jueves, mayo 08, 2008

Rendirse en la madrugada (fragmento)


Ella estaba loca y yo estaba solo. Combinación altamente explosiva. Nos vimos en una esquina cerca de mi casa. Nos saludamos con ganas. Con esas ganas de amigos que se ven sólo cuando la soledad apremia lo suficiente como para enfrentarse a los demonios de lo que uno es. Porque uno es sus amigos, aunque nos pese en demasía. Y ella era mucho más que eso. Más que mi amiga era mi cómplice. El mudo testigo que nunca ejerció de juez. Por eso la quería tanto. Así que el Chevy minúsculo y en apariencia insignificante tomó hacia el centro de la ciudad. Hacia un bar, ¿dónde más podríamos ir? Enfilamos a La Catedral, nos tomamos unas cervezas rodeados de burócratas completamente perdidos y de exploradores timoratos que daban sorbitos apenados a sus bebidas. Salimos sacudiéndonos el polvo de lo que no queríamos ser. Fuimos al Cancerbero, un bar donde ponen buena música. Ella pidió un whisky en las rocas; yo una cuba libre sin hielos. “Lo que le pongas de hielo, pónselo mejor de alcohol”, le dije medio en serio y medio en broma al cantinero. Él hizo una mueca correspondiente a la sonrisa estándar con la que tenía que agradar a los ebrios que hacían parada en ese pedazo del purgatorio. En los altavoces comenzó a sonar “Deep” de Pearl Jam. Ella me miró con un guiño de complicidad. El recuerdo es el territorio de lo que siempre se recupera. Esa vez llegamos dando tumbos a su casa desierta. Una casa deshabitada por los fantasmas habituales. Sus padres de viaje, su hermana en casa del novio. Miramos televisión, pedimos pizza, nos recetamos dos cartones de cerveza. Terminamos tirados en el piso, sobre la alfombra, abrazados como dos hermanitos que se defienden del demonio sabiéndose juntos. Cogimos con conocimiento de causa. Con los deseos retrasados, acumulados, llenos de rencor. Con la sobriedad que otorga lo que había sido predecible desde tiempo antes. Al otro día ninguno dijo nada. No hubo discursos de afirmación ni de arrepentimiento. Desayunamos una barbacoa de borrego y nos reímos parodiando las letras de las canciones que unos norteños entonaba a un grupo de crudos como nosotros. Fuimos al cine y seguimos siendo amigos. De eso ya hacía tiempo. Ahora nos tomábamos de la mano, nos veíamos a los ojos, sonreíamos sinceramente. Sabíamos que aquello no volvería a pasar otra vez. No si queríamos conservar un recuerdo bueno. Si queríamos mantenerlo nítido, transparente. Nos encontramos a un exnovio de ella. Nos mira con recelo. Pinche naco hijo de su reputísima madre, dice ella refiriéndose al interfecto. Qué bueno volver a verte, le digo a él con la sonrisa más falsa que encuentro en el inventario. El tipo se retira después de intentar infructuosamente llevársela a ella a un lado. Nos vemos (ella y yo) durante dos segundos que parece una eternidad y media. Le hallamos el fondo a los vasos y soltamos la carcajada con toda la intención de que el pendejo nos oiga. Él voltea confundido, derrama un poco de su bebida sobre el escote de una pretendida reina de belleza, trata de disculparse y riega un poco más sobre las ahora azucaradas tetas. Nosotros continuamos riendo escandalosamente. El cantinero nos mira con extrañeza mientras nos sirve los tragos que ya sabe que le vamos a pedir. En los altavoces suena “The Tourist” de Radiohead.

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