martes, octubre 19, 2004

De la escritura o respuestas caprichosas para una pregunta insidiosa

Porque aunque se persevere, nunca se encuentra. Por ejemplo: felicidad alcanza el bondadoso, alegría el feliz; y ninguno sabe lo que ha buscado. Sabiduría el sabio, sólo cuando cree serlo. Bondad el malo, cuando actúa en contra de su corazón. Diversión, los vecinos del payaso, porque el payaso nunca se divierte consigo mismo. Y tontería cualquiera, que no hay que buscar las cosas que llegan solas. Como se ve, todos encuentran lo que buscan, porque no lo han buscado. Grandilocuencia encontramos quienes nos creemos artistas. Y pérdida de tiempo cualquiera que está buscando algo en una obra de arte, porque, como dije, nunca se encuentra lo buscado, y menos, en las obras de arte. De cualquier forma, el tiempo se pierde de cualquier forma, unas más felices que otras, pero se pierde igual... al final, sólo importa el tiempo que se pierde, y no cómo se ha perdido...
Armando Luigi Castañeda




En una película que adquirí recientemente y con doce años de retraso, hay un personaje que me parece de los más entrañables que he visto. Se trata de Alberto, el aspirante a escritor de Los peores años de nuestra vida (España, Emilio Martínez—Lázaro, 1992) que se enfrenta con un dejo de conmiseración y humor negro al hecho de que las mujeres lo rechacen por no se guapo, su hermano Roberto le robe las novias, su padre lo joda todo el tiempo porque no tiene un trabajo “de verdad”, su madre lo sobreproteja y él mismo no tenga una pizca de seguridad acerca de su persona. Alberto esta “cabreado” con el mundo. En su concepción está seguro de que el mundo funciona mal. “En el fondo —dice en alguna parte de la cinta— todas las mujeres quieren un tipo como yo”. ¿Qué tiene que ver esta remembranza cinematográfica con el tema que, según el título puesto allá arriba, debería tratar este texto? Pues nada. O casi nada. Poquito. De hecho sólo hay relación por el detalle insignificante de que la forma en que se rebela Alberto en contra de ese mundo que no funciona correctamente es a través del arte. Y del arte unido al humor, que es una forma de belleza más sublime. Alberto manda una novela a las editoriales que no se cansan de rechazar su manuscrito. Pero él tampoco se cansa de intentar. Cuando su madre le notifica que otro original suyo ha sido rechazado comenta: “No importa. Aparte esa novela ya no me gusta tanto. Ahora estoy escribiendo otra que es una obra maestra”.
¿Por qué escribimos? ¿Cuál es esa oscura, o luminosa, pulsión que nos obliga a tomar el lápiz, la pluma, la grabadora, la máquina de escribir, la computadora o cualquier otra herramienta para traducir las imágenes mentales en manchas sobre el papel que adquieren significado con la magia casi sobrenatural del ojo sobre las letras? ¿Qué misteriosa fuerza nos hace exorcizar al demonio del silencio para que de la página incendiada surjan luminosas las palabras? ¿A qué dios ciego ofrendamos los fragmentos de alma que, encapsulados, hacen placenteras las noches de insomnio y más agradables las tertulias con los infectados del mismo mal? ¿Por qué a algunos nos complace más gastar el presupuesto del día en un libro—cobija que en unos chilaquiles con pollito? ¿Qué deidad nos ha arrancado la cordura para encerrarnos en el sinsentido de las páginas impresas? ¿Por qué en las noches no dejamos de escuchar voces que nos animan y empujan a empuñar la pluma—espada o a golpear la máquina o a acariciar el teclado en busca del retorno del silencio? ¿Cuál es la causa de que esa línea de baba verdosa que escurre por las comisuras de la boca después de un acceso creativo sirva para fermentar las pociones anti—estupidez de los alquimistas exiliados? ¿Por qué a mi perro, que sufre de alucinaciones, no lo calma la Novena de Beethoven, pero se calla reverente ante los versos de “Tabaquería” de Pessoa? ¿Por qué al escribir, cuando estornudamos lo hacemos por la pluma y no por la nariz como la gente normal? ¿Será tan descabellada la idea de Sabines de que los poetas (y por extensión los narradores) necesitan llevar una estrella en la frente para ser reconocidos? Finalmente y para no comenzar a divagar: ¿Por qué escribimos?
Se me ocurre una voluminosa lista de razones a esgrimir para intentar explicar esa pregunta que, al mismo tiempo que angustia existencial es confirmación de vocación de vida. Sólo expondré aquí algunas que son, más que contradictorias, complementarias.
Escribimos porque estamos solos. La soledad ha sido uno de los pretextos más socorridos a lo largo de la historia de la literatura para ejercer, a través de la pluma deslizándose sobre el papel, uno de los exorcismos más eficaces que han existido. Cuando escribimos termina la soledad. Ya no es sólo el individuo lamentándose de su condición, el ser humano se transforma en el escritor que es, al mismo tiempo, creador, crítico, lector y tejedor de sueños destinados a combatir eficazmente al olvido. De hecho, algunos escritores no pueden ejercer su oficio más que desde la soledad. Acuña, Solshenicyn, Bukowski. Cuando se escribe en aislamiento lo escrito se dirige al solitario bajo la lámpara de noche tanto como al solitario con el frío caño de la pistola metido entre los dientes. Se escribe porque se está solo o porque se desea estar solo. A lo lejos los murmullos de los muertos claman por las palabras despeñándose en el abismo del silencio. La escritura rompe el silencio, quema lentamente la insidiosa tentación de la estupidez. La escritura en soledad se convierte en el proceso crítico mediante el cual el escritor ahuyenta a los buitres ansiosos del cuerpo de Prometeo. La soledad es comadre de la Muerte hasta que la palabra las separa.
Escribimos porque no estamos solos. Porque la compañía es una cosa que es necesario prolongar. García Márquez alguna vez dijo que escribía para que la gente lo quisiera. Todos escribimos para que alguien nos lea. El que afirma que escribe solamente para sí mismo no es más que un onanista hipócrita. El escritor existe cuando alguien más lo lee. Existe porque el lector lo deja existir. Todos buscamos que la voz de nuestra escritura resuene con ecos continuos, extendidos y ambiciosos en el terreno de la eternidad. Escribimos porque amamos a alguien. Porque nuestra voz es más profunda y verdadera cuando resuena en los acantilados de la página. Porque no es lo mismo un verso que un beso. Porque a nuestra alegría la alimenta el rostro de sorpresa del otro. Porque una lágrima arrancada a golpe de tecla es más dulce que miel de laboriosa abeja. Porque platicamos para nosotros y nosotros somos muchos. Todos los que quieran leer, que lean. Escribimos para hacer felices a los demás, para que el Otro y Uno sean lo mismo. Nos—otros. Ser híbrido atrapado, consumido y sintetizado por el sagrado manto de la página. En el principio era el Verbo y el Verbo fue hecho carne. Blasfemia mortal asegurar que de la Palabra surge el deseo y el deseo se consuma en la carne. Escribimos para poder tocar el cuerpo ajeno. Metafórica y realmente. En la metáfora entramos por los ojos, acariciamos el cerebro y, a veces, humedecemos lo demás. En la realidad nos volvemos el cuerpo del deseo, la piel se nos cubre de palabras y la palabra belleza es reconceptualizada. Nos convertimos en pergaminos andantes. Dice una amiga que escribimos para poder ser más amables, no en tanto cordiales sino en sumo queribles. Cyrano triunfa sobre Adonis porque la belleza sólo es contemplable mientras la elocuencia es embriagante. El lector ingresa en nuestro sueños y entonces, ¡créanlo!, podemos hacer lo que queramos con él. El reino de los sueños es conquistado por aquél que camina sobre las rocas sin lastimarlas. Por el que construye laberintos con sólo nombrarlos, nos atrapa en ellos y nos permite, si quiere, salir indemnes. Porque es más lindo caminar la vereda acompañado; así los pasos van en contrapunto con el canto interminable de los grillos. Porque los grillos existen en tanto tú los has imaginado.
Escribimos porque es una de las cosas que sabemos hacer. No hay razón para confiar en el narciso que afirma que escribe porque es lo único que sabe hacer. Un escritor es una persona útil, creativa, de múltiples posibilidades. El escritor que afirma que sólo sabe escribir no es un escritor, es, El principito dixit, un hongo. Aquél que escribe tiene que ser, por necesidad y vocación, un ente polifacético. Debe tener algo de monje y algo de vagabundo. Decía Buk que el escritor que tiene que salir a la calle para escribir sobre ella es un escritor que no la conoce. Así pues, el escritor que se plantea escribir sobre la vida es alguien que no ha vivido. No se escribe sobre algo, se escribe en algo. No existen los grandes temas, existen las grandes pasiones y los grandes odios. El amor inmarcesible y la desilusión incurable. El escritor es un predicante del reino de las posibilidades. Encuentra, busca, cuenta, miente, ama, juzga: vive. Yo no quiero leer a una máquina que produzca páginas o letras. Quiero leer a uno que genere lágrimas, risas, malestares, bendiciones, “la vida que se brinda generosa” y “la puta madre que lo parió”. El verdadero escritor no solamente sabe escribir. Antes de eso, estoy seguro, debe de saber leer. Leer en el más amplio sentido. Recuerdo a un profesor universitario con ínfulas de escritor que caminaba por la vida (¡y por las aulas de una facultad!) asegurando que cuando él comenzaba a escribir un libro dejaba de leer porque “no quería influenciarse”. Cuando lo escuché, el corazón se me encogió. No tanto por el destino literario del susodicho sino por la mirada perdida y el gesto afirmativo de varios de mis compañeros. Yo no dudé ni un ápice lo que el preceptor se había dignado exponer. El tipo era de lo más ordinario e inculto que recuerdo. Nunca vi un libro suyo. Un escritor debe ser ambicioso en cuanto a los horizontes de conocimiento que ante él se abren. Tendrá que ser hábil con las manos. Saber qué es lo que se puede hacer con ellas. Tocar el mundo. Sentirse existente los minutos en que lo tangible le recuerda su condición perecedera y pasajera por esta dimensión. Por eso un buen escritor generalmente es un buen amante. No en el sentido romántico, de devoción incondicional y sumisión implícita, sino en el sentido sensual y sexual. El escritor que no ha sentido el cuerpo del otro nunca podrá describirlo, más aún, perderá la posibilidad de descubrir los extremos sensoriales en la gama de comparaciones. Quien diga que una buena línea es mejor que un buen orgasmo, tendrá que mejorar en su vida íntima. Escribimos porque no sólo sabemos escribir. Sabemos leer, sentir, amar, construir, imaginar, conocer el mundo, arreglar un juguete, beber con los amigos, indignarnos por cosas que no podemos cambiar, hacer un buen graffiti, gritar en los conciertos, llorar en las películas, tocar un instrumento, bailar bajo la lluvia, besar en la cama, bromear en la mesa: desear en la vida.
Escribimos porque somos demiurgos demediados. Titiriteros amateurs de un escenario sobrepuesto que nos esforzamos a diario por cambiar, llenar de escollos, cubrir de grietas. Como dioses omnipotentes creamos seres a los que inyectamos vida en una sangría y se las arrebatamos en el siguiente plumazo. Pequeños dioses sádicos que se complacen con los sufrimientos de sus creaciones. Dirigimos la vida de los seres creados, o al menos creemos dirigirla. Tarde nos damos cuenta que esos seres tienen vida por sí mismos. Hablan, discuten, se rebelan ante las arbitrariedades de un dios soberbio y estúpido al que no alcanzan a comprender. Nos solazamos escribiendo las vidas que nos gustaría tener, o peor aún, en afán exhibicionista mostramos nuestras propias miserias. Somos creadores y víctimas de la creación al mismo tiempo. ¿Qué nos impulsa a pretender controlar la vida de los que habitan en la página? ¿Acaso darnos cuenta de que no podemos controlar la nuestra? Al final descubrimos que la estrategia ha fallado. Nuestros personajes nos dominan, rigen nuestros horarios, anuncian nuestro estado de ánimo. De dioses pasamos a ser esclavos de seres que no existen más que en la imaginación y el papel. Nos dicen qué hacer, cómo actuar, cómo hablar, algunos desvergonzados nos llegan a gritar en el rostro, como sargentos malencarados, hasta cómo vivir. Sin embargo, insistimos en el proyecto. Tomamos nuevamente la hoja de papel y damos vida a otros habitantes de esa extraña república de las palabras. El resultado será, hasta el final de los tiempos, previsiblemente, el mismo.
Estas son algunas respuestas a la pregunta del por qué de la escritura. Se me ocurren más pero creo que habrá que mencionarlas en otra ocasión. Hoy dejo una muestra de lo que pienso acerca de tan importante, olvidado y menospreciado oficio. Recuerdo ahora la profecía de Cortázar en “Fin del mundo del fin”: “Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas”. Que así sea. Que sigan surgiendo por aquí y por allá los que le dan sentido a la mirada extraviada en un mundo conquistado por y para las imágenes. Un mundo que sería incompleto, imperfecto y aburrido sin el buen número de escribas a los que todavía les interesa creer en la necesidad de un mundo consciente de su propia estupidez. Conciencia que tal vez le permita detener a tiempo la masacre del alma a la que irremediablemente se dirige la humanidad. Un mundo de presidentes horrorosos que mandan a la muerte a miles de jóvenes que caerán en la emboscada del odio y la incomprensión. Que morirán eternamente sin conocer los versos de Auden, las líneas que podrían cambiar su vida, evitar su muerte, rebelarse ante lo inevitable: “Creí que el amor duraría para siempre./ Estaba equivocado./ Ya no quiero a las estrellas./ Apáguenlas todas./ Empaquen la luna y desmantelen el sol./ Vacíen el océano y arrasen con la leña./ Ya nada puede traer nada bueno.” Desilusión que presagia, sin contradicciones, la esperanza y la poderosa razón de seguir escribiendo tan sólo porque alguien tiene que hacerlo. Por demostrar que seguimos despiertos. Alertas. Al acecho.
Hasta aquí llego. No va más. Aunque espero que en estos momentos, al menos, te hayas quemado la lengua y derramado el café. Salud.



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1 comentario:

ira dijo...

Lo de la soledad comadre de la muerte hasta que la palabra los separa es, además de un lindísimo juego de palabras, una sentencia pesada y eterna, que no puedo más que admirar.
Éntrale a ensayo chingá, no le saque. Fonca, ensayo, fonca, ensayo, pronto, el tiempo ese que dice tu epígrafe se esfuma.