A la de las promesas importantes...
Ella dijo que decir “te quiero” era demasiado para tan poco tiempo. Las palabras tienen, aunque no queramos, dimensiones que se miden según el hueco que llenan en el estómago del otro. Y en ese momento lo que yo dijera no era, ni siquiera, un aperitivo. ¿Por qué lo había dicho?, tampoco yo lo sabía. Fue uno de esos impulsos indetenibles en los que mientras uno mira los juegos que la luz construye al pasar por los huecos de la persiana, es decir, con el cerebro puesto en la idea de que tal destello parece una anémona de mar y tal otro una nebulosa de Andrómeda, la lengua se rebela y termina diciendo otra cosa. No dice “luz de anémona marina” o “nebulosa de Andrómeda” o “juegos de luz a través de la persiana”. No. simplemente dice: “te quiero”. Ella me miró por un momento, se encogió de hombros y se sentó en la orilla de la cama donde se puso a juguetear con las borlas de esa colcha que mi abuela tejió con tanta devoción cuando tenía unos diez años. Yo, no mi abuela. “Te quiero es una palabra muy grande”, volvió a decir mientras se colocaba el sostén con una habilidad que supuse privilegio femenino. Flexibilidad máxima. “No tendríamos que ir soltando palabras así nada más, como si nada”. Traducción: yo no te quiero. En ese momento la Osa Mayor cruzó la persiana y se nos quedó viendo. A decir verdad, yo tampoco la quería. No en ese momento. La deseaba, eso sí era un hecho; aunque después de lo recién ocurrido no me atreví a decirlo. Entonces fue cuando me pregunté por qué le había dicho que la quería. Maldita lengua rebelde. Ella cepillaba su cabello de espaldas a mí, sentada en la orilla de la cama. Yo veía su espalda mientras el broche del sostén me devolvía la mirada irritado. Una espalda ligeramente ancha que llegaba justo hasta donde debía de llegar. Después caía elegante dibujando parábolas perfectas y se convertía en otra cosa. Ahí donde ya no puedes seguir describiendo nada porque las comparaciones se terminan. El cerebro se embota, la mirada se nubla. Llegué hasta ella y la besé en un hombro. Lanzó una risita nerviosa. La risa cómplice de la cosquilla. Mis dedos saboteaban las compuertas del broche del sostén. “No. Tengo que llegar temprano. Mi padre está insoportable y cada vez me jode más con lo de los horarios y la escuela y todo eso”. No respondí, pero tampoco le hice caso. La besé en los labios con los ojos abiertos. Los dedos triunfaron y se dirigían indetenibles hacia el centro de sus pechos. Hicimos el amor otra vez con el estómago vacío. No de alimento sino de palabras. De las únicas palabras que en ese momento podrían llenarnos pero que ninguno de los dos volvería a decir esa noche. Cuando ella arqueó la espalda y se dejó caer sobre la cama revuelta, la Vía Láctea había invadido todo el cuarto. Salimos corriendo para alcanzar el último tren del subterráneo. Arriba del vagón me lanzó un beso mientras me guiñaba un ojo. El beso no alcanzó a salir del tren y aplastó su nariz contra el vidrio de la puerta. Afuera de la estación, camino de mi casa, descubrí algo que me dejó un poco triste: en esta ciudad nunca se ven las estrellas.
Tres años después me preguntó si quería que se viniera a vivir conmigo. No sé que pasó, pero quedé congelado. Cierto es que me lo había planteado muchas veces. En soledad. De hecho algunas veces se lo había pedido, en los tiempos en los que estaba seguro de que ella no iba a aceptar. Para ese momento el marcador total había cambiado. Atrás habían quedado los “te quieros”. Ahora brotaban por doquier los “te amos”. Si Cortázar tenía razón habíamos llegado a los terrenos del total general. “Total parcial: te quiero. Total general: te amo”, y todo lo demás. No supe que decir. En verdad lo deseaba. Estaba harto de despertar abrazado de una almohada o con mi pierna deambulando por la cama en busca de su cuerpo. Y sin embargo dije todo lo que se supone no tenía que decir: “es muy pronto”, “necesito un mejor empleo”, “piénsalo bien antes de tomar una decisión tan importante”, “¿qué van a pensar tus padres?”. Argumentos paseándose ufanos entre el miedo y los malos presagios congénitos (mi padre alguna vez pensó que nacería muerto, ¿se habrá equivocado?). Al final no se vino a mi departamento. Las cosas siguieron casi igual, con la propuesta flotando en el aire. Con la mirada interrogante de total general incompleto. Nuestros caminos se cruzaban constantemente con la aduana de una pregunta ineludible. “¿Cuándo es nuestro tiempo?”. Conforme los días fueron pasando todo regresó a la normalidad. Esto es, al momento en el que la pregunta no aparecía en el horizonte. A veces yo quería decirle que aceptaba su propuesta, que se trajera sus cosas y comenzáramos a acomodarlas, que pusiera su cuerpo en el armario. Su cuerpo de blusas y zapatos, de pantalones y bragas, de sostenes y pulseras. Pero entonces ella me daba un beso, o salía del baño sacudiendo las manos empapadas en mi rostro. Y entonces no valía la pena. ¿Por qué la gente tiene que vivir junta? ¿Por qué no se puede amar desde el espacio que encierra la propia miseria y el propio júbilo? ¿De veras no se puede? Y entonces el ejército de besos y cursilerías asaltaban a la razón ensimismada, le ponían una zancadilla a traición y rodaban ambos, razón y cursilería, divertidos por el pasto. En el amor el tiempo tiende a encogerse. Se hace pequeñito hasta que, un día, simplemente desaparece. Se convierte en nada. Y a la nada más vale no hacerle caso. Con el espacio sucede algo similar. El mundo no es suficiente, pero el universo es finito. Einstein desdobla la cartografía sideral sobre una mesa de luz, avanza el origami y se lo guarda en la bolsa del pantalón. La música de un piano invisible es eterna. Arrulla los temores y anima los sueños. En el amor se sueña a colores y en primer plano. Tal vez por eso aún no quería vivir con ella. Para seguir soñando en technicolor.
((Paréntesis hallado en un viejo buró. La carta nunca llegó al destinatario)).
“Fue mi carne con la tuya. Descubrir y pretender apropiarnos del mundo por más de una hora mientras afuera los perros ladraban, la lluvia caía o las estrellas se deshacían en mil pedazos. Fue buscar tus labios, sentir esa textura suave y cálida sobre los míos, sobre mi rostro, sobre mi cuello. Fue recorrerte palmo a palmo, sin olvidar ningún rincón, como un perro aprendiz que marca su territorio. Mi saliva dibujó todo el abecedario del deseo. Nunca a nadie he deseado como a ti. Nunca a nadie he querido devorar, digerir y volver a masticar como a ti. Mis manos son las sílabas más rabiosas que puedo pronunciar. Mi boca sirve para gritar sin gritos que te aman insaciable, inagotable, bendita. No concibo pasar la vida sin ese encuentro ansioso, esperado, siempre nuevo, en el que fundimos nuestros cuerpos y en el que cada vez nos descubrimos el uno al otro como mitad, como a otro que es el mismo. Quiero seguir mirándote desde donde pueda: desde abajo mientras te balanceas y tus senos entonan la ópera de lo gigantesco, de lo indefinible, de lo eterno; desde arriba, como si el mundo se confundiera con tu carne y fuera uno solo, mundo y tú. No me acostumbro a pensar en solitario, porque sin tí mi cama es nube, infinito desierto en donde cada día que pasa es más insoportable la resaca de tu ausencia y la lluvia pertinaz el bálsamo que me salva cada vez que en tu espalda escurre el sudor que me confirma la existencia. Porque todo esto sólo es posible si comprendemos que lo nuestro es más grande que cualquier cosa. Porque estoy dispuesto a demostrarlo.”
— ¿Qué escribes?
— Y, no sé, cosas...
— ¿Y tienen nombre esas cosas?
— Son palabras, y después, más palabras...
— Así que tú escribes palabras...
— Y ya...
— ¿Y las palabras a quien escriben?
Conversaciones de un solo lado. Ella platicaba. Se preguntaba. Sonreía. Yo sólo trataba de concentrarme en ajustar una frase sin aceite. Se atoraba. Rechinaba y los oídos se rompían sin remedio. Decirlo de otro modo. Ponerlo en otro lado. Inventarlo en otro tiempo. Callarlo de un plumazo.
— Y eso que dices de la frase exacta, ¿en serio existe?
— Si se le busca...
— No es posible. Nada es exacto. Y menos una frase. Las palabras son caprichosas, inmedibles. Buscas algo inexistente.
— Todo es medible. Todo encaja. Y más las palabras. ¿Dime qué frase puede cambiar, significar otra cosa, mudar de dimensiones?
— Te quiero.
Y entonces yo lo tomaba como una renuncia a la lucha más que como un argumento para seguir discutiendo. Ella regresaba al libro que leía eternamente. El libro que era como una tercera mano o una segunda nariz, no se podía diferenciar entre el libro y ella. Con las solapas semidesprendidas, las esquinas dobladas. El libro interminable. Yo retaba nuevamente a las palabras. Seguía el consejo del poeta y las tomaba del rabo. Las sacudía. Las hijas de puta se resistían con necedad. Se retorcían hasta límites inconcebibles. Y cuando estaban a punto de rendirse...
— ¿Sabes qué es lo único exacto? Las lágrimas.
— ¿Qué?
— Salen cuando tienen que salir. Nunca son planeadas. No te dices un día: pues bueno, hoy toca clase en tal salón a las once, comida a las tres con tal persona y dosis de llanto a las ocho. No respetan horarios, ni lugares, ni protocolos. Es lo único exacto que nos queda.
— Y entonces, ¿cómo explicas las lágrimas de las actrices de telenovelas?
— Esas no son lágrimas.
— ¿Ah, no?
— No. Eso es utilería. Se las ponen con un gotero y después cierran la toma en sus ojos.
— ¿Y cómo sabes tanto de efectos especiales?
— Porque no lloras por lo que sabes falso, sino por lo que no puede ser verdadero.
— Ajá...
Entonces prendía un cigarrillo. Detestaba el humo de tabaco. Era una estrategia infalible. En cuanto su nariz de conejo amenazado detectaba el olor inconfundible lanzaba un bufido y se desprendía del sillón al que dejaba por breves instantes el contorno de su cuerpo grabado. Luego deambulaba por el departamento a grandes zancadas. Recorría uno a uno los tres cuartos de la casa: entraba a la cocina, llenaba un vaso de agua que sacaba del refrigerador y después lo abandonaba sobre la mesa argumentando que estaba fría; se dirigía al baño, se cepillaba con furia los dientes y luego le tiraba la cadena al water aunque ni siquiera lo hubiera utilizado; entraba a la recámara, tomaba el cepillo y se lo pasaba por el pelo más de lo necesario. Después abría todas las ventanas de la casa, muda protesta por las volutas del cigarrillo que se elevaban sobre mi cabeza. Luego iba hasta la puerta y se despedía a gritos. “Nos vemos mañana, no trabajes mucho”. Ya no le reclamaba el que no se despidiera con un beso: “el sabor del cigarro es lo más desagradable que hay”. Yo balbuceaba algo entre dientes mientras aplicaba una llave grecorromana a un adjetivo gladiador. Se cerraba la puerta despacio y sus zapatitos descendían por la escalera. A los pocos minutos tenía que levantarme del escritorio porque las ventanas abiertas dejaban entrar el frío y mis pies descalzos se quejaban. Entonces me daba cuenta de que estaba solo y me arrepentía de todo lo que había dicho. O más bien de lo que no había dicho. Y ya no podía seguir escribiendo de tanto pensar en ella. Encendía otro cigarrillo y al oler la evidencia de su consumición aplastaba la punta púrpura contra el cenicero. Las palabras entonces se liberaban con algarabía. Yo tomaba el libro eterno entre mis manos y sonreía al pensar en el destino interminable que le esperaba con ella. Apagaba la computadora. Antes de desaparecer, las palabras en la página me dirigían una mirada de conmiseración y, acto seguido, seguían saltando la cuerda.
((Segundo paréntesis. Primer sueño en blanco y negro.))
Ella camina por una playa irreconocible, de esas en las que el mar no es más que música de fondo. Camina y corre al mismo tiempo, ya saben como son los sueños. Lleva una blusa blanca con un bordado gris. Las huellas que va dejando sobre la arena desaparecen de inmediato. Un cangrejo corre en rewind, o sea, hacia delante. Ella va cantando una canción con su vocecita de niña, voz desafinada pero irresistible. Canta y todo lo demás desaparece. "Ya está bien/ así no ves lo que pasó/ pensamos que jamás iba a pasar”. No hay música, sólo su voz que se estrella incontenible contra los riscos que se muestran a lo lejos. El agua comienza a mojarle los pies. Ella sigue cantando. La misma canción. La misma estrofa. El sol se oculta a lo lejos, con ese truco que casi todos conocemos. En el mar el sol se oculta dos veces, o no se oculta nunca, o se pierde de repente, tramposo. Está desnuda, creo. ¿Se puede cantar mientras se está desnudo? ¿Ustedes que piensan? Bueno, digamos que está desnuda y canta y camina por la playa. No voltea nunca. No se entera nunca de que la estoy viendo. ¿Cómo sé que es ella si no puedo verle el rostro? ¿Quién ha preguntado eso? Es ella y basta. Ahora es de noche y la luna se mece en un cielo que es de agua. En el suelo, en cambio, aparecen todas las constelaciones, las estrellas, los cometas. Comienzan a girar alrededor de su cuerpo. Así tuvo que ser todo en el principio. No, no estoy poniéndome místico, es sólo algo que se me ha ocurrido. Mierda, porque todo tiene que ser lógico si lo que estoy contando es un sueño. Su cabello ha cambiado de color. ¿Qué color? ¿Acaso no aclaré que esto era en blanco y negro? Y bueno que después no pasa nada. Ella se queda inmóvil sobre la playa estelar mientras su rostro se refleja en una luna-espejo. Entonces ustedes entienden que ya he visto su rostro. No me importa que no lo entiendan. Yo lo entiendo. Sus ojos son los mismos. Mercuriales. Se expanden al ritmo de la canción que sigue cantando. Luego todo vuelve a ser como en el principio, corre pero sólo va caminando. La playa vuelve a tener sol y el cangrejo se mueve hacia adelante. Ella se sienta en la arena y comienza a llorar. Lágrimas exactas. El mar extiende sus brazos y con lentitud la lleva hasta el fondo del océano. Es raro, ¿no creen?. Ella se sumerge llorando lágrimas en un mar que es todo llanto. “Nadie detiene al amor/ en un lugar sólo recuerdo tu voz”. La canción se sigue oyendo. Entonces despierto asustado y en mi cuarto, a oscuras, descubro que tampoco existen los colores.
Aceptaste la copa mientras te preguntabas porque nunca te diste cuenta de lo atractivo que era. Él se va a la barra y regresa con un vaso que tú te apresuras a tomar. Te descubres riendo como no lo hacías desde hace mucho tiempo. Te contienes un poco pero después se te olvida. ¿De qué hablaron en esa ocasión? Nunca pudiste recordarlo. Las palabras, a las que tanto odiaste, se habían convertido de repente en unas excelentes aliadas. Con ellas ocultas tu turbación, tus dudas, tu inexplicable y repentina alegría. El ruido de la fiesta ayuda. Fingen no escuchar lo que se dicen. Entonces acercan sus labios al oído del otro. Pero no hablan, sólo se dedican a aspirar uno el perfume del otro. Conforme el péndulo avanza inmisericorde en el asfalto de la noche, los labios se acercan más a los oídos y el aliento ya sabe a los dos perfumes mezclados. Después de mucho tiempo, sientes que la sangre se te sube al rostro al tomar conciencia de lo que estás pensando. No queda casi nadie, pero no te atreves a emprender la retirada. Él sigue contando la historia de su vida en oportunos fascículos coleccionables. Tu finges oírlo. De vez en cuando deslizas una frase que le da toda la razón acerca del balance favorable que hace de su vida. Uno de tus zapatitos comienzan a golpear insistente el piso. “¿Quieres que te lleve a tu casa?”. Dentro del auto las risas siguen en la misma intensidad. Él pone música. Te interesas falsamente, en ese momento nunca los habías oído, aunque, en la sinceridad, siempre los habías odiado. Raperos. Él cambia de velocidad innecesariamente y roza tu rodilla. Volteas a ver los perros que persiguen inconscientes su cola en un amanecer de destellos anaranjados. Están frente a la puerta de tu casa. Él se despide y sus labios se extravían. Los tuyos se habían enterado de las intenciones desde hacía latidos atrás. Pasan un tiempo encogido, inmarcesible, buscando un pretexto para no hablar, para no tener que dar explicaciones ni despedidas temporales. Finalmente, las luces de un auto que alumbran los rostros sorprendidos te lanzan fuera del vehículo. Adiós y luego nos hablamos. El susurra algo en tu oído. Tu lo miras fijamente, sonríes y después lanzas las palabras al puerto de lo presentido: “esa es una palabra muy grande. No tendríamos porque andarla diciendo aquí y allá a la menor provocación”. Él la vuelve a repetir. Tú abres la puerta y te pierdes en el interior de la casa en la que tus padres duermen desde hace horas. Te tiras cuan larga eres sobre tu cama. Mientras yo te busco en todos lados, en el teléfono, en la noche sin estrellas, en el insomnio que pretende vacunar sueños monocromáticos, en el libro de solapas desprendidas, en un cigarrillo sin encender, tú te sorprendes de descubrir, nuevamente, que tienes el estómago vacío.
((Tercer [y último] paréntesis. Fotocopia de un poema de Idea Vilarino))
Ya no será/ ya no/ no viviremos juntos/ no criaré a tu hijo/ no coseré tu ropa/ no te tendré de noche/ no te besaré al irme/ nunca sabrás quién fui/ por qué me amaron otros./ No llegaré a saber/ por qué ni cómo nunca/ ni si era verdad/ lo que dijiste que era/ ni quien fuiste/ ni qué fui para ti/ ni cómo hubiera sido/ vivir juntos/ querernos/ esperarnos/ estar./ Ya no soy más que yo/ para siempre y tú/ ya/ no serás para mí/ más que tú. Ya no estás/ en un día futuro/ no sabré donde vives/ con quién/ ni si te acuerdas./ No me abrazarás nunca/ como esa noche/ nunca./ No volveré a tocarte./ No te veré morir.
* * *
No volví a verla nunca. Nunca lo intenté. Sus explicaciones fueron confusas y sus intentos por hacer más cordial lo inevitable sólo llenaban de más dolor e incertidumbre lo que ya era sabido. Invertí mucho tiempo, amigos y alcohol en olvidar todo lo que había pasado. “Sólo fue un mal sueño”, me repetía hasta que me lo llegué a creer. Seguí escribiendo amargo y venenoso. Todo como antes. Sin embargo, no me esperaba esto. Está ahí, en el mismo andén que yo. A punto de tomar el subterráneo. Ensimismada en una edición de pasta dura del libro interminable. Me sorprendo de que la razón esté tan indiferente y de que el estómago no requiera de palabras. Seguro no me ha visto. Tal vez no me reconocería. Los dos somos otros. Nuevos desconocidos. Ella levanta la cabeza del libro y yo instintivamente volteo hacia otro lado. Una luz intermitente al fondo del andén anuncia que el tren se acerca por el túnel. Pasa raudo frente a mí. El aire que empuja me despeina y me hace cerrar instintivamente los ojos. Se detiene. Cuando las puertas se abren, siento que alguien toca mi hombro (¿toca en mi hombro?). No volteo. De la puerta abierta frente a mis narices un beso se escapa después de años de cautiverio subterráneo. Yo, con una mirada sesgada, de reojo, sólo veo a una mujer que, inmóvil sobre el andén, con un libro por fin concluido, es arrollada por la multitud presurosa.
1 comentario:
muy chingon el texto
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