lunes, agosto 07, 2023

Rebeliones para nuevos folletines

 


En La rebelión de los negros (El Quinqué Amarillo / Secretaría de Cultura de Jalisco, 2017), Javier Raya (Ciudad de México, 1985-2022) realiza una de las obras más extrañas dentro de la literatura nacional. Pastiche de textos con una fuerte carga lírica, pero que también abreva de la crítica social, del escarnio al mundo (mundillo) literario, de la revisión de las expectativas traicionadas de los numerosos aspirantes a estrellas de las letras y de un recuento copioso y enterado de diversas nociones asociadas a la literatura y su canon occidental. 

Como bien apunta al principio el narrador elusivo (la voz del personaje que se llama igual que el autor, pero que no es el autor), la razón por la cual decide escribir el libro es clara: “Por disciplina, por desafío, y, sobre todo, por chingar, me propuse escribir un libro donde contara la historia secreta detrás de la redacción de la literatura en la actualidad -ya no desde la perspectiva de una actividad artística, sino como un medio de producción de (sin)sentido”. A partir de esa declaración, las páginas siguientes decantan por la construcción de un proyecto, que es una novela, que es el libro que se está leyendo, que apunta a organizar una rebelión de los negros literarios; no entendidos como aquellos trabajadores a destajo de la época de oro del folletín decimonónico, sino como los actuales aspirantes a escritores que pululan por diversas ocupaciones que les permiten sobrevivir, pero no dedicarse totalmente a la escritura. 

Escritores de discursos políticos, redactores de notas superficiales en pasquines necesitados de clicks, profesores de cursos de literatura en las universidades, coordinadores de talleres literarios, vendedores de libros raros, correctores de estilo, artífices de los textos oficiales y de los libros de texto. Ocupaciones todas que en apariencia se relacionan con la literatura pero que, en última instancia, no son literatura. El texto cuestiona la idea de novela a cada momento, no es una novela en el sentido tradicional del término, no cumple incluso con los elementos que podrían caracterizarla de manera inequívoca, apunta: “Tú no haces novela, esta no es una novela, tú vas a quedarte recluido en los géneros menores del discurso, vas a ser un artista del e-mail, un virtuoso del chat, un Casanova de los mensajes de texto, pero la literatura es otra cosa”. 

El libro es la presentación de testimonio de alguien decepcionado de lo que ha encontrado al asomarse al mundo literario, que ha sopesado en parte cómo funciona, y que no ha visto manera de poder encajar de la manera en cómo se lo ha planteado, alguien que utiliza la ficción y la literatura misma para prestar ese testimonio a partir de sus herramientas: “A lo mejor para eso sirve la ficción, para crear una estación provisional a donde el tren de la Historia pueda hacer un alto, al menos provisionalmente, y donde los viajeros puedan contar de una vez por todas lo que han visto”. 

El texto se asume también como ente propietario de una voz, la voz de la rebelión que contiene, que narra y que planea: “No quiero filtrar nada, no quiero dejar nada fuera, no quiero convertirme en Editor de mí mismo. [...] De este punto a este punto, fui un autre diez veces. Exagero, pero el punto queda claro. Me disfrazo de texto, en realidad, porque he venido a infiltrar esta novela. Soy un ninja, lo confieso, lo he sido siempre. Ahora que nada importa, de más está decirlo”. La rebelión a ese destino fútil pero deseado, despreciado pero visto como fin último no se lleva a cabo en lo tangible sino en el terreno de lo literario, en el espacio del libro que se escribe a sí mismo: “Nuestra revolución será inútil. No tendremos héroes, ni caudillos ni nombres. No tendremos, sobre todo, manifiestos, porque no habrá nadie que los firme. Nuestra obra es una conversación interminable”. 

Ningún aspecto de lo que rodea la posibilidad de creación queda desechada como material criticable, como las redes sociales: “Facebook editorializa con brutal eficacia la percepción de nuestra vida privada, de la práctica del yo no como un ingenuo ejercicio de vanidad, sino como una red de referencias que estabiliza lo que somos en términos sociales, que es otra forma de decir: en términos de mercado. Consumimos estos afectos y estos productos. Y por lo que consumen los conoceréis”. 

La catarsis da paso a una crítica de la propia generación y sus mecanismos de sobrevivencia desde las posibilidades que la precariedad o la búsqueda de condiciones para la creación imponen: “si hubiera becas fonca para poetas de 7 años, cabrones, dejarían raspado y rojo y despellejado ese pezón de tanto mamarlo, lobeznos, parias, escritores, cuánto los odio, quieren la consagración antes que la obra, la gloria póstuma antes que picar piedra y poner una palabra detrás de otra, negro sobre blanco todo el día como esclavo, no, ya sé que voy a sonar como un viejo yo también, pero ustedes lo que quieren es coger, coger y drogarse, y coger drogados, y luego drogarse y volver a coger, y levantarse con resaca para drogarse y poder seguir cogiendo y tener resaca de coger, resaca moral, son adictos [...] los negros son en general son desclasados, a veces un negro se vuelve escritor, pero rara vez un escritor se vuelve negro, yo quería escribir y terminé negreando, por ejemplo, pero nunca fui tan bueno”. 

Es un libro amargo, pero revelador, también cínico y autocrítico, en cierto sentido demoledor ante la superioridad moral y la simulación que se manifiesta en ciertos sectores del mundo de la creación literaria y de las editoriales. Quizás es un libro de escritores para escritores, pero es uno de esos que se queda mucho tiempo resonando en la cabeza, incluso mucho después de haber concluido con su lectura. 


* El libro se consigue en su formato físico todavía en algunas librerías, y hay una copia “liberada” en Academia.org para quien desee leerlo. 


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