jueves, agosto 30, 2007

La nobleza

Tiendo a pensar, pesimista histérico como soy, que la nobleza es uno de los valores que nuestra sociedad ha echado por la borda lenta pero consistentemente. Despotrico, apenas tengo oportunidad, en contra de la humanidad entera. Me gusta leer lo que escribe Cioran, p. e., y eso es seña de que la confianza en mis semejantes tiene una cotización muy baja.
          Pero hay algo que repentinamente me saca de esas cavilaciones catastróficas. Porque tuve la fortuna de tener a mi lado a una de las personas más nobles de las que se pueda tener noticia en este mundo que, Santos discépolo dixit, fue y será una porquería.
          Mi padre es un tipo noble. Con esa nobleza de la cual los insensatos (y ojetes) abusan. Cada vez que pienso en lo desprendido de su naturaleza, me llega una culpa que no se me quita durante un ratototote. Él renunció al estudio, no porque no tuviera condiciones (que las tenía y la edición facsimilar del Quijote, que todavía atesora y que le regaló uno de sus primeros maestros, leída a los ocho años puede atestiguarlo); renunció porque alguien tenía que hacerse cargo del rancho y de los siete hermanos que algunos y apenas podían mantenerse en pie por propia voluntad. Al abuelo le pasaba lo mismo, pero a causa de su alcoholismo incurable, lo que hizo que todo mundo (empezando por su familia) lo abandonara. Todos, menos mi padre, que cada semana lo iba a ver a la casa en la que deambulaba completamente borracho y sin más deseo que por más alcohol.
          Mi padre mantuvo a sus hermanos, les construyó una casa, les financió, en parte o de manera total, sus carreras (porque ahora casi todos son funcionarios o profesores, pero que nadie les menciones esto). Hoy lo ven como el que pudo haber sido más. Y él no hace más que sonreir. Porque su nobleza no le permite comenzar a hacer memoria y reprochar lo que nunca quiso reprochar, lo que dio de corazón.
          Con el dinero que sacaba de administrar sus tierras y trabajar de sol a sol (expresión cliché que si conocieran a mi padre verían que no lo es tanto), mi padre pudo darnos carreras universitarias a los cuatro hermanos que formamos su descendencia. Uno le salió periodista que se cree escritor pero que vive de dar clases y opiniones olvidables en la tele; otro estudió pedagogía y trabaja sólo porque hay que trabajar; una más está apunto de certificarse como Ingeniera en Administración Agropecuaria; y el último anda haciendo sus pininos en los campos del Diseño Gráfico.
          Hasta hoy me pregunto cómo le hizo. Con trabajo, con fe y con buena voluntad. Pero sobre todo con nobleza.
          Todo esto me vino a la cabeza en días pasados. Me preguntaba por qué, a pesar de tener la oportunidad de levantarme tarde por las mañanas, despierto diario a las cinco y media de la mañana, y raras veces vuelvo a conciliar el sueño. Poniéndome a reflexionar, recuerdo que esa hora era cuando mi padre salía a trabajar. Prendía la luz con cuidado para no despertarnos y a murmullos y besos apagados se despedía de mi madre, que se levantaba a servirle el imperdonable café lechero con pan dulce.
          Durante un tiempo tuvimos nuestras desaveniencias, mismas que se convertían en discusiones violentas que terminaron con mi salida de la casa a los 16 años. Hoy veo esos desacuerdos con otra perspectiva. Y eso me hace admirar más a mi padre. Nunca, a pesar de haberlo creído durante mucho tiempo, estuve realmente solo. A él están dedicadas estas líneas.

martes, agosto 28, 2007

Consejos para escribir



Todos culpa de Anton Chéjov.


"Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo."

"No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento."

"Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto. Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve."

"Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento."

"Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera."

"Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad."

"Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir."

"Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad."

"Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada. No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo."

viernes, agosto 24, 2007

El más reciente caso del escritor De Santis



La historia habla acerca de Sigmundo Salvatrio, el hijo de un zapatero, que desea (como muchos lo hicimos en la infancia) convertirse en un detective que pueda resolver los casos criminales de mayor complejidad. Es así como entra a la escuela para “asistentes de detective” de Renato Craig. Las pesquisas erradas del detective en un caso criminal y la muerte del estudiante más brillante, orillan a Sigmundo a convertirse en el protagonista de la historia. Es así como, y representando a Craig, tiene que dirigirse a París a la Exposición Universal de 1889 en donde Los Doce Detectives, una agrupación que reúne a los investigadores criminales más famosos del mundo, desarrollarán las teorías del crimen y de su investigación. Las cosas se complican cuando uno de Los Doce cae desde lo alto de la torre Eiffel y los demás se abocan a tratar de descubrir al culpable. Aparece la sombra de un asesino serial, pero las cosas resultan no ser lo que aparentan.

          Es en este escenario decimonónico, que Pablo de Santis (Buenos Aires, 1963) desarrolla una novela que parece más acorde con las cavilaciones del Sherlock Holmes de Conan Doyle, del Maigret de Simenon e, incluso y sobre todo, del Dupin de Allan Poe (baste recordar la reflexión que el autor hace en el inicio de Los crímenes de la calle Morgue) para ubicar las teorías que De Santis pone boca de cada uno de sus detectives. Es así como el texto camina entre teorías criminalísticas; bocetos de la psicología de algunos personajes (la relación entre Renato Craig y su esposa, por ejemplo, es intrigante); deducciones y diálogos muy a la Watson-Holmes; el hincapié acerca de pensar en el “asistente de detective” como en una ocupación en sí (el dilema del amigo del héroe, que ha dado para reflexionar desde la sombra en la que vivió Watson, hasta la conversión del amigo rechazado en nemésis, como en Los increíbles [EU, Brad Bird, 2004]); la presencia inquietante de una mujer en un círculo que es esencialmente masculino (sin arenga feminista, que es un acierto de la obra); y, principalmente, la búsqueda de un asesino.

          El enigma de París (Planeta, 2007) se construye con los artificios que De Santis maneja a la perfección y con la que ha organizado algunas de sus obras (aunque en esta renuncia un tanto a la cuestión fantástica): diálogos aparentemente lentos pero llenos de información e ideas; capítulos cortos que lo acercan a una estética de folletín pulp; villanos que en su ambigüedad dejan de serlo; protagonistas un tanto acosados por la memoria de su pasado y que se sienten incómodos como testigos de la historia que narran; la presencia del mentor que descubre las potencialidades del pupilo; el final cerrado que, en realidad y si atendemos a los guiños de una redacción que aparentemente es diáfana, no lo es; la promesa de una novela de entretenimiento, que cuenta una historia, que reta al lector a buscar una respuesta.

          Aunque prefiero algunos de sus anteriores trabajos, en específico El teatro de la memoria (Destino, 2000) y La traducción (Planeta, 1997), no dudo en recomendar esta novela que se detiene un poco en observar las posibilidades de diversificar los temas y los géneros que preocupan a la literatura latinoamericana últimamente, y que ya está generando hasta cierto cansancio y ausencia de sorpresa.

          El enigma de París ganó el Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007.

lunes, agosto 20, 2007

¡Yas berraquero, hermano!


Cuando se habla de Colombia en la música, las referencias parecen centrarse en Shakira y Juanes, dada la trascendencia mundial que han alcanzado. A algunos nostálgicos quizá nos suene todavía el nombre de Atrerciopelados cuya “Florecita rockera”, Andrea Etcheverry, es una de las voces más representativas del boom del rock “latinoamericano” de la década de los noventa (en donde bandas como Los Tres, Maldita Vecindad, Café Tacuba, Alux Nahual, Bersuit, Fabulosos Cadillacs y otras, retomaron el auge de la llamada World Music y realizaron una música que se emparenta de manera inconfundible con lo que de nacional y “folklórico” hay en América Latina).
          Este intento de recuperación de las raíces de la música nacional es el que realiza uno de los conjuntos colombianos más interesantes de los últimos tiempos. Alejado de la parafernalia comercial que envuelme el endiosamiento de Shakira como la reina pop del Tercer Mundo wanabe, de los intentos de parecer extremadamente cool de Juanes (quien, sin embargo, me parece un músico cuya ausencia de pretenciones es su máxima virtud), y del cinismo supuestamente falso de los Bacilos que no se muerden la lengua para decir que los que ellos buscan es “su primer millón”; alejado de todos ellos está un combo de yas (así, a lo colombiano-castellano) cuyas raíces van más allá de Charlie Parker o Thelonious Monk.
          Llegó la banda se llama el disco de Puerto Calendaria que anima la presente reflexión. Receloso del mundo del jazz, música que disfruto pero de la cual no me siento exclusivo, me acerco a uno de los mejores discos del género producidos en América Latina. Y la última acotación es indispensable para describir el sentimiento después de escuchar el disco de esta banda. Canciones (“piezas”, dirían los jazz-masters) que exploran de manera interesante, interesada y con conocimiento de causa, la relación de géneros como la cumbia, el vallenato y la salsa con el jazz.
          Y la intención de hablar de América Latina, en este caso exclusivo de Colombia, salta a la vista desde la portada misma del disco: llena de colorido, con sus integrantes en franca pose carnavalera (que anunciaría en otro contexto a una pésima banda de ska), con tres personajes paradigmáticos de la unión y la intención de mezcla y referencia: Superman, El principito y Simón Bolívar a caballo.
          Y las intenciones siguen hablando en el interior del cuadernillo que acompañan al disco: “Nuestro propósito no es innovar ni evolucionar la música nacional, sólo narrar nuestras experiencias y sueños sin aditamentos o idealizaciones; representar el desarrollo de nuestras vidas en un país absurdo llamado Colombia. [...] Más que un ritmo, un instrumento o una frontera, lo que de verdad nos hace colombianos son nuestras vivencias y nuestra manera de reaccionar frente a ellas. [...] La identidad colombiana, es la falta de identidad. [...] La angustia cambia rápidamente por la risa y el baile. Es un talento colombiano reír de las barbaridades. Es un talento olvidar... [...] Nuestro folclor es tan ajeno a nosotros como la certidumbre. [...] Todas las emociones, situaciones y contradicciones ocurriendo al mismo tiempo.”
          En un mundo en el cual la necesidad de “parecerse a” o de “sonar como” resulta abrumadora y completamente alejada de la realidad de los países latinoamericanos, encontrarse con estas propuestas-respuestas acerca del olvido consciente de lo que somos (preocupación anacrónica, para los adalides y defensores de la globalización y la posmodernidad) resultan mucho más que interesantes, de una valentía que reta de manera frontal al mercado y la tradición tendenciosa de los “ejecutivos” (más bien, “ejecutores”), de las compañías discográficas. Como reza el antiagradecimiento del disco: “No agradecemos: a los que no están haciendo nada por la música de Colombia, a los realities, a Mozart, a los que están vendiendo todo los que se les atraviesa, a los productores de chatarra y su involutivo monopolio, a Kenny G, al smoth jazz, a los que dan Bala y los que no dan...”.

Puerto Candelaria, Llegó la banda, Colombia, Merlín Studios producciones, 2005.

martes, agosto 07, 2007

McClane forever



Crecí con el cine de acción. Mi adolescencia se fue entre el Mel Gibson de Lethal Weapon (1, 2 y 3), el Stallone ojete de Cobra y Tango & Cash, el Van Damme meta-histriónico de Bloodsport y Kickboxer, el Arnold de Predator, Commando y Total Recall . Iba a las funciones triples de los domingos en mi pueblo a ver las repeticiones de las películas de Bruce Lee y Clint Eastwood. Y también de los hermanos Almada, de Jorge Reinoso, de Valentín Trujillo.
          La primer Die Hard la vi en video, en esa explosión de las videocasseteras Beta de Sony que hacían posible la vista y revista de las películas compradas o rentadas en los, en ese entonces, harto rentables videoclubes. La película era revolucionaria para la época (y para la poca cultura cinematográfica que tenía, también habría que decirlo). En esta peli le ponen una santa madrina a John McClane, que ninguno de los héroes musculosos mencionados líneas arriba había recibido.

          Bruce Willis encarnaba al héroe irónico a más no poder, de buen corazón pero de mal carácter, rechipotles para los madrazos, los balazos y la estrategia. El héroe se convertía, también, en todo lo que no había sido hasta ese momento, un ser vulnerable al que si lo hacían caminar encima de vidrios era, como ocurre en la realidad, cosa normal que comenzara a sangrar.
          Pues bien que esa experiencia en el edificio Nakatomi les dio para hacer una secuencia en el aeropuerto internacional Dulles en Washington y una más en las calles de Nueva York desquiciadas por un asalto multimillonario a la casa de moneda. Los villanos en todas las secuelas han sido excelentemente escogidos. En la primera la voz de Alan Rickman le da una profundidad insospechada a un terrorista que no lo es, mientras su gestualidad luce al caer del piso sesenta de un edificio. La segunda parte, la más floja de todas, lleva en el antagónico a William Sadler que en su papel del coronel Stuart, no da más que para reforzar el estereotipo del villano. Será en la tercera parte en la que junto a Samuel L. Jackson como aliado del héroe, aparecerá la excelente actuación de Jeremy Irons como el vengativo (pero igual de pendejo y soberbio) hermano del villano de la primer cinta.
          Cuando parecía que la saga había dado de sí, hasta con un cierre decente, aparece esta Die Hard 4.0. Más que discutir el título, tendríamos que hablar de una cumplidora cinta de acción en la que el cine como entretenimiento encuentra una excelente exponente. Cine de acción para desconectar el cerebro en las dos horas de duración. Cine para poner a trabajar las referencias de lugares comunes que nos sabemos de memoria, porque de manera imperceptible se han ido filtrando en nuestro subconsciente (y en nuestro consciente culpable también): la amenaza de las máquinas y, más aún, del dominio que se puede ejercer sobre ellas; la venganza nunca concluida de los paranoicos extremos de la nación; la estética de 24, la exitosa serie de televisión; el mensaje de que un nerd como cualquiera puede ser heroico (You are that man, le dice en alguna escena MacClane al hacker arrepentido) y acercarse a la fortuna de Bill Gates; la figura del padre que puede ser un reverendo hijo de puta, pero siempre cuidará a sus hijos (recordar solamente las escenas casi idénticas en The Last Boy Scout de Tony Scott, también ponedorísima). En fin.
          Entre todas esas cosas, que uno ya no sabe si son buenas o son malas, pero que nos atraen irremediablemente, está la cara de palo de un Bruce Willis que nunca volvió a ser mejor actor que en esa comedia Death Becomes Here de los años ochentas, en los que interpretaba a un embalsamador al que sus mujeres lo orillaban casi a la locura. Después de ese intento, y de una cumplidora intervención en
The Bonfire of the Vanities, Willis se vio condenado (tal vez de manera consciente) a convertirse en su personaje más memorable: John McClane. Y es que todas las interpretaciones posteriores (incluida la del antihéroe Hartigan en Sin City de Robert Rodríguez) son una variación del personaje por el que pasará a la historia. Willis es McClane forever. Y un McClane rebosante de salud, no un Rocky Balboa cuya última película es el testimonio de su decadencia y una oda a la vejez. McClane parece tener para más, para mucho más.

          Total que Die Hard es un manjar palomero que no habrá que pasar por alto. El único recuerdo amargo de esta película es el imbécil que se sentó a mi lado durante la proyección y que en cada una de las escenas se ponía a señalar las cosas que no podrían pasar en “la realidad”. Que si las invasiones de los hackers, que si los derrumbes de los puentes, que si un coche derribando un helicóptero, que si McClane cayendo sobre el ala de un avión de combate. En fin. ¿Por qué si saben que van a ver una cinta de acción cuyos efectos lindan con lo inverosímil tienen que cuestionar cosas que no tendrían que funcionar como si fuera la realidad? ¿Por qué? Por un simple motivo: ¡porque no es la realidad! Larga vida a McLane.

miércoles, agosto 01, 2007

Del cajón de los recuerdos


Texto escrito antes del año 2000
(Retorno después de ver cómo destrozaban
Smells Like Teen Spirit en un pésimo programa de concursos gringo)





Las generaciones alfabéticas
o pequeño manual para redecorar las utopías



Me da vergüenza ser miembro de la especie humana
pero no quiero añadir nada a esa vergüenza,
quiero raspar y quitar un poquito de ella.
Charles Bukowski


La X está de moda. La colección primavera-verano de la nueva utopía, que consiste en negarlas todas, está aquí, justo enfrente de tus ojos. Los adeptos al grunge parecen repetir el sinsentido de la negación constante del todo. Se habla de generaciones, de épocas, de partos malhabidos y de muertes prematuras. Pongamos en duda la existencia de conceptos como el de generación. ¿Realmente existe ese conjunto de características que hacen homogéneas las actitudes y los deseos de un conjunto de personas?

Se habla de generación como el conjunto de seres que cohabitan y comparten una época, una fracción del tiempo, por lo regular se asocia el concepto a un conjunto de jóvenes que trastocan de manera importante los paradigmas, creencias y utopías de un grupo anterior. Sin embargo, no se puede garantizar tajantemente la naturaleza de tal definición. Las generaciones no existen. Más bien lo que tenemos es una mezcla heterogénea de ideas y acciones que interesan a un conjunto de seres humanos independientemente de sus edades o creencias. La tan llevada y traída "Generación X” es un concepto acuñado con base en una indefinición coincidente con la llamada “muerte de las ideologías”.

Si intentamos jerarquizar temporalmente la naturaleza de las generaciones podríamos crear una clasificación alfabética que se desarrolle en este agonizante siglo.

Podríamos empezar con la “Generación T”, para caracterizar al conjunto de personas que encontraron en la Televisión a la nueva deidad homogeneizadora de gustos, costumbres y apariencias. La generación de las comunicaciones inmediatas y “reales” que encontraron en el medio de comunicación de masas por excelencia una respuesta a la necesidad de información digerida y vida virtual al margen de la realidad. La “Generación T” es la generación que después de fastidiarse con la rutina de oficina llega cómodamente a instalarse en el sillón reclinable a disfrutar de las memorias y los sueños. La generación de los rayos catódicos y la opinión inexistente. Lo homogéneo a esta generación parece ser la pérdida del sentido crítico y analítico de los hechos que transcurren a su alrededor. El inicio de la realidad virtual se da con esta generación, una generación que empieza a entender a los conflictos humanos graves como un espectáculo. La “Generación T” ve en las imágenes transmitidas por la televisión tan sólo una extensión de lo que es susceptible de ocurrir, la descripción constante de lo posible pero lejano, de lo real pero inexistente. Las guerras en directo no transcurre a sus ojos más que como un interminable festival de fuegos artificiales.

La “Generación U” es una generación intermedia, perdida en la indefinición y la ambigüedad. Es la generación de lo “ultravioleta”, una generación que comienza a tomar conciencia de los peligros que conlleva el abuso de los recursos naturales, de la contaminación, del agrandamiento del agujero de ozono en la atmósfera. Es una generación que se ve a sí misma como una generación traicionada. Los ideales se convierten en lemas de campañas y lo que los padres de éstos creyeron una transgresión es material de publicidad. La “Generación U” se concibe a sí misma como una generación que ve en el pasado una forma de escape de la realidad circundante. Es la generación de la nostalgia.

La “Generación V” son los hijos de la “Generación T”. Es la generación de la videocassettera. Es a quien les toca vivir el momento en que cualquier evento ocurrido puede ser almacenado. La “Generación V” es la generación de la información de masas. Todo cabe en un cassette sabiéndolo editar. Es la generación de la emancipación del tiempo libre, los hijos de la elección. No van a ver películas en las salas de cine porque para eso se inventaron los video clubs, no se quedan a ver el partido de futbol porque para eso se compraron una video programable. La “Generación V” es la generación de la posposición. Todo puede verse y hacerse después, sólo hay que almacenarlo.

La “Generación W” es una generación que comienza a entender que los idealismos resultan obsoletos en una sociedad en la que el dinero es la máxima verdad. La “Generación W” es aquella que ve en la obtención de un Wolkswagen la realización de sus anhelos más caros. Es la generación atrapada en el trabajo y en la rutina. La generación que ve en la acumulación de capital la única forma de transgredir el orden y la costumbre. La generación del traje Armani y la loción Channel, originales por favor. La “Generación W” cree en la planificación familiar y en la planeación del futuro. Es la generación que reglamenta la voluntad a fin de exterminar los imprevistos.

Llegamos al meollo y motivo de este paranoico escrito. La “Generación X”. La definición parte de un concepto algebraico. La X como la incógnita. La generación de la matemática elevada a rango de costumbre. La generación informática y computarizada. La generación de la inexistencia y el desencanto como moda. La generación que se cree totalmente aislada pero que es, paradójicamente, la más homogénea e identificable. Esta generación cree que el conocimiento es un estorbo, lo importante es lo inmediato. Se siente dueña de lo exclusivo: la música, el cine, el cómic, la literatura maldita, las drogas, todas estas palabras antes de conceptos tales como underground o alternativo. La generación de lo alternativo como la inexistencia de opciones. La generación de la contradicción. La diversificación limitada. La “Generación X” es la primera generación totalmente globalizada, es aquella idea empaquetada que lleva colgando del cuello la etiqueta MTV o la etiqueta Internet. Y pese a ser, como generación, esto es, como conjunto de seres, un todo homogéneo, es, al mismo tiempo, la generación más diversificada. Me explico para oscurecerme. A pesar de compartir parámetros identificables como grupo, existe la idea del individuo diferenciable hacia adentro del conjunto y es ahí donde aplica la acepción de la letra como incógnita, el individuo puede tomar cualquier idea expuesta en el gran supermercado posmoderno virtual de la realidad, el pop mart, y volverlo un credo particular. La “Generación X” es, tomando una idea mal memorizada y seguramente mal interpretada original de Doris Dörrie, aquella generación que proclama “No sabemos nada y eso es lo que nos hace fuertes”. La “Generación X” es la que verá el parto del nuevo milenio de manera consciente. En fin, podemos decir que la Generación X es una generación que no lo es, es decir, no una, sino muchas generaciones interactuando en una misma época.

Siguiendo esta lógica podemos decir que las generaciones que terminan este alfabeto ya han nacido. La “Generación Y” que podría ser la generación de la adición, de la tolerancia potencializada, de la contradicción posible. Y al final, la “Generación Z”, que se podría concebir como la generación de una nueva generación. El eterno retorno al vacío de lo mismo. La generación Z sería la refundación de lo material, la existencia de un nuevo orden de cosas en este universo en constante expansión. La llegada a un nuevo mundo. La “Generación Z” es el arribo a la creación de mundos mitológicos imperfectamente originales como ese producto mercantil de éxito inexplicable e inusitado, el manga japonés llevado al nivel de icono posfuturista, Dragon Ball, por supuesto, Z.

Este manual no debe tomarse tan a pecho ni tan en serio, tal vez ayude a hacer del excusado un lugar de reflexión trascendental. Se le puede dar el uso que se considere más conveniente.