miércoles, mayo 07, 2008

Allá por la cañada



¿Pero dónde acomodar el dolor
si ya no cabe ni en el cuerpo ajeno?
José Vicente Anaya



Años recorriendo la sierra. Recorrer los caminos sin encontrar lo que un hombre busca: paz. Años de mirar el verde intenso de las plantas de plátano y la transparencia del agua que baja hasta la presa. El inicio de mis pasos es borroso. El origen se halla en alguna parte de la memoria. Esa parte que de repente, un día, dejamos de utilizar por pura conveniencia. Porque nos conviene olvidar. Porque nos conviene mantenernos vivos. Y los recuerdos muchas veces suelen matar. Asesinos agazapados entre las plantas de café y los naranjos cubiertos de amarillo. Sigo caminando. Busco un lugar donde reposar. Donde dejar que mi espíritu pueda alcanzar a mi cuerpo. Mi cuerpo agotado. Lleno de moretones y piquetes de mosco. Mi espíritu molido. Cargado de culpas y sinsabores. Allá viene, doblando la vereda. Vencido bajo el peso de las culpas y los paquetes de silencios incómodos. La gente me pregunta, a veces, la razón de que no camine por la orilla de la carretera. O mi necedad de no subirme a alguna de las camionetas de redilas que conducen al pueblo. Les digo que prefiero caminar. Que me gusta oír a los pájaros. Que no tengo dinero. Que necesito ejercicio. Que no me gustan los autos ni las camionetas. Me ven con caras de incredulidad pero no dicen nada más. Yo, normalmente, regreso a mí mismo. Me encierro y sigo caminando. Por siempre. Hasta que el camino se imprima en la suela de mis zapatos.

Los hombres me miran desconfiados. Comen pausado frente a las brasas en que las tortillas se calientan. Y dónde ocurrió eso, preguntan. Allá por la cañada, les respondo. Uno dice entonces que conoció al viejo. Otro dice que él también, pero que no está seguro de que sea el mismo. Yo le doy un trago largo a mi cantimplora. Dejo que el agua se escurra por mi garganta. Los hombres me miran expectantes. La historia los atrapó. Sus manos reposan sobre la cacha de los machetes o sobre el mango del azadón. Me miran. Y bueno, gringo, ¿nos vas a contar qué pasó? No me gusta que me llamen así. Mis padres también nacieron en esta tierra. Yo siento que también es mía. Pero todos en el pueblo me dicen el gringo. Mis padres murieron hace tiempo. Los dos en asépticos hospitales de San Diego. En blancas camas dentro de blancos cuartos en un blanco hospital. Quedé ciego después de velar la agonía de ambos. Sin embargo, lograron lo que se habían propuesto: hacer fortuna y dejarle algo a los hijos. Más bien a su hijo. A mí. Y yo decidí regresar. Como si la tierra que los había expulsado a ellos, estuviera tratando de hacerlos volver a través de mí. También mis culpas ayudaron. Así que llegué acá, al rancho abandonado. Llegué con el dinero necesario para vivir varios años. Los que me quedan de seguro. Hablo raro, dice la gente. Se nota luego luego que no es de por acá. Acá y allá. Dos de las palabras más socorridas en esta tierra. Todo ocurre acá o allá. No existe otra referencia. La gente se ha despojado de los nombres. Allá y acá les basta. Y todos saben de qué se está hablando. Me he acostumbrado a esta forma de borrar el espacio y el tiempo. Aquí no hay mañana. Sólo el antes y el hoy. Un hoy que no dura lo que dura un día. Sino lo que tiene que durar. El hoy es el tiempo de la cosecha o de la siembra. El tiempo de la comida al aire libre mientras la tierra respira y el agua se evapora. Y el antes es aún menos comprensible. Puede ser un año atrás o un siglo. O el tiempo que sólo la memoria de todos puede concebir. Allá donde el rostro del viejo vuelve a aparecer. El agua llega hasta mi estómago. Siento el frío y mi vientre se retuerce. Las voces llegan otra vez. Eh, gringo, ¿nos va a contar o no? El hombre escupe una flema gris y da una chupada a un cigarro sin filtro. Un humo apestoso le cubre por un momento la cara. Tomo otro trago de la cantimplora y vuelvo a sentir como baja el agua por mi interior. Un tordo lanza un chillido que rompe el silencio de la selva.

Pase y sírvase, me dijo el viejo. Me había perdido, otra vez, subiendo veredas y bajando precipicios. Remontando el curso del arroyo que desembocaba, como muchos otros, en la presa de Mazatepec. El ruido de las turbinas de la hidroeléctrica se confundía con el rumor del viento entre los árboles y el sonido del agua en rápido descenso. El hambre me atacó después del mediodía. No había llevado nada para el camino y la temporada no era ni de racimos de plátanos morados o amarillos, ni de naranjas brotando entre las espinas de los árboles. Entonces miré la casa. Una casa mitad de concreto y mitad de madera. Un asoleadero frente a la casa informaba de tiempos en los que la cosecha de café se ponía a reposar ahí, bajo el sol que ayudaba a que el grano tornara dorado y atrapara al demonio del insomnio. Ese que a mí me encantaba conjurar. Llegué y lo vi en una mecedora, mirando hacia la presa pero sin tener la seguridad de que en realidad estaba viendo algo. Sobre sus piernas tenía una cobija a cuadros y sus manos de dedos huesudos y llenos de venas gruesas descansaban sobre sus piernas. En las comisuras de su boca había una costra blanca que, parecía, no se molestaba en limpiar. Me miró y no dijo nada. Algo de comer, puedo pagar, le dije. Por favor, recalqué las palabras de tal forma que considerara mi necesidad. Entonces fue cuando dijo pase y sírvase. Sobre el fogón de ladrillo había una cazuela con frijoles refritos y medio pocillo con café. Todo estaba caliente. Tomé unos trastos que había sobre una mesa de madera y salí al aire libre. Tal vez el viejo necesitara compañía. Le agradecí con una inclinación de cabeza y él sólo regresó su mirada hacia la presa que en medio de su coraza de cemento albergaba, seguramente, una actividad de hormigas. Comí en silencio. El viejo, a final de cuentas, no quería hablar. Terminé y llené mi cantimplora en la pileta que antaño se usaba para lavar el despulpado del café y que ahora sólo era un obstáculo más para el agua en su carrera hacia la presa. Quise preguntarle al viejo el precio de lo que me había comido. Pero antes de que abriera la boca, me detuvo su voz que parecía venir de un lugar ajeno a sus labios. Era como si alguien hablara desde su interior. Necesito un favor, dijo. Lo que quiera, respondí de manera inmediata. Vivo solo, en esta casa, comenzó su relato. Mi mujer murió hace muchos años y el único hijo que tengo se fue también hace ya un rato. Muchos años, un rato; era definitivo que el tiempo no tenía cabida en este lugar. Estoy enfermo, muy enfermo. No me puedo mover de esta silla o de la cama. Me tienen que ayudar para que pueda comer. La mujer de Jacinto viene todos los días a ayudarme. Le doy asco, lo sé aunque ella se esfuerce por ocultarlo. Me tiene que limpiar y ordenar las cosas de la casa. No lo hace por buena voluntad. Mi hijo le manda dinero. De allá donde está. Buen dinero. Y la mujer de Chinto hace lo que tiene que hacer. Pero yo ya no estoy conforme. Sé que me voy a morir. Y no quiero seguir así. Sé que no quiero seguir así. Estoy tan enfermo que ni siquiera puedo, por voluntad propia, realizar mi gusto. Ése es el favor que le pido, señor. Allá dentro, colgada en la pared, hay una escopeta. Está cargada. Siempre está cargada. Necesito que me haga ese favor. No tiene caso que diga nada; si quiere hacerme el favor por la atención que tuve con usted, pues bien. Si no, siga su camino, no me debe nada. Miré al viejo, pero su mirada seguía suspendida. Allá, a lo lejos. Entré a la casa. Era imposible no ver la escopeta. Era lo único que había sobre la pared. La descolgué con cuidado, como si fuera de cristal. Pesaba mucho. Como un mal presagio. La correa era de un cuero avejentado. Prisión de sudores, polvos y mejores tiempos. Lancé un suspiro. Una rata corrió entre las vigas del techo. Sus patas hacían el mismo ruido que hacen las promesas que, esas sí de cristal, se rompen de manera continua en todas las partes del mundo. Miré hacia afuera. El viejo seguí inmóvil. Como una piedra más en el paisaje. Una ráfaga de viento fuerte bajó del cerro como acudiendo a algún misterioso llamado. El cielo se había nublado. La lluvia llegaría pronto. El viento movió la mecedora de bejuco. Como si el viejo no pesara nada. Como si fuera de papel o de ceniza. Pensé en su hijo. Me pregunté si acaso no era yo la sombra de ese hijo lejano. Si no era la materialización de un recuerdo piadoso que acudía al llamado desesperado de su padre. La silla se seguía meciendo y el rechinido uniforme parecía el péndulo de un reloj viejo a punto de morir. Apreté contra mi pecho la escopeta. Sentí la mirada de la rata perforarme la nuca. Mirar mis pensamientos. Salí a la luz.

¿Y eso pasó allá en la cañada? La voz me trae al ahora. Los hombres han terminado de comer y recogen los restos del ínfimo festín, echan tierra sobre las brasas moribundas, afilan lentamente los machetes. Ninguno me mira, pero todos me han escuchado. Doy el enésimo trago de agua. Me levanto y miro el hueco que mi cuerpo ha dibujado en la hierba. Guardaba la esperanza de que no hubiera nada. De que yo mismo fuera de papel o de ceniza. Una sombra. Como el viejo. Oiga, gringo, ¿y qué fue lo que pasó al final? ¿Qué hizo? No respondo. Doy las gracias. Por la compañía. Me levanto y sigo caminando. Hacia allá. Donde me espera lo que sé que nunca encontraré.

1 comentario:

Jo dijo...

habra que hacerse de otros recipientes para guardar todo el dolor acumulado... donde los venden?