Llevo varios meses asistiendo a este restaurante. No lo hago por la excelencia de la cocina o por la variedad de la comida que ofrecen. A decir verdad, esos serían pretextos igual de falsos que las mariposas en las medias de mi secretaria. En realidad podría pagar algo mejor. Una buena comida con un buen vino y la compañía que yo quisiese escoger. Y sin embargo llevo varios días viniendo a disfrutar del "menú ejecutivo" que se anuncia con bombo y platillo en la puerta de cristal de este comedero. Nunca me había detenido a pensar en la naturaleza de tal palabra. "Comedero". Me recuerda el tronco hueco que utilizaba mi abuelo para darle de comer a los cerdos en la granja que después el banco le quitó sin prestarle ninguna consideración ni a su edad ni a su reputación. "Comedero". Las bandejas colgando de las jaulas de los canarios que mi madre criaba para poder ayudar a mi padre que, a los treinta años, quería estudiar electrónica y encargó un curso por correspondencia. "Comedero". Un grupo numeroso de oficinistas trajeados, mal acorbatados y bien acobardados, que se inclinan sobre un plato de comida. Olorosos a colonia saturada de alcohol, a humo de cigarro milenario que escapa por las rendijas de sus dientes amarillentos, a mala digestión de café y galletas de caja. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué la necedad? La respuesta tal vez venga en este momento por el pasillo formado entre esas dos mesas allá al fondo. El horrendo uniforme anaranjado parece avergonzarse de pretende reducir su belleza. A pesar de verme dairio sentado en el mismo invariable lugar de la barra su actitud me da a entender que no me reconoce. Que no quiere reconocerme. Pero hoy se acabó. Ya no estoy dispuesto a sufrir su indiferencia. Hoy le digo todo eso que le he estado diciendo al espejo del baño y al retrovisor del auto. Hoy le dejo marcadas mis palabras en su memoria, a fuego vivo sobre sus más recientes recuerdos. Mañana no podrá resistirse a tratarme con familiaridad. Mi confesión merece, al menos, la atención de la conmiseración cordial. Espero que se sonroje. Que mire nerviosa a través de esos anteojos que en lugar de afearla la hacen más atractiva. Que voltee nerviosa, esperando que ningún cliente haya escuchado lo que tengo que decirle. Que se le caiga la jarra de café. Que no encuentre la pluma en su delantal para anotar una a una las palabras que quiero decirle. Allá viene. ¡Dios mío, si el mar aprendiera un poco de ella! Me mira fijamente y sonríe sin decir nada. Espera lo que tengo que decir. Algo aquí abajo en mis entrañas anuncian que no todo va bien. La mente se me ha borrado. ¿Se le ofrece algo, señor? Alcanzo a balbucear una estupidez: "¿tendrá por ahí un tenedor?" Ella baja la cabeza como si lo dicho no fuera lo que esperaba. "Sí, claro, enseguida se lo traigo". Se aleja. Intento levantarme, ir tras ella, pero el peso del mundo es demasiado para mí. Desaparece tras las puertas batientes de la cocina. En los altavoces se escuchan amplificadas las risas de mi vergüenza.
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