martes, diciembre 23, 2008

Afrodisíaco matemático (de Alex Galt)


[En la Navidad, como en muchas cosas de la vida, la inversión en los regalos más valiosos no se mide en centavos, sino en algo más etéreo e incomprensible: pensar en el otro más que en uno mismo].

En la época en que John y yo rompíamos continuamente, decidimos vernos sólo de vez en cuando. Las citas estaban bien, pero sólo una vez a la semana. Íbamos a llevar vidas separadas y nos veríamos ocasionalmente cuando nos apeteciera, pero sin preocuparnos acerca de compromiso alguno.
          Un día, al principio de esa etapa, estábamos sentados en el suelo del apartamento de John. Él hacía punto, tejía un jersey, y yo leía El último teorema de Fermat. De vez en cuando le leía algún trozo de mi libro en voz alta.
          -¿Has oído hablar alguna vez de los números amistosos? Son como los números perfectos, pero, en lugar de ser la suma de sus propios divisores, son la suma de los divisores del otro. En la Edad Media la gente acostumbraba a grabar números amistosos en piezas de fruta. Se comían la primera pieza y la otra se la daban de comer a su amante. Era un afrodisíaco matemático. Me encanta eso: un afrodisíaco matemático.
          John mostró muy poco interés. No le gustan mucho las matemáticas. No como a mí. Lo cual era una razón más para que nuestra relación fuese algo totalmente informal.
          Llegó la Navidad y, dado que odio ir de compras, me alegré de poder tachar a John de mi lista. Nuestra relación era demasiado informal para andar haciéndose regalos. Sin embargo, cuando estaba comprándole un regalo a mi abuela, vi un libro de crucigramas y de criptogramas y lo compré para John. Siempre habíamos hecho juntos los criptogramas de la contraportada de The Nation y supuse que, ya que costaba cinco dólares, podía dáselo como regalo.
          Cuando llegó la Navidad le di el libro a John, sin envolver, todo muy informal. Él no me regaló nada. No me sorprendió, pero me sentí un poco herido, aunque se suponía que no debía importarme.
          Al día siguiente John me invitó a su apartamento.
          -Tengo tu regalo de Navidad -dijo-. Perdona que te lo dé con un poco de retraso.
          Me entregó un paquete mal envuelto. Cuando lo abrí cayó sobre mis rodillas un rectángulo tejido a mano. Lo cogí y lo miré, totalmente confundido. En un lado estaba tejido el número 124 155, y en el otro, el 100 485. Cuando volví a mirar a John, este apenas podía contener su entusiasmo.
          -Son números amistosos -dijo-. Creé un programa de ordenador y lo dejé funcionando durante doce horas. Éstos son los números más altos que encontré y, después, los tejí uno a cada lado. Es una manopla para coger las ollas. No te lo pude dar anoche porque todavía no sabía cómo rematarlo. Ha quedado un poco raro, pero pensé que podía gustarte.
          Después de aquella Navidad, nuestra relación pasó por un montón de viscicitudes; pero nunca más se podría decir que fue algo informal. El antiguo afrodisíaco matemático había vuelto a funcionar.


En Paul Auster (ed.), Creía que mi padre era Dios, Barcelona, Anagrama, 2002.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Aunque ya leí el libro no recuerdo que este texto me haya gustado como ahora que lo vuelvo a leer.
Aprovecho para mandarte un fuerte abrazo navideño (Aunque seas un poco Scrooge)
Laura

Anónimo dijo...

Gracias por repostearlo en el face, grato recuerdo.

Ivonne Mip