miércoles, noviembre 03, 2004

A medio centavo

Para Elena, en su cumpleaños...

Esta historia comienza el día en que Tiburcio Ñanga, que para más informes era mi tío, se despidió de este mundo. ¡Ah, condenado viejo rabo verde! Ya le tocaba, hasta parecía que le habían dado horas extras. En fin, que mi primo Rosendo me habló a la ciudad de México para avisarme que el tío se había muerto (cosa que me tenía sin cuidado) y que había dejado algo para mí (cosa que me interesó lo suficiente como para abordar un autobús de segunda en la terminal de la TAPO). Seis horas pasé sentado en un camioncito que, sin lugar a dudas, había visto tiempos mejores. A mi lado, una doncella de ciento cincuenta kilos luchaba por arrebatarme parte de mi ya de por sí reducido asiento. Se hizo la dormida más de tres horas como pretexto para recargar su humanidad en mis costillas, de tal forma que al llegar al pueblo, San Ptolomeo Geocéntrico, tenía yo adoloridas hasta las nalgas.
El viaje fue espantoso. Durante dos horas tuvimos que ver una versión libre, en video¾home oligofrénico, de la vida de los indocumentados en los Estados Unidos protagonizada por los Hermanos Ayala, de lo cual lo único que entendí es que el tipo que quedó vivo al final de la película era más chipocludo que Charles Bronson en sus mejores tiempos, y que la chica que los acompañaba debería de tener severos problemas para encontrar su talla cada vez que pretendía comprarse sostenes.
Después de ver tal obra maestra, nos recetamos, ¡siete veces!, la selección de éxitos del grupo de tecno¾cumbia¾progresiva, Roncotex. Cuando el chofer, un serrano con un sospechoso parecido a Danny de Vito, amenazaba con volver a poner su cinta en el estéreo, pudimos vislumbrar las primeras calles de San Ptolomeo. Hacía mucho tiempo que no viajaba al terruño de mis padres. En realidad no recuerdo nada del tiempo que vivimos en este lugar. Mi padre, antes de irse a comprar cigarros a la tiendita de la esquina (hace como quince años), hablaba maravillas de su pueblo y recordaba, siempre con gratitud, a su hermano Tiburcio. Decía que era rebuena gente, lástima que se había quedado con todas las propiedades de la familia cuando el abuelo murió. A mi padre se le quedaron unos zapatos de charol, de muy buena calidad aunque pasados de moda, mientras a mi tío Tiburcio sólo le tocaron doscientas hectáreas de temporal. Mi padre decía que era lo justo en tanto Tiburcio era el mayor, mi madre, por su parte sólo tenía un concepto acerca del tío: “era un hijo de su chingada madre”. Tarde comprendí que tenía razón.

Eran las cuatro de la tarde cuando vi venir hacia mí a un vaquero gordo y pelón que sin más me abrazó con emotividad y me dio un beso con gran sorpresa de mi parte. Era mi primo Rosendo. Menos mal que se identificó a tiempo porque mi yo violento ya estaba reaccionando. Enseguida me dijo que le daba mucho gusto verme.
¾Lástima que sea en esta situación, primo...
Por cortesía le pregunté cómo había sucedido, esperando una respuesta corta o evasiva. No fue así. Durante treinta minutos tuve que escuchar con lujo de detalles la causa de la muerte de mi tío: unas almorranas incurables. Rosendo era sincero, de hecho se pasaba. Me contó como le hacían las lavativas con yolishpa (que es un aguardiente de yerbas fermentado con alcohol), ya que siempre había renegado de los médicos y nunca se había querido tratar su dolencia con un matasanos. Como era previsible, después de año y medio de penosos y terribles sufrimientos, las heridas se infectaron y fue imposible curarlo. Trataron de llevarlo con el médico pero se defendió con gallardía y con una pistolita de plata que siempre tenía debajo de su almohada. Un buen día amaneció muerto.
¾Murió dormido, como si los angelitos no lo hubieran querido despertar. Él, que siempre fue devoto, pidió que lo enterraran en la parroquia de la Virgen de Ricota en presencia de todos sus familiares vivos. Por eso fue que te llamé, primo.
Por un momento un escalofrío recorrió mi espina dorsal, ¿en dónde quedaba lo de “mi papá dejó algo para ti”? Rosendo debió de adivinar mis pensamientos porque enseguida añadió.
¾ Y bueno, para que estuvieras en la lectura del testamento. Ya que antes de morir nos dijo que había dejado algo para todos y cada uno de sus familiares. Por cierto, ¿por qué no vino tu mamá?
El primo bien qué sabía que mi mamá y su padre nunca se habían tragado pero decidí seguirle el juego y hacerme pendejo ante su sarcasmo.
¾No, pues es que también anda malita. Yo le aconsejé que no viniera porque el viaje podía sentarle mal. Se quedó muy apenada pero mandó saludos para todos los sobrinos. Especialmente para ti.
Mentira. Cuando le avisé a mamá que iba a venir al pueblo a ver qué me había dejado el tío, porque mi primo Rosendo me había hablado. Lo primero que dijo fue:
¾¿Quién chingados es ese Rosendo?
Cuando le expliqué que era el hijo único de Tiburcio, el hermano de mi padre, fue categórica.
¾ ¡Ah, ya sé quién es! Es el buey más feo y pendejo de toda la familia. No, si por algo salió igualito al papá. Calenturiento y medio sonso. ¿Y a qué vas? Ese Tiburcio nunca nos quiso, ¿qué crees tú que te haya dejado? Pinche Tiburcio. Ojete de los ojetes que era. Ojalá se le esté pudriendo el culo en el infierno.
Hasta eso, algo de profeta tenía mi madre. Mis pensamientos me libraron de seguir escuchando la detallada relación que Rosendo hacía del estado del trasero de su padre. Lo último que llegué a escuchar fue que habían tenido que sellar la caja en la que lo iban a enterrar porque ya había empezado a oler mal. Agradable el paseíto, pues.
Cuando llegamos al rancho salió una mujer madura, unos treinta y cinco años a lo sumo, con buen chamorro y un sospechado trasero digno de mejor lugar. Era la viuda. Me extrañó que me abrazara y se soltara a llorar en mis brazos, no fue del todo desagradable si descontamos los mocos que me dejó en la solapa del saco. Cuando dejó de sollozar me dijo que Tiburcio siempre se acordaba de su hermano y su sobrino, al que quería más que a todos, cosa no del todo descabellada si tomamos en cuenta que yo era el único. Después de darle las condolencias y de decir las cosas que se dicen en estos casos, ella se disculpó y se fue a servir el cafecito. Al irse pude tener una mejor perspectiva y confirmar la sospecha referida al principio de este párrafo.
Rosendo regresó de la cocina trayendo consigo a una muchachita de unos dieciséis años a la que presentó como su esposa. La niña parecía asustada y sólo rozó mi mano cuando se la extendí para saludarla. Después de esto, Rosendo me pidió de favor que le ayudara al día siguiente a hacer el agujero para enterrar al tío. No pude negarme. Le pregunté que si ya había escogido el lugar y preparado las herramientas.
¾¿Cuáles herramientas, primo?
¾Pues no sé, unas palas, una polea con cuerdas.
¾No las he buscado, pero ahorita te las preparo.
¾¡Ah, que Rosendo! ¡Tan despistado!
La niñita que fungía de su mujer lo vio meterse a un cuarto polvoriento y hacer un ruideral. Emitió un suspiro hondo, volteó a verme y con un gran pesar se desahogó.
¾Es medio pendejito, ¿verdá? Quiera Dios que no se pegue.

Toda la noche la pasé en vela, no porque no tuviera sueño, sino porque me daba miedo quedarme a dormir en medio de aquella gente tan desconocida. La Mariana, tal era el nombre de la apetecible tía, se arrimó a la silla en dónde estaba y ahí se pasó la noche entera contándome cómo había sufrido con la enfermedad de su marido. Conforme pasaba la noche me fui dando cuenta de cosas que a simple vista no había descubierto, a pesar de que la tía estaba buenona, tenía un lunar con pelitos al lado de la nariz y le faltaban los dos dientes de enfrente. Aparte, tenía una halitosis que me mantuvo despierto y al borde de la guácara. Rosendo, por mucho que hubiera querido a su papá, roncaba estentóreamente a un lado del fogón de la cocina. Su mini¾esposa, a la que llamaré la Saltapatrás en tanto nunca me enteré de su nombre, desapareció desde que me la había presentado. Llegó muy temprano con una corona funeraria y unos señores que le venían a rendir sus respetos al muerto. No deberían tenerle mucho respeto porque, como no me vieron cuando entraron al cuarto donde se estaba velando al tío Tiburcio, sólo atinaron a decir:
¾Hasta que se murió el cabrón. Yo creía que nos iba a sobrevivir. Era muy mi compadre pero nunca me cayó bien el condenado. Si bien que miraba como le echaba ojitos a la Camila. Esa Camila que a coqueta nadie le gana. Si no fuera mi esposa, ya la hubiera dejado desde cuándo.
Iban a seguir hablando, pero uno de ellos reparó en mi presencia.
¾Buenos días, señor. Dispense que no lo hayamos saludado, pero ahí atrás de la puerta nadie lo ve.
¾No hay cuidado, señores. Sólo estaba aquí velando el cuerpo del difunto.
¾¿Usted lo conoció?
¾Por supuesto¾mentí, en mi vida había visto al tío, si me lo topaba en la calle seguro que me pasaba de largo¾ si era mi tío.
¾Ah, así que eres el sobrino de Tiburcio. Él hablaba mucho de ti. Decía que tu mamá te tenía mal agenciado contra él y que por eso no venías a verlo.
¾No, si ganas no me faltaban¾volví a mentir¾ lo que pasa es que nunca hubo oportunidad. La ciudad no le deja a uno tiempo de nada.
¾Pero bueno, ya estás aquí, y seguro que él está bien contento.
En eso, Rosendo entró apresurado y delante del padre Cienfuegos que venía a dar el rosario, previo pago bajo tarifa, por supuesto. Rosendo me hizo señas de que saliéramos.
¾Nos tenemos que adelantar, primo. Para hacer el agujero, sino cuando lleguen no va a haber dónde meter la caja. Vámonos.
Caminamos por la vereda que subía al cerro dónde estaba la parroquia de la Virgen de la Ricota, una joya del barroco tardío y mariguano del siglo XX y adornado en uno de sus costados por una pinta de apoyo al candidato del Partido Único de los Trabajadores Obreros (PUTO), “Hasta la Victoria, siempre”, aunque según me relataba Rosendo, con un sentido del humor único, “nunca le hacían el feo a la Corona o a la Superior”. Habíamos llegado al panteón de la parroquia, último reposo de aquel hombre insigne que había sido mi tío Tiburcio Ñanga.

Seis horas con todos sus minutos nos llevó hacer el agujero para enterrar al muertito. El suelo del panteón era una mezcla entre barro pegajoso, pedregal con consistencia de concreto y pedazos de madera que no eran sino la caja de otro inquilino del lugar. Sin decir nada, tomamos los huesos del muerto viejo y los enterramos abajo de dónde la caja del muerto nuevo iba a ir a parar. Al llegar, el padre dijo un rosario corto, recogió su paga y Rosendo y yo nos quedamos a tapar el agujero. Cuando terminamos, la noche empezaba a cubrir la tierra y a mí me dolían todos los huesos. Las manos las tenía llenas de ampollas que amenazaban con reventarse en cualquier momento. La cintura la tenía molida y de bajada al rancho tuve que caminar con un bastón, clarito escuché como tronaban mis huesos cada vez que intentaba enderezarme. La lectura del testamento sería hasta al otro día, por lo que tenía que quedarme una noche más en el rancho. Cuando llegamos, los dolientes (que no habían ido ni al velorio ni al entierro), ya habían dado cuenta del mole de guajolote que la Mariana había preparado. Tuvimos que conformarnos con un caldo de hígados y mollejas mal limpiadas. Tenía un alarido atorado en la garganta.

Por fin llegó el momento de la lectura del testamento. Una ceremonia simple, el notario llegó, abrió un sobre que tenía en la portada el nombre del finado y dio lectura a las últimas disposiciones de mi tío. Era elemental, sus propiedades iban a ser divididas equitativamente entre los hijos de él y su único sobrino, o sea yo. Lo primero que me inquietó, sin embargo, fue el plural para calificar a su descendencia: “los hijos”. Por lo que tenía sabido Rosendo era hijo único de su primer matrimonio y la Mariana, ella me lo había dicho, no podía tener hijos. Rosendo tenía un aspecto penoso. No me atreví a preguntarle que había pasado. El notario se asomó a la puerta de la notaría y dijo:
¾Pueden pasar.
Rosendo dio un golpe sobre el escritorio del notario. Yo no sabía que estaba pasando. Entonces los vi entrar, uno a uno. Ahí estaban los hijos de Tiburcio Ñanga. Fueron haciendo cola frente al notario, presentando actas de nacimiento donde mi tío figuraba como el padre. Conté ochenta y siete. Rosendo estaba destruido. Sin embargo, no le había ido tan mal, iba a conservar la casa grande y un buen número de hectáreas junto al río. A mí me pareció buena mi fortuna, me habían tocado veinte hectáreas de terreno rústico. Me vi a mí mismo convertido en todo un magnate ganadero. Lo cruel fue la explicación del notario. El terreno que me había tocado estaba en litigio y a punto de convertirse en terreno comunal, un grupo de campesinos lo había reclamado como propio y el fallo del juez los había favorecido. Había dos alternativas, apelar el juicio y pelear el terreno (lo que era disparatado, tomando en cuenta que, si apenas tenía para pagar el pasaje de regreso a la ciudad, no iba a tener para pagar un abogado) o dar por perdida la propiedad. Escogí lo segundo. Sin decir nada, ni despedirme de Rosendo que estaba furioso, salí de la oficina del notario y me dirigí a la central de autobuses.
En el camino a la central de camiones de San Ptolomeo Geocéntrico, el Señor se apiadó de mí. Un grupo de campesinos se acercó, me dijeron que eran de la comunidad que reclamaba el terreno que yo había heredado y al que unos momentos antes había renunciado. Me dijeron que estaban dispuestos a comprármelo al precio que mi tío lo había comprado, por las malas, algunos años antes. No lo pensé. Me dieron mil pesos contantes y sonantes por mis veinte hectáreas. De a medio centavo el metro. A pesar de esto cuando subí al camión creí que la suerte me había sonreído. Me llevaba mil pesos de ganancia. Después de romperme el lomo haciendo el agujero de mi tío, de soportar las pendejadas de mi primo, de soplarme la palma de las manos por las ampollas que se habían reventado, después de eso, me llevaba mil pesos. No estaba mal. La realidad, sin embargo, me trajo de nuevo a la tierra. Observé el número de asiento asignado en mi boleto. Lo corroboré al menos seis veces. No lo podía creer. La resignación acudió salada a mis ojos, un sollozo dolorido se escuchó en el interior de aquél camión de segunda. Ahí estaba: la misma gorda del viaje de ida me iba a acompañar de regreso. Por ningún motivo me iba a quedar en ese pueblo. Me senté. A lo lejos creí escuchar las carcajadas de mi tío Tiburcio. Lo recordé y, calladamente, lo mandé a chingar a su madre.

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