miércoles, mayo 31, 2006

Los avatares del chauvinismo


En una nota periodístico/televisiva reciente, se decía que algunos intelectuales (nunca se dijo cuáles) se quejaban amargamente de que los mexicanos José Emilio Pacheco y Elena (“Mártir del amloísmo en proceso de beatificación”) Poniatowska habían sido descartados como candidatos a recibir este año el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Algo que sonaría hasta cierto punto lamentable e, incluso, censurable si es uno dado a lanzar maldiciones a la primera oportunidad.

Lo que me llamó la atención fue el tono de censura y cierto desprecio que utilizó la lecto-servidora de noticias cuando dijo que este año era posible que el premio fuese a parar a manos de “algún escritor norteamericano” como Paul Auster o Phillip Roth. Lo anterior, y el tonito de “¡ay, ya nos volvieron a hacer a un lado en un premio “iberoamericano” unos gringos que lo único que han de hacer es vender un montón de libros”, reflejaron en brevísimos veinte segundos la ignorancia y el chauvinismo que privan cada vez más en los espacios que se dicen “culturales” pero que cada vez se asemejan más a los de chismes del espectáculo.

Para los que conocen la obra de Paul Auster, no tendrán ningún empacho en estar de acuerdo conmigo en que es uno de los más grandes escritores contemporáneos del mundo. No sólo de su país, quiero decir. Y no sólo de su lengua. Y no sólo, ya que en eso estamos, de la literatura. Auster es, sin lugar a dudas, un hombre renacentista en estos tiempos. Director de cine, locutor de radio, guionista, director teatral, participante de debates políticos, antologador de escritores desconocidos, contador de historias, comiquero.

Nadie que haya leído La invención de la soledad puede salir ileso de un libro que plantea las posibilidades de pensamiento, de asimilación, de reconstrucción de la memoria, que implica la pérdida del padre. Nadie habría asistido a ese ajuste de cuentas que Auster hace con la memoria de su padre, con la presencia/ausencia de un ser que, sin embargo, se hace entrañable en la memoria.

Quien haya leído Fantasmas, no podrá dejar de fruncir el ceño durante mucho tiempo después de haber leído una novela tan rara en construcción, en contenido y en personajes. Dice el-taza, que para contar una buena historia, se debe de tener primero un buen personaje. Auster lleva hasta el extremo esta premisa. Crea al Godot perfecto en una novela de encuentros y desencuentros en donde el lector se admira de que quién ha sido encontrado sea precisamente el lector. Un lector mal acostumbrado a los lugares comunes de la novela negra que se sorprende del final repentino y, en apariencia, sin sentido.

No pasa desapercibido tampoco el hecho de que Creía que mi padre era Dios es una de las mejores antologías de relatos de escritores no profesionales antologados por Auster. Se nota la sensibilidad y la enorme visión que el norteamericano tiene no solamente como contador de historias sino también, y más importante, como escuchador de las mismas.

Más de uno habrá visto en alguna cartelera cultural (que en este país más que una marca de la high culture se ha convertido en una etiqueta eficaz para ahuyentar a potenciales espectadores de determinada película. Otra de las acepciones es que tales películas son “aburridas”) títulos de Auster como Lulu on the Bridge o Smoke en donde aparece casi siempre ese habitante de universos austerianos que es Harvey Keitel.

En fin, que el caso de Roth como escritor es bastante parecido. Lo que es más parecido, y común, es el hecho de que un montón de gente en automático respingue porque el afamado y jugoso premio no se le otorgue a un mexicano, sino a un gringo. Nadie le quita el mérito a la obra que como formador de lectores y como poeta tiene José Emilio Pacheco; o a la capacidad narradora y de recuperación del habla y de las actitudes populares de Poniatowska. Pero de eso a afirmar que se tienen que ganar el premio sólo porque son mexicanos, o porque escriben en español, o porque sería una cuestión que presumir (yo, más que un mexicano con premio Nobel o Asturias o Cervantes, presumiría cincuenta millones de niños mexicanos ávidos de lectura); creo que es una soberana estupidez.

Larga vida a Auster, a Roth; y a Pacheco a Poniatowska también. Corta para aquellos que no logran entrever que el valor de la literatura no se reduce a meras cuestiones de “orgullo nacional”, sino a una capacidad y talento narrativo que no cualquier habitante de este planetita tiene. Lo único que me quedé pensando es la cara y el tonito de la pendeja ésa lectora de noticias el día en que desplazaran de cualquier premio a José Agustín o a Aguilar Mamín porque alguien creyó que Neil Gaiman, Alan Moore o Frank Miller (todos ellos escritores de cómics) eran más dignos de recibirla. El acabose.

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