lunes, noviembre 08, 2004

Literatura, política y mercado durante la década de los sesenta. (Esquina Latinoamérica y San Francisco)

Literatura, política y mercado durante la década de los sesenta.

A finales de la década de los ochenta, para ser más precisos en diciembre de 1989, un misterioso escritor (o escritora, vaya usted a saber), escribía un artículo en el primer número de la revista La pus moderna dirigida en México por Rogelio Villarreal. En este artículo, que llevaba el título de “Instructivo para escribir una magnífica novela”, el autor del escrito (Esperanza Frustrado), hacía una crítica demoledora a la estética de la novela que se consideraba ligada a las poéticas originadas por el llamado “realismo mágico”, uno de los términos que eufemísticamente hacía referencia a las novelas producidas durante las tres décadas anteriores y que, genérica (y erróneamente) se hacían sinónimos del llamado boom de la literatura latinoamericana. Fragmentos de tal texto apuntaban en sus recomendaciones:
1. Confeccionar dos o tres personajes insuflados de tradición y nostalgia y bautizarlos con nombres que evoquen en sí sabiduría, misterio, inocencia, exotismo y folclor. (Ejemplos: Mazacuato Jiménez, Trinidad Sexenio, Fulgencio Flores, Dolores Seguidos, Hilar Lino).
2. Ubicar a los personajes en algún pueblo evocador y singular adonde, de preferencia, no hayan llegado los españoles; pueblos que guarden alguna similitud con Comala y Macondo y que también posean tal contundencia en su nombre (Tenango, Totopo, Cuetzala, Encéfalo).
3. Entregar al pueblo a la prostitución de la magia y obligar a algún personaje, de ser posible raquítico y analfabeta, a que diga cada dos páginas alguna frase deslumbrante y reveladora. (Ejemplos: “Lo mataron al amanecer”, “Tenía el rostro rojo como la arcilla”, “Llevaba la muerte en los ojos”).
4. Concebir alguna tragedia exótica; por ejemplo, inducir a Mazacuato Jiménez a que, obsesionado por su juventud como militar, pase por las armas a nueve cerdos con todo y críos que robara antes del corral de Trinidad Sexenio.
5. Hacer a Dolores Seguidos parir una hija que a los catorce años se enamora de, digamos, Fulgencio Flores, quien la persigue hasta “desbravarla” y “preñarla” acabando así con la pureza a la que está destinada por no pertenecer a la civilización. Todo lo anterior sucederá en una atmósfera de amor y orines, de calentura y candidez.
6. Buscar un título a la novela que sea un híbrido entre algo muy concreto y algo completamente etéreo. (Ejemplos: El hotel de los fantasmas, El pene del ánima, Cuatro años de ingratitud).
7. Esperar la fama, no tardará.[1]
El texto nos hace apreciar la fatiga existente en torno a la narrativa que había convertido lo “exótico” y “mágico” en símbolo de pesos y en pretexto sin cuestionamiento para producir una serie ingente de novelas que abusaban de las audacias narrativas y de las poéticas creadas décadas anteriores. Lo que pareciera una descalificación hacia todos los autores adscritos al realismo mágico y que se hicieron notar durante el periodo concebido como el boom, se convierte pronto en una defensa de éstos y en un ataque a los oportunistas que vieron en las mujeres voladoras y los recetarios de la abuela una mina de oro. Lo anterior lo podemos notar, por ejemplo, cuando en el Manifiesto Crack que viera la luz a mediados de los noventa, se reivindica a los autores concebidos dentro del llamado boom. Dice Eloy Urroz:
La pía cadena de novelas legítimamente “profundas”, pues, sufre un descalabro cuando las editoriales comienzan a titubear hace algunos años y prefieren venderle al público títulos apócrifamente “profundos”, apócrifamente literarios, dándole así a los lectores cantidad inenarrable de “gatos por liebres” y desactivando de paso la avidez de exigencia que textos como Rayuela, La vida breve o Cien años de soledad redituaban.[2]
Pero, ¿de dónde surgen los escritores que, en los albores del siglo XXI siguen causando tal polémica? Surgen en el boom. Pero, cuando se habla de este ¿movimiento?, ¿grupo de escritores?, ¿generación?, ¿estrategia publicitaria?, etc., ¿de qué se está hablando? Las siguientes notas tratan de poner un poco de luz sobre esto, las reflexiones se originan de la lectura de dos textos principalmente, “El “boom” en perspectiva” de Ángel Rama y “Nueva Narrativa y Ciencias Sociales hispanoamericanas en la década del sesenta” de Tulio Halperín Donghi, ponencias presentadas durante el Coloquio “El surgimiento de la nueva narrativa latinoamericana, 1950-1975)” llevado a cabo en el Wilson Center de Washington durante los días 18 al 20 de octubre de 1979 y recogidas en el volumen titulado Más allá del boom: literatura y mercado, editado por Marcha Editores en México en 1981.
Rama parte de una revisión de las declaraciones de los escritores que continuamente son señalados como integrantes del boom, tales declaraciones van del deslindamiento hasta la inclusión cautelosa. Sobresalen, por ejemplo las declaraciones de Mario Vargas Llosa y de Julio Cortázar, en tanto ambos miran con simpatía esa explosión de tiradas extras de sus libros y de un aparente crecimiento en el número de sus lectores. Dice Vargas Llosa:
Lo que se llama boom y que nadie sabe exactamente qué es —yo exactamente no lo sé— es un conjunto de escritores, tampoco se sabe exactamente quiénes, pues cada uno tiene su propia lista, que adquirieron de manera más o menos simultánea en el tiempo, cierta difusión, cierto reconocimiento por parte del público y de la crítica. Esto puede llamarse, tal vez, un accidente histórico. Ahora bien, no se trató en ningún momento, de un movimiento literario vinculado por un ideario estético, político o moral.[3]
La declaración de Vargas Llosa implica en sí diversas características acerca de lo que se ha dado en llamar boom, por un lado establece que se trata de un grupo de escritores que, en una época coincidente, obtienen difusión de sus trabajos a través de diversas editoriales. Así mismo, llama la atención sobre el consenso que tales obras obtuvieron entre la crítica y el público lector, lo que implica ya un criterio relacionado con criterios estéticos y criterios comerciales. De la misma forma, apunta que el llamado boom nunca fue una postura o un plan desarrollado por un grupo de escritores, es decir, que no fue una creación consciente de los escritores.
Cortázar, por su parte, hace hincapié en otros puntos:
...eso que tan mal se ha dado en llamar el boom de la literatura latinoamericana, me parece un formidable apoyo a la causa presente y futura del socialismo, es decir, a la marcha del socialismo y a su triunfo que yo considero inevitable y en un plazo no demasiado largo. Finalmente, ¿qué es el boom sino la más extraordinaria toma de conciencia por parte del pueblo latinoamericano de una parte de su propia identidad? ¿Qué es esa toma de conciencia sino una importantísima parte de la desalienación? [...] Aparece, entonces, en estos últimos quince años, el hecho incontrovertible, innegable, de lo que se conoce como boom (es lamentable que para definirlo se hayan valido de una palabra inglesa). En el fondo, todos los que por resentimiento literario (que son muchos) o por una visión con anteojeras de la política de izquierda, califican el boom de maniobra editorial, olvidan que el boom (ya me estoy empezando a cansar de repetirlo) no lo hicieron los editores sino los lectores y, ¿quiénes son los lectores, sino el pueblo de América Latina? Desgraciadamente no todo el pueblo, pero no caigamos en las utopías fáciles.[4]
Cortázar ve la difusión de las obras de los autores del boom como una forma de expandir la conciencia de los latinoamericanos y como una forma efectiva de poder transmitir, a través de la literatura, los ideales y proyectos del socialismo. Así mismo, deja patente que la idea boom no tiene el consenso de todos, ni de muchos escritores, ni de muchos militantes de izquierda. Entre los primeros podemos mencionar la postura de Alejo Carpentier que, acerca del boom, opina:
Yo nunca he creído en la existencia del boom [...] El boom es lo pasajero, es bulla, es lo que suena. [...] Luego, los que llamaron boom al éxito simultáneo y relativamente repentino de un cierto número de escritores latinoamericanos, les hicieron muy poco favor, porque el boom es lo que no dura. Lo que pasa es que esa fórmula del boom fue usada por algunos editores, con fines más o menos publicitarios, pero yo repito que no ha habido tal boom.[5]
El boom comienza a cuestionarse alrededor de 1972 y se topa con una serie de críticas que lo comienzan a deslegitimar como movimiento literario. Si tuviéramos que apegarnos a fechas concretas, y siguiendo en esto a Rama, tendríamos que mostrar como punto de arranque del boom el año de 1964 y tomando como punto de partida un criterio de mercado, el aumento de las ventas de un escritor adscrito al boom. Argumenta Rama:
Para fijar esa fecha inicial [1964] me atengo a la evolución de las ventas de libros de Julio Cortázar, quien se encuentra prácticamente en todas las listas de escritores del boom. Tres libros suyos habían sido publicados por la editorial Sudamericana de Buenos Aires, con anterioridad a Rayuela y ninguno de ellos había merecido una redición: en 1951 Bestiario con una tirada de 2 500 ejemplares; en 1959 Las armas secretas, con 3 000 ejemplares y en 1960 Los premios con 3 000 ejemplares también, siendo este libro el que produce una remoción incipiente, más notoria en la censura cultural que en la demanda del lector. Rayuela aparece en 1963, también con la tirada de rigor, 3 000 ejemplares, pero puede atribuírsele la calidad de factor desencadenante de las ventas y sobre todo de las rediciones que ahora se incorporan al régimen de tiradas anuales. [...] A partir de 1970, las rediciones se aposentan en una normal media anual de diez mil ejemplares por cada título.[6]
La fecha de inicio se matiza con la consideración de que Cien años de soledad fue el punto alto de la producción editorial del movimiento, aunque Rama menciona que también puede ser considerada como la obra que cierra la Escuela del boom, es decir como la última obra que establece un riesgo estético en su creación: “Fue ese libro el que dio contextura al aún fluyente e indeciso boom, le otorgó forma y en cierto modo lo congeló para que pudiera comenzar a extinguirse”. La fecha en la cual el boom puede darse por terminado se presta a imprecisiones y ambigüedades, se sitúa en 1972, con referencia a una contracción del mercado librero; 1973, por ser el año negro de la democracia sudamericana; de la misma forma, Halperín describe esa fecha de terminación tomando en cuenta tres hechos históricos: la derrota de la pre-revolución de 1968; el fracaso de los diez millones de toneladas de Cuba en 1970; y el 11 de septiembre de 1973 (coincidiendo en esto con John Beverly). El criterio de Rama se fundamenta en un análisis del mercado editorial, mientras que el de Halperín tiene connotaciones políticas a las que regresaremos más adelante.
Para concluir esta parte, podemos decir que el uso del término boom puede remitirse, específicamente a cuatro acepciones:
El boom como un pequeño núcleo de cuatro o tal vez cinco autores. Fuentes, García Márquez, Cortázar y Vargas Llosa son casi universalmente reconocidos como pertenecientes al boom. El quinto lugar fluctúa. Dependiendo de la crítica, puede ser asignado a Donoso, Borges, Carpentier, etc.
El boom como la incorporación de un grupo de diez o doce escritores “dentro de la corriente principal” de la literatura occidental. Nombres tales como Cabrera Infante, Lezama Lima y Asturias entran aquí.
El boom como toda una generación de escritores o, con mayor exactitud, toda una década de producción literaria. Hay versiones que presentan al boom como funcionando en todos los países latinoamericanos, así como en la literatura chicana.
El boom como síntoma de todo un proceso de cambio que sucede en los sesenta y que incluye a las ciencias sociales, la literatura, el cine, la música, etcétera.
El boom como un proceso de mercado, mismo que describe un breve periodo en el cual un cierto número de factores conspiró oportunamente para permitir la internacionalización de productos literarios y, por primera vez en las letras latinoamericanas, la genuina profesionalización de un grupo de novelistas.
Una de las cosas más interesantes mencionadas por Rama y en cierto sentido por Halperín es la idea de que el boom permitió a los escritores pensarse a sí mismos como artistas productores de obras literarias y vivir de ello, esto es, se dio la profesionalización de su quehacer, una situación inédita dentro de las letras latinoamericanas.[7] Esta relativa autonomía, le permitió a algunos escritores transportarse fuera de sus países de origen y, a partir de las experiencias obtenidas en sus nuevos destinos, estructurar obras que, tangencial o directamente, hicieran referencia a la historia tortuosa de América Latina. Sin embargo, no todas las veces fue bien visto ese destierro en pos de la creatividad, por lo general fue atribuido a un desapego consciente de su identidad latinoamericana y a una falta de compromiso político con la realidad latente en sus países. Las posturas políticas y las actitudes de los escritores del boom da para un apartado concreto.

Toma de postura y compromiso político de los escritores del boom.
Uno de los hechos que mas se ha criticado a algunos escritores del boom, como Cortázar o Vargas Llosa en su momento, es el de haber abandonado sus respectivos países para dedicarse a escribir en otros países, de Europa principalmente, argumentando que la distancia existente entre el escritor y la realidad de sus naciones pone un dique que tiende a cierta esterilización de su papel como intelectual dentro de un sistema la más de las veces represor o con serios problemas sociales. Ángel Rama justifica lo anterior con los siguientes argumentos:
Los traslados de escritores latinoamericanos a otras regiones del mismo continente que mostraban mayores posibilidades de difusión por contar con editoriales, revistas, grandes diarios, o a Europa y a Estados Unidos (censurados injustamente con estrechez de miras) respondieron a este afán de profesionalizarse, cumpliendo a cabalidad con su vocación y simultáneamente con una exigencia interna de la cultura latinoamericana: disponer de escritores que edificaran una literatura propia. Ante la imposibilidad de hacerlo en sus propias patrias, la cual admite plurales causas (ahogo económico o político, dispersión del esfuerzo, falta de oportunidades, escasez de información, acoso pueblerino) se trasladaron a mejores plazas, internas o externas al continente. [...] Y es obligatorio agregar que en su inmensa mayoría esos escritores han seguido sirviendo —espléndidamente— a la cultura latinoamericana que los engendró, sobre la cual siguieron rotando obsesivamente, fuera la que fuere la ciudad o país donde residieran.[8]
Esto, sin embargo, tiene sus matices, Halperín hace notar que, a pesar de esa profesionalización, en los escritores latinoamericanos subyace la necesidad de establecer vínculos con las fuerzas que se relacionaban con un tipo de lucha social que incluía, por supuesto, el socialismo y las ideas de izquierda. Para el autor, la revolución cubana es uno de los puntos que marcan de manera definitiva la toma de postura de los escritores latinoamericanos con respecto a la revolución triunfante y a la especulación de un futuro posible para el resto del continente. Sin embargo, las tensiones comienzan a notarse y la postura de los escritores se mueve entre un compromiso ambiguo y una toma de distancia que fue evidentemente mal vista por la isla.
Cualquiera que fuese el juicio que la situación mereciera, ella permitía a la nueva literatura hispanoamericana identificarse con la fresca excitación de ese que aparecía como un nuevo comienzo, sin sufrir las consecuencias potencialmente más peligrosas de esa identificación. No sólo sus obras se exhibían en los escaparates desde Caracas a Buenos Aires y desde Santiago de Chile a Bogotá; la situación toleraba aun una confrontación de lealtades político-ideológicas que aseguraba a esos autores una constante presencia pública. El hecho de que las relaciones entre ellos y la nueva Cuba y su promesa revolucionaria, relaciones primero sin nubes y luego en más de un caso agitadas por la tormenta, estuviesen siempre presentes en la atención colectiva, así fuese a través de observadores malévolos en busca de elementos de conflictos, subrayaba de nuevo que —aún para sus enemigos— sus opiniones tenían una significación que se debía sin duda a la que su obra había adquirido en el panorama de las letras hispanoamericanas.[9]
De la misma forma, Halperín pone de manifiesto el papel que las situaciones nacionales de los escritores tiene en el desarrollo de sus obras. En contra de la creencia de que las obras del boom estaban trasminadas por temas que diluían el sentido histórico de los pueblos americanos, el autor señala que las novelas principales del movimiento que reflejaban las inquietudes creativas del momento (Cien años de soledad, El siglo de las luces y Tres tristes tigres), estaban atravesadas por un sentimiento de pertenencia más que nunca con esa realidad social. De hecho, afirma que sin el contexto que rodea la producción del boom, éste no habría alcanzado la trascendencia que se le reconoce.
Esa historia complicada marca sin embargo sólo una dimensión de la relación entre esa vanguardia literaria y su tiempo; esta veía en la revolución cubana una promesa para el continente, y de esa esperanza se nutría; hacia 1970 ella había sufrido ya desmentidos crueles, a la espera de los aún más duros que traerían los años sucesivos. Navegando esas aguas cada vez más agitadas y amargas, ese grupo elabora una literatura que alude sólo muy escasamente a la dramática coyuntura de la que surge (y refleja por otra parte muy mal ese dramatismo), y que sin embargo es reconocida como pertinente a ella no sólo por quienes la crean, sino por el público cada vez más vasto que ella encuentra en Latinoamérica. Y ni uno ni otro se equivocan: la relación entre esa literatura y el contexto al que debe en parte su éxito, no parece ser superficial.[10]
No obstante, Halperín cuestiona de manera crítica esa adaptación del contexto social latinoamericano en la narrativa del boom, existe una sensación de justificada desconfianza de los elementos que los escritores utilizan para evadir eufemísticamente la situación de violencia continua y tensión política en sus países. Uno de los argumentos del autor señala que “el realismo mágico aparece entonces como el eco de una hora hispanoamericana cuya magia esos horrores han disipado para siempre”. Una situación muy diferente es la que priva en los terrenos de las ciencias sociales, en este caso, la toma de posición política no puede prestarse a ambigüedades, se tiene que decidir el lado desde el cual se decide jugar. Para Halperín, esta situación es la que crea cierta tensión entre los científicos sociales de la década de los sesenta, del cual el ejemplo aludido por el autor es el de Fernando Enrique Cardoso de quien dice que “parecía debatirse entre un ideal metodológico y una orientación ideológica a los que quería mantenerse simultáneamente leal y que hallaba imposible congregar”. Esta dificultad para justificar o tomar distancia con respecto de la realidad convulsa de América Latina tiene sus propias particularidades, condiciones sumamente diferentes comparadas a las que respondían los escritores.
Las razones para esa diferencia son tantas, y se dan a tan diversos niveles, que se teme no ofrecer un inventario completo de ellas. Hay una —si así puede decirse— profesional: los escritores viven casi en economía de mercado; dependen de un público disperso del que sólo puede aislarlos una extrema y abierta represión; el lazo con ese público no incita por otra parte ni aún a los más prevenidos a asignarles una lealtad política o institucional precisa. Los científicos sociales son típicamente funcionarios o empleados; el margen para sanciones profesionales a sus actitudes políticas es mucho más amplio. Sin duda, ya en esta década encuentran complemento o alternativa profesional en los lazos con instituciones norteamericanas, caracterizadas por una mucho mayor tolerancia, pero ello mismo autoriza a sospechar de su vocación política.[11]
De esta manera, los dos autores ponen de manifiesto que la situación de la narrativa del boom y la de las ciencias sociales en Latinoamérica por lo que respecta a la década de los sesenta no eran nada promisorias. De los escritores dirá Rama que, debido a esa asimilación total a la lógica del mercado “nunca me han parecido más solos los narradores latinoamericanos que en esta hora de vastas audiencias. Pertenecen a todos, pero no pertenecen a nadie.” Y, en el mismo tono, concluirá Halperín su reflexión al afirmar de la narrativa y las ciencias sociales que
Una y otra reflejan demasiado bien momentos precisos de una de las más convulsionadas etapas de la historia latinoamericana; sólo cabe, sin embargo, una mínima profecía: mientras la obra narrativa que ella inspiró ha de sobrevivir al margen de ese contexto, es de temer que la que declara y consuma la crisis de las ciencias sociales latinoamericanas (o más bien —como es cada vez más evidente— de una etapa de ellas) ha de valer sobre todo en cuanto expresión y testimonio de la coyuntura en que surge. [12]
Así es como, entre discusiones acerca de la conveniencia de utilización del término boom para definir una época de expansión de la literatura latinoamericana en el siglo XX y entre estas consideraciones acerca de la forma en como los escritores y los científicos sociales tienen que lidiar con un compromiso político que le impone diversas restricciones, Latinoamérica vive uno de los momentos más brillantes en cuanto a difusión de las obras creadas por sus artistas se refiere. Sujeto a discusión queda si el movimiento se merece tal trascendencia o si, como fenómeno de mercado, su momento de extinción no tardará. Al menos hoy, a cuarenta años del estallido, el boom sigue conservando su lugar como la más relevante expresión cultural latinoamericana del siglo XX.


2. Revolución, hedonismo y literatura: la generación beat.
No puedo vivir en este mundo
Y me niego a matarme
O dejaros que me matéis
Vive el hinojo, el avión
Mi despertador, esta tinta
No me quiero ir
Yo seré yo mismo—
Libre, un genio, un estorbo
Como el indio, el búfalo
Como el Parque Nacional de Yellowstone.
Philip Whalen

La década de los sesenta ofreció a los Estados Unidos una de las épocas más convulsivas de la historia. El ambiente de la guerra fría con carrera armamentista incluida, la guerra de Vietnam, la explosión juvenil con las revueltas estudiantiles y el estallido juvenil, gutural y salvajemente liberador, del rock & roll son sólo algunos de los hechos que han vuelto completamente inconfundible a este momento histórico. Todas las situaciones vividas por los norteamericanos durante la década de los sesenta son sentidas como de una nostalgia entrañable en la que el sueño de las multitudes del “amor y paz” estuvo más cerca que nunca. Y sin embargo, nada de esto sería entendible si no mencionáramos a un grupo de poetas y escritores que, rayando los años cincuenta, cambiaron de manera drástica la forma de concebir y experimentar la literatura. La generación del camino y las barbas, de la escritura espontánea y el atasque alucinógeno, de la confrontación con la moral conservadora y del apego a las disciplinas místicas orientales. La generación beat.
Antecedentes de este grupo de escritores lo podemos encontrar en dos poetas que comenzaron a hablar del amor y sus propiedades paliativas de la realidad mucho antes que los beat y los hippies. Kenneth Patchen y Kenneth Rexroth eran producto de un estado de posguerra continuo debido a la continuidad establecida entre el fin de la Segunda Guerra, la guerra de Corea y al final la de Vietnam, sintieron la necesidad de “abrir los ojos al mundo” y dar cuenta de las cosas que sucedían con un ánimo sinceramente anarquista y pacifista. De ahí, se puede desarrollar una línea de antecedentes de los poetas beat que se detiene abruptamente con la influencia otorgada al grupo por los escritores William Carlos William y William Burroughs. Así mismo, se respiraba en el aire la infuencia de escritores como Heinrich Mann, Aldous Huxley, Christopher Isherwood, Henry Miller y Robinson Jeffers. Pero ¿cómo empezó realmente la conformación de este grupo?
Todo parece comenzar en 1945 cuando los jóvenes escritores jack Kerouac y Allen Ginsberg, con 23 y 16 años respectivamente, conocieron, cada quien por su lado, a William Burroughs en la Universidad de Columbia de Nueva York. Para ese entonces, Burroughs ya se había graduado de Harvard y era un gran conocedor de literatura, sicoanálisis y antropología, además de ser un entusiasta adicto a la morfina y la heroína. A estos dos se les unió pronto los poetas Gregory Corso y Gary Zinder, el novelista John Clellon Holmes y Neal Casady. Todos coincidían en una profunda insatisfacción ante el mundo de la posguerra, creían que urgía ver la realidad desde una perspectiva distinta y escribir algo libre como las improvisaciones de jazz, una literatura directa, desnuda, confesional, coloquial y provocativa, personal y generacional; una literatura que tocara fondo.
El jazz jugó un importante papel dentro de la metodología, temas y vivencias que los escritores tuvieron a lo largo de su desarrollo. La explosión del movimiento beat coincide con el nacimiento del cool jazz. Impulsado al terminar la guerra por Charlie Parker, Dizzy Gillespie y Thelonius Monk nació el movimiento bop; pronto por influencia de Miles Davis, el jazz se hace cool (frío, distendido) y será practicado en esta modalidad por muchos músicos blancos: Gerry Mulligan, Lee Konitz, Lennie Tristano, los Brothers (Stan Getz, Al Cohn, Zoot Sims, Allen Eager), nombres que abarrotan las páginas de Kerouac y Kaufman.
Para 1948, Kerouac bautiza a su grupo y a la vez define a la gente de su edad, es decir, abarca a aquellos coetáneos y contemporáneos en una descripción en la que apuntaba que su condición “es una especie de furtividad, como que somos una generación de furtivos”. Esto dio pie para que Clellon Holmes incluyera por primera vez el término en su novela Go, publicada en 1952 y la primera escrita sobre la generación, decía Holmes: “una especie de ya no poder más y una fatiga de todas las formas, todas las convenciones del mundo... Por ahí va la cosa. Así es que creo que puedes decir que somos a beat generation”. Lo anterior hablaba de una generación exhausta, golpeada, engañada, derrotada. Acerca del uso del término, escribe José Agustín:
Herb Huncle (célebre conecte y gandalla intelectual de Times Square que surtía a William Burroughs) le había pegado a Kerouac ese uso de la palabra beat, y a su vez él lo había levantado del ambiente del jazz y de la droga, donde, por ejemplo, se decía: “I’m beat right down to my socks”, algo así como “estoy molido hasta las chanclas”, “estoy madreadísimo”, “Ya no puedo más”. Otros dicen que beat más bien significaba “engañado”, es decir, que la droga que se conectó era chafa. En todo caso, también usaban el término como participio del verbo “to beat” (debería ser beaten, pero en las mutaciones alquímicas del caló el sufijo se perdió), así es que para Kerouac beat también implicaba “golpeado” y “derrotado”. Con el tiempo la palabra derivó en beatnik y, por supuesto, en Beatles. Años después, Allen Ginsberg diría que beat era una abreviación de “beatífico” o de “beatitud”; Jack Kerouac coincidió, y En el camino asentó, refiriéndose a Neal Cassady—Dean Moriarty: “Era BEAT: la raíz, el alma de Beatífico.[13]
La transformación a beatnik se dio en 1957 cuando los soviéticos pusieron en órbita el primer satélite espacial, el Sputnik, razón por la cual el periodista de San Francisco Herb Caen acuñó el término para designar a una generación con un espectro de alcance más amplio.
Durante los cincuenta, Burroughs publicó sus novelas Junkie y El almuerzo desnudo con el seudónimo de William Lee, el nombre que Kerouac le había asignado en En el camino. Después de la publicación de El almuerzo... tuvo que soportar juicios por obscenidad, al mismo tiempo que recibía el apoyo de una parte de la crítica y de escritores importantes en los Estados Unidos. Después vendría la publicación de The soft Machine y Nova Express. Burroughs, a pesar de reconocer una cercana relación con Kerouac y Ginsberg, nunca aceptó que se le incluyera dentro de este grupo.
Al mismo tiempo que Burroughs triunfaba con su narrativa en los Estados Unidos, los primeros beats se habían trasladado a San Francisco y reuniéndose en la librería de Lawrence Ferlinghetti, City Lights Bookstore, el grupo se amplió con la presencia de autores como Michael McClure, Lew Welch, Philip Lamantia, Philip Whalen y, esporádicamente, Norman Mailer. Es en 1956 que aparece uno de los textos canónicos de la producción beat, Aullido y otros poemas, obra que es inmediatamente denunciada por un grupo de ancianos al considerarla obscena para un año después ganar el juicio al determinar el juez que, si bien la poesía de Ginsberg tenía marcados tintes escatológicos, tenía una “redentora importancia social”. Además de ser un alegato en contra del sistema imperante, Aullido es un poema concebido, según su autor, bajo el influjo de diversas sustancias psicotrópicas que durante dos días le dieron la inspiración necesaria para terminarlo. Entre otras, se dice que utilizó peyote (para inducir visiones), anfetaminas (para disponer de potencia) y dexedrina (para estabilizar la experiencia). El libro fue presentado en la Six Gallery de San Francisco junto con otros integrantes del movimiento, el ambiente vivido en ese momento impulsó las presentaciones en vivo y la lectura de poesía ante el público. Al final de la presentación, los asistentes gritaban como si estuvieran en un concierto de rock.
La situación descrita presenta una de las características esenciales de la poesía beat: el marcado rastro de la tradición oral emparentada con el jazz y la tradición musical negra. Los poemas beat eran hechos para ser declamados en público. De tal forma que a veces se presentaban como letanía o melódicas tonadas de blues o jazz.
El mismo año que el libro de Ginsberg era absuelto, Jack Kerouac sacaba a la luz En el camino, la que es considerada la autobiografía del movimiento en pleno. En este libro se dejó ver una de las aspiraciones estéticas de los beats que era el siempre dar una versión definitiva que fuese escrita de corrido. De hecho, la novela fue escrita sobre un rollo de papel de teletipo para que el autor no se detuviera ni para cambiar de hoja. Sin embargo, la primera versión nunca le fue aceptada en las editoriales a donde envió su trabajo hasta que corrigió la puntuación y borró todas las referencias existentes acerca de la relación homosexual existente entre Ginsberg y Cassady. El libro se convirtió en un éxito e inspiró a una infinidad de jóvenes a lanzarse a la aventura, Burroughs decía que no sólo se habían vendido cientos de miles de ejemplares, sino que también se vendió un trillón de pantalones Levis, un millón de máquinas de café exprés, y mandó a miles de chavos al camino.
Los beat se convirtieron en referencia inmediata para la generación que en la década de los sesenta impulsarían una visión más crítica (y a la vez sumamente utópica) de la realidad circundante. Los padres directos de los hippies fueron sin lugar a dudas los beat. Las posiciones con respecto a la forma de vida de los beat dio lugar a un sinnúmero de polémicas, sin embargo, se reconoce el papel que tuvieron como manifestación contracultural de una generación de jóvenes carentes de expectativas.
Los beatniks constituyeron un fenómeno contracultural. Compartieron el desencanto de los existencialistas pero le dieron un sentido totalmente distinto. La literatura fue su gran vía de expresión. También crearon un lenguaje propio. Exploraron su naturaleza dionisiaca y favorecieron el sexo libre, el derecho al ocio, y a la intoxicación; fueron hedonistas y lúdicos; consumieron drogas para producir arte, para dar mayor intensidad a la vida y para expandir la conciencia; manifestaron una religiosidad de inclinaciones místico-orientalistas, y el jazz fue su vehículo musical; rechazaron conscientemente el sistema y siempre dejaron ver una conciencia política traducida en activismo pacifista. Casi todo esto sería asumido por los hippies en los años sesenta.[14]
Sin embargo, no todos compartían esa visión de los beat como artistas comprometidos. Muchos los veían como oportunistas que sabían hacer uso de los medios de difusión para beneficiar su obra. Esa falsedad era argumentada desde la apariencia desaliñada que querían dar cuando en realidad pertenecían a una clase media con un alto índice de escolaridad, para muestra valga decir que Ginsberg tenía un título universitario y Ferlinghetti había presentado una tesis de posgrado en La Sorbona. Quizá es por eso que Charles Bukowski escribe en el verano de 1968 en Open City y recogido en su libro Escritos de un viejo indecente su artículo “Los 60: los jóvenes, la revolución, la literatura” en el que afirma:
Y las cosas no cambian mucho en ningún sitio, lo de Praga ha desanimado a muchos chicos que se habían olvidado de Hungría, van por los parques con el ídolo Che, con fotos de Castro en sus amuletos, ahí van OOOOOOOOMMMMMMMMOOOOOOOOOOMMMMMMM, bajo los auspicios de William Burroughs, Jean Genet y Allen Ginsberg. Esos escritores están liquidados, amelcochados, apendejados, afeminados (no amariconados sino afeminados) y si yo fuese un tira qué ganas me darían de aplastar sus cerebros podridos. Cuélguenme por eso si quieren. El escritor de la calle está dejando que los imbéciles le chupen la verga del alma. Sólo hay un lugar para escribir, SOLO ante una máquina. El escritor que tiene que ir a la calle es un escritor que no la conoce. [...] ir a la calle cuando tienes un NOMBRE es elegir el camino fácil. Con su AMOR, su whisky, su idolatría, su panocha, mataron a Thomas y a Behan y casi asesinaron a medio centenar más. CUANDO DEJAS TU MÁQUINA DEJAS TU AMETRALLADORA Y LAS RATAS INVADEN.[15]
Sin embargo, y a pesar de las críticas contrarias, no se puede negar el papel trasgresor que la literatura beat inyectó a las letras norteamericanas. Si bien es cierto que no representaron una revolución estética de grandes proporciones, también es cierto que la actitud que asumieron ante las instituciones y ante la realidad circundante no tiene precedente. Como afirma Maurice Nadeau:
Desde el punto de vista literario, no aportan revolución alguna ni en la técnica ni en los géneros, y lo que dicen apenas es una novedad. Son d’avant-garde, como lo son generalmente los jóvenes de todos los países, es decir, lucharon contra las formas de pensar y sentir de la generación literaria que detentaba el poder entonces. A veces utilizaron las viejas armas de un pasado lejano y hasta cercano.[16]
Sin embargo, aun reconociendo los defectos de la poesía beatnik, no puede negarse su valor histórico, que fue muy grande. El grito de los Beatniks fue saludable, porque logró arrancar a los poetas de su torpeza; esas frases groseras y atrancadas, sembraron un feliz desorden en la poesía de los años cincuenta. Finalmente, no podemos dejar de mencionar la influencia que los beat tuvieron en Latinoamérica, quizá la evidencia más concreta la representa la revista El corno emplumado que dirigía el poeta Sergio Mondragón en México al lado de su esposa Margaret Randall. Así mismo, responden a la influencia beat gente como Carlos Coffen Serpas, Homero Aridjis, Juan Martínez, el pintor Felipe Ehrenberg, Parménides García Saldaña, los nicaragüenses Ernesto Cardenal y Ernesto Mejía Sánchez. A finales de siglo los poetas Pura López Colomé y José Vicente Anaya traducen los libros fundamentales de la generación, al mismo tiempo que el escritor Jorge García-Robles se especializó en Burroughs y publicó su libro La bala perdida.
[1] Esperanza Frustrado, “Instructivo para escribir una magnífica novela”, La pus moderna, número 1, noviembre-diciembre de 1989, p. 53.
[2] Eloy Urroz, “Genealogía del Crack”, en “Manifiesto Crack”, Descritura: revista literaria independiente, agosto de 1997, p. 36.
[3] Citado por Rama, “El boom en perspectiva”, Mas allá del boom: literatura y mercado, México, Marcha, 1981, p. 60.
[4] Ibid., p. 61.
[5] Ibid., p. 78.
[6] Rama, ibid., p. 87.
[7] Esta profesionalización fue apoyada de manera determinante por el florecimiento y el apoyo que las editoriales de los países latinoamericanos (llamadas por Rama “culturales” en contraposición con las estrictamente comerciales) ofrecieron a esta literatura. Entre las más importantes podemos mencionar: en Buenos Aires, Losada, Emecé, Sudamericana, Compañía Fabril Editora y tras ellas algunas más pequeñas del tipo de Jorge Álvarez, La Flor, Galerna, etc.; en México, el Fondo de Cultura Económica, Era, Joaquín Mortiz; en Chile, Nascimento y Zig Zag; en Uruguay, Alfa y Arca; en Caracas, Monte Ávila; en Barcelona, Seix Barral, Lumen, Angrama, etc. De todas, cupo papel central a Fabril Editora, Sudamericana, Losada, FCE, Seix Barral y Joaquín Mortiz.
[8] Rama, op. cit., pp. 92-93.
[9] Tulio Halperín Donghi, “Nueva narrativa y ciencias sociales hispanoamericanas en la década del sesenta”, op. cit., pp. 148-149.
[10] Ibid., pp. 149-150.
[11] Ibid., p. 156.
[12] Ibid., p. 165.
[13] José Agustín, La contracultura en México, México, Grijalbo, 1996, pp. 22-23.
[14] Ibid., p. 28.
[15] Charles Bukowski, “Los 60: los jóvenes, la revolución, la literatura”, La pus moderna, número 1, noviembre-diciembre de 1989, p. 2.
[16] Maurice Nadeau citado por Serge Fauchereau, Lectura de la poesía americana, Barcelona, Seix Barral, 1970, p. 247.

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