación unida por ciertos síntomas (síntomas, venturosa palabra que se utiliza, entre otras cosas, para etiquetar las señales que ayudan en el diagnóstico de las enfermedades); decía, de síntomas que a mí, otro integrante de esa legión de malnacidos, nos acerca irremediablemente. Trataré de enumerar algunas que, en la novela de Don, son referidas textual y claramente.
          Una de las cosas que nos acercan como personas y como narradores a Rubén y a mí es el origen “sospechosista” del periodismo. Es decir, la capacidad que tenemos para divagar sobre cuestiones que tienen que ver con los medios y el papel que representan en la sociedad. El protagonista-narrador de esta novela se solaza en la descripción de cuestiones asociadas con los mass media. Y la televisión tiene un lugar privilegiado. Esa ventana que acomete sin aviso en la vida de las personas y que les ayuda a generar la sensación de que se está informado, o se sabe lo que pasa en el mundo, o en la máxima confusión, que no se forma parte de eso que la televisión describe. Ante los titulares de los diarios, las imágenes de las Torres Gemelas humeando, los espectaculares de publicidad, las transmisiones de radio, el protagonista decide ejercer su derecho a la indiferencia. Sabe que las noticias ahí están, pero las pone en duda o, en ejercicio máximo de su solipsismo, decide que nos son importantes.
          Los mundos se están deshaciendo. Y utilizo el plural para describir el proceso paralelo del cual la historia de Rubén da noticia: una guerra nuclear iniciada por la explosión de una bomba atómica por parte de Irak que desencadena la Cuarta Guerra Mundial (la Tercera, asegura la voz del narrador, fue esa tensión creciente y estresante representada por la Guerra Fría). Y en esa Cuarta Guerra los Estados Unidos tienen un papel preponderante. Pelea contra los rusos, contra la Unión Europea (a excepción del Reino Unido), contra los chinos. Un asunto de potencias en las que México se declara aliado de unos Estados Unidos que a la postre serán derrotados por una coalición que termina, como un deseo expresado de manera continua a lo largo de la novela, con la total hegemonía de los norteamericanos.
          Y es extraño que ese deseo se exprese de manera reiterada, porque una de las características del personaje principal es precisamente un nihilismo total con respecto a lo que ocurre con el resto del mundo. El final del mundo al que refiere el autor y su personaje no es el Apocalipsis externo en el cual el planeta está inserto, sino ese final arrasador e inevitable que ocurre en el interior de cada persona cuando los rituales de paso han concluido. Cuando la desesperanza se apodera de nuestras acciones y nuestras ideas. Julián Torres desconfía de sus coetáneos, de los que pertenecen a su misma generación, y entre más se muestran estos como furiosos militantes de la causa que sea, mayor desconfianza le inspiran al narrador. Lipovetski y su era del vacío, y Marshall Berman y sus sólidos desvanecidos en el aire, parecen hacerse eco de las ideas que resuenan en la cabeza del narrador, dice en alguna parte del texto:
Los Radicalitos quieren salir en la prensa y comienzan a lanzar piedras hacia el edificio. La emotividad se dispersa en pocos minutos. También huyo: siempre estoy huyendo de todo, de las cosas, de mí mismo. Al disgregarse la multitud, hay quien regresa a casa con la firme convicción de haber hecho lo correcto. Otros volvemos con la conciencia de que el mundo gira y seguirá girando en el mismo sentido: a la derecha (¡sorry, Che, la revolución fracasó!).

La prosa pausada de la narración se combinan con la vorágine de hechos que como un telón de ruido blanco, al fondo, allá, donde no importa demasiado, contrastan de manera positiva. El narrador decide no tener trabajo, no tener obligaciones institucionales o laborales. Decide su propia ocupación: rescatador de libros viejos. Y así como él decide ser eso, una turista danesa decide ser censadora de vidas, analizar cuántas personas han logrado tener una vida satisfecha y sensitiva, y cuántas no. Ella (la que no tiene nombre) decide ser curadora de almas solitarias. El narrador vuelve a mudar de ocupación y decide ser un descubridor de detalles; un explorador de las cosas que los demás damos por sentado o no nos detenemos a analizar, estudiar o intentar comprender. Oficios para el Apocalipsis. El final. La Revelación.
          Y la Revelación es que lo demás no importa. La Revelación es que siempre estamos solos. Que lo último que nos queda son nuestros propios suspiros, o los últimos estertores, o la última imagen fija en la pupila. El narrador intercala las visiones del mundo, ésas que todos ven y con las que pretenden “entender” lo que nos rodea de manera objetiva e impersonal; y, por otro lado, la Revelación de que los demás (como auténticos malnacidos) son los que menos nos importan. Dice, en la misma página, para ejemplificar lo primero:
¿No has visto esas espantosas imágenes en la tele? Una gran cantidad de edificios incendiándose por los bombardeos, gente corriendo por las calles desoladas, los corresponsales de guerra llorando de miedo, y todos esos enfermos mutilados que colman los hospitales donde no hay medicamentos, ni gasas, ni alcohol, ni vendas, ni nada.

Y la Revelación llega cuando el narrador afirma, es decir, se afirma:
[...] para mí la guerra se ha convertido en un asunto de indiferencia, [...] he perdido la sensibilidad ante el susceptible transcurso de los sucesos y sus consecuencias, [...] estoy listo para morir en el holocausto mundial, [...] cargo con mi propia guerra interna y [...] por ende, la guerra de los demás me da hueva.

En ese sentido, Julián Torres habita un mundo que no se está destruyendo, sino que ya ha estado destruido desde hacía mucho tiempo atrás, sólo que no nos habíamos dado cuenta. Como un punk setentero y coherente, una frase del libro apunta algo que Sid Vicious y compañía ya habían mencionado, pero que hoy más que nunca se vuelve realidad lacerante: “El día que le crees al televisor, a los políticos, a tus viejos y al profesor de matemáticas, estás jodido”.
          El libro se encuentra llena de frases recolectadas por el narrador en esas exploraciones de rescatador de libros. En su papel de padre adoptivo de cientos de ejemplares, el narrador recolecta también las frases que contienen y que le sirven para tratar de explicarse el mundo. A pesar de que pocas veces se atreve a decir(se) esas frases en voz alta, representan uno de los arsenales mejor seleccionados de frases contundentes para situaciones contundentes.
          La vida amorosa de Torres se llena de imágenes de mujeres que comparten una característica en común: todas lo han abandonado. El personaje tiene que lidiar con el abandono cotidiano, con las esperanzas truncas. Ni las prostitutas lo esperan, Madeleine lo abandona y envía a Violeta. La poeta se pierde rodeada de poetas (más frases contundentes: “La mayoría de los poetas son ansiosos y por ende siempre se enfilan al suicidio”); la bailarina en un vaivén de ires y venires tras-delante de su marido, Sofía persiguiendo su rutina y la rutina de todos. Al final, como a lo largo del texto, el narrador se descubre, una y otra vez, eternamente solo. Y sigue soportando la consecuencia de los días que no es más que la necedad-necesidad de seguir viviendo.
         Al final el mundo no se acaba. El mundo de afuera. Y el de adentro parece conservar cierto equilibrio. El narrador que es escritor, y que está convencido de otra de las netas dejadas en las páginas del texto: “nadie debe escribir sólo por apresurar su carrera de escritor”, decide concluir su manuscrito, que es el texto que han escrito todos los que asumieron su voz. Los malnacidos a los que se dirige pero a los que también describe. Al final, todo se resume a un libro. El que escribe dentro de la trama y el que podemos ver como realidad evidente ante nuestros ojos. Como si los libros conservaran, todavía, esa aura de incuestionables que la tradición de la modernidad y la Ilustración les endilgó. “Los libros son la mentira más falsa de la vida”. Pero queda claro que muchos de nosotros no podríamos vivir, como el protagonista de la novela, sin esa afición patológica por las mentiras. Y esta mentira de Rubén Don, bien merece el intento de creérsela.

No hay comentarios.: